domingo, noviembre 28, 2010

La permanencia del prejuicio*

Antes de reflexionar sobre el documental Translatina (Luis Felipe Degregori, 2010), me gustaría referirme a una historia de este 2010 de la que he sido testigo indirecto. Trata de un grupo de compañeros de oficina que con regularidad, de lunes a viernes y hacia las tres de la tarde, acude a una fonda. En el camino pasan por un comercio que es atendido por un chico de alrededor de los veinte años de edad, quien a comienzos del año era algo coqueto y después del verano, luego de una notoria ausencia de más de un mes, regresó prácticamente convertido en una gentil dama: viste ahora de modo más femenino, ya usa tacones y le crecieron los pechos.
Suelen estos amigos hablar del muchacho y bromear sobre él. Lo bautizaron del modo más obvio, como Quimera, y al pasar frente al negocio que atiende no pueden evitar volverse y ver si está o no está, si se le ve fastidiado o alegre. A veces el chico aparece en la fonda, aunque pocas veces come ahí; pide la comida para llevar. Los amigos al verlo callan y se miran. Cuando el muchacho se retira, empiezan los chistes. Se inventó la historia de que entre dos de ellos habían costeado la operación; o de que alguno lo tiene viviendo a escondidas en su casa, etcétera. El lunes, por ejemplo, alguien pregunta:
—¿Cómo te fue el fin de semana con la Quimera?
Provocando esta respuesta:
—No llegó, me canceló porque la ibas a llevar a cenar.
Por algo, digo yo, atrae este muchacho la atención del grupo, además de su juventud y su belleza inquietantes. Será un poco lo que dice José Joaquín Blanco de los homosexuales en su crónica de los años setenta “Ojos que da pánico soñar”: el temor de lo singular o lo desconocido. En las imaginaciones de cada quien esta Quimera se ha convertido si no en un “símbolo sexual” sí en un símbolo de lo sexual. Los amigos se asumen, se creen, heterosexuales; en la fantasía de algunos está esa posibilidad lejana, lúdica, de relacionarse con alguien distinto, de tener una experiencia amorosa diferente, planteado esto como un juego o un sketch cinematográfico o televisivo… Mas hay quien se sustrae de estas bromas y de plano asegura que si el personaje intentara acercársele reaccionaría con violencia, pues considera que se trata de un ser “enfermo”. Acaso en ambos casos, tanto en el que juega a relacionarse pero sólo en broma (“fuchi, no, cómo creen”), como en el que rehúye el encuentro, un estudio psicológico diagnosticaría “homosexualidad latente”.
¿Cómo será esta historia contada desde el punto de vista del muchacho?, ¿qué dirá él/ella de este grupo de oficina que cotidianamente pasa frente al comercio en donde trabaja y lo mira?, ¿se sentirá homenajeado o intimidado?
En parte lo que refleja la anécdota es esa incomodidad ante “lo otro” que aún no nos hemos podido sacudir. El cuento es tranquilo, no tiene la violencia de algunos perfiles a los que nos asomamos en el documental de Luis Felipe Degregori, pero señala la permanencia del prejuicio, esa alterofobia (más que homofobia, digo yo) muy arraigada todavía en nuestra cultura. Cuando hay falta de entendimiento, cuando no se puede uno poner en la mirada del otro, cuando no hay comprensión de lo que es el mundo visto desde unos lentes distintos, viene la burla ofensiva o de plano la reacción violenta, ese “si se me acerca le parto su madre” que puede ser dicho por un tranquilo oficinista de esta cada vez más diversa ciudad capital al sentirse amenazado.
Los casos que presenta el documental Translatina son extremos, y sorprende la constancia del modelo en Latinoamérica: chicos en busca de su real género que son objeto de burlas y agresiones en la casa y la escuela, muchas veces sin posibilidad de terminar por ello sus estudios, se encuentran en la adolescencia con dos alternativas vitales. Una es trabajar en una estética, en donde el homosexual o el transgénero es tolerado; y la otra es la prostitución, que los expone a inusitadas y tremebundas represiones por parte de la “autoridad”, una autoridad de sexualidad dudosa, puesto que su reacción primaria, instintiva, ante el transgénero es la salvaje violación.
El documental se detiene también en ciertos detalles civiles que podrían hacer más amable la vida de un transgénero, como el derecho a cambiar su nombre masculino para evitar la humillación de que en una sala de espera una resplandeciente Mar sea delatada como un obtuso Mario… Y recuerdo ahora, a propósito de esos cambios posibles, el incidente ocurrido en el teatro Metropolitan, en donde hace poco se impidió a una chica transgénero acceder a los baños de mujeres, lo que ocasionó protestas esa noche y provocó días más tarde el cierre simbólico del teatro.
En donde menos se espera, salta la liebre del machismo, que es como una segunda piel, costra arraigada en el alma latinoamericana y de la que resulta a veces arduo desprenderse, y cuyo mejor remedio es acaso la civilidad plena, madura, que ofrece la posibilidad de convivir sin prejuicio alguno en la diferencia. Hacia allá se va, hacia allá se puede ir… pero hay quien insiste en vivir en tiempos de los Picapiedra, y hay incluso algunos disfuncionarios, como el actual gobernador de Jalisco, que creen vivir en un mundo en donde nadie es diferente, y a los que tienden a ello se les propone una “cura”.
La única cura para salir de este atraso cultural y moral que denuncia el documental Translatina, insisto, es la civilidad.

