lunes, agosto 28, 2006

EL ESTADO QUE GUARDA LA NACIÓN

Estábamos en una estación de autobuses intermedia a nuestro destino. Nos habían bajado ahí porque de pronto se les ocurrió, sin dar mayores explicaciones, cancelar ese itinerario. Yo me molesté y pedí hablar con el responsable. Tenía sólo el fin de semana para vacacionar, y ya nos estaban haciendo perder el tiempo, dejándonos, además, entre dos ciudades sin ofrecer nada a cambio, alguna alternativa para llegar a nuestra meta. El encargado no respondió, sólo decía que así eran las cosas, que sólo recibía órdenes de arriba, etcétera. Y se reía de mi enojo.
Mis acompañantes estaban resignados a la situación, pero yo sentí que con presiones algo se resolvería: no podía ser que uno comprara un boleto de autobús para ir a un lugar específico, y lo dejaran a uno en otro sitio. Era algo absurdo. Alguien tenía que respondernos, podían habilitar otro autobús que continuara la ruta…
Seguí con mis quejas y mis gritos. En algún momento del sueño vi que aparecía por ahí Vicente Fox, quien realizaba algún acto protocolario y me acerqué, él pensó que para saludarlo pero lo que hice fue contarle con furia lo que nos estaba sucediendo.
—¿Y yo qué tengo que ver en el asunto?
—Que su gobierno debe cuidar que las empresas actúen con honestidad y no hagan lo que les dé la gana y dañen a la gente —le dije, creo—. Si no hay gobierno…
Él se me quedó mirando y se dio la vuelta, para seguir saludando al pueblo como si fuera estrella de cine. Volví con quienes administraban la estación de autobuses, que ya estaban dando algunos vales a los que bajaron del autobús nuestro que no concluyó su viaje, los cuales podrían hacerse valederos para otro turno en la semana… No acepté esa compensación, no entendía qué estaba pasando. Quienes estaban alrededor me pedían que fuera razonable. Después, como vieron que no me convencían, ofrecieron devolver un porcentaje del importe, ¿y el viaje?, ¿cómo llegaríamos a donde queríamos vacacionar?
Terminamos caminando por la zona de talleres de la estación. Entre autobuses y motores desarmados, había hamacas y literas para descanso de los choferes. Vi a uno que se deslizaba por las cobijas para no ser visto, y pensé que se le había hecho tarde e intentaba que pareciera que todo el tiempo había estado ahí, y no saldría de la cama hasta que lo buscaran, como el burócrata que escapa de la oficina para desayunar o comprar algo y luego hace como que estuvo trabajando la jornada completa.
En otra parte había tirados en el suelo unos cuerpos humanos envueltos en bolsas negras, pero con gente viva, y un automóvil en reversa los iba a aplastar. Advertimos al que manejaba de que tuviera cuidado, e hicimos a un lado las bolsas para que nadie fuera atropellado.
El sueño se desvanece… Estoy en una reunión, en una casa, como invitado. Deciden, en la familia, si es buen momento para entrar a un cuarto y despertar a los durmientes. Ven la hora, sonríen nerviosos, alegres, y tocan a la puerta. En la cama hay una pareja de hermanos, ella y él; las sábanas están revueltas y da la apariencia de que hicieron el amor. Ellos se quejan de que uno le quitaba las cobijas al otro durante la noche. Están desnudos. Me invitan a pasar al cuarto pues se trata de una representación, una obra de teatro que se irá desarrollando en la casa y cuya escena primera es el despertar en la recámara.
El que actúa como el hermano me pide que me acerque, me asomo por la puerta, y me dice que no me apene, esto lo hace distrayéndose de la parte suya actuada pero con naturalidad, como si fuera parte del juego escénico. Tengo a mi lado a un crítico de teatro que va al cuarto con morbo, pensando que veremos una escena fuerte de sexo; yo le sugiero, con un gesto, que se trata de otra cosa. Y pienso que la imagen de los hermanos en la cama es más bien una metáfora, por aquello que escribe Tomás Segovia del incesto como polo del amor: no se trata de hacer de nuestra hermana nuestra amante sino de nuestra amante nuestra hermana. Es la búsqueda del amor entre iguales, el amor fraterno.
Despierto y llueve. Amanece con lluvia, como al final de la novela corta Noches blancas, de Dostoievski, y murmuro unas frases que suelen venir a la memoria en los despertares húmedos. ¿Cómo es? Según el recuerdo, algo así: “Amaneció un día hostil, los goterones daban a la ventana con una quejumbre monótona”, luego se describe la recámara oscura del personaje solitario, que se considera a sí mismo como un soñador, y se enfatiza en la lobreguez exterior.
La lectura primera se confunde con una lectura en atril de esa nouvelle de Dostoievski en Casa del Lago, con Enrique Lizalde, Enrique Rocha y Diana Bracho (o Helena Rojo, las confundo), en una adaptación de Vicente Leñero de los años ochenta… Leñero lamentó más tarde de que se haya agregado la voz del narrador, que él omitió, y esa voz es la que habla del amanecer de un día hostil y los goterones que daban a la ventana… ¿Cómo tradujo esto Cansinos Assens? Quizá fue la traducción de la que partió Leñero o que retomaron los actores, porque dice (tomo I de las Obras completas, página 532): “Mis noches terminan con una mañana. Amaneció un día hostil; llovía, y los goterones de la lluvia daban con una quejumbre monótona en los cristales de mi ventana; en la habitación había oscuridad, como sucede en los días de lluvia, y fuera, lobreguez”.
Los sueños se funden con las lecturas. Llueve en el amanecer de esas Noches blancas de Petersburgo y llueve en la ciudad de México, mientras un equipo de discurseadores prepara al presidente en turno un informe equívoco y fantasioso, a ser leído entre aplausos no merecidos y rechiflas certeras, del “estado que guarda la nación”.

