martes, febrero 15, 2005

MI SEÑORA LA MELANCOLÍA

Hay dos formas clásicas de asumir la desazón: una es la risa de Demócrito, y otra las lágrimas de Heráclito. Solía ocurrir que los artistas tomaran partido por ésta o por aquella postura. Se preguntaban: ¿es mejor reír o llorar ante la agitación, los errores y las desgracias de los hombres? El escritor inglés Robert Burton (1575-1640), autor de la Anatomía de la melancolía (The Anatomy of Melancholy, 1621), firmó su obra mayor bajo el nombre Democritus Junior, seudónimo que le dio algo más que una máscara, pues asumió de esa forma un escepticismo sonriente ante todo lo que es humano.
“¿Qué es el mundo mismo? Un vasto caos, una confusión de tipos diversos, tan variable como el aire, un manicomio, una tropa turbulenta llena de impurezas, un mercado de espíritus vagantes, duendes, el teatro de la hipocresía, una tienda de picardía y adulación, un aposento de villanías, la escena de las murmuraciones, la escuela del desvarío, la academia del vicio; una guerra donde quieras o no debes luchar y vencer o ser derrotado, en la que matas o te matan; en la que cada uno está por su propia cuenta, por sus fines privados, siempre en guardia.”
Hace unos años, la Asociación Española de Neuropsiquiatría inició el rescate íntegro, en tres tomos, del gran estudio de Burton, que se conocía en español sólo a partir de una selección de Antonio Portnoy publicada en 1947 por Espasa-Calpe de Argentina, como el número 669 de la Colección Austral y con apenas 150 páginas. Por tener esa fuente editorial tan extravagante como lo es una asociación de neuropsiquiatras, la nueva Anatomía de la melancolía ha sido distribuida en México con suma discreción, y los poquísimos volúmenes que lograron cruzar el Atlántico son condenados a su suerte en las secciones de psicología, lo que no merece un autor que tuvo gran influencia en Laurence Sterne y Samuel Johnson, por ejemplo, y que es conocido como “el Montaigne inglés”. Hasta ahora, sólo se puede adquirir acá el tomo primero (del que en la librería Gandhi había un solo ejemplar, que pasó por varias sucursales y terminó algo maltratado y sin la camisa original); y se estará por importar los dos restantes, cumplido ya el rescate en España.
La Anatomía de la melancolía aparecerá completa en nuestro idioma, pues, cuando Iberoamérica celebra el IV Centenario de la aparición de Don Quijote, libro que Burton leyó en la traducción inglesa de Thomas Shelton de 1612, que incluía sólo la primera parte de las aventuras del Caballero de la Triste Figura, y que se volvió una de sus fuentes.
Si se piensa en los continuadores de Cervantes, uno de ellos podría ser Robert Burton, que se describe en el prefacio como alguien que ha leído muchos libros, “pero con poco éxito, a falta de un buen método”. Si Cervantes se dirige a un lector “desocupado”, el de Burton es “amable”, al que le dice: “Tú mismo eres el tema de mi discurso”. El tú y el yo se entrecruzan en su obra: el otro es para Burton él mismo, y por lo tanto es él también la materia de su discurso. Apunta: “escribo sobre la melancolía para estar ocupado en la manera de evitar la melancolía”; o también, con Cipriano: “la experiencia de la desgracia me ha enseñado a socorrer a los desgraciados”; y, con Mario en Salustio: “lo que otros oyen o leen, lo he sentido y practicado yo mismo; ellos consiguen sus conocimientos a través de los libros, y yo los míos melancolizándome”.
Melancolizándose él, y melancolizando todo lo que toca. Ese lector en apariencia caótico que es Robert Burton, toma de aquí y de allá; su discurso se crea a partir de la cita, y las casi mil quinientas páginas de su Anatomía son también un centón, según define la Real Academia: “Obra literaria, en verso o prosa, compuesta enteramente, o en la mayor parte, de sentencias y expresiones ajenas”.
Tal acumulación de citas no conduce al tedio sino a un retrato fiel del que escribe, que va nervioso de la frase propia a la ajena; y ese constante salirse de sí mismo se vuelve síntoma de la enfermedad que estudia y padece: “No hay nada nuevo aquí, lo que tengo lo he tomado de otros, mis páginas me gritan: ‘¡eres un ladrón!’” O como también dice: está claro dónde ha tomado el material, “sin embargo se convierte en algo diferente a lo que era su origen”. Equipara su escritura con un río: a ratos precipitado y rápido, a ratos torpe y lento; a ratos directo, a ratos tortuoso; a ratos profundo, a ratos superficial; a ratos turbio, a ratos claro; a ratos ancho, a ratos estrecho, “según lo requiere el tema presente o según me veía afectado en ese momento”.
La melancolía es, para Burton, “una enfermedad congénita en todos nosotros”, y la locura reina en el mundo: “Nunca hubo tantos motivos para la risa como ahora, nunca tantos necios y locos. No basta un Demócrito para reírse, en estos días necesitamos ‘un Demócrito que se ría de Demócrito’” (que es cita de Erasmo).
Al descubrir un epígrafe de Robert Burton en un cuento de Jorge Luis Borges, hay quien llegó a sospechar (como apuntó Monterroso) que se trataba de una invención borgesiana. Pero tan real es como esos tres grandes tomos de la Anatomía de la melancolía que circulan en las librerías de España, y que alguna vez serán vistos en las de México, y desde los cuales la congoja por el desorden de la vida social (donde el último fin es “cómo ser el peor”) toma forma alegre: “Si Demócrito estuviera vivo, ¡cómo se reiría!”

