martes, febrero 21, 2006


HOMO RIDENS

Así como el cómic parece limitado socialmente a ese estadio inferior de la humanidad que es para muchos la infancia (lo que le da, por otro lado, una libertad enorme), lo mismo se piensa de los videojuegos: son considerados como una suerte de mal necesario pero pasajero, un vicio suave de niños y adolescentes que ayuda en casa a inmovilizarlos, sucedáneo de las tribulaciones reales o preparación primaria para la vida (para decirlo con palabras de Johan Huizinga). En el mejor de los casos uno dejará las historietas y leerá luego libros “serios”, o se sumergirá sólo en aquellos volúmenes que exija su educación, para olvidarse después de cualquier tipo de literatura; y el otro abandonará la cacería de los clones de Hitler en Woolfstein 3D o no volverá a coronarse campeón del mundo en el futbol virtual (en una final México-Brasil definida en penales, con una atajada soberbia de Oswaldo Sánchez), para enfrentar las grises tribulaciones diarias.
Si se miran bien, y se asumen con la seriedad que el caso amerita, el cómic y los videojuegos pueden convertirse en umbrales, armas de alto calibre de la estética, formas avanzadas de eso que Will Eisner llamaba el “arte secuencial”. La historieta, en sus mejores expresiones, ya lo es; ahí están el mismo Eisner, Frank Miller y Milo Manara, entre muchos, o las colaboraciones de Alejandro Jodorowsky con ilustradores de talento como Moebius y Giménez. El videojuego está entrampado en una industria similar a la cinematográfica y sujeto a las condiciones del mercado, pero el desarrollo de su discurso muestra ya algunos brillos; la técnica, en este caso, rebasa los argumentos, mas pueden llegar a emparejarse. La cosa está en convertir el juego rutinario en un gran juego.
La experiencia virtual es un campo abierto. Exagerando un poco, se dirá que es hoy una de las Américas de muchos Cristóbal Colones hogareños. Hay un videojuego del Hombre-Araña (Spiderman 2) que permite circular de esquina a esquina por Manhattan. Se puede andar libremente por las calles como un simple peatón, aunque con el trajecito rojo de bailarín y la ridícula máscara arácnida; o escalar los edificios hasta llegar al punto más alto de la ciudad que es el Empire State, para observar desde ahí el amanecer o la puesta del sol. Claro que en varios momentos la obligación se impone, según la divisa aquella de que todo poder implica una responsabilidad, y se debe actuar en consecuencia: rescatar al obrero que cuelga de una viga, devolver un globo a una niña, llevar al hospital a un accidentado o irrumpir en un asalto (con el efecto teatral de la telaraña ultrarresistente) ante la sorpresa de los cacos y para alivio de la ciudadanía antes indefensa.
Hay otros títulos que imitan, de igual modo, la viuda urbana, en donde el reto es integrarse a una comunidad, ser aceptado. ¿No sería fantástico un videojuego basado en el Ulises de James Joyce? Pleanteado así, como adaptación de un libro complejo, no tendría muchos compradores; habría que recurrir a una buena estrategia para que no parezca demasiado literario. Iría del desayuno paralelo de Stephen Dedalus y Leopold Bloom (es decir, para uno o dos jugadores), en la torre Martello y el número 7 de la calle Eccles, a la madrugada del día siguiente. El premio final, luego de arduos enfrentamientos con toda clase de bestias citadinas, visitas a bibliotecas, hospitales y cementerios, sería meterse a la cama con Molly Bloom para escuchar el monólogo susurrante de esta fogosa dama que sí, quiere, sí, le gusta, sí. El espacio a recorrer no sería la isla de Manhattan sino el Dublín de comienzos del siglo XX. Podría crearse un segundo juego, más arduo por nocturno, con Finnegans Wake, en donde las aventuras tuvieran el enrarecimiento que produce el sueño. Éste empezaría con un hombre en una escalera, que de pronto pierde el equlibrio y cae.
¿Por qué no ha prosperado esta idea de las adaptaciones novelísticas al videojuego? ¿No se ha pensado en un Pedro Páramo para Play 2 o la Xbox 360? Tendría que ser, en cuanto a imagen, similar a la serie Evil Dead, quizá aun como cacería de muertos vivientes; pero el jugador, casi sin sentirlo, se uniría a quienes estaba cazando, para convertirse luego (con un cambio de tiempos y atmósferas) en el cacique seductor de las mujeres del pueblo, con la dificultad, para jugadores avanzados, de poder conquistar a Susana San Juan.
¿O por qué no un Moby Dick? Con esta secuencia posible: primero, las peripecias de Ismael por llegar al puerto ballenero de Nantucket; después, el reto de ser aceptado en el barco Pequod que gobierna Ahab; más adelante, la cacería de ballenas menores hasta encontrarse con la temible ballena blanca. ¿O un Tristram Shandy? ¿O un En busca del tiempo perdido? ¿O un Cien años de soledad? ¿O El corazón de las tinieblas?
Esto es lo que tendría de novedoso un catálogo de videojuegos basados en buena literatura: que los lugares de la ficción podrían ser recorridos. Como hay sonido, también el texto original sería escuchado y se incluiría música de la época o se encargarían composiciones a un autor minimalista. Hay el riesgo de hacer estas adaptaciones de modo aburrido, didáctico, para enseñar; pero no se trata de eso, sino de que los jugadores se adentren en las historias y las “vivan”, que sientan lo literario a través de la virtualidad, que encarnen por unas horas a los protagonistas de las novelas mayores o de los grandes dramas.
De esta manera el videojuego no sería enemigo sino aliado del libro.