Agosto 2006

lunes, agosto 21, 2006

LECTURAS PARA GUARDAR

Hay obras que provocan reacciones inmediatas en el lector, que lo llevan a tomar la pluma para transmitir un testimonio entusiasta de su paso por esa escritura (como el viajero que colma sus cuadernos de nuevas anécdotas y personajes descubiertos cuando ha llegado al sitio que lo estaba aguardando), y otras que no poseen ese afán expansivo y tienden a convertirse en memoria silenciosa, recuerdo mudo.
Es arduo abordar esas creaciones, la fe crítica se queda sin palabras ante ellas, a pesar de que representen universos complejos y estén llenas de hechos asombrosos o contengan líneas demoledoras, de esas que podrían definir un destino. Por alguna razón, como si tuvieran un chip especial que las protegiera de la escritura ajena, inhiben al que intenta hablar de ellas, o hacen que el lector traduzca su experiencia en balbuceos o frases sin sentido, que dan a entender a los interlocutores (reales o imaginarios) que acaso no vale la pena abordarlas cuando para el que las vivió pueden serlo todo o casi todo. Recuerdan, susurrándolo (y en un tono menos ofensivo), aquello que decía Giovanni Papini, vía Gog, de que quien lee para luego escribir puede ser comparado con el que sólo come por el placer de defecar.
Son obras o libros para tener en casa, y que cuando uno quiere mostrarlos para compartir sus hallazgos se esconden o se disfrazan de muy humildes, y si se llegan a desarrollar algunos apuntes estos se pierden o se destruyen como por accidente o se tornan vacuos, y queda sólo la huella interior de una energía atestiguada que no halla su traducción valedera en el lenguaje crítico conocido, y ni siquiera en la prosa verbal cotidiana. Ante el otro parecen siempre menos de lo que son cuando tienen, para uno, el alcance de una plenitud conocida pero esquiva a la expresión de su efecto o su afecto.
La pluma misma, ahora, duda al delinear esos territorios, pues el asunto se desdice a cada frase, y los nombres y las obras construyen murallas de humo para no salir de sus ámbitos interiores ideales… Y el decir, decirlos, en este caso, podría ser considerado como una suerte de traición, o se vuelve una doble lucha porque al definir aquello que nos pasma intentamos dibujar nuestros modos del asombro.
Así define la palabra “pasmo” la Real Academia: “Admiración y asombro extremados, que dejan como en suspenso la razón y el discurso”, pero también: “Rigidez y tensión convulsiva de los músculos”; y: “Efecto de un enfriamiento que se manifiesta por romadizo, dolor de huesos y otras molestias”… Cuando dicen en los ranchos que la vaca se pasmó esto no implica, probablemente, que se haya quedado absorta ante la contemplación del crepúsculo, sino que está rígida y tensa o se enfrió, o todo eso junto, el anochecer incluido.
Mas el pasmo no es, en tal caso, culpa de esas obras sino de quien las lee, que en otros pueden provocar otro tipo de reacciones. La experiencia es personal por ser diferente en cada caso, y hay quien encuentra sorprendente lo que para otros carece de sustancia, por lo que a la hora de enunciar esas obras que (según estos pasos perdidos) tienden al silencio podrían encontrarse tomos enteros en que se diserte sobre ellas, con especialistas locales o regionales en la narrativa, por ejemplo, del noruego Knut Hamsun, o en los cuentos y novelas de la inglesa nacionalizada mexicana Leonora Carrington o del argentino Antonio di Benedetto, escritores de algún modo atípicos.
De Hamsun apareció en España, a finales del 2005, la Trilogía del vagabundo (Alfaguara), compuesta por Bajo las estrellas de otoño (1906), Un vagabundo toca con sordina (1909) y La última alegría (1912), en donde se sigue a un personaje a través de momentos distintos de su existencia, un hombre de ciudad al que le da a cada tanto por escaparse de la vida civilizada y deambular por valles y montañas… El tomo fue leído y anotado, pero las descripciones que puedan intentarse resultan insuficientes, porque están el paso de las estaciones y también el avance de las edades, las pequeñas y las grandes miserias que ocurren en un refugio para leñadores o en una casa de retiro, la silueta de un hombre enfrentada tanto a la naturaleza como a su propia naturaleza.
La prosa, de nuevo, traiciona al que busca retratar una escritura. Hamsun seguirá siendo algo indefinible pero presente, como lo pueden ser del mismo modo las narraciones de Leonora Carrington leídas, tiempo atrás, en tomos separados de las editoriales Era (La dama oval, 1965, con traducción de Agustí Bartra) o Monte Ávila (La trompetilla acústica o La puerta de piedra), y luego recopiladas parcialmente por Siruela en España y Siglo XXI en México, y vueltas a leer… Aunque la autora sea casi vecina, y sé de alguien que una vez, incluso, pudo haberla atropellado, mantiene su gran misterio con esa rara mezcla de experiencia onírica y fundición (o fundación) mítica puesta en óleo, escultura o palabra.
Luego está Antonio di Benedetto, argentino, el autor de Zama (1956), novela que cumple este año medio siglo de ser publicada y a la que se le brindarán, en Buenos Aires y Mendoza, sobre todo, algunos homenajes. La editorial Adriana Hidalgo se ha propuesto un rescate integral de la obra de Di Benedetto, y algunos de esos títulos logran estar ubicados en las librerías mexicanas, entre ellos las dos novelas que completan su trilogía no hamsuniana: El silenciero (1964) y Los suicidas (1969), además de sus colecciones de relatos, cuartos con vistas a la miseria y la animalidad.
El lector atiende, calla el crítico… Libros no para contarse sino para ser habitados.

