lunes, agosto 31, 2009

La parálisis y el vuelo

La percepción de que algo en la atmósfera irlandesa (acaso esa doble servidumbre a la corona británica y la iglesia católica) provoca en los habitantes de la isla una aguda parálisis, es común en las primeras obras narrativas de James Joyce. En el relato “Eveline”, de Dublineses (1914), por ejemplo, ante una oferta de matrimonio la protagonista se enfrenta a la posibilidad de abandonar la isla y asume esto como una salvación… Pero en el muelle de North Wall, antes de abordar con su prometido el buque nocturno que los llevaría a Liverpool —escala inicial de un largo viaje hacia Buenos Aires—, Eveline se detiene cuando una náusea estremece su cuerpo y todos los mares del mundo se agitan en su corazón. “Él la conducía hacia ellos: él la iba a ahogar”, piensa la muchacha, que se aferra a la barandilla de hierro, y ante el asombro del novio se queda paralizada como un animal desvalido; y al alejarse Frank en el buque, leemos, sus ojos “no tuvieron para él signo de amor o de adiós o de reconocimiento”, en un vacío profundo, como si en efecto Eveline se hubiera transformado en una estatua, un ser impedido para la movilidad.
Se vuelve a la estación de North Wall en el arranque del cuento “Una pequeña nube”: recuerda el protagonista Little Chandler que ocho años atrás despidió ahí a su amigo Ignatius Gallaher, de visita ahora en la ciudad. Por su aire desenvuelto, el traje tweed bien cortado y el aplomo de su acento, para Little Chandler es claro que Gallaher “lo había conseguido”, ¿conseguir qué? Salió de la isla y logró colocarse en Londres como una brillante figura de la prensa, mientras que Little Chandler, con una pequeñez infinita que va más (o menos) allá de su estatura y de su alias, ha abandonado sus sueños de literato y se desempeña como escribano en una oficina pública, como una especie de Bartleby dublinés. La cita en que se reencuentran los amigos pone en evidencia los contrastes, y perfila una conclusión: “No había la menor duda: si quieres triunfar has de irte. En Dublín no hay nada que hacer”. Considera Little Chandler que a sus treinta y dos años todavía tiene tiempo de replantear su vida mas por la noche, cuando vuelve a casa luego del encuentro con Gallaher, vuelve también a ser consciente de sus ataduras: apenas llega, la mujer deposita en sus brazos a un bebé para salir ella a comprar un cuarto de té y dos libras de azúcar que hacen falta para la cena. Así, paralizado, se encuentra con un volumen de poemas de Byron, que toma con dificultad de una mesita, cuidándose de no molestar al bebé, e intenta leer; planea aun retomar el impulso escritural de su juventud, pero cuando medita en estos asuntos de pronto el niño llora y él no sabe cómo callarlo. Regresa la esposa asustada, le arrebata al niño para consolarlo diciéndole: “¡No pasa nada, mi vida”. En efecto, nada pasa; ante este espectáculo Little Chandler, diminuto al final del cuento, siente que sus mejillas se cubren de vergüenza y rehúye la luz de la lamparilla. Sabemos que volverá irremediablemente a su oscuridad de todos los días.
En este par de relatos el autor exorciza sus fantasmas. Se pregunta el lector de Dublineses: ¿Qué habría pasado si Nora Barnacle hubiera reaccionado como Eveline cuando Joyce le propuso escapar con él hacia el Continente?, ¿o qué habría sido de la pareja si hubieran continuado su noviazgo sin salir de la isla?, ¿el letargo irlandés los habría hecho presas?
La lucha por no sucumbir a esa parálisis es lo que da un carácter heroico a Stephen Dedalus, alter ego de Joyce, y ello se presenta quizá de modo más explícito en lo que ha quedado de Stephen el héroe (1944), el primer borrador de Retrato del artista adolescente (1916), a partir de un dictum que recibe el hermano menor, Maurice (al que identificamos como Stanislaus), en el capítulo XVI: “El aislamiento es el primer principio de la economía artística”.