Febrero 2006

martes, febrero 14, 2006

LA NOCHE OSCURA DEL ALMA

Otra serie excepcional en la novela gráfica es la de Alien, surgida a partir de la cinta de Ridley Scott de 1979 y sus continuaciones pero, sobre todo, como un homenaje de los historietistas a los diseños del artista suizo H. R. Giger realizados para ese filme, entre otros la creación de esa especie de dragón de doble quijada con textura metálica que acecha por las partes oscuras de las naves espaciales o en los pasillos de las colonias extraterrestres, fundido o confundido con las tuberías.
Si en cuanto al cine hay ya cinco largometrajes, cuatro de ellos protagonizados por Sigourney Weaver en el papel de Ellen Ripley, en el cómic hay docenas de historias de lo más inquietantes y con un espectro muy amplio: desde la reflexión religiosa sobre lo divino y lo maligno (en Sacrificio, de Peter Milligan y Paul Johnson; y Salvación, de Dave Gibbons, Mike Mignola y Kevin Nowlan) o la visita lúdica a ese universo terrorífico (como el Earth Angel de John Byrne o el Platinum, con artistas varios que arman rápidas ficciones sobre el Alien), hasta la recreación imaginativa de lo que se vio en la pantalla (como El cuento de Newt, de Mike Richardson, Jim Somerville y Brian Garvey, a partir del Aliens de James Cameron) o los duelos inesperados con Supermán (Dan Jurgens y Kevin Nowlan), Linterna verde (Ron Mars, Rick Leonardi y Mike Perkins), Batman (Ron Marz y Bernie Wrightson), WildC.a.t.s (Warren Ellis, Chris Sprouse y Kevin Nowlan) y los encuentros con el Depredador (como La más mortal de las especies, de Chistopher Claremont, Jackson Guice y John Beatty; y Eterno, de Ian Edginton y Alex Maleev), en uno de los cuales interviene incluso Terminator (Mark Schultz, Mel Rubi y Chistopher Ivy).
La misma condición terrible de la bestia lo hace una figura atractiva para el cómic, y en el contexto en que se le inserte causará gran caos. Sus afanes de muerte, sin embargo, van a la par de su instinto reproductivo, de su necesidad de perpetuarse, de sobrevivir, y en esto último la saga de los Aliens tiene un nacimiento fechado. En Rastros de carmín: una historia secreta del siglo XX, propone Greil Marcus que si el santo y seña de los años sesenta fue la “aventura” y el “riesgo”, el de la década siguiente fue la “supervivencia”, cuando se convirtió “cualquier acto de estabilidad profesional (conservar un empleo, seguir casado, permanecer fuera de un hospital mental, o sencillamente no morir) en un acto de heorísmo”. Así, en los setenta “la supervivencia era la verdadera vida”, aunque denominada por el psicoanalista Bruno Bettelheim en 1976 como una “supervivencia completamente vacía”.