Agosto 2006

lunes, agosto 14, 2006

UN CARLOS FUENTES DE OPERETA

Al extraño caso de Emmanuel Matta, ese nombre inventado por Random House Mondadori de México y que tan poco éxito ha tenido entre lectores y críticos (a no ser que creamos esa versión inocente de los editores que dicen haber vendido en un semestre más de diez mil ejemplares y esperan agotar pronto el tiraje inicial de 25 mil, cuando los libreros exponen una situación del todo distinta), acaso no valdría la pena meterse si no fuera por la insistencia en construir quinielas o quimeras acerca de qué nombre u hombre real se esconde tras el seudónimo mercantil, con el insistido rumor de que podría ser Carlos Fuentes.
Estas discusiones forzosas (y tanto abruptas como brutas, porque se piensa en la inversión y se quiere recuperar el gasto con el cuento del gato encerrado cuando lo que hay es gasto encerrado) son, se nota a leguas (y a lenguas), una forma bribona de promocionar algo que de otra manera, por el peso de la escritura, no funcionaría. Y no hay aún la certeza de que incluso con este anzuelo mediático y medio ético se vaya a pescar algo más de lo que hasta ahora ya picó.
De nuevo lo que se dice alrededor del libro quiere tener mayor importancia que el libro mismo, que esta vez, sirva la reiteración como prólogo a lo que sigue, realmente no vale la pena. El misterio se agota cuando la sustancia es fútil y las pistas o pastas son torpes o están mal cocinadas. A Fuentes la especie puede funcionarle (pues se ha prestado al juego) porque, de ser él el autor, que no lo creo, si el libro fuera bueno se diría que salió un poco del bache en que hace tiempo se sumergió, y si fuera malo no sería suya lo firma, y como Pilatos…
Proponen igualmente los editores que Los misterios de La Ópera es incómodo para la crítica literaria por no saberse ante quién se enfrentan, si a Fuentes o Del Paso, Emmanuel Carballo u Óscar Mata (o ambos dos, al alimón, ¿por qué no?, en terrenos de lo absurdo todo es posible) o quien se quiera, y el amigo Braulio Peralta ha llegado a acusar a los periodistas culturales de poco profesionales o de plano flojos de la mente, pues se les ofrece un caso a investigar y no lo aceptan, lo desdeñan, se les pasa de largo… Cuando por la escritura, insisto, el tomillo (sin ajonjolí) no ameritaría ser tomado en cuenta: este sexteto operístico narrativo se lee en tres patadas y se olvida en una, los misterios son disparates no colosales (lo que implicaría engrandecerlos) sino vacuos (¡muuuu!), sin trasfondo social significativo ni traje literario “de categoría”, como acaso correspondería a un comensal asiduo al céntrico (y excéntrico también) restaurante bar que aparece en el título, y que es el espacio físico en donde se develan los supuestos misterios. Más opereta que ópera, y ni de tres centavos siquiera. Son apuntes, bosquejos, que un literato inexperto no supo desarrollar, y que un editor aquí miope valora como si se tratara de oro puro… y sólo es oropel.