Febrero 2005

jueves, febrero 10, 2005

LA LUNA OLVIDÓ A HAMLET

Febrero era un mes que agradaba a James Joyce (1882-1941), sobre todo porque el día dos era su cumpleaños. Cuando había un libro en puerta, intentaban él y sus editores que estuviera listo para esas fechas. En 1922, por ejemplo, Sylvia Beach le entregó el dos de febrero la primera copia de Ulises, que muy pronto agotó sus mil ejemplares; en 1939, a media fiesta el propio Joyce mostró a sus amigos el tomo impreso por Faber and Faber de Finnegans Wake que le acababa de llegar a París, y Helen, la esposa de su hijo George, mandó a hacer un pastel con reproducciones en miniatura de sus siete títulos (tres novelas, un libro de cuentos, una obra de teatro y dos poemarios), por orden de tamaño y con el color exacto de los originales. Nora, mujer del autor irlandés, presumió entonces un anillo, regalo del marido, con una aguamarina como símbolo del río Liffey que atraviesa Dublín y tanta presencia tiene en el Finnegans con esa Anna Livia Plurabelle transformada, en el diálogo de dos mujeres que lavan en la orilla ropa ajena, es decir chismorrean, transformada, pues, en Anna Liffey : “O, tell me all about Anna Livia! I want to hear all about Anna Liva. Well, you know Anna Livia? Yes, of course, we all know Anna Livia. Tell me all. Tell me know. You’ll die when you’re hear…”
En este febrero, al cumplir Joyce la improbable aunque cabalística edad de 123 años, habría acaso hecho un balance de los festejos por el centenario del Bloomsday en el 2004, celebración hasta cierto punto “ficticia” porque se recordó la jornada en que ocurre una novela, el 16 de junio de 1904, que es el día del Ulises, mas no el aniversario de su publicación. ¿Ganó Joyce con ese ruido tres o cuatro nuevos y buenos lectores? Y probablemente habría presumido ahora a sus invitados un ligero ejemplar azul venido de otras tierras, con “Las tres gracias” de Jacopo Carruci en la tapa y escrito en español, con el título Mujeres de Babel y dos subtítulos distintos: según la portada, Voluptuosidad y frenesí verbal en James Joyce; y como aparece en interiores, La experiencia leída. De un R. H. Moreno-Durán que por las iniciales del nombre podría ser asociado con H. C. Earwicker, el marido de Anna Livia. Colombiano aquél, para mayores señas. Y coedición, el libro, de Taurus de Bogotá y la Universidad Nacional Autónoma de México.
No ha tenido mayor suerte el tomo en parte porque fue impreso en agosto del 2004, ya pasado el centenario del Bloomsday y su euforia mediática, y en parte acá porque sólo llegaron quinietos libros que fueron repartidos por diciembre, casi en sigilo, en las librerías Gandhi.