*Participación en una mesa de debate en la 5ª Muestra Internacional de Cine y Derechos Humanos.

Noviembre 2010

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sábado, noviembre 20, 2010

Nueve cuentos de la Revolución mexicana

Curioso boomerang de la memoria: por años se percibió a la Revolución como un hecho bélico distante, superado en cierto modo por la historia (porque la Revolución se hizo gobierno, rezaba el discurso oficial), y ahora, a cien años de que iniciara el movimiento armado, asuntos del paisaje de entonces como los fusilamientos, muy presentes en esta colección de narraciones cortas, es de nuevo común encontrarlos en los diarios, como si en lugar de avanzar se estuviera regresando a uno de los posibles puntos de partida. Por este doloroso retorno a la violencia en que vive el México del 2010, al sumergirnos en los cuentos de la Revolución ocurre esa extraña dislocación de la memoria o engaño a la vista (trompe l’oeil) de no saber si se describe el arranque del siglo XX o el comienzo del siglo XXI. Para nuestra desgracia (o para fortuna nuestra como lectores mas no como ciudadanos), la distancia que teníamos con esa literatura se ha ido acortando.
Quizá también cobran actualidad las reflexiones que subyacen a los relatos de tema revolucionario sobre cómo contar una realidad en constante movilidad. Entre los autores de esta corriente se hallan José Vasconcelos, Martín Luis Guzmán y Julio Torri, fundadores del Ateneo de la Juventud, que en el célebre ciclo de conferencias de agosto y septiembre de 1910 empezaron a discutir las bases filosóficas de la educación porfirista cuando a los pocos meses vino la Revolución y los alevantó. En los cuentos seleccionados de estos tres escritores puede verse el modo como cada quien resolvió, desde su exquisita preparación universitaria, el enfrentamiento inesperado con la guerra. Vasconcelos, por ejemplo, especula en “El fusilado” sobre el tránsito interior entre la vida y la muerte, el paso de lo corpóreo a lo espiritual, en un cuento que pone un pie en lo fantástico: “recuerdo haber visto mi cuerpo destrozado y contrahecho por las contorsiones de los últimos instantes; pero me aparté de él sin amargura, contemplándolo casi con disgusto; igual, ni más ni menos, que cuando se desecha un traje usado”, pasaje que acaso prefigura un texto posterior de Francisco Tario, “La noche del traje gris”, en donde es el vestido el que desecha un cuerpo humano inerte y sale a caminar por la ciudad en busca de aventuras amorosas con prendas femeninas.
Julio Torri también halla una forma “estética” de salvar su encuentro con la lucha armada, y lo hace en “De fusilamientos” a través de la mirada irónica, al acusar las maneras toscas y torpes de los que participan en esos rituales mañaneros de que habla el título: la mala educación de los jefes de escolta, el deplorable aspecto de los soldados rasos, la tosca sensibilidad del público… El contraste entre lo grave del suceso y la forma fría o distanciada de asomarse a él crea ese territorio, en cierta forma nuevo para la literatura mexicana, en donde dicha frialdad, despreocupación o incluso futilidad aparentes (cual si se hablara de cómo comportarse en una cena o un concierto) resultan, sin embargo, vías más efectivas para acceder a lo terrible.
