lunes, noviembre 28, 2005

LOS HEREDEROS

Diversas noticias recientes en torno a Juan Rulfo y Frida Kahlo muestran cómo el camino del arte no termina cuando se cumple un destino vital. Según se mira en este par de ejemplos, el paso de las generaciones sigue afectando (superficial o gravemente) el desarrollo de una obra.
Habrá que precisar los términos del comentario: la afectación puede ser positiva o negativa. En cuanto al verbo afectar la Real Academia no toma partido, pues aunque parece inclinarse más por lo segundo (como menoscabar, perjudicar o influir desfavorablemente) también lo acepta sólo como “producir alteración o mudanza en algo”. O se acierta o se yerra; lo único seguro es el movimiento continuo, al parecer inevitable.
Por un lado está el rescate en los archivos de lo inédito o inconcluso: los apuntes, las cartas, las viñetas o las piezas maestras perdidas, en donde los investigadores hallan señas o claves de la creación. Ha ocurrido incluso que se descubre un autor a posteriori, cuando éste tiene ya la beca perpetua de la muerte, y su aparición cimbra a lectores o espectadores, según sea el caso. Están las historias muy conocidas de Van Gogh y Kafka, de quienes se sabría muy poco de no ser por aquellos a quienes dejaron sus creaciones. Las herencias fueron venturosas.
Pero no siempre es así. La novela El hombre invisible (1897), de H. G. Wells, cierra con este apunte trágico: los cuadernos del científico Griffin, en los que está cifrada la mecánica de la invisibilidad, van a caer en manos de un vagabundo analfabeta, que atesora esos apuntes y cumple su felicidad al poseerlos, pero difícilmente descifraría las complejas operaciones que ahí se encuentran puesto que ni siquiera sabe leer. No importa: los cuadernos son suyos, le pertenecen; acaso los usará por las noches como almohada. El legado, aquí, cayó en el peor sitio, y “se perderá en el tiempo como lágrimas en la lluvia” (Blade Runner).
Podría ser que a ese vagabundo corto de miras se le ocurriera crear una Fundación para preservar la memoria del científico, e invitara a otros vagabundos a compartir el proyecto, y consideraran juntos como una misión la defensa del personaje para ellos desconocido y acallar lo mordaz (aunque cierto) que de Griffin se dijera en las tabernas de las cercanías... Tal ha sido, más o menos, el papel de la Fundación Juan Rulfo, convertida en una oficina de censura. Pretende dirigir lo que se diga de Rulfo: para dar su venia a homenajes o mesas redondas, acuerda con las instituciones culturales quién está acreditado para participar y quién no. Evita los coloquios, pues se prestarían a diálogos incontrolables. Y sus publicaciones pasan también el filtro de lo que puede ser expresado, siguiendo los dictados de la conciencia familar. Así y todo, no pudieron detener la edición de “biografías no autorizadas” como la española de Nuria Amat (2003) y la mexicana de Juan Ascencio (2005), con asomos a la parte oscura de su persona.
Además, la Fundación ofrece a cada tanto ediciones no definitivas de El Llano en llamas (1953) y Pedro Páramo (1955) barajeando las páginas del libro de relatos y la novela hasta dejar estos títulos, siempre tentativamente (mientras llega la próxima junta de la Fundación o se acerca otro lúcido investigador para convencerlos de nuevas modificaciones), como el autor habría querido, según los últimos recuerdos familiares o el humor nostálgico que les acometa o los asomos miopes a los papeles del escritor a su custodia.
Esto nos da una idea de la fragilidad de la obra de arte, de su vulnerabilidad: cómo un mal manejo de ella puede provocar catástrofes como las que están ocurriendo con los textos de Juan Rulfo cuando él ya no podrá, como algunos de sus personajes, levantarse de la tumba y lanzar en su defensa un leve murmullo quejoso.
En tal contexto debe ser entendido el berrinche de la prole rulfiana por retirar el nombre del escritor al premio internacional que se otorga durante la Feria del Libro de Guadalajara, ante unas declaraciones nada ofensivas del excelente poeta y ensayista Tomás Segovia, para quien el proceso creativo sobrepasa regularmente al creador: esto podría ser cierto en el caso de Rulfo o en el de James Joyce, aplicable a José Revueltas o a T. S. Eliot. El poeta será siempre como el burro que tocó la flauta. Censurar una visión así (de un artista sobre el arte) es un despropósito que nace de la ignorancia o un desconocimiento total de la creación literaria, y una prueba casi científica de que los Rulfo no son Juan Rulfo: las inteligencias no se heredan.
Es distinto lo que pasa con la pintora Frida Kahlo, por lo menos en lo que respecta a la decisión por distribuir un tequila con su nombre. Si eso se hiciera con Rulfo, saltaría la soldadesca fundacional pues lo tomaría como mensaje directo sobre el alcoholismo que padeció el maestro... Los familiares de Frida, ajenos a esos pruritos morales, lanzan la bebida para celebrar una fama creciente. Quizá tenga mejor estrella que el tequila Suave Patria, me parece ya fuera del mercado. La explicación que se da es muy simple: era algo que ella tomaba. ¿Es un pretexto para lucrar con el nombre de Frida? Podría ser. Si se considera el arte como un asunto de retablos, quizá no esté bien; si se le rebaja o sitúa en la condición humana, no hay fantasmas por combatir.
Por sus obras los conoceréis... y por lo que de ellas hagan los herederos.