La ruptura inicial de ese ente que forman Joyce y Dedalus es imaginaria, y se da a partir de la lectura. Se dice que cuando iba en el primer año de la universidad Stephen sufrió la influencia más duradera de su vida al encontrarse, por medio de traducciones difícilmente obtenidas, con el espíritu del dramaturgo noruego Henrik Ibsen, e “instantáneamente comprendió ese espíritu”, lo que configuró una epifanía, ya que “las mentes del viejo poeta noruego y del perturbado joven celta se reunieron en un momento de radiante simultaneidad”. A tal punto lo sorprendió Ibsen, por su profunda aprobación de sí mismo, su altanera valentía desilusionada, su menuda y voluntariosa energía, dice, que empezó a estudiar danés. Esta temprana especialización en Ibsen lo aísla, y se vuelve una misteriosa novedad en el entorno intelectual y familiar en que Dedalus se mueve. Cuando la madre le pregunta por Ibsen, él cree que lo hace para saber si es uno de esos autores “peligrosos” que dicen en la ciudad que frecuenta; el diálogo cierra con una disertación de Stephen sobre el arte y la vida: “El arte no es una escapatoria de la vida. El arte, al contrario, es la misma expresión central de la vida. Un artista no es un tío que cuelga un paraíso mecánico delante del público. Eso lo hace el cura. El artista afirma la plenitud de su propia vida y crea… ¿Entiendes?”
Por su hijo la señora Dedalus lee, pues a Ibsen; encuentra que la Nora de Casa de muñecas es un personaje encantador, pero su obra preferida es El pato salvaje
—¿Crees que es inmoral? —pregunta Stephen.
—Claro, ya sabes, Stephen, trata temas… de los que yo entiendo muy poco… unos temas…
—¿Unos temas que crees que no se debería hablar nunca de ellos?
—Bueno, esa es la opinión de los viejos pero no sé si tenían razón. No sé si es bueno para la gente estar en una ignorancia completa.
—Entonces, ¿por qué no tratarlos abiertamente?
—Creo que le podría hacer daño a cierta gente… gente poco instruida, desequilibrada. La naturaleza de cada cual es muy diferente. Tú quizás…
—Ah, no te preocupes de mí… ¿Crees que estas obras no sirven para que las lea la gente?
—No, creo que son unas obras magníficas, realmente.
—¿Y no inmorales?
—Creo que Ibsen… tiene un conocimiento extraordinario de la naturaleza humana… Y creo que la naturaleza humana a veces es una cosa extraordinaria —dice entre balbuceos la señora Dedalus.
Si con su madre avanza Stephen en acercarla un poco a Ibsen, con su padre fracasa del todo. Con el rector de la Universidad conversa también sobre el escritor noruego; el jesuita en principio descalifica a Ibsen por lo que se dice de él en la prensa, mas confiesa no haberlo leído nunca; promete entonces Stephen prestarle algunas de sus obras. “Ya verá”, le dice, “que es un gran poeta y un gran artista.”
Ibsen es, quizá, el primer exilio; el segundo es la pérdida de la fe. Maldice Stephen la farsa del catolicismo de Irlanda; entiende que vive en una isla “cuyos habitantes confían a otros sus voluntades y sus mentes para poder asegurarse una vida de parálisis espiritual; una isla en que todo el poder y las riquezas están al cuidado de aquellos cuyo reino no es de este mundo; una isla en que César confiesa a Cristo y Cristo confiesa a César al mismo tiempo, para engordar juntos a costa de una famélica plebe”.
Con Ibsen y sin Dios, en el amor tampoco encontrará Stephen asidero alguno; y su actitud franca o grosera con Emma Clery lo despojará acaso una de las últimas ataduras posibles, la del amor. Pierde, además, a una hermana; y se perfila el futuro de una vida errante, ante el extrañamiento de los jesuitas que quieren encontrarle oficio y asegurarle un futuro, en lo que él califica como un intento por hacerlo “marchar sin avanzar”. Reacciona Stephen: “Mi arte surgirá de una fuente libre y noble.”
A los ojos de los demás el camino en solitario por el que se define el joven artista es el mal camino. Tampoco le atraerá el nacionalismo, al que ve como otra religión. Se consagra a Thoth, el dios de los escritores y decide que es tiempo de partir. Pretende así descubrir una manera de vida o de arte en la cual su alma pueda expresarse a sí misma con ilimitada libertad. “Te voy a decir lo que haré y lo que no haré”, le dice Stephen a Cranly en las páginas finales de Retrato del artista adolescente. “No serviré por más tiempo a aquello en lo que no creo, llámese mi hogar, mi patria o mi religión. Y trataré de expresarme de algún modo en vida y arte, tan libremente como me sea posible, tan plenamente como me sea posible, usando para mi defensa las únicas armas que me permito usar: silencio, destierro y astucia”.
El antepasado al que Stephen pide amparo, antiguo artífice, es sin duda Dédalo, el arquitecto constructor del laberinto de Creta. Y con ese apoyo sale entonces a buscar por millonésima vez la realidad de la experiencia y a forjar en la fragua de su espíritu la conciencia increada de su raza.

