tag:blogger.com,1999:blog-66522472024-03-13T06:22:24.852-07:00RiverrunObra en proceso de Alejandro Toledo: ensayos, notas de lectura, crónicas, cuentos, entrevistas...Alejandro Toledohttp://www.blogger.com/profile/06147563274240311881noreply@blogger.comBlogger286125tag:blogger.com,1999:blog-6652247.post-64013523813594811312023-09-28T07:26:00.001-07:002023-09-28T07:26:44.302-07:00<div><div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEj3eN8KnWKccbhP0Z-h0vp5qgBiVtGDecc1ySnmeb5-4ALxQIIO2HR0vqOrwyNJ0fRxcjCSzpFlU8jQYpV0gpzN3628tNu1Z7NIgdEYEv9VL0erW9YzygkcCQ6Rzi8ADXfU6azCtvAKtpFmubk3G68kfcyRbv8wsTrDAcSpOHU9s3WeGnFBGSbs/s1400/La%20pluma%20y%20el%20achique%20(portada).png" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" data-original-height="1400" data-original-width="866" height="320" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEj3eN8KnWKccbhP0Z-h0vp5qgBiVtGDecc1ySnmeb5-4ALxQIIO2HR0vqOrwyNJ0fRxcjCSzpFlU8jQYpV0gpzN3628tNu1Z7NIgdEYEv9VL0erW9YzygkcCQ6Rzi8ADXfU6azCtvAKtpFmubk3G68kfcyRbv8wsTrDAcSpOHU9s3WeGnFBGSbs/s320/La%20pluma%20y%20el%20achique%20(portada).png" width="198" /></a></div><br /><b><br /></b></div><b>En torno a <i>La pluma y el achique</i> (UANL, 2023), de Alejandro Toledo</b><br />Roberto Gómez Junco<br /><br />En <i>La pluma y el achique</i>, Alejandro Toledo realiza un placentero recorrido a través de diversos pasajes de nuestro futbol y el del mundo entero.<br />Desde los lejanos orígenes del Clásico Nacional entre los dos equipos con mayor poder de convocatoria en México, hasta el cuestionable negocio alrededor de los Juegos Olímpicos y la Copa del Mundo, pasando por Nacho Trelles y Fernando Marcos como longevos eslabones entre el futbol de antaño y el moderno. O por la gesta necaxista ante el Santos, aderezada con aquella jugada en la que Pelé salió lesionado al estrellarse no se sabe si con Pedro Dellacha, o con Jorge Morelos o contra ambos.<br />Un enriquecedor periplo de la mano de algunas figuras de nuestro balompié de siempre, y de refulgentes estrellas del planeta futbolístico: Zinedine Zidane, Ferenc Puskás, Emilio Butragueño, Bobby Charlton, Edson Arantes do Nascimento, Ronaldo Luis Nazario de Lima.<br />Un apasionante viaje futbolero con las debidas escalas, para detenerse un momento en el primer gol anotado en el Estadio Azteca, o en "Las Dictaduras del Balompié”, en la pasión por las Chivas o en "la vida extrema de Miguel Herrera”.<br />Con la aportación de Perogrullo, al señalar que en México no hay gran tradición de literatura alrededor del deporte, y las pinceladas de Eduardo Galeano, uno de los magníficos exponentes de esa plausible relación entre las patadas y las letras, célebre escritor uruguayo que consideraba al gol como el orgasmo del futbol, y quien iba suplicando en los estadios "una linda jugadita, por amor de Dios”.<br />Porque más allá de lo que se juega en la cancha están las emociones que ese embelesador juego provoca fuera de ella, las conmovedoras enseñanzas de vida derivadas de este incomparable deporte-espectáculo-negocio.<br />Vale la pena asomarse a ellas bajo la lupa de esta tersa pluma, capaz de tan minucioso achique.<br /><div><br /></div><div><b>Septiembre 2023</b></div>Alejandro Toledohttp://www.blogger.com/profile/06147563274240311881noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-6652247.post-4051282680327899422023-06-12T07:18:00.001-07:002023-06-12T07:18:43.951-07:00<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEgTDlYSNgH8jys-R3rjq9raONGRnXc-askcgH7C8-y212GIWp0NUFJoFjjZfe0DbKqFRIlOkxic75sKaVliBRXGjTw75ckpWzJLpHOa30OookkljYtzpUEM8ZPaFLmMLl1SNUt04yDe0aOLUYHztnXFuryp4gFRg68rcyKZsEtEVKjN92yGHw/s1200/la-cosienza-di-zeno-italo-svevo-copertina-originale.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" data-original-height="1200" data-original-width="780" height="320" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEgTDlYSNgH8jys-R3rjq9raONGRnXc-askcgH7C8-y212GIWp0NUFJoFjjZfe0DbKqFRIlOkxic75sKaVliBRXGjTw75ckpWzJLpHOa30OookkljYtzpUEM8ZPaFLmMLl1SNUt04yDe0aOLUYHztnXFuryp4gFRg68rcyKZsEtEVKjN92yGHw/s320/la-cosienza-di-zeno-italo-svevo-copertina-originale.jpg" width="208" /></a></div><br /><div><br /></div><b>Cien años de <i>La conciencia de Zeno</i></b><br /><br />Una suerte de colofón de los significativos centenarios que se cumplieron en 2022, sobre todo el del <i>Ulises</i> (1922) de James Joyce, tiene como tema una novela italiana que se publicó, en edición pagada por el autor, al año siguiente; es decir, en 1923. Se trata de <i>La conciencia de Zeno</i> (<i>La coscienza di Zeno</i>), del triestino Italo Svevo (1861-1928). Son muchos los vasos comunicantes entre Joyce y Svevo, y ocurren a diferentes niveles.