Noviembre 2005

miércoles, noviembre 23, 2005


EL TANGO DEL VIUDO

Habrá quien considere como una enorme paradoja el hecho de que el tormento mayor de Silverio Pérez, a quien Agustín Lara bautizó —en un famoso paso-doble— como el “tormento de las mujeres”, sea no tener ahora a una sola mujer, María de la Paz Domínguez, la “Pachis”, su esposa de siempre, quien falleció hace una semana. Como dice un poema, han vivido juntos tantas cosas que será en verdad difícil vivirlas separados. El de ellos fue uno de esos amores que el mareo de la fama pudo haber destruido, pero no lo hizo (quizá más por Pachis que por Silverio), y el tiempo afianzó hasta un punto en donde se volvieron como las dos partes de un mismo ser.
—Oiga, matador —le pregunté hace diez años, en una visita a la casa en Pentecostés, cerca de Texcoco—, ¿estuvo alguna vez en riesgo su vida conyugal?
El Compadre se retorció en el sillón no por las culpas sino porque venía de ver al peluquero.
—También uno es vanidoso —dijo—. Si no hubiera fama se sentiría uno mal. Hay peligros, sí, cuando uno no anda bien situado en el suelo y hace o dice barbaridades. Por eso hay que ser discreto, sencillo... La altivez, la prepotencia, son cosas malas. La fama descontrola en un principio. A mí me ocurrió cuando empecé a ganar dinero, cuando empecé a ser reconocido. Pero eso es cosa de la juventud, no tiene uno la experiencia. Yo ya estaba casado y cometí muchos errores. Gracias a que tuve en mi casa a una señora que supo aguantar todas mis cosas malas, pude recapacitar y algo de lo poco que tengo se lo debo a ella: era yo un papanatas, me gustaba la diversión, como a todo joven... A todo ser humano le gusta divertirse, que lo alaben, y se marea uno, se vuelve uno tontito. Bendito sea Dios que recapacité, y que ella me hizo recapacitar. Estoy muy feliz de que la tenga a mi lado.
—¿La ha ido queriendo de manera distinta en cada época?
—Ahora la quiero más, no podría vivir sin ella. Nos hemos convertido en una sola persona. El final tiene que venir, pero Dios no quiera... Que esto dure un poco más, para que yo pueda disfrutarla. Prefiero irme antes que ella, no podría vivir sin mi Pachis.
Los diálogos con ella eran igual de abiertos y entrañables. Estábamos en la sala de la casa. María de la Paz llevaba la voz cantante en la conversación, y sólo cuando se empezaban a mencionar las historias amorosas de su marido, él la interrumpía. Para el tema ya tenían puesta en escena: Pachis a veces daba hasta nombres, Silverio todo lo negaba.
—¿Tuvo alguna rival de mucho peligro?
—Ninguna, ninguna. No contestes —interumpía Silverio.
—Le voy a dar un nombre, para empezar. Y se lo digo porque la mujer ya no vive. ¿Qué le parece Rita Hayworth? No hablo de otras porque no sé qué habrá sido de sus vidas, si se casaron, tuvieron hijos...
Pesaron las dos palabras: Rita Hayworth, y guardamos silencio unos segundos. El nombre de la actriz se quedó rebotando por ahí, y la imaginación reconstruyó ese cuerpo divino. El Faraón de Texcoco dijo, poco convencido:
—No, no, hay algo que mi señora ha confundido: una cosa es tener amistad y otra lo que ella piensa.
—¿Pero Rita Hayworth sí fue su amiga?
—Muy superficialmente.
Y aquí Pachis tenía algo que celebrar:
—Una de las más grandes virtudes de Silverio como esposo es que nunca ha aceptado sus desvíos, aunque yo tuviera la evidencia en las narices siempre lo negó, por respeto.
En 1993 María de la Paz Domínguez editó Mi Silverio Pérez, faraón y hombre, un libro escrito en 1953 y que apareció entonces por entregas en la Revista de América. Le interesaba contar, sobre todo, el proceso psicológico que llevó al joven Silverio Pérez a sobreponerse a la muerte en España de su hermano Carmelo para lanzarse al ruedo. Pachis lo vio torear dos veces. Una al principio del noviazgo hacia 1937, otra en la despedida en 1953.
—¿Y sí fue dura la convivencia con Silverio?
—Estar casada con un hombre triunfador es difícil, por el entorno, todo lo posterior a la fiesta de toros y que era consecuencia de lo mismo: el traje de luces, el éxito, ganaba mucha lana... Para que se hubiera abstenido de tener esas experiencias extramaritales, pues necesitaba haber sido maricón. La tentación era muy fuerte. Claro, esto lo ve uno a través de los muchos años, ya tamizado. Dice uno: era natural. Pero cuando lo está uno viviendo, caray...
—El tiempo los fue uniendo.
—Este es el resultado de muchos años de perdonarnos mutuamente nuestros diversos errores. Lo que nos aterroriza es saber cuál es el que se va a quedar, porque sabemos que el sobreviviente no va a durar mucho. Somos como una vía de tren: un riel sin el otro no sirve para nada. Estamos tan unidos, somos ya una misma cosa, nos hemos fundido.
Acaso una de estas noches musitará Silverio Pérez con Pablo Neruda estos versos tristes del “Tango del viudo”: “Cuánta sombra de la que hay en mi alma daría por recobrarte, / y qué amenazadores me parecen los nombres de los meses, / y la palabra invierno qué sonido de tambor lúgubre tiene”.