En Martín Luis Guzmán hay también ese alejamiento, y al detallar el proceso de preparación y desarrollo de una “fantasía tan cruel como creadora de escenas de muerte” retrata a su creador, el feroz Rodolfo Fierro, como todo un artista que cuida uno a uno los detalles de su obra y al que incluso agota su ejercicio por lo que requiere de inmediato, al despachar al último de los trescientos (o 299) colorados que él solo ejecuta, los cuidados de un niño que luego de hacer sus travesuras cae a la cama vencido por el sueño y debe ser arropado. En el párrafo inicial de “La fiesta de las balas” se pregunta el autor “qué hazañas serían las que pintaban más a fondo la División del Norte; si las que se suponían estrictamente históricas o las que se calificaban de legendarias; si las que se contaban como algo visto dentro de la más escueta realidad o las que traían ya tangibles, con el toque de la exaltación poética, las revelaciones esenciales”. Y se define por las leyendas porque eran “las que se me antojaban más verídicas, las que, a mi juicio, eran más dignas de hacer Historia”, prefiriendo, pues, como diría Borges, a la verdad histórica, la verdad simbólica. Y esa es la verdad que asoma en este conjunto de relatos.
Al mismo Rodolfo Fierro, el fiero Fierro, se le verá en otro relato, “Oro, caballo y hombre”, de Rafael F. Muñoz, entre los “deshilachados restos de la fastuosa División del Norte”, en el punto de quiebre de su astucia, con un destino que se resuelve no en el campo de batalla sino por el hecho nimio tomar el camino equivocado. La premisa del cuento parece ser esta: “¡No hay que rajarse, muchachos! ¡Síganle, que ya verán cómo pa’ delante está pior...!” Si en “La fiesta de las balas” es el ingenio humano, digamos, el que arma el escenario de la muerte, en “Oro, caballo y hombre” (con una ecuación en el título que conduce al cero), la naturaleza se confabula para llevar al protagonista (el mismo en ambos relatos) a su caída final.
En cuanto a la narrativa, y como se dice en los medios de comunicación, la Revolución fue cubierta a cabalidad: no hubo prácticamente zona de la guerra civil que no fuera explorada por los escritores. Mauricio Magdaleno se ocupa de lo que ocurría con la gente que no tomaba partido alguno, o que pretendía buscar la neutralidad (cosa que no siempre era posible) o simplemente la paz, e igual sufría desgracias no por encontrarse en los frentes sino en las zonas intermedias. Se lee en “Leña verde”: “Vinieron años de hambre y de exterminio. […] Las partidas de rebeldes y federales rivalizaban en eficacia destructora y entre unos y otros acabaron con los pueblos, los ranchos y los simples caseríos, y diezmaron como una peste desconocida a los vecindarios”.
La Bola, sin embargo, jugaba con las combinaciones, y en lo agitado de la revuelta podía suceder que de dos hermanos uno anduviera entre los federales y el otro con los rebeldes, y que su reencuentro fuera de consecuencias fatales. Sobre esto borda Agustín Yáñez en “Sangre de sol”, canto lúgubre armado a plena luz del día, en el que hacen las veces del coro el pueblo y las aves de rapiña (auras, cuervos y zopilotes), y cuyo leitmotiv es un Grito septembrino que adquiere, al final del cuento, las dimensiones sonoras o calladas (porque se trata de un aullido sordo) de la pintura de Edvard Munch.
