jueves, julio 29, 2010




El cazador y la presa
(Prólogo al libro A sol y asombro, de Alejandro Toledo)

Humberto Musacchio


Antes era el reportaje el género rey. Hoy, en cambio, la entrevista se ha apoderado de los espacios periodísticos, no porque ofrezca la visión panorámica que se busca en el reportaje, sino porque es una manera facilona de cumplir las órdenes diarias, un recurso sobado pero eficaz para dar al jefe de información lo que pide, una fórmula generosa para trabajar poco y que, por añadidura, se ha convertido en una rutina barata para las empresas editoras, pues a diferencia del otro género no requiere de más reporteros, generalmente tampoco de fotógrafo --para eso está el archivo--, no hay desplazamientos onerosos ni han de pagarse viáticos por una labor que se consuma en la misma ciudad donde se halla el medio de comunicación al que se sirve.
Sí, la entrevista es el género más frecuentado por la práctica diaria y generalmente tiene resultados pobres. Pero hay de entrevistas a entrevistas. Algunas, por sus alcances, se han convertido en referencia insoslayable. Entre ellas están la concedida por Pancho Villa a Regino Hernández Llergo, la de José Pagés Llergo realizada con unas cuantas palabras de Hitler, las de Emmanuel Carballo a escritores, varias de Elena Poniatowska, las memorables voladas de José Natividad Rosales, como aquella con el Papa que hasta le dedicó una foto, todo, por supuesto, producto de la fantasía del gran Nati. La de Vicente Leñero con Carlos Salinas marca un giro en el intercambio periodístico con los hombres del poder. Mención aparte, por innovadora en su forma y contenido, merece la entrevista de Jesús Luis Benítez, El Booker, con la Encuerada de Avándaro.
Hay, por supuesto, diversos tipos de entrevista. La de chacaleo o de banqueta es aquella en que al personaje se le hacen preguntas al paso, rápidas y muy concretas, pues no hay tiempo para cortesías ni complacencias. Menos apresurada es la rueda de prensa, entrevista colectiva que se concede en un lugar adecuado, pero en la cual el reportero apenas si puede hacer una pregunta que ha de ser meditada, pues se tuvo tiempo para prepararla. La interrogación debe ser precisa, un disparo al blanco que se busca para evitar que el entrevistado se escape con circunloquios. De más está decir que es una competencia feroz, pues si bien no toda la jauría reporteril está ansiosa de dejarse escuchar o, mejor dicho, los machos y hembras alfa se yerguen para lanzar sus proyectiles contra el entrevistado mientras la mayoría prefiere limitarse a grabar o tomar nota para que sean otros, los mejor dotados, quienes se tomen la molestia de pensar las preguntas, su contexto, su formulación, su sentido último…
Pero la entrevista digna de ese nombre es aquella en la que, cara a cara, el reportero atrapa al interlocutor y lo seduce y conduce con sus preguntas, ya sea porque le permite el lucimiento, porque le remueve el fondo de la memoria o porque lo lleva a descubrir y a descubrirse, a advertir lo que había estado ahí, como testigo mudo, o lo que nos permite desdoblarnos y entender que el entrevistado es en buena medida lo que quiere su entrevistador, que si es bueno tiene que ser una especie de guía que lleve al interlocutor a meterse en territorios ignorados de su geografía personal.
Y también está el lector, aquel ente imaginario para el que se escribe y al que deseamos sorprender, como decían los viejos de la tribu, con “sensacionales revelaciones”, hechos nuevos de viejas historias o cosas sabidas que dichas de otra manera cobran un valor distinto. En esta vertiente cobra especial valor la habilidad del reportero para trazar una adecuada semblanza, pues en el periodismo importa el qué, pero también el quién. Si el declarante tiene relevancia, los hechos contados pueden ser trascendentes.
Escribimos para ser leídos. Sin esa pretensión íntima el periodismo y toda expresión literaria carecen de convicción y de dirección. El periodista es un Cupido que lanza sus flechas para despertar en el desconocido lector el amor por sus textos. Por eso acosamos al entrevistado, lo rodeamos como fieras en espera del mejor momento para lanzar el ataque. En ocasiones la pregunta central abre el diálogo y a partir de él se desgrana la conversación con fluidez. A veces el entrevistador comienza por hacer preguntas aparentemente inocuas, complacientes incluso, en espera de la oportunidad de tirarse a fondo. Es en el intercambio donde se presenta el momento de lanzar la estocada, de ir hasta la entraña de los recuerdos para sacar de ahí lo más doloroso o más revelador, lo vital… A la manera de un buen sicólogo, el entrevistador acecha a su entrevistado y da el zarpazo cuando aparece la palabra clave, la que corre el cerrojo y abre las puertas de la zona más reprimida de la memoria. El buen entrevistador mira al otro a la cara, porque en ocasiones un pequeño gesto, un guiño insignificante, un brillo apenas perceptible de los ojos nos avisa que tocamos donde duele. Y como el boxeador de raza, una vez que hemos olido la sangre lanzamos el ataque final, el más completo, una, dos, tres preguntas contundentes que llegan a donde queremos.
Ocurre con frecuencia en la entrevista de fondo, cuando después de un buen rato de charla, de intercambio cortés y hasta previsible en el que todo aparece como incompleto, grisáceo, semioculto, a partir de una frase, de una palabra, de un movimiento de hombros, el buen entrevistador se sabe ante la revelación y lo que estaba fuera de foco, adquiere contornos nítidos, precisos.