Noviembre 2005

martes, noviembre 15, 2005

DASH Y LILLY

Puestos sus nombres así, juntos y en diminutivo, suena como si se tratara de una pareja de bailarines, como Ginger y Fred, por ejemplo. Uno de sus ámbitos fue Hollywood, pero no del lado visible de la pantalla sino como guionistas o por adaptaciones de sus libros, en un caso novelas policiacas y en el otro libretos teatrales. Por temporadas vivieron juntos (y mezclados también con otros figurantes, por las severas leyes de la infidelidad); compartieron, además, la bruma alcohólica. No por esas debilidades sino por su apego a la izquierda política, a comienzos de los años cincuenta del siglo XX fueron llamados a declarar por el senador Joseph McCarthy y compañía, del inverosímil Comité de Actividades Antinorteamericanas del Congreso de los Estados Unidos: él, Dashiell Hammett (1894-1961), recibió en 1951 el castigo de la cárcel; y ella, Lillian Hellman (1905-1984), salió dignamente de su comparecencia sin colaborar en la cacería de brujas, aunque el simple hecho de haber aparecido en la “lista negra” produjo una merma notable de sus ingresos como pena no capital sino descapitalizadora, otra forma de sanción.
Un retrato caricaturesco de las relaciones entre estas dos personalidades da estructura a El hombre delgado (The Thin Man, 1934), de Dashiell Hammett, con el matrimonio de Nick y Nora Charles y la fórmula de un detective retirado que vive de administrar las riquezas de su mujer, ambos atractivos, ambos con un pasado amoroso complejo y con señales de aventura a cada momento, como sucesos cotidianos de una rutina bohemia. En el capítulo inicial ella le pregunta cuál es su tipo de mujer, y él responde con una descripción que acomoda bien a Lillian Hellman: “Morenas largiruchas con la mandíbula agresiva”, lo que suena a un cumplido. Más Nora ataca: “¿Y la pelirroja con quien desapareciste anoche en casa de los Quinns?” La respuesta de Nick es insatisfactoria, pero cortés: “¡Qué tontería! Sólo quería enseñarme unos grabados franceses”.
Tal era, al parecer, su manera de conversar y sobrellevarse. Páginas adelante Nora despierta a Nick: “¿Cómo te sientes?” Y él dice: “Horrible. Seguramente anoche me acosté sin estar borracho”.
Dashiell otorga a su protagonista tres características propias: el gusto por el juego, el alcohol y las mujeres. Y le da el complemento de una dama que es compañera sentimental y cómplice a regañadientes, en quien los celos rivalizan con una curiosidad quizá malsana por visitar las fronteras. En El hombre delgado, esa comunión es el tapiz sobre el que se desarrolla la historia, una suerte de trama paralela aunque sin altibajos ni desenlace: un continuum vital, una instantánea autobiográfica. Por si hubiera lugar a dudas, dice Lillian Hellman que luego de leer el manuscrito de la novela le aseguró Hammett: “Tú eres Nora”, lo que le causó a ella gran alegría: “Me gustaba ser Nora y estar casada con Nick Charles, porque era uno de los pocos matrimonios de la literatura contemporánea que disfrutaban de su vida juntos”. Pero enseguida le aclaró que ella era también la muchacha tonta y la mujer mala... Con esto último seguramente bromeaba. En tal caso, la dedicatoria toma la dirección del homenaje sincero: “A Lillian”.
No se puede seguir la pista de Lillian Hellman en el resto de la obra de Hammett porque no hubo más. Para su desgracia, en el cine El hombre delgado (1934) se convirtió hasta el absurdo en una serie exitosa con filmes como Después del hombre delgado (1936), El otro hombre delgado (1939), La sombra del hombre delgado (1941), El hombre delgado vuelve a casa (1945) y El hijo del hombre delgado (1947), para volverse luego un programa televisivo, lo que adelgazó al fin el entusiasmo de Dashiell Hammett por la novela policiaca al ver trivializadas sus fórmulas narrativas, aunque ya había publicado Cosecha roja (Red Harvest, 1929), La maldición de los Dain (The Dain Curse, 1929), El halcón maltés (The Maltese Falcon, 1930) y La llave de cristal (The Glass Key, 1931), novelas que soportan lecturas y relecturas y fueron algunas admiradas por Malraux, Gide y Cernuda (y sobre las que habría que volver más adelante). Se interpuso además la Segunda Guerra Mundial, que lo llevó a alistarse en el ejército pese a que su condición física no era la adecuada; y luego vinieron las otras batallas del macarthismo y la injusta cárcel, en donde su salud terminó por quebrarse. Lillian Hellman lo cuidó en sus últimos días.
Cuenta la dramaturga (primero en Una mujer inacabada y vuelve a lo mismo en Tiempo de canallas) que le presentó una vez a Dashiell una obra suya recién terminada, El jardín de otoño (The Autumn Garden, 1951). Éste le dijo: “Cuando empezaste eras una autora seria. Eso es lo que más admiraba. No sé qué ha pasado, pero es mejor que tires esto. Es peor que si fuera mala, es mediocre”. Herida por estos comentarios, ella se fue de la casa por una semana; antes le dejó dentro de un portafolios, a la puerta de su habitación, la obra rota en mil pedazos. Siete meses más tarde le entregó Lillian a Dashiell la nueva versión. Ella se durmió mientras él leía el manuscrito; la despertó acariciándole el cabello. Y la sorprendió con un comentario inusual: “Es la mejor obra que se ha escrito en mucho tiempo, tal vez en años. Hoy es un día feliz, muy feliz”.
Dash y Lilly: senderos que se acompañan.