Sería impropio decir que en lo que a la narrativa se refiere la Revolución tuvo sus Adelitas, mas son de señalarse los trabajos de Nellie Campobello y Carmen Báez. De esta última se rescata “El hijo de la tiznada”, en donde se coincide con Campobello en la mecánica de referir las historias de guerra bajo la óptica de la infancia: por un lado está el mundo serio de los adultos con sus ceremonias de castigo o venganza; y por el otro, y en paralelo, el ajusticiamiento de un buey, que es lo que a la niña más asombra.
El de Edmundo Valadés es un cuento tardío de la Revolución, y quizá por ello en él es más perceptible (y tal vez hasta elemental) el panorama socioeconómico que se plasma, anterior al estallido de la guerra (la esclavitud en una finca cafetalera, el control a través de la tienda de raya, el derecho de pernada), un mundo en donde “el patrón es la justicia, es el juez, es la autoridad, es todo” y donde está ahí, manifiesta ya, la semilla de la rebelión. En un hombre preso de las circunstancias, consciente a fuerzas del mundo que le tocó vivir, el gesto de levantar la cabeza no parece bastar cuando es sólo uno el que lo hace. Las líneas finales de “Las raíces irritadas” son el anuncio de la tormenta colectiva que se avecina… con lo que habríamos llegado al final de la travesía, si no fuera porque nos saltamos, a propósito, a Mariano Azuela, a quien se han de dedicar las últimas (o penúltimas) palabras de este prólogo.
Es Azuela, sí, el primer novelista de la Revolución. Sucede con él un poco lo que pasa con Fernández de Lizardi, primer novelista latinoamericano: su carácter de pioneros los coloca en un punto en donde parecen perdonarse sus atrevimientos. Se cree que por ser los iniciadores su expresión ha de ser torpe, o, en el caso de Azuela, que su cercanía con los hechos no le ha de permitir tener la perspectiva que se requiere para convertir la realidad en símbolo, para hacer buena literatura, cuando si se miran bien sus libros ahí están ya marcadas las etapas sucesivas que ha de vivir la Revolución, incluyendo su no siempre benéfica armadura institucional.
Pudo Azuela ver el paisaje completo, la generación y la degeneración de la lucha armada. En “La nostalgia de mi coronel” pinta a un militar en retiro (con su pierna de palo y una pujante barriga), dedicado en el callismo al comercio de ganado, y quien añora las rudezas de las campañas como si hubieran sido una perdida “época de oro”: extraña, sobre todo, la cafiaspirina que le significaba poder humillar a los subalternos. El cuento, al paso, dibuja al México nuevo, una nación que no abandona los contrastes.
El periplo de los ateneístas es representativo de lo que afectó en el siglo XX a la literatura mexicana: de los pasillos de las academias fueron inesperadamente empujados a recorrer la República, y ese trayecto obligado modificó tanto sus conciencias como sus obras. Además, si con la Revolución institucionalizada la historia oficial comenzó a fungir como máscara de la realidad, los cuentos y novelas revolucionarios, y los que le siguieron, han sido testigos fieles de nuestro devenir, le han sabido tomar el pulso a un país que a ratos camina como los cangrejos y que con obstinación enfrenta, a cada tanto, los mismos fantasmas. Asomarse al ayer a través de estas ficciones breves es encontrar, así, aquello con que se enfrentó Elena Garro: los recuerdos del porvenir.