Tampoco tiene caso ir caso por caso, pero intente alguien entusiasmarse con el cacofónico “caso de la casa” de la Valentina, por ejemplo, con una matrona que debe sus encantos a La Bandida, y sus desencantos (el asesinato de nueve de sus muchachas) a uno de los dos que le ayudan a mantener el tugurio como un lugar respetable, quien confiesa su culpabilidad (y su estolidez tremebunda) con estas líneas mal pergeñadas: “Es que nunca aceptaron mis requiebros, es que me llamaban El Pititilín, es que me convirtieron en el eunuco del harén, igual que el pinche pelón este, es que no me tomaban en serio, no me hacían caso, no me hacían caso a mí, Diódoro Canseco que combatí en el Bajío hasta que una bayoneta villista me atravesó los cojones, ténganme pena, ténganme compasión, las liberé de la prostitución, las liberé, las liberé…”
Y se le tiene pena por mal personaje, por ser un criminal predecible. ¿Dónde están las intrigas que revolucionarán nuestra inteligencia?, ¿de qué mata surgió este Emmanuel Matta, que no, seguro, de la de Mata Hari?, ¿cuáles son las fuentes reales (y no el Fuentes valedero) de las que mal se nutre el falsificado Matta?
Distingue a Los misterios de La Ópera el lugar común. El primero es el sitio en donde se concentran los relatos, bar o comedero turístico, ahora situado o sitiado entre las huestes lópezobradoristas; y cuando el ex tenor Matta se muda de ciudad por recomendación médica (y módica, porque no le aconsejan que se cambie a París), va a Veracruz y se instala en… ¡el Café de la Parroquia! Son también lugares comunes sus asistentes o asistontos Fortunato y Jacinto (si no, que lo diga Benavente), la pareja gay que apoya al investigador en sus pesquisas, y cumple el triste papel de patiños, como sucede a menudo en el peor cine nacional. Y lo son, al fin, las frases hechas que inundan la narración, según las cuales la pasión “es la inquietud que más ciega al ser humano”, o “la sencillez es lo que mejor oculta el misterio” o que para esconder algo hay exponerlo donde nadie lo busque, es decir a la vista de todos (según el precepto poeiano al que Fuentes, por cierto, ha dedicado variadas reflexiones).
Y hay torpezas incontables. En la página 67, por señalar una significativa, Matta pregunta algo, pero el narrador acota que lo insinúa, cuando el investigador inquiere de modo directo: “¿Cuánto le calculó?”. Cabe entonces no la insinuación sino la duda clara: si fuera Carlos Fuentes el autor de esta imitación barata de las historias de Péter Pérez, detective de Peralvillo y anexas (1952), de José Martínez de la Vega, ¿cometería tales errores?, ¿lo haría si acaso para despistar? Mas lo que se despista es el lenguaje, la escritura; y lo que no se arma aquí (más bien se desarma) es el misterio auténtico, profundo, que Matta, el falso escritor, mata certeramente.