Los Aliens son eso, máquinas o animales de sobrevivencia, pero lo serán también por necesidad quienes se les enfrenten, por ejemplo Ellen Ripley, que resurge de las cenizas por la ciencia de la clonación del tercer al cuarto filme. Otro elemento de la serie es lo femenino. En el proceso de preproducción del largometraje inicial se decidió cambiar de héroe a heroína, y esto propició un salto o sobresalto de muchos símbolos (Sigourney Wever como primera protagonista de una cinta de acción) y afectó la forma de entender a los Aliens: en el filme de Cameron se da una lucha entre dos maneras de asumir la maternidad, la de una Ripley huérfana que adopta a la huérfana Newt, y la del Alien que las persigue, la abeja reina cuya función principal es poner huevos, que vive o sobrevive para reproducirse. Este motivo se desarrollará en las cintas siguientes.
Supervivientes o, mejor, supervivientas, en el universo de los Aliens las hembras imponen su fortaleza. En la novela gráfica Sacrificio, por ejemplo, la predicadora Ann Mckay llega a un planeta a donde ha caído también, meses atrás, un Alien; los humanos que habitan ese planeta encuentran la forma de mantenerse con vida al ofrecer al animal, a cada tanto, a manera de sacrificio ritual, pequeños bebés clonados, de fabricación casera. Así, el apetito del Alien se sacia y ellos consiguen burlar a la muerte. Espanta a la predicadora lo monstruoso que anida en los humanos, y decide enfrentarse al animal que suele poblar, cada noche, su mal sueño. La contraportada muestra, por cierto, un dibujo en el que Ann Mckay es sorprendida por un Alien mientras duerme, que es una versión de aquellos cuadros de Fussele o Füssli, pintor suizo del siglo diechocho, con un elfo que se recuesta sobre el pecho de la durmiente. Ese monstruo de Füssli, dice Jorge Luis Borges, “es la pesadilla”. El Alien de las historietas, habría que agregar, lo es también.
Uno de esos cuadros de Füssli ilustra el volumen Siete noches, de Borges, en la edición del Fondo de Cultura Económica, que reúne siete conferencias dictadas por el escritor en 1977, en una de las cuales se adentra Borges en los terrores del sueño y se detiene en esta idea, compartida por varias culturas, de un demonio que causa la pesadilla. La palabra inglesa nightmare suele ser entendida como “yegua de la noche”, por ejemplo en Shakespeare se habla de the nightmare and her nine foals, “la yegua de la noche y sus nueve potrillos”; pero según los etimólogos la raíz viene de niht mare, el demonio de la noche. En el cuadro de Füssli, en tal caso, están el elfo y la yegua, cuya testa parece flotar en la penumbra.
Los Aliens son elfos y son yeguas, bestias que se reproducen en la noche más oscura del alma, sobrevivientas del vacío: el terror en estado puro.