Noviembre 2010

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domingo, noviembre 14, 2010

Bob Fosse cifrado 

El arte es, entre otras cosas, un modo de prolongar la infancia. Lo fue así para Robert Louis Fosse (1927-1987), que tanto en su trabajo coreográfico como en su no muy extensa filmografía dibujó un paisaje en muchos sentidos familiar (aunque a la vez reinventado), el del teatro de variedad, patio de recreo en donde se movió en su natal Chicago.
Sin embargo, cuando hablaba Fosse de su padre como un “antiguo artista de vodevil” no se refería a su padre biológico (Cy Fosse, vendedor de seguros) sino a Fred Weaver, director de la Academia de Artes Escénicas de Chicago, quien lo protegió e incorporó a un dúo temprano de bailarines de tap, el de los Riff Brothers, en donde Bob hacía pareja con Charles Grass. Se presentaban no sólo en competiciones amateurs sino también en centros nocturnos y clubes de striptease como el Silver Cloud, en la avenida Milwaukee, o el Gaiety Village, en la calle Western. Es cierta, aunque con algunas variaciones, la anécdota recreada en la cinta El show debe seguir (All That Jazz, 1979), del muchacho que intenta leer sus libros de latín en los vestidores de las desnudistas, quienes le coquetean y le provocan una eyaculación que le deja mancha en los pantalones, lo que causa risa al público cuando el joven sale a presentar su número y los reflectores muestran la huella de su desconcierto.
En el libro Bob Fosse: vida y muerte (All His Jazz: The Life an Death of Bob Fosse, 1990; edición española, 2006), ofrece Martin Gottfried detalles de esa velada, apoyado en la memoria de Grass, quien recuerda a las chicas paseándose desnudas por los camerinos mal aireados. “Se tomaban su tiempo para maquillarse y subirse las medias de rejilla, hacían que Charles y Bob se sentaran en su regazo, y allí les susurraban cosas al oído, les besaban las orejas, les dedicaban arrumacos, con los pechos pegados a sus mejillas y los pezones, a sus labios.”
Una de esas noches, en efecto, una chica le provocó al joven Bob Fosse una erección justo antes de salir a escena. Él trataba de ocultarla cuando se escuchó un redoble de tambor y el graznido del saxofón. “En cuanto los chicos salieron a escena deslizándose, todos notaron el bulto de los pantalones de Bob.” Se llenó el local de risas, que amainaron conforme la erección cedía, tiempo que para el joven Fosse fue toda una eternidad.
En los retratos melancólicos de las bailarinas y su soledad perenne, tanto en el teatro como en la pantalla una y otra vez acude el coreógrafo a esa imagen primera del cabaret como espacio original o paraíso perdido. En cuanto al cine, es la instantánea que se revela en la dulce y atormentada Caridad Esperanza Valentina del neoyorquino salón de bailes Fandango de Sweet Charity (1969); en la triste Sally Bowles del Kit Kat Club berlinés en Cabaret (1972); en el ácido comediante Lenny Bruce que extiende su monólogo contra las convenciones entre las luces del escenario y el humo de cigarrillos y vapores alcohólicos de Lenny (1974); en las vidas sin rumbo sentimental pero con pasión por las tablas y sus ritmos precisos y alocados de la autobiográfica All That Jazz; e incluso en el tortuoso destino de Dorothy Stratten, la chica Playboy de Star 80 (1983).
Con excepción de esta última cinta y de Lenny, que se alejan de lo musical y reflejan un lado extremadamente oscuro del mundo del espectáculo, hay en los filmes de Fosse uno o varios “números” (dicho esto en términos coreográficos) que se pueden considerar como de antología, y de hecho con varios ellos se creó en Broadway, en su memoria, el espectáculo Fosse (1999). Uno que lo retrata por entero es el del “Big Spender” o “El despilfarrador” en Dulce Caridad, que es una gran síntesis del estilo del coreógrafo (incluido el “ómnibus”, en donde los bailarines agrupados se desplazan por el escenario); mientras que en Cabaret cada pieza bailable comenta el drama de los protagonistas (y el drama de un país, o de un planeta, en donde el nazismo va en ascenso) y no puede en este caso juzgarse una sola parte aislada sino en relación con el conjunto, aunque en su tiempo el número de “Money, Money” se volvió (acaso excesivamente) célebre. Lo mismo puede decirse de El show debe seguir sólo que este vez, por tratarse de un asomo a la cocina del coreógrafo (una suerte de 8 ½, retrato del artista en su proceso creativo), Fosse marca con un caso ejemplar ahí incluido las fases por las que solía atravesar su trabajo creativo, y se revela también su manera de provocar desconcierto tanto en los productores como en los músicos y bailarines inmiscuidos en el proyecto, debido a los hallazgos que va encontrando en el camino.