<br />El primero, anecdótico, viene del encuentro de estos escritores: Joyce vivía entonces en Trieste, había sido maestro de inglés en la escuela Berlitz y para conseguir ingresos de modo independiente puso un anuncio en el diario ofreciendo sus servicios. Alguien que lo contactó fue un comerciante de nombre Ettore Schmitz (o Aron Hector Schmitz), que tenía tratos con Inglaterra por la venta de pintura exterior para barcos, el negocio de la familia de su esposa, y precisaba mejorar su inglés. Así es como llega Joyce a la Villa Veneziani.<br />En sus conversaciones estos dos hombres se confiesan que escriben. Uno estaba intentando publicar un volumen con sus primeros cuentos, bajo el título de <i>Dublineses</i>, y tenía problemas con los editores, que entonces por ley ejercían en Inglaterra la censura (al ser responsables directos de lo que imprimían), y se esforzaba por concluir su primer ejercicio novelístico, que tituló <i>Retrato del artista adolescente</i>; y el otro había publicado tiempo atrás dos novelas, <i>Una vida</i> (1892) y <i>Senilidad</i> (1898), bajo el seudónimo de Italo Svevo, que consiguieron de forma unánime el silencio crítico, por lo que decidió retirarse de ese oficio. Así es como nace su amistad.<br />Presente en ello está Livia Veneziani, la esposa de Svevo, cuyo nombre resuena en <i>Finnegans Wake</i> (1939) por el personaje de Anna Livia Plurabelle. Ella misma escribirá un tomo memorioso, <i>Vita di mio marito</i> (dall’Oglio, 1976), en el que confirma lo aquí referido.<br />Y se cree, además, que Svevo será uno de los modelos del personaje de Leopold Bloom, del <i>Ulises</i>, también dedicado a cuestiones comerciales, quizá por su modo ligero de ver la vida… El mismo Svevo describió a Bloom como un personaje sonriente; y de Zeno Cosini dijo Eugenio Montale que “es un hombre que sabe sonreír respecto a sí mismo y a los demás”. Lo que nos lleva a una de las peculiaridades de <i>La conciencia de Zeno</i>, que es el humor.<br />Hay territorios compartidos. Y se crea un curioso espejeo entre uno y otro. Como dice Giancarlo Mazzacurati (en el prólogo a su compilación de los escritos de Svevo sobre Joyce): “porque Svevo le debe mucho a Joyce; y hoy se comienza a sospechar que, si bien merced a un metabolismo distinto, acaso Joyce le deba algo a Svevo” (NeXos, Barcelona, 1990, p. 6).<br />Cierro este primer círculo: Joyce, al fin, conseguirá editar <i>Dublineses</i> y <i>Retrato del artista adolescente</i> (en gran parte por los oficios de Ezra Pound), para enfrascarse en el <i>Ulises</i>; y Svevo volverá a la escritura, alentado por Joyce, y dedicará entonces parte de su tiempo a su tercera novela: <i>La conciencia de Zeno</i>.<br /><br /><b>Manzano por un penique</b><br /><br />Voy a mi colección sveviana y encuentro que la traducción casi única del libro al español (porque me cuentan de una de Guillermo Fernández en la Universidad Veracruzana, que desconozco) se debe a Carlos Manzano: la tengo en Bruguera (1982), en Lumen (2001, revisada), Cátedra (2002) y en Debolsillo (2009)… La de Bruguera trae un prólogo extenso de Eugenio Montale y se está desencuadernando por el uso (como solía ocurrir con los libros de esa editorial); la de Lumen, de pasta dura, con buen papel y una tipografía amable… tiene un problema singular: está mutilada. Supongo que el editor ordenó que se quitara todo aparato crítico, por lo que no hay prólogo, pero además se eliminó el prefacio (de una página), que es realmente el comienzo del libro. En éste, un doctor S., dice ser aquel del que se habla en la novela, “a veces con palabras poco lisonjeras”. Refiere haber alentado a su paciente a escribir su autobiografía, confiando en que con esa evocación se refrescaran sus recuerdos del pasado; más el