¿Merecería un mejor recibimiento? No es mucho lo que se ha escrito en nuestro idioma en torno a James Joyce. Hay un par de trabajos de iniciación a la obra (uno de José María Valverde de 1982, otro de Arturo Marcelo Pascual de 2001), dos meritorios ensayos de Esther Cohen Dabah (Ulises o la crítica de la vida cotidiana, 1983; La cicatriz y la pasión: el monólogo de Molly Bloom, 1985), la transparente y erudita Casa Ulises (2003) de Julián Ríos... Y nada más. O sí: este de R. H. Moreno-Durán, en varios sentidos destemplado.
El autor colombiano ha puesto una trampa a sus lectores: hace aparecer como orgánico algo que se siente disperso. A lo largo de su carrera ha debido escribir sobre Joyce, sea por alguna fecha cumplida o por la aparición de nuevas traducciones, y en algún momento esos artículos o reseñas se le antojaron como conjuntables, y en el ejercicio de llevar esto a cabo pensó que había textos que juntos podrían funcionar como capítulos y... El tejido, sin embargo, se volvió telaraña. O en el apresurado tejer y destejer a la Penélope homérica se le arruinaron los hilos del discurso para terminar entre manos con una prenda muy desprendida, casi informe: se comentan así El guardián de mi hermano, de Stanislaus Joyce, que editó Fabril de Buenos Aires en 1968; o las Cartas de amor a Nora Barnacle, publicadas en México por Premiá; o las Epifanías recopiladas por David Haymam en Barcelona para Montesinos en 1996... O, lo que es incomprensible, ese Finnegans Wake que arrojó la editorial Lumen en 1993, compendió o versión de Víctor Pozanco que en Álbum de Babel (1995) califica Julián Ríos como un “compendio de disparates”.
En cuanto a ese falsete de Pozanco, Moreno-Durán se hace una pregunta oportuna: “¿Estamos ante una versión o un compendio del libro de Joyce?”, que lo lleva a otra: “¿cómo y para qué traducir un libro escrito en todas las lenguas?”, y a una más: “¿Cómo penetrar en la torre de Babel y, además, en medio de un sueño que discurre en un ‘presente eterno’?” Para salirse quizá por la tangente y no responder a lo primero: ¿ante qué estamos con el Finnegans Wake de Lumen? Lo glosa o lo desglosa como si fuera el original, colocando en un sitio que no le corresponde a un compendio o versión o traducción tan mal hecho (y, por cierto, ya fuera de catálogo).
Tales ligerezas desvían algo que se antojaba válido, y que a ratos se cumple: rastrear el asunto femenino en la obra de James Joyce, bien sea esa “carne que monologa al ritmo de la sangre en Molly Bloom”, o esa otra “carne que se verbaliza y fluye como un río en Anna Livia Plurabelle”.
En Ulises el drama de Stephen Dedalus es que ha perdido a la madre: la luna se olvidó de él, como dice Shakespeare de Hamlet. En paralelo con su personaje, ese junio de 1904 James Joyce andaba en las mismas, pero entonces conoció a Nora Barnacle: la mujer, sin duda, ata y desata a la vez su escritura.