Septiembre 2009

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domingo, agosto 30, 2009

Historia y ficción

En “El último de los mexicanos”, uno de los capítulos finales de Noticias del Imperio (1987), incrusta Fernando del Paso una serie de reflexiones en torno a los diálogos posibles entre la novela y la historia. Del Paso cita, primeramente, a Borges, quien manifestó que le interesaba “más que lo históricamente exacto, lo simbólicamente verdadero”. Coincide en esto el ensayista húngaro Gyorgy Lukacs, quien en su amplio estudio sobre La novela histórica señala como un prejuicio moderno “el suponer que la autenticidad histórica de un hecho garantiza su eficacia poética”. En principio propone Del Paso “hacer a un lado la historia y, a partir de un hecho o de unos personajes históricos, construir un mundo novelístico o dramático autosuficiente”. Sigue: “La alegoría, el absurdo, la farsa, son posibilidades de realización de este mundo: todo está permitido en la literatura que no pretende ceñirse a la historia”. Sin embargo se hace las siguientes preguntas: “¿Pero qué sucede cuando un autor no puede escapar a la historia? ¿Cuando no puede olvidar, a voluntad, lo aprendido? O mejor: ¿cuando no quiere ignorar una serie de hechos apabullantes en su cantidad, abrumadores en el peso que tuvieron para determinar la vida, la muerte, el destino de los personajes de la tragedia, de su tragedia? O en otras palabras: ¿qué sucede —qué hacer— cuando no se quiere eludir la historia y sin embargo al mismo tiempo se desea alcanzar la poesía?”
Del Paso revisa en ese capítulo las ficciones escritas sobre Maximiliano y Carlota; se detiene, sobre todo, en la pieza teatral Corona de sombra, de Rodolfo Usigli. Entre lo destacable está, también, el Juárez y Maximiliano de Franz Werfel. Lo demás, dice, son “obritas de muy modestas pretensiones” como El Cerro de las Campanas, de Juan A. Mateos o los Episodios Nacionales de Victoriano Salado Álvarez… En la hechura de Corona de sombra, por cierto, Usigli se enfrenta con los mismos materiales tanto históricos como literarios que revisaría décadas más tarde Del Paso y encuentra que el problema consistía en “transportar al teatro, es decir, al terreno de la imaginación, un tema encadenado por innumerables grilletes históricos, por los pequeños nombres, por los mínimos hechos cotidianos, por las acciones de armas registradas y por el hecho político imborrable”. Todos los intentos citados, incluso el de Werfel (sigo a Usigli), “a la vez que apelan ocasionalmente a la imaginación, se mantienen sumisos en gran parte a la historia externa, de tal suerte que adolecen de una falta de unidad más o menos absoluta y se acercan al drama y a la novela románticos”, a los que califica como inexactos a medias. En ellos, cuando la historia cojea o no conviene a sus intereses, los autores apelan a las muletas de la imaginación; y viceversa, cuando la imaginación cojea o se acobarda, los autores apelan a las muletas de la historia.
Para Usigli, en las obras sobre el Segundo Imperio anteriores a Corona de sombra historia e imaginación se limitan por igual. Y ha de concluir, entonces, que si no se escribe un libro de historia, si se lleva un tema histórico al terreno del arte dramático (o novelístico, añadimos aquí), “el primer elemento que debe regir es la imaginación, no la historia”. Y ésta, la historia, “no puede llenar otra función que la de un simple acento de color, de ambiente o de época”.
En opinión de Fernando del Paso, Usigli no pudo eludir la historia; y sus propias respuestas a dudas similares a las que planteó el dramaturgo están en la realización novelística de Noticias del Imperio (en donde la imaginación es la loca de la casa) pero también en las líneas siguientes: “Quizás la solución sea no plantearse una alternativa [entre lo históricamente exacto y lo simbólicamente verdadero], como Borges, y no eludir la historia, como Usigli, sino tratar de conciliar todo lo verdadero que pueda tener la historia con lo exacto que pueda tener la invención. En otras palabras, en vez de hacer a un lado la historia, colocarla al lado de la invención, de la alegoría, e incluso al lado, también, de la fantasía desbocada”.
Habría que revisar a detalle la literatura sobre el Segundo Imperio, quizá empezando con Werfel y Usigli, sin olvidar aquel cuento de José Emilio Pacheco, “Tenga para que se entretenga”, o el “Tlactocatzine, del jardín de Flandes”, de Carlos Fuentes (que es una prefiguración de Aura), relatos modernos en los que deambulan, en los jardines de Chapultepec o en una casa de Puente de Alvarado, los fantasmas de Maximiliano y Carlota; y llegar, claro, a Noticias del Imperio, para rastrear la presencia de un hecho histórico determinado en la ficción. Quizá descubramos, con Strindberg, que en el frágil terreno de la realidad la imaginación teje sus múltiples combinaciones.