paciente se sustrae a la cura. Es decir, abandona el tratamiento, escapa. Y en reacción a dicha fuga el doctor S. publica esas memorias para vengarse; dice incluso: “espero que le disguste”: Y: "Sepa, sin embargo, que estoy dispuesto a repartir con él los elevados ingresos que obtendré con esta publicación, con tal de que reanude la cura. ¡Parecía sentir tanta curiosidad por sí mismo! ¡Si supiera cuántas sorpresas le reservaría el comentario sobre las numerosas verdades y mentiras que ha acumulado aquí!" (pgs. 77-78, Cátedra; las citas siguientes provienen de la misma edición)<br />El breve prefacio, pues, omitido en la edición de Lumen, produce un efecto importante: da un contexto turbio a lo que leeremos enseguida, pues se trata, por un lado, de líneas escritas bajo un proceso médico psicoanalítico, y que tendrían que permanecer archivadas como parte de ese tratamiento, ya que en ellas el paciente se expresa con entera libertad para tratar de mostrarse a sí mismo, y al médico encargado, sus procesos internos; y es, por otro, un acto de venganza del doctor S., quien las hace públicas a sabiendas de que pondrá en graves predicamentos a su paciente y creará una serie de reacciones, seguramente negativas, en su entorno familiar y social. Esto sitúa al lector, además, en esa posición algo incómoda de quien se asoma a unos papeles que acaso no debe estar leyendo. Cada que Zeno Cosini, el paciente, revela algo comprometedor, uno imagina a los implicados enterándose, sorprendidos, de tal suceso, que quizá ellos recuerdan de otra manera.<br />Ese acto vengativo del doctor S. también es una primera escena cómica en la novela, al retratar a un formal terapeuta envuelto en furia ante el abandono de su paciente y ejecutando su revancha. Ana Dolfi, anotadora de la edición de Cátedra, lee con poco humor el prefacio, y apunta: "El intento de resistirse y de oponerse a la cura ocultando los viejos traumas o las pulsiones más secretas del inconsciente (que al ser removidas provocan la neurosis, la histeria, la enfermedad mental) se concreta en la hostilidad hacia el médico. Por otra parte, en los casos freudianos la inicial hostilidad se transforma normalmente en un sentimiento bastante más complejo: de hecho, la autoridad “paterna” atribuida al médico facilita el desarrollo de un transfert emotivo que es esencial para el éxito de la terapia. Es, por lo tanto, muy significativo que en el caso de Svevo el médico confiese que su relación con el paciente esté todavía en el primer estadio de la hostilidad, lo que viene a sugerir indirectamente el absoluto fracaso de la terapia". (p. 77)<br />No sé si le compete a una anotadora literaria efectuar ese “psicoanálisis” del prefacio (o si está pensando en un proceso similar vivido por ella), pues lo significativo, me parece, es cómo Svevo pone en entredicho la formalidad de la relación entre médico y paciente al retratar al doctor S. como un ser capaz de tremendas bajezas con tal de recuperar a aquel que huyó. Es, entre otras cosas, una burla al psicoanálisis, una puesta en duda de sus formalidades. Y el prefacio tiene para mí, entre otras funciones, la de activar ese humor incómodo (de quien se asoma a una intimidad sin tener derecho a hacerlo) que será uno de los elementos claves de la novela.<br /><br /><b>U.S.<br /></b><br />Los lectores de Lumen se salvan de esa incomodidad, pues entran en directo a la autobiografía de Zeno Cosini, quien comparte con su creador algunos males. Uno muy específico es la adicción al tabaco.<br />En <i>Vita di mio maritto</i>, Livia Veneziani reseña esa relación conflictiva entre Svevo y los cigarros, que implica desde muy joven compromisos siempre serios de evitarlos, y el fracaso de esas promesas. De ahí que en sus agendas Zeno siempre escriba, como una fecha significativa: “U. S.”, que no es “United States”, sino “ultima sigaretta”. Cree que el cigarrillo tiene su gusto más intenso cuando es el último: "Mis días acabaron llenos de cigarrillos y de propósitos de no volver a fumar y —me apresuro a reconocerlo todo— de vez en cuando siguen siendo los mismos. La ronda de los últimos cigarrillos, formada a los veinte años, sigue en movimiento. El propósito es menos enérgico y mi debilidad encuentra mayor indulgencia en mi viejo ánimo. En la vejez se sonríe uno al pensar en la vida y en todo lo que encierra. Es más: puedo decir que, desde hace un tiempo, fumo muchos cigarrillos… que no son los últimos". (p. 86).