Noviembre 2005

martes, noviembre 08, 2005


UNA HISTORIA DE NUEVA ORLEANS

El asunto Rosa Parks, la mujer negra que a mediados de los años cincuenta en los Estados Unidos de Norteamérica (o Nortearmórica, como sugería James Joyce) prefirió la cárcel a ocupar un asiento de autobús en la sección destinada a la gente de “color” (como si el mundo se conformara por coloreados y descoloridos), debe tener muchos antecedentes. Uno de ellos ocurrió en Nueva Orleans hacia 1917 cuando la pequeña Lillian Florence Hellman (1905-1984) subió a un tranvía junto con su querida nana Sophronia Mason y le pidió que se sentara con ella justo detrás del conductor. Algo susurró Sophronia, algo contestó Lillian con otro susurro; hizo la nana ademán de levantarse para ir a la parte trasera que le correspondía pero la muchacha la obligó a permanecer ahí. Esto fue observado por el conductor, que se volvió a verlas y dijo secamente: “Atrás”, mas Lillian sujetó a Sophronia para que no obedeciera.
—No nos moveremos. No nos moveremos —dijo la futura dramaturga, entonces de sólo doce años de edad—. Esta mujer es mejor que usted.
El tranvía se detuvo. Varias personas se acercaron a mirar el espectáculo. El conductor abrió las puertas. Sophronia se levantó como un cohete y a Lillian sólo le dio tiempo de gritar:
—Vuelve, Sophronia. No te muevas. Eres mejor que cualquiera de los aquí presentes —y una anciana le dio una bofetada a Lillian mientras el conductor la tomaba por el brazo. Ella lo golpeó con la bolsa de libros que llevaba, empujó a la señora mayor, giró de nuevo y ahí estaba Sophronia, entre el conductor y la feroz damita, y la tomó del brazo para hacer que bajara.
—Corre —dijo Lillian.
—Corre tú —replicó Sophronia—, yo ya no tengo edad para correr.
En la calle, ambas se quedaron mudas y estáticas viendo al tranvía que se alejaba. Habrían de pasar casi cuarenta años para que un suceso similar cambiara las costumbres de nuestros vecinos del norte, y ya no hubiera en el transporte público, por lo menos, esa división entre ciudadanos de primera y ciudadanos de segunda.
El cuento aparece en los capítulos finales de Una mujer inacabada (An Unfinished Woman, 1969), editado este 2005 en España con motivo del centenario de Lillian Hellman por Ediciones JC, en la serie Memorias Clementine que se dedica a presentar autobiografías y biografías “de mujeres íntegras y comprometidas que se convirtieron en estandarte de una época”. Habría que precisar ese asunto de la integridad, pues reduce muchísimo el espectro. ¿Era Lillian Hellman, por ejemplo, una mujer íntegra? El título mismo de ese primer tomo de sus memorias da una respuesta negativa, pues en él se propone a un ser