Agosto 2009

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jueves, agosto 20, 2009

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sábado, agosto 15, 2009

El Ulises de Joyce, lectura y relectura

El Ulises de James Joyce es uno de esos libros que muchos acometen y pocos concluyen. En un taller como el que hoy arrancamos en el Centro de Lectura Condesa se trata de ofrecer un espacio comunitario o solidario para que se llegue gozosamente a la última palabra, que es un “sí” rotundo. Con un ritmo promedio de cien páginas semanales, que no es demasiado, se cubrirá el trayecto en unas cuantas semanas. Se ofrecen además apoyos diversos; quizá podría calificarse como una lectura multimedia, pues veremos adaptaciones cinematográficas de textos de Joyce o documentales y ficciones sobre su vida y su obra, escucharemos música de la época y al propio escritor leyendo en voz alta algún pasaje… Esto posiblemente amplificará el efecto global de la novela, que es de por sí un libro cuadrafónico, en donde la ciudad de Dublín se escucha, se huele, se toca y respira.
Junto con En busca del tiempo perdido, de Proust, el Ulises es uno de los grandes referentes de la narrativa del siglo XX. Sigue siendo, como diría Cortázar, un modelo para armar y desarmar. En tiempos de literaturas más ligeras resulta sorprendente descubrir la vida que puede contener un libro. Lo que se lee ahora son casi guiones escritos, historias que al paso de los años verán (porque es lo que ambicionan sus autores) una adaptación a la pantalla, pues han sido escritas como si fueran películas. ¡Mejor esperar a verlas en el cine! El Ulises es literatura en grado cero. En este sentido es un libro del futuro porque muestra la potencia que puede contener una novela. Quienes llegan al final del trayecto suelen sorprenderse positivamente por esa gran riqueza expresiva.
Recomiendo la edición última de la traducción de Salas Subirat, anotada y revisada por Eduardo Chamorro para Planeta. Por décadas los españoles atacaron esa versión argentina, en la que supuestamente colaboró Borges, y celebraron, cuando llegó, la de Valverde, un académico respetado. Salvador Elizondo prefería la traducción de Salas Subirat por no ser éste un literato; se ocupaba de cuestiones de ventas y tiene incluso un libro técnico sobre ese asunto. Elizondo lo sentía más afín al entorno de la novela, y a los ciudadanos comunes que son protagonistas del Ulises, como podrían ser Leopold Bloom y su mujer Molly… La tercera traducción, comandada por García Tortosa, me parece en efecto tortuosa, quizá funcione en el entorno peninsular porque eso es lo que hace: instalar Dublín en España y hacer que Buck Mulligan hable como si fuera Sancho Panza. ¡Pardiez!
En la relectura hay que avanzar, encontrar nuevas cosas. En una versión anterior de este mismo curso-taller de lectura del Ulises me concentré en algún momento, por ejemplo, en la relación de Joyce con Ibsen. Hice también unos apuntes sobre los quartz del Finnegans Wake, que dieron nombre en la física moderna a unas partículas. Hace poco, al leer a Virginia Woolf, que siempre criticó a Joyce, descubrí cómo influyó en ella profundamente en novelas como La señora Dalloway, que tres años después del Ulises describe un día en la vida de una ciudad (en este caso Londres), y Al faro. Al volver a un libro no se trata de bordear sobre lo mismo sino realizar investigaciones en zonas poco exploradas, y en esto ayuda, claro, el que se cree un equipo de lectores. Como dice Sterne, todos vemos la nariz propia más grande que la del vecino porque la vemos desde otro punto de vista.