Agosto 2006

sábado, agosto 12, 2006

ÉRASE UNA VEZ EN MÉXICO

Entre la noche y el día, alguien habrá dicho aquello de: “¡Que me parta un rayo!”, puesto que una lanza luminosa seca golpeó en algún punto cercano y se escuchó sobre Vértiz un poderoso trueno como de explosión, que dejó la calle con los arbotantes sin funcionar y sumida en un concierto de luces intermitentes y ruido de alarma de los coches que estaban estacionados. Adentro la corriente eléctrica no fluía; afuera empezó a llover.
La saeta del rayo coincidió con un momento del sueño. Había estado viendo por televisión la película Érase una vez en México (Once Upon a Time in Mexico, Robert Rodríguez, 2003), y las persecuciones y los disparos se trasladaron al escenario onírico. Descubría una traición, y yo y alguien más salimos huyendo de un lugar que parecía centro nocturno y estaba en una parte alta, porque bajamos por un elevador sin dejar que subieran a él unos amigos que, se pensaba en el sueño, querían hacernos daño. Ajena a esto, una mujer vestida de fiesta detuvo la puerta del elevador; intentando salvar mi vida, la empujé antes de que llegaran quienes nos perseguían.
Corrimos hasta llegar a un edificio del que salían como olas. Los bomberos y la policía desalojaban a la gente para salvarla de la inundación, y temimos que revisaran nuestros paquetes: en uno llevábamos una casa de campaña, y en el otro armamento, pistolas y ametralladoras. A la vuelta un taxista intentó robar nuestras pertenencias; lo puse fuera de combate con una jeringa que metí por la mandíbula hacia el paladar. Luego avancé por un corredor interno como de sexshops, en donde un pervertido creyó que podría seducirme y huyendo de él me encerré en una cabina de espejos en la que tres mujeres muy guapas en lencería exigieron les mostrara mis tarjetas de crédito. Insertaron una de éstas en una suerte de taxímetro, contador de tiempo y dinero, y una de las damas comenzó para mí un ritual amatorio que parecía fascinante (era danza con música, se desvestía y me desvestía) pero que implicaba, también, la resolución de algún enigma: ella era parte de la rebelión, e intentaba decirme en clave que mis perseguidores seguían las órdenes del tirano. Vi cómo la atrapaban y la metían en un cuarto de regadera rodeado por cristales, como cámara de gases.
Salí a la calle y a la distancia, en un tercer o cuarto piso, mis perseguidores se percataron de que ya estaba fuera de su alcance. Vi la torre Eiffel y el Obelisco... En eso cayó el rayo sobre Vértiz, en la vida real, y desperté, con la idea confusa de que algo había explotado.
En la duermevela el sonido de la lluvia provocó imágenes inverosímiles, como regaderas que bañaban libros, pues pensaba que acaso algo así podría ocurrir a esas horas de la madrugada en la Megabiblioteca Vasconcelos o en la librería Rosario Castellanos del Fondo de Cultura Económica. Y recordé un sueño anterior en el que una avenida se transformaba en gran río, y un niño caía ahí; me estiraba para salvarlo y el pequeño se quedaba cerca de mí, como sintiéndose seguro. Luego venía su padre y se enteraba del accidente, pero el niño dudaba en ir hacia él.
Si estuviera en terapia de psicoanálisis, trabajaría alguno de estos sueños. Por ejemplo con aquella técnica de narrar el sueño desde distintas perspectivas, es decir la misma anécdota contada desde todos los puntos de vista posibles. Uno: soy el niño que cae en un río. Otro: soy el hombre que mira a un niño caer al río. Uno más: soy el río que se salió de su cauce y circula por una avenida en una ciudad que desconoce, y un niño cae sobre mí y flota a la deriva. Y: soy el padre que busca a su hijo durante la lluvia y ve que otro hombre lo tiene en sus brazos. O: soy el sueño que sueña un río que irrumpe en una ciudad...
A los terapeutas no les gusta que el sueño se convierta en una creación múltiple sino que encaminan al narrador al punto de crisis, llevan al paciente hacia un dolor original, primario. Si hay llanto, creen haber encontrado el acceso principal al Gran Trauma.
En un curso de terapia gestalt, varios de los participantes se sometieron al ejercicio de contar un sueño. La mayoría entraba en crisis con facilidad, pues esto dejaba contento al médico que dirigía el taller. Una mujer contó sólo sueños placenteros, reflejo de una gran serenidad, una paz interior que, descubriría luego, era sólo una máscara que le gustaba mostrar, un deseo por desgracia entonces no conseguido.
Hablo no ya de sueños sino del pasado. Me acerqué a esa mujer serenísina y salí con ella un par de veces; recuerdo que pasamos un buen domingo en las lagunas de Zempoala y comimos trucha en Malinalco. Escalamos juntos el Popocatépetl, pero llevó a su sobrino o su hermanito como chaperón, lo que resultó inadecuado por peligroso... pero peligroso el niño, que rompió sus lentes a uno de los guardias alpinos.
Un día me habló ella para invitarme a que pasáramos el fin de año juntos en un rancho. Como estaríamos solos y eso no se vería bien, yo tendría que ir todos los días a dormir a un pueblo que estaba a unos ocho o nueve kilómetros. No acepté. Me pidió que la llevara, cuando se fuera de viaje, a la estación de autobuses. Llamó el 31 de diciembre por la mañana para decirme que se iba justo a medianoche, y como yo había prometido... Dejé la cena familiar como a las diez para ir por ella; vi que subía al autobús. “Ahí va una mujer sin traumas”, pensé.