Febrero 2006

lunes, febrero 06, 2006

MATARÍA POR ELLA

Para muchos el cómic sigue siendo un territorio sólo infantil o adolescente, aun cuando desde los años ochenta del siglo pasado (o quizá antes) han surgido extraordinarios narradores o novelistas gráficos. Hay la idea de que el dibujo suaviza el texto y hace más sencilla la lectura, una buena manera de entretenerse o instruirse sin forzar demasiado la inteligencia (arte para la infancia o para las masas, lo etiquetan, en todo caso una subcultura), pero cuando la imagen es compleja y lo que se lee en los alrededores de la ilustración o dentro de ella son diálogos agudos o prosa bien escrita, entramos a un terreno quizá menos confortable para quienes se fatigan con lo profundo pero sin duda más atractivo y enriquecedor.
El comic book, escribió Will Eisner, “consiste en un montaje de palabra e imagen, y por tanto exige del lector el ejercicio tanto de su facultad visual como verbal. Las particularidades del dibujo (v.b., perspectiva, simetría, pincelada) y las particularidades de la literatura (v.b., gramática, argumento, sintaxis) se superponen unas a otras. La lectura del comic book es un acto de doble vertiente: percepción estética y recreación intelectual”.
Eisner no sólo teorizó sobre el cómic, al que consideró como una rama del “arte secuencial”, sino que ejerció con brillantez, ya sea con las historias (o historietas) de The Spirit, piezas magistrales de sólo siete páginas, o con novelas gráficas de largo aliento como El soñador, El muro o Crepúsculo en Sunshine City. Fue uno de los maestros del oficio, uno de los grandes. Como lo son, también, Milo Manara o Moebius en Europa. O tantos más en la industria estadounidense o en el “manga” japonés.
Algo similar a lo que se pensaba del cine, que serviría para popularizar las historias literarias, se dijo en los comienzos del cómic. Pero uno como el otro mostraron que con sus códigos propios, con su lenguaje particular, llegaban a experiencias artísticas totales, cuando se les entiende no como vacías formas de entretenimiento (a la caza de consumidores) sino como amplios espacios de comunicación. Si se realiza sin riesgos formales, igual de insatisfactorio resulta ver la novela Ulises de James Joyce en la pantalla que una buena novela gráfica convertida en una gris cinta hollywoodense; si se busca, en cambio, algo equiparable al original, el resultado puede asombrar. La trivialización no está, pues, en el medio utilizado sino en la forma en que se le aborda. En este sentido hasta la televisión (con su actual perfil idiota) podría servir para comunicarse.
Si se dice que el cómic “maduró” esto tampoco significa que se haya vuelto serio sino que sus registros se ampliaron. Alguien que empujó estos cambios, como escritor y dibujante, es Frank Miller. En una nota final al Wolverine que ilustró en 1987 para Marvel (con argumento de Chris Claremont), prepara a niños y jóvenes a modos menos inocentes de enfrentarse a estos libros de monitos. Escribe: “Quizás habrás visto algún reportaje en tu periódico local o en la televisión, en donde se hable de la nueva tendencia de los cómics. Muchos de ellos tienen una característica intensa y una sofisticación en la trama, dignas de las mejores novelas. Tal vez ya has oído hablar de Moonshadow de Marvel, o Watchmen de DC. Los cómics han crecido y expanden sus límites para incluir historias que puedan disfrutar personas de todas las edades”.
Entre las obras en donde aparece la firma de Miller, como escritor o dibujante, están El regreso del caballero nocturno (con Klaus Janson y Lynn Varley) y su continuación, el DK2; además, Batman: año uno (con David Mazzuchelli y Richmond Lewis) y Spawn-Batman (ilustrado por Todd McFarlane), y su célebre serie de novelas gráficas Sin City, que está siendo llevada al cine por el mismo Miller y Robert Rodríguez... Supo el autor que este último paso, el de transformar sus cómics en películas, era riesgoso; se hace con regularidad (como ha ocurrido con Batman, Supermán, los Hombres X o los Cuatro Fantásticos convertidos en espectáculos circenses), pero con resultados del todo fallidos, porque del “arte” de una buena historieta poco queda. Las adaptaciones suelen traicionar, además, el espíritu de los protagonistas bajo la explicación de que se pretende producir largometrajes “aptos para todo público”. En ese contexto, un cómic para adultos como Hellblazer degeneró en el mediocre filme veraniego Constantine (Francis Lawrence, 2005), esterilizado (y no estelarizado) por Keanu Reeves.
Con Sin City pudo haber pasado lo mismo. Pero no fue así: entre los cuadros de la pantalla y del cómic no hay gran diferencia. Y también el texto se respetó escrupulosamente. La sordidez de la serie, que hereda esos ambientes de Dashiell Hammett y Raymond Chandler, no sólo sobrevive sino que halla su traducción casi exacta (y temible) en esta primera cinta y la tendrá seguramente en la segunda, si se sigue el mismo método de trabajo. Actores de carreras rutinarias se convirtieron en crudas o carnosas encarnaciones de Marv (Mickey Rourke), Hartigan (Bruce Willis), Nancy Callahan (Jessica Alba) y Goldie (Jaime King)... ¿Quién será en Sin City 2 la femme fatale Ava Lord, esa mujer por la que Dwight (Clive Owen) mataría?
Cuando se acuerda de hacer cine, Hollywood sorprende.

Febrero 2006