Empecé este tipo de cursos con un grupo de novelas cortas en las que encontraba afinidades, y se trataba de compartir esos hallazgos. Hay una preocupación similar en el Bartleby de Melville, La muerte de Iván Ilich de Toltstoi, El pabellón número 6 de Chéjov y La metamorfosis de Kafka, ficciones insertas en aparatos burocráticos y en donde un rompimiento sacude a esos sistemas absurdos; del mismo modo es interesante seguir la idea de lo femenino en nouvelles latinoamericanas como Las hortensias de Felisberto Hernández, La invención de Morel de Bioy Casares, Sombras suele vestir de Bianco o Aura de Fuentes. Al leer con otros uno se da cuenta de muchas cosas, pues se participa en un ejercicio plural. Por ello luego propuse, y me propuse, que en el tiempo que uno ocupa en leer ocho novelas cortas, poco más de dos meses, podría leerse completo el Ulises. Pido a los participantes que mantengan una actitud crítica; si el libro se resiste, deben decirlo. El lector no puede o no debe falsear, o fingir, asombros; esto va en contra de una posible ética del lector.
Si de alguna pretensión puede hablarse en este curso-taller de lectura es el darse cuenta que una novela considerada como difícil no lo es tanto, y ofrece además amplias recompensas. La dificultad es en tal caso, diría Genet, una cortesía del autor con sus lectores. Pretendo además que se percaten de lo inútil que resulta a veces sumergirse en esas ficciones ligeras, comerciales, que destaca la prensa y abarrotan nuestras librerías y son en realidad guiones escritos (buenos o malos guiones escritos), y donde la expresión literaria cumple un papel secundario.
Creo que el Ulises comienza en Retrato del artista adolescente. En el capítulo final de esa primera novela de Joyce el artista se libera de una educación religiosa férrea y de unos códigos morales y civiles en que como irlandés se siente enclaustrado, y descubre la palabra en libertad. Ese capítulo está ya escrito con el aliento del Ulises. Como saben, el protagonista de Retrato, Stephen Dedalus, reaparece en Ulises; y con esa lectura previa se entenderán los tres capítulos de arranque, en los que el lector suele estancarse, sobre todo en el tercero, que es un primer caso completo en el libro de corriente de conciencia, anticipo del monólogo final. Luego llega Leopold Bloom y la narrativa se aligera, entre otras cosas porque lo acompañamos al retrete, en donde expulsan autor y personaje los sobreentendidos de lo que debe ser una novela, o de lo que tradicionalmente se asume que debe ser una novela... Aunque, claro, recomendaba Joyce a la querida tía Josephine que antes de sumergirse en su Ulises leyera Las aventuras de Ulises, de Charles Lamb, que es otra forma de iniciar esta odisea.

Agosto 2009

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