<br />Es un mal compartido por el personaje y el novelista, con un triste final: cuando Svevo está en el hospital, ya desahuciado, luego de un accidente automovilístico (que no fue aparatoso ni implicaba para los afectados, en un principio, mayores complicaciones), pide un cigarrillo y se lo niegan; y él dice:<br />—¡Y ese en verdad hubiera sido el último cigarrillo!<br />Zeno Cosini no sólo escapa del psicoanálisis. Se hace encerrar en una clínica, en la que prometen quitarle la adicción al tabaco, y logra vencer las fronteras que le imponen (sobre todo la de una enfermera de nombre Giovanna a la que se le ha ofrecido una paga extra por mantener al paciente enclaustrado, pero que sucumbe al coñac) para huir a medianoche.<br />El del último cigarrillo no es el único propósito incumplido, sino la síntesis de un ser con múltiples contradicciones. Ya mostramos una: hacerse encerrar para terminar ejecutando su escape. Puede conversar con alguien que padece alguna enfermedad que lo hace cojear, y termina él cojeando permanentemente sin tener dolencia alguna. Es un hijo dedicado, que acompaña al padre en el proceso final; mas el último gesto del padre será soltarle una bofetada. Es un hombre maduro que depende de un tutor, pues su padre desconfiaba de sus criterios como hombre de negocios y en su testamento fija esa cláusula. O escoge Zeno entre varias hermanas casaderas a una de ellas, a la que cree amar y de la que admira su belleza, como compañera de vida, y no será esa con la que termine casado.<br />Las cosas no concluyen como él las planea, pero tampoco le va muy mal: la vida ajusta sus designios y es hasta cierto punto benévola con él.<br />En torno a todos estos sucesos la novela propone mecanismos en los que aquello que es directo se tuerce, y lo divertido (para el que lee) es ver cómo ocurre. Todo esto al parecer tiene relación con un carácter particular, que es propio de los seres que habitan Trieste, un lugar situado en lo que fueron los límites del imperio austrohúngaro, en donde se habla alemán e italiano, pero con un idioma local, íntimo, como lo es el dialecto triestino. De esos encuentros o desencuentros surge, incluso, el nombre de pluma del autor, que es italo, pero también svevo o suabo, de Suabia, al suroeste de Alemania.<br />Varias veces el personaje duda en acudir al dialecto triestino para expresar mejor sus sentimientos. Una es cuando piensa arreglar con Giovanni Malfenti el equívoco que surge en torno a su interés por casarse con alguna de sus hijas, y dice: “Me preocupaba la cuestión de si en semejante ocasión debía hablar en italiano o en dialecto” (p. 167), pues Svevo creía que cuando hablaban en italiano los triestinos mentían.<br />Esto también permea a toda la novela, que fue escrita en un italiano mentiroso, digamos, y no en ese “dialectucho”, como también le llama Zeno.<br /><br /><b>La paradoja omnipresente</b><br /><br />“Los personajes de Svevo transitan en los tiempos de la prosperidad, de la paz y del desastre de la experiencia de la guerra”, escribió Ludwik Margules. “Zeno, el héroe de La coscienza di Zeno, parece metido en un enredo sin fin; es la víctima de la paradoja omnipresente que rige su vida. El héroe de La coscienza di Zeno parece empeñado en una batalla cuya finalidad es la elaboración del material de la paradoja para fundamentar el absurdo que gobierna su vida.”<br />Esto lo señala Margules en unas palabras introductorias a la adaptación dramatúrgica de la novela realizada por Tullio Kezich, publicada por Ediciones El Milagro (en 1993) según la traducción de Hugo Gutiérrez Vega y Lucinda Ruiz Posada. Dicha adaptación dio origen, además, a un teleteatro difundido por la televisión italiana que puede verse en el canal de Youtube. En éste aparece el elenco original de la pieza, que fue estrenada el 12 de octubre de 1964 en el teatro Le Fenice de Venecia.<br />En la adaptación, la terapia es el hilo conductor de la historia. Zeno y el doctor S. revisan los pasajes importantes en la vida del paciente; y será al fin el médico quien abandone el proceso, al huir en 1916 a Suiza a causa de la guerra.