Febrero 2005

viernes, febrero 04, 2005

LO QUE SALIERE

Sí llega el personaje cervantino a tener en sus manos un ejemplar de Don Quijote, pero del apócrifo, es decir de ese Segundo tomo del ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, que contiene su tercera salida y es la quinta parte de sus aventuras publicado en Tarragona en 1614 y firmado por un fantasmal Alonso Fernández de Avellaneda, volumen que incontables disgustos causó a Miguel de Cervantes. Se enteran de tal libro el caballero andante y su escudero cuando van camino de Zaragoza, en una venta que el hidalgo no confunde con castillo y por una conversación ocurrida en un aposento vecino, donde uno dice: “Por vida de vuestra merced, señor Jerónimo, que en tanto que traen la cena leamos otro capítulo de la segunda parte de Don Quijote de la Mancha”.
Lo que sigue en el diálogo es ya una crítica de esa obra, pues responde don Jerónimo: “¿Para qué quiere vuestra merced, señor don Juan, que leamos estos disparates, si el que hubiere leído la primera parte de la historia de don Quijote de la Mancha no es posible que pueda tener gusto por leer esta segunda?”. Acude don Juan a la sentencia de Plinio el Viejo según la cual no hay libro tan malo que no tenga cosa buena alguna, pero lamenta que en ese Quijote que han estado leyendo se pinte al Caballero de la Triste Figura ya desenamorado de Dulcinea... A esto reacciona quien escucha desde el otro cuarto y decide presentarse de súbito ante sus dos lectores, quienes sólo de oírle lo confirman como el bueno, y le ofrecen el libro mentiroso para que lo revise. Encuentra don Quijote varios yerros, y no le busca más, “pues de las cosas obscenas y torpes los pensamientos se han de apartar, cuanto más los ojos”... E insiste Sancho a don Juan y don Jerónimo en que ellos sólo se reconocen en la historia compuesta por Cide Hamete Benengeli, de la que les dio noticia el bachiller Sansón Carrasco y así, de oídas, aprueban.
A partir de ese momento, el Quijote apócrifo se convertirá en un motivo recurrente de la novela de Cervantes incluso hasta el final, pues a esa presencia se aludirá en el testamento de Alonso Quijano. La primera reacción narrativa es que los protagonistas cambien de rumbo, y no vayan a Zaragoza, a donde acuden los personajes de Avellaneda, sino a Barcelona. Para no llamar a engaño, son recibidos ahí con estas palabras: “Bien sea venido el valeroso don Quijote de la Mancha: no el falso, no el ficticio, no el apócrifo que en falsas historias estos días nos han mostrado, sino el verdadero, el legal y fiel que nos describió Cide Hamete Benengeli, flor de los historiadores”.
Luego camina don Quijote por las calles de Barcelona y entra, por curiosidad, a una imprenta, en donde corrigen la desacreditada Segunda parte. “Ya yo tengo noticia de este libro”, dice el hidalgo, “y en verdad y en mi conciencia que pensé que ya estaba quemado y hecho polvos por impertinente; pero su San Martín se le llegará como a cada puerco”.
Y eso no es todo. Al referir la mentira de su muerte, Altisidora fantasea con haber encontrado en las puertas del infierno una docena de diablos que jugaban a la pelota con libros “al parecer llenos de viento y de borra” (es decir, “de vanidad y pelusa, sin provecho”, aclara Francisco Rico). Uno de esos libros era la mentada segunda parte, que uno de los diablos manda a los abismos del infierno y otro asegura que es tan malo “que si de propósito yo mismo me pusiera a hacerle peor, no acertara”.
Más adelante, don Quijote recuerda esa historia de un pintor Orbaneja que cuando le preguntaba qué pintaba él decía: “Lo que saliere”. Y si salía un gallo, ponía la inscripción: “Éste es gallo”, para que no pensaran que era zorra. Y así, dice, debió ser el escritor que sacó a la luz ese nuevo Don Quijote y que dio a la imprenta “lo que saliere”.
Mayor seña de que hubo herida, y que el daño fue salvado con malicia e ingenio, es la aparición de un personaje del Quijote apócrifo en el Quijote verdadero, ese Álvaro Tarfe al que ambos, caballero andante y escudero, encuentran en un mesón y hacen declarar (frente a alcalde y escribano) que no son ellos los que andan impresos en aquella historia compuesta por un tal Avellaneda. Había asegurado, antes, el buen Sancho: “Todo cualquier otro don Quijote y cualquier otro Sancho Panza es burlería y cosa de sueño”.
Y hasta cuando tiene un pie en el estribo, al dictar su testamento incluye el cuerdo Alonso Quijano, ya curado de la enfermedad de la locura pero enfermo de muerte por melancolía, una cláusula en la que aconseja a sus albaceas pidan al autor de esa segunda parte falsa que “perdone la ocasión que sin yo pensarlo le di de haber escrito tantos y tan grandes disparates como en ella escribe, porque parto de esta vida con escrúpulo de haberle dado motivo para escribirlos”.
¿Se pensará que Cervantes puso así en su lugar al Quijote de Avellaneda? Lo agregó a su juego, podría afirmarse. Mas con su insistido rechazo, también parece Cervantes darle carta de autenticidad al apócrifo.
Al detenerse en este tema, en su Viaje alrededor de El Quijote (FCE, 2004) concluye Fernando del Paso que hace ya cuatro siglos el don Quijote verdadero de Cervantes triunfó sobre el don Quijote apócrifo de Avellaneda: “Aunque siempre, también, lo seguirá, de cerca, una sombra que no es la suya.” Lo que es acaso la verdad, y nada más que la verdad. Pero no toda la verdad.

Febrero 2005