Agosto 2006

martes, agosto 01, 2006

UN POEMA APOCALÍPTICO

Teóricamente, tendría Camille Paglia dos armas poderosas para enfrentarse a la lectura de la cinta Los pájaros (The Birds, 1963), de Alfred Hitchcock. Una es su feminismo militante, y la otra su condición pública de lesbiana. Esto segundo le sirve para compartir con el cineasta su gusto por las mujeres, y admirar a tres que aparecen en el filme: Tippi Hedren (Melanie Daniels), Suzanne Pleshette (Annie Hayworth) y Jessica Tandy (Lydia Brenner), quienes se disputan (como pretendientes o como madre yocastiana) los favores del anodino Rod Taylor (Mitch Brenner) y sufren a una adolescente siempre en crisis de nervios, Veronica Cartwright (Cathy Brenner), a la que Paglia querría evitar por parecerle odiosa... y tiene razón: esta pequeña actriz había llorado también frenéticamente en La calumnia (The Children’s Hour, 1961) y lo seguirá haciendo a lo largo de su carrera; se le ve así, por ejemplo y ya mayorcita, en Alien, el octavo pasajero (Alien, 1979) antes de ser destrozada por el extraterrestre, papel (de alien) que en este caso hubiera querido interpretar Paglia, quien dice de Cathy: “¡Me habría gustado darle una cachetada!”.
Puesta a un lado la chica Brenner (que no distingue cuál de los periquitos es hembra y cuál macho, señal de su inocencia), quedan las otras tres. Cita Paglia la definición de Los pájaros de Fellini como “poema apocalíptico”, y propone esta complementaria: una oda perversa al atractivo sexual de la mujer. En cuyo centro estaría, sobre todo, Tippi Hedren, a quien Hitchcock rescató del comercial televisivo de una bebida dietética y contrató en condiciones ventajosas para él y los estudios, y harto difíciles para la actriz, que sufrió ese contrato por varios años, luego de su rompimiento con el director, que cumplió la amenaza de hundirla en su carrera.
En la primavera de esa relación el ejercicio pigmaliónico abarcó todo: fue como sacarla del arroyo y crearla completamente, controlar su vestuario no sólo de set sino de la vida diaria (con diseños de Edith Head), estar al tanto de su desenvolvimiento social (saber a quién veía y a qué hora) y cuidar cada movimiento o gesto suyo frente a la cámara: un control total, absoluto.
Un proyecto no filmado por Luis Buñuel consistía en otorgar a los actores el comportamiento de algún insecto, y que la cinta, sin que el espectador estuviera en principio enterado de ello, se convirtiera en un paisaje entomológico con apariencia de realidad común. Esto ocurre en Los pájaros. Dice Camille Paglia que la Melanie Daniels que vemos al principio “es el cuervo, y sus tacones altos, semejantes a estiletes, son las garras de su naturaleza rapaz”. Cuando conversa con Mitch en la tienda de animales, sostiene en la mano un lápiz, que a veces se incrusta en el cabello como si fuera parte de su fisonomía, cual pico amenazante. El galán percibe sus transformaciones, y por eso le dice en algún momento: “Te devuelvo a tu jaula dorada, Melanie Daniels”.