<br /><br /><b>El milagro de Lázaro</b><br /><br />La novela fue publicada en una fecha imprecisa de 1923 por la editorial Cappelli en Boloña con cargo al autor. No tuvo un éxito inmediato, y pareció compartir el destino que habían tenido los libros anteriores de Svevo. Sólo hubo en este caso, en los primeros meses, un par de notas elogiosas.<br />En un número monográfico de <i>Cahiers por un temps</i> (Centro George Pompidou, marzo de 1987) dedicado a Italo Svevo y Trieste (con colaboraciones de Eugenio Montale, Nino Frank, Claudio Magris y Mario Fusco, entre otros), cuenta esto Leticia Schmitz, hija del escritor, al ser entrevistada por Jean Clausell: “Cuando mi padre publicó <i>La conciencia de Zeno</i> encontró la misma indiferencia de los críticos, sin contar los artículos elogiosos de Benco y Pasini. Envió un volumen a Joyce a París, quien entusiasmó a Cremieux y Larbaud. Gracias a ellos la obra se tradujo y apareció en 1926 en Francia, lo que lanzó definitivamente a mi padre. Así, en el prefacio de la segunda edición, papá pudo escribir que Joyce había realizado en él el milagro de Lázaro, resucitándolo de su tumba” (p. 181).<br />En París pudo departir Svevo con Joyce, Benjamin Crémieux, Valery Larbaud y Paul-Henri Michel, el traductor de Zeno. “Esta atmósfera amigable lo reconfortó”, dice Letizia. Y el reconocimiento en Francia impulsó otras traducciones, lo que lo llevó a ser atendido en Trieste y en Italia. Aunque de esto aclara Eugenio Montale (en el Circuito de la Cultura y de las Artes en Trieste, en ocasión del centenario del nacimiento de Svevo, discurso que funge como prólogo a la edición de Bruguera): “Sobre Svevo yo he escrito en muchas ocasiones, estando él vivo y después de su muerte, y alguien ha tenido la indulgencia de recordar que el primer examen de conjunto de la obra sveviana aparecido en una revista de difusión nacional lleva mi firma y se publicó en noviembre de 1925, un poco antes que el breve ensayo de B. Crémieux, que en 1926 provocó en París el llamado ‘Caso Svevo´” (p. 5).<br />Y es cierto: en el número de <i>Cahiers por un temps</i> se recuperan sus escritos de noviembre-diciembre de 1925 (de <i>L’Esame</i>) y enero de 1926 (<i>Il Quindicinale</i>).<br />Fueron, entonces, varias las voluntades que hicieron que Lázaro resucitara. Algo similar se había operado en 1922 cuando <i>Ulises</i> apareció en París, y Joyce aseguró que la técnica del monólogo interior la había tomado de un autor francés, Édouard Dujardin, y en específico de su novela <i>Han cortado los laureles</i> (<i>Les lauriers sont coupés</i>, 1887), lo que revivió literaria y socialmente a Dujardin, entonces profesor de historia de las religiones en la Sorbona.<br />Una resurrección fallida, por cierto, es el tema del cuento de Svevo “Una burla lograda”, en el que unos amigos engañan a un compañero suyo, escritor casi sexagenario, con la noticia de que un editor alemán lo busca para proponerle el relanzamiento europeo de un viejo libro suyo. Hay incluso una reunión, en la que un tipo grotesco se hace pasar por el editor y le ofrece algo que parece ser un contrato; y los sueños literarios del protagonista, Mario Samigli, se despiertan. Cree que ha llegado su momento: "Toda la historia de la literatura estaba atestada de hombres célebres y no desde el nacimiento precisamente. En determinado momento se había fijado en ellos un crítico en verdad importante (barba blanca, frente alta, ojos penetrantes) o un hombre de negocios sagaz […] y enseguida alcanzaban la fama. En efecto, para que ésta llegue, no basta con que el escritor la merezca. Es necesario el concurso de una o más voluntades ajenas que influyan en la masa inerte de los que después leen las obras elegidas por los primeros, cosa un poco ridícula, pero que no tiene vuelta de hoja". (<i>Todos los cuentos</i>, Gadir, 2006, p. 174)<div>No le ocurre a Samigli, como víctima de una broma bastante pesada, y sí a Svevo, quien disfrutó por unos (pocos) años, gracias a Joyce y a otros, de la fama pública.