Según esa anécdota extraída de El show debe seguir, el “número” en Fosse atravesaba por lo menos tres etapas. En la primera, el compositor de la compañía presenta una nueva canción, realizada según las tradiciones de un musical ortodoxo y concebida para que en el futuro la interpete el crooner de moda (Frank Sinatra, Tonny Bennett o Dean Martin, por ejemplo). En la segunda etapa, el coreógrafo empieza a imaginar momentos aislados del baile, obliga a los bailarines a rutinas técnicamente arduas (lo que lo convierte en una especie de torturador, pues trabaja en el cuerpo imágenes mentales de difícil ejecución en el mundo real, lo que a cada tanto genera en la compañía crisis nerviosas), pasa por un momento en que todo es confuso (porque parece no ocurrírsele nada para salvar el obstáculo de una melodía sin riesgos, aunque en esa “nada” ya hay un todo naciente) y huye de bailarines y músicos que lo buscan para saber hacia dónde los está llevando. Mientras tanto, para sobrevivir (o para tentar a la muerte, con la que dialoga todo el tiempo) él acude a su dieta de cigarros, alcohol, anfetaminas y sexo furtivo, lo que da una atmósfera más de enrarecimiento a la nebulosa creativa (y autodestructiva) en que se halla envuelto.
En la tercera etapa el rompecabezas se empieza a armar, y aquella canción inofensiva, “Take off With Us” en El show debe seguir, que invita a emprender un viaje en avión, se transforma en un sorprendente ejercicio coreográfico llamado “Aerótica”, en donde las palabras inocentes de la letra (pues también ellas empiezan a moverse) han adquirido un doble sentido que encarna en el roce de los cuerpos y sus desfiguros, y la invitación ahora es a viajar en los brazos de un Eros que acepta todas las combinaciones posibles.
Como se sabe, El show debe seguir recrea una serie de sucedidos reales que ocurrieron a Fosse a mediados de los años setenta del siglo pasado mientras emprendía el montaje de Chicago y daba los toques finales a Lenny. Si se lee la biografía del coreógrafo sorprenderá que cada acontecimiento ahí relatado tiene su expresión directa en la pantalla, e incluso llegó al extremo de pedir a una de sus novias-bailarinas, Ann Reinking, que se actuara a sí misma. La canción y el número de apertura de Chicago sería “All That Jazz”, que a Fosse incomodó e intentaba adecuar a su forma de entender el musical cuando le sobrevino un infarto. Así, el espectáculo siguió en el hospital y en la sala de operaciones; y en el filme el momento de la muerte (que Fosse libró entonces pero aplica a Joe Gideon, su alter ego) se transforma en el número final, una delirante fiesta mortuoria que termina cuando la bolsa plástica del difunto es sellada.
En el trance, Fosse le comentó a alguien que “morir iba a ser el primer acontecimiento honesto de mi vida”; al recuperarse, pensó convertir esas jornadas tragicómicas en una película que puede ser calificada como brutalmente honesta. Y eso es El show debe seguir, una cinta en donde se dibuja al genio en sus desajustes emocionales (adicto al trabajo, las anfetaminas, el alcohol, el cigarro y las mujeres), sí, pero también en la increíble capacidad del coreógrafo para provocar, número a número, el asombro.
Con sus audacias, Fosse no sólo renovó el musical en Broadway; a partir de Cabaret convirtió el musical hollywoodense en algo que él llamó “drama con canciones”, confiriendo profundidad a un género que parecía atrapado en sí mismo.

Noviembre 2010

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