A partir de los diálogos de Melanie y Mitch en la tienda de animales, Camille Paglia llega a otro punto central en la filmografía de Hitchcock: el entendimiento de que para el cineasta británico hay variedades de “pájaros de amor” (“love birds”), es decir distintas formas de ejercer la atracción amorosa, que es algo que Hitchcock, en apariencia monógamo y cándido en la práctica sexual, entendió desde muy joven. Paglia habla de las convencionales pero ilícitas o forzadas parejas heterosexuales de Inocencia y juventud (Young and Innocent, 1937) o Rebeca (Rebecca, 1940), y de los apareamientos homoeróticos de La soga (Rope, 1948) y Extraños en un tren (Strangers on a Train, 1951), o los lazos incestuosos que Psicosis (Psycho, 1960) hereda a Los pájaros... Pero ese punto puede rastrearse en toda la obra, mapa de combinaciones amatorias no infinitas pero sí abundantes. En el caleidoscopio social que se dibuja desde el patio trasero de La ventana indiscreta (Rear Window, 1954), están los recién casados y los ancianos que han vivido toda su vida juntos, la solterona quedada y la joven bailarina acosada por los lobos, el compositor solitario... y una feliz pareja de mujeres, quienes toman el sol en la terraza con los pechos al aire.
En Los pájaros dominan las mujeres. A Camille Paglia la sorprende Jessica Tandy, cuya voz pasa en sus diálogos “por una asombrosa gama de ritmos, tonos y variaciones”; la seduce Tippi Hedren, por esa Melanie Daniels pretenciosa y tonta, “para mí, irresistiblemente encantadora”; y entiende al personaje de Suzanne Pleshette, también una cazadora, que “vive como una viuda desolada cuyos hijos (que no tiene) son reemplazados por los alumnos”. Se pregunta Paglia si “es la furia de las aves una exteriorización de las soterradas animosidades y de los celos criminales del triángulo femenino”, y la respuesta parece afirmativa.
Los destinos de ellas tienen como cifra ese momento en que una gaviota se estrella contra la puerta de la casa de Annie, la maestra, y al descubrirla ella dice: “Pobrecita, probablemente perdió el rumbo en la oscuridad”, y Melanie responde: “Pero si no está oscuro, Annie, hay luna llena”.
Las mujeres construyen sus derrotas. Melanie es primero la acosadora del galán, luego la dueña de la casa (una vez que ha derribado a Annie, la ex novia, y a la madre), después la que sufre el mayor ataque y termina en los brazos de Lydia como nueva hija, en una vuelta a esa jaula familiar de la que fue expulsada cuando pequeña, cárcel de amor cuyo encierro implica triunfo y derrota. Cierra Paglia: “Los pájaros no es sino una pelea entre los ‘pájaros de amor’ y lo que Truffaut llama los ‘pájaros de odio’, una batalla entre múltiples, contradictorios impulsos”.
El feminismo de Paglia se vence ante la profundidad de la mirada de Hitchcock en torno a estas feroces damas depredadoras.

Agosto 2006