<br /><br /><i>“Parezco un mexicano”</i><br /><br />El humor sveviano es resultado de sofisticadas coreografías que se crean entre los implicados en una escena. En el capítulo del tabaco, está el modo como Zeno logra desarmar el fuerte cerco impuesto por la enfermera Giovanna, los diálogos entre ellos (ejecutados muy probablemente en dialecto triestino), la petición de cigarrillos y la aparición de la botella de coñac, que agotan entre ambos, pero más ella, hasta producirle sueño… Y la puerta se abre.<br />En el capítulo sobre la muerte del padre la coreografía se complica al intervenir otros participantes, pues a Zeno y a su padre enfermo se agregan María, la camarera, y Carlo, el enfermero. Afuera, el viento y la tormenta, marcan su presencia al interior de la casa. Todo esto se conjunta hasta llegar a “la terrible escena” que Zeno no olvidará nunca.<br />Un momento muy curioso (que de la novela salta al teatro) es cuando el padre se recupera momentáneamente, gracias a las sanguijuelas, y se mira en el espejo.<br />—¡Parezco un mexicano! —dice.<br />Me pregunto, y no encuentro la respuesta: ¿qué significará para el señor Cosini parecer un mexicano?<br />En el capítulo siguiente, el del matrimonio, serán más los participantes, y por ello mismo el juego se complica, pues están Giovanni Malfenti y su esposa, las cuatro hijas casaderas (en realidad tres, pues una es aún menor de edad) y un visitante inesperado, de nombre Guido Speier. Tiene Svevo la habilidad de dar a cada parte acciones significativas, y con la suma de ellas se construye un momento complejo.<br />De situaciones de uno a uno (Zeno y el doctor S., Zeno y la enfermera Giovanna), crece el elenco hasta a cuatro personas (Zeno, su padre, la camarera y el enfermero) y se llega a una escena familiar en la que está por resolverse un asunto crucial en la vida del protagonista, cuando decide hacer por fin la propuesta matrimonial. Hay en todo esto, por el modo como el juego se complica, una suerte de crescendo, en el que se agregan personajes (como la amante y su madre o la secretaria de Guido, entre otros). La novela se va abriendo al mundo y sus complejidades, y su punto de arribo es el caos de la guerra.<br />La conciencia de Zeno, expuso en 1961 Eugenio Montale, “es una gran comedia psicológica y de costumbres, una representación que no tiene un comienzo auténtico y no acaba propiamente”…<br />Es una novela de recorridos dobles que se entrecruzan: por el interior del personaje y el alegre drama triestino.<br />Hay que volver a ella, y al mismo Svevo, una y otra vez.<div><br /></div><div><b>Junio 2023</b></div></div>Alejandro Toledohttp://www.blogger.com/profile/06147563274240311881noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-6652247.post-6538642704879604062023-06-12T06:59:00.001-07:002023-06-12T07:19:53.145-07:00<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEgk0THwVbrvaq-jA_f200h_Nu49OL2nZPQ-_uh_9MDgSwgrUk57og3OQgla1iiS-Rcp_FczYBVyqwb3k10jC8PJG4DqHIWnw3ez_INEEmTl0-6IQBLjyThbCNl5AlDhjGS-3O5cK8PAQrc0ZFHis51E4VuPYbcbHawd1jqebAC9zFgkKwZvdA/s2000/If-These-Walls-Could-Sing-Planeta-Urbano-2022-3.jpg" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" data-original-height="1270" data-original-width="2000" height="203" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEgk0THwVbrvaq-jA_f200h_Nu49OL2nZPQ-_uh_9MDgSwgrUk57og3OQgla1iiS-Rcp_FczYBVyqwb3k10jC8PJG4DqHIWnw3ez_INEEmTl0-6IQBLjyThbCNl5AlDhjGS-3O5cK8PAQrc0ZFHis51E4VuPYbcbHawd1jqebAC9zFgkKwZvdA/s320/If-These-Walls-Could-Sing-Planeta-Urbano-2022-3.jpg" width="320" /></a></div><br /><div><br /></div><b>Décadas de vida musical en la abadía</b><br /><br />“Ir a Abbey Road era como ir a la iglesia”, dice el músico Liam Gallagher, de Oasis, en el documental de Mary McCartney titulado <i>Si estas paredes cantaran</i> (<i>If these walls could sing</i>, 2022). Y es algo en lo que insisten muchos de los entrevistados por la hija del exbeatle, al contar la historia de esos estudios que se sitúan en el número 3 de Abbey Road, en Londres. Desde que los Beatles titularon <i>Abbey Road</i> su último álbum, el lugar pasó a llamarse oficialmente de ese modo: Abbey Road Studios, pues el letrero anterior, arriba de la puerta, daba la seña de la empresa EMI (Electrical and Musical Industries), aunque la gente que trabajaba ahí usualmente se refería a él por la calle en que estaba situado.