incompleto. Según la Real Academia, íntegro es aquello “que no carece de ninguna de sus partes”, y la escritora lamentó haber perdido a Dashiell Hammett, compañero sentimental de muchos años; o, vuelta al diccionario, se habla así de una persona “recta, proba, intachable”, y Lillian Hellman se vio atrapada en la “neblina alcohólica”, entre otras debilidades, lo que según esa dura regla moral parecería descalificarla... por lo menos para ser editada en JC.
Claro que tampoco Giovanni Papini se alzaba sobre los demás (¿o sí?) cuando publicó Un hombre acabado (Un uomo finito, 1912). Propuso entonces a los lectores que dijeran de él que estaba acabado porque quiso comenzar demasiadas cosas, y que no era nada porque quiso serlo todo; Lillian Hellman lamenta haber perdido el tiempo, por lo que siente que dejó mucho de sí misma sin terminar... En estos escritos autobiográficos (de títulos similares, y relacionados aquí por esa coincidencia) hay una reacción contra lo que se vuelve molde: parecen diluirse las fronteras entre la totalidad y el vacío, el ser completo y nadie... Papini, en tal caso, es un personaje más extremo: fue de la herejía al catolicismo, de la combatividad vanguardista a un triste apego al fascismo y al Duce asesino. Y en cambio Lillian Hellman se mantuvo fiel al espíritu de indignación que se refleja en el cuento del tranvía. Habría podido decir con el argentino Antonio Porchia: “En todas partes mi lado es el izquierdo. Nací de ese lado”.
Esa tendencia la llevó a apoyar a la República durante la Guerra Civil española; y la hizo viajar a la Unión Soviética durante la Segunda Guerra Mundial. Y por esa tendencia fue citada por el nada honorable Comité de Actividades Anti-Norteamericanas a cargo del íntegro senador Joseph McCarty, que la agregó a la lista negra de Hollywood, lo que implicó una severa reducción de sus posibilidades laborales y la pérdida de su granja en Pleasantville, en donde había escrito cuatro obras de teatro y cinco guiones cinematográficos... Asuntos que son relatados en ese entrañable mosaico autobiográfico que forman tanto Una mujer inacabada como Pentimento (1976), Tiempo de canallas (1976) y Quizás (1980).
Igual que la anciana indignada que en Nueva Orleans abofetea a Lillian Hellman por querer darle ella su lugar a la nana Sophronia, así el sistema “americano” persiguió por comunistas a la dramaturga y a su compañero, el novelista Dashiell Hammett, quien incluso fue a dar a la cárcel. Lo que ella dijo de Hammett en su funeral podría acaso ser aplicado a ambos: “No siempre pensaba bien de la sociedad en que vivimos y, sin embargo, cuando lo castigó no se quejó de ella ni guardó rencor por el castigo”.

Noviembre 2005