Es condición profesional que todo periodista puede y debe hacer entrevistas, pero hay diferencia entre recoger palabras para alimentar el morbo colectivo y sacar de la paja algo nuevo, trascendente. Media una enorme distancia entre reproducir frases y meterse en la cabeza del entrevistado, entre hacerla de su repetidor y robarle el alma. La distinción se establece por la cultura del reportero, su sensibilidad social, su talento para interrogar, su sentido del tempo que le indica el cuándo y el cómo, su aptitud para formular la pregunta clave, la que nos permite redondear la faena y ha de espetarse en el momento preciso, ni antes ni después.
En ocasiones el reportero actúa con aparente inocencia, hace preguntas superficiales, de rutina, en espera de que en la cascada de frases caiga la piedra que derribe la puerta, la palabra-llave que abre la cerradura de vidas que tienen una fachada pero son muy otras en su interior. Esas palabras mágicas llegan en medio de las respuestas de rutina, especialmente si el reportero ha sabido ganarse la confianza del interlocutor y éste abandona la actitud defensiva. Es como el momento clave del proceso sicoanalítico, ése donde el paciente se abandona en manos del terapeuta y le confía secretos que el propio analizado ignoraba. El sicoanalista-reportero debe saber cuándo se presenta ese momento y lanzar entonces interrogaciones oportunas que produzcan un viraje en el diálogo para llevarlo a lo sorprendente, lo inusitado. En la práctica periodística, es entonces cuando llega la hora decisiva y el reportero ha de acompañar en su vuelo al entrevistado o meterse con él a bucear en el lodo.
En el gremio suele repetirse que el periodista no es especialista en cosa alguna que no sea el propio periodismo. La razón es obvia: las órdenes de trabajo disponen a veces entrevistar a un estadista, al día siguiente a un físico y luego a un crítico de arte. Debemos dominar aquello que se le pregunta a todos, pero también saber por qué una persona común se convierte en materia noticiosa, pues ahí se hallan las razones de la labor informativa de ese día o ese momento. Una vez frente al entrevistado, nada de lo que sepamos sobre él resulta superfluo: si es un escritor conviene haberlo leído o por lo menos conocer lo principal de su obra; si se trata de un personaje público, importa saber de su actividad y de él mismo. Quien asiste a una entrevista sin haberse documentado mínimamente va a la guerra desarmado. Quizá la gane, pero lo más probable es que la pierda.
Realizado el intercambio verbal, en el periodismo impreso es determinante la parte final: extraer lo importante, reordenarlo y escribirlo de tal manera que llevemos al lector de la mano hasta hacerlo descubrir lo que juzgamos más relevante, lo que da sentido a lo dicho y resalta la importancia de los aspectos clave. Ahí, los periodistas dotados de algún talento literario llevan ventaja sobre los demás, pues son capaces de quitarle las asperezas y repeticiones a la prosa verbal, acomodarla dentro de una sintaxis aceptable, desnudar la ruindad o la ignorancia del entrevistado y, si conviene a los fines periodísticos, dotarla incluso de un brillo que el entrevistado siempre agradece. No se trata de sustituir al entrevistado ni de inventarle declaraciones, sino de servir al lector de la mejor manera.
Y es precisamente el servicio al lector lo que está presente en las páginas que siguen, en las que Alejandro Toledo, hombre de letras metido por azar al periodismo, entrevista a escritores, futbolistas y toreros. La selección es hija de la diaria labor, pero igualmente, de haber estado en espectáculos, en economía o en política, el autor habría buscado el diálogo con las figuras de la farándula, de las finanzas y del poder, pues ya se sabe que el periodismo nos hace recorrer senderos que creíamos ajenos.
En este libro el lector hallará a un periodista de apariencia inocente, a un entrevistador que de las preguntas de rutina pasa en cualquier momento a interrogantes que envuelven una poderosa carga explosiva. Con mansedumbre falaz, Alejandro Toledo se acerca a sus entrevistados y gana su confianza, en ocasiones haciéndoles crecer el ego, y ya instalados en la superioridad, de manera espontánea abren las compuertas de una sinceridad confiada que deja caer las historias en cascada.
Es difícil saber dónde termina la formación académica o libresca de Toledo y dónde es el instinto el que guía sus interrogatorios. Seguramente la ciencia y la espontaneidad se cruzan varias veces a lo largo de una entrevista en la que el reportero se vale de técnicas probadas tanto como de sus capacidades de improvisación. Como buen gambusino, se muestra paciente mientras remueve la tierra, pero es implacable cuando adivina que está a punto de hallar algo valioso. Y cuando ha llenado la talega de pepitas doradas, entonces deja al entrevistado y se aleja para evaluar cada fragmento y dar a cada uno el lugar que le corresponde. Eso lo hace con su talento de escritor, con su aptitud para poner en palabras lo que escuchó y aun lo que adivinó, pues el buen reportero –y sólo el bueno—sabe completar la idea expuesta a medias, acomodar el dato aislado e integrar la historia de tal manera que prenda al lector y lo lleve de la mano hasta el final.
Alejandro Toledo conoce y acata las exigencias de veracidad del periodismo, pero al poseer los secretos de la alquimia literaria trasmuta la materia vil en metal precioso y combina las palabras de manera que no traiciona al declarante, pero le da una claridad y precisión de la que carece.
Pero dejemos aquí estas líneas. A un escritor se le juzga por sus textos. Los de Alejandro Toledo son muy buenos, y el lector de este libro podrá comprobarlo.

Julio 2010

Etiquetas: , , , ,