<br />—¿A dónde vas?<br />—A Abbey Road.<br />—¿Dónde estuviste?<br />—En Abbey Road.<br />Abadía, iglesia o templo, en ese edificio se han grabado grandes discos de música clásica, rock y pop o bandas sonoras de películas. El paso peatonal, que aparece en la portada del álbum beatle, es motivo de rituales; y en el documental se ve a Paul McCartney imitar sus pasos y estar, incluso, a punto de ser arrollado por un automóvil. En las partes de cemento de las rejas los fanáticos, en actitud religiosa, escriben frases que honran a sus músicos.<br />Mary McCartney, nacida en 1969, llegó ahí de bebé, y sus recuerdos son vagos. Hay fotos en las que está en un tapete, con menos de un año, jugando. El impulso para realizar este documental viene de esa memoria temprana, aunque no se detiene ahí. Va hacia atrás y hacia adelante. El padre es parte central de la historia, mas el paisaje se exitiende a otras figuras. Hay momentos entrañables. Las paredes realmente hablan y cantan.<br />En el inicio está el hecho de la compra del edificio en una subasta por Gramophone, y cómo el jardín de atrás fue transformado en un enorme estudio para grabar música clásica con orquestas completas. El 12 de noviembre de 1931 Sir Edward Elgar dirigió ahí a la Sinfónica de Londres en la ejecución de su <i>Pompa y circunstancia</i>; se grabó todo directamente en un disco de cera (técnica entonces novedosa), que sirvió para hacer las copias comerciales.<br />De lo mucho que se narra hay una historia que sorprende: la de la violonchelista Jacqueline du Pré, que asistía a Abbey Road acompañada de Daniel Barenboim como director de orquesta. Hay filmaciones en que se muestra su modo particular, corporal, de realizar sus ejecuciones. Y se le ve y oye interpretar el <i>Concierto para violonchelo en mi menor</i> de Elgar… “Cuando la escuchas, sientes que entrega su alma en cada nota que toca”, dice de ella el joven violonchelista Sheku Kanneh-Mason, quien grabó décadas más tarde, en ese espacio, la misma partitura. La carrera de Du Pré tiene un final abrupto cuando se le diagnostica en 1971 esclerosis múltiple, algo que recuerda a Juan García Ponce, quien padeció lo mismo. Ella resuelve el trauma de modo positivo cuando comenta: “Naturalmente, eso provoca mucho miedo. Pero tuve suerte porque mi talento se desarrolló de forma temprana. Y cuando tuve síntomas de esclerosis múltiple tan serios como para impedirme tocar instrumentos, ya había hecho todo lo que habría querido hacer en el violonchelo”.<br />Según las hojas de grabación, el último día que asistió al estudio fue el 12 de diciembre de 1971, y sólo pudieron rescatarse dos tomas.<br />La música clásica alimentó el espíritu de Abbey Road, pero no sus finanzas. Por ello tuvieron que acudir al rock y el pop. El primer éxito, en 1958, fue “Move it”, con Cliff Richard and The Shadows. Luego, en busca de algo similar, se toparon con los Beatles, llevados por Brian Epstein, quienes el 11 de febrero de 1963 (sesenta años atrás) grabaron entero su primer álbum. Esto ocurrió en el Estudio Dos.<br />La dupla de Brian Epstein como mánager y George Martin como productor llegó a tener, en 1964, 36 semanas con éxitos número uno en el Reino Unido, con Cilla Black, Gerry and The Pacemaker y los mismos Beatles, entre otros. En 1967, mientras los Beatles grababan el <i>Sgt. Pepper</i>, un grupo nuevo, Pink Floyd, con Syd Barrett como líder, diseñaba su primer disco en el estudio vecino. Ahí mismo se creó en 1973, ya sin Barrett, <i>The Dark Side of the Moon</i>.<br />Mucho es lo que las paredes cantan, como las 19 tomas de Cilla Black al tema de la película <i>Alfie</i> (1966), porque el compositor de la pieza, Burt Bacharach, buscaba “algo de magia” (que ya estaba, como le demostró George Martin, en la toma cuatro); la posibilidad de ver el órgano Lowrey que se escucha al inicio de “Lucy in the sky with diamonds”; el que en su juventud acudieran a Abbey Road como músicos de estudio Elton John y Jimmy Page; el desmayo de Shirley Bassey en el cierre de la canción “Goldfinger”, de la saga de James Bond, quien alargó la última nota para empatar la interpretación con el cierre de los créditos de la cinta; las necesarias renovaciones, ante la crisis económica, como sitio de grabación de bandas sonoras de cintas como <i>Indiana Jones</i> o <i>El regreso del jedi</i>… Hasta llegar a Oasis y el pop de los noventa, y otras figuras más o menos recientes, como Kate Bush o Celeste.<br />Los de Oasis, abrumados por la presencia Beatle, pasaron una noche en Abbey Road escuchando a todo volumen los discos del Cuarteto de Liverpool, lo que ocasionó que una de las bocinas se rompiera.<br />Es mucho lo que canta y cuenta este documental de Mary McCartney. Aproximación coral múltiple a un gran templo musical.<br /><div><br /></div><div><b>Junio 2023</b></div>Alejandro Toledohttp://www.blogger.com/profile/06147563274240311881noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-6652247.post-944546587199167842023-01-31T17:54:00.002-08:002023-01-31T17:55:17.721-08:00<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEhmY3x4UuS2PVUvZPcr0kfEsiKgJHq3NxNF68IjVCPxe3ydAc5t_wIaRJbVLTK8vlIzaNMScpA37FY34yNtOrSQePDf10CHNVoz8YOJnFIcWylxvj8dq0n6rz1tSA9OdInZlh8b6moLwcKg8LSms9UKWVksh51OKlhFrxrl3aRVF0np9ghrsg/s1200/pele-celebrando-el-titulo-de.jpg" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" data-original-height="747" data-original-width="1200" height="199" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEhmY3x4UuS2PVUvZPcr0kfEsiKgJHq3NxNF68IjVCPxe3ydAc5t_wIaRJbVLTK8vlIzaNMScpA37FY34yNtOrSQePDf10CHNVoz8YOJnFIcWylxvj8dq0n6rz1tSA9OdInZlh8b6moLwcKg8LSms9UKWVksh51OKlhFrxrl3aRVF0np9ghrsg/s320/pele-celebrando-el-titulo-de.jpg" width="320" /></a></div><br /><div><br /></div><b>Adiós al Mozart del futbol </b><br /><br />Hace medio siglo, en la resaca del México 70, anticipándose al palabrerío de estos días, el cronista Manuel Seyde hizo en <i>La fiesta del alarido</i> (1970) este obituario sintético del Rey Pelé: “Aquí fue el hombre; en Suecia era el niño prodigio a quien le dijeron: ‘Toma el violín; toca algo para los señores’. Y él empezó su carrera luminosa y, al finalizar el Mundial de 70, es el primer juglar del mundo y cuando muera, que todos tenemos que morir aunque no nos guste, se sabrá de su grandeza”.<br />El hecho ocurrió: Edson Arantes do Nascimento, conocido en las canchas como Pelé, murió el 29 de diciembre de 2022, poco después de Catar 2022, cuando se discutía en las redes sociales quién ha sido históricamente el mejor futbolista de todos los tiempos. Si en el pasado se hablaba de Puskas, Pedernera, DiStéfano, Sindelar o Cruyff como posibles rivales de Pelé, en el presente se piensa en los tres Ronaldos de Brasil y Portugal (Nazario, Ronaldinho y Cristiano) o en los argentinos Diego Maradona y Lionel Messi. Y aún hoy, como diría Seyde, “Pelé se asoma por encima de todos, saltando para tocar la pelota con la frente”.<br />Nació el 23 de octubre de 1940. A los nueve años siguió en la radio con su padre, también futbolista, João Ramos do Nascimento, al que llamaban Dondinho, aquel partido entre Brasil y Uruguay con el que concluyó el Mundial de 1950, y que era, como prometían los políticos, la segura consagración de los brasileños como potencia del orbe. Pero no: el estadio Maracaná, vestido para la gran fiesta, entró en pasmo ante el 2-1 con el que los uruguayos vencieron todos los sueños. Maracanazo, le llaman. Como muchos, Dondinho lloró; y al verlo así el hijo le prometió llevarle a casa, alguna vez, ese trofeo… Lo que ocurrió muy pronto, ocho años más tarde, cuando el joven Pelé, de 17 años, se presentó en Suecia 58.<br />Mucho de la vida de Pelé se ha contado en estos días. Las fuentes para saber su historia son varias. Hay un documental muy amplio, accesible en <i>streaming</i>, <i>Pelé</i> (David Tryhorn y Ben Nicholas, 2021), en el que, alternando con el material fílmico histórico, se le ve ya con problemas para caminar (con los apoyos de andaderas o sillas de ruedas), conmovido por momentos en el recuerdo de los juegos definitivos, en reuniones con excompañeros tanto del Santos como de la selección, o tamborileando con los dedos un viejo cajón de madera para bolear zapatos, oficio que ejerció en su niñez. Y están los libros, como el de Seyde, que en su parte final reseña el Mundial de 1970; o películas como <i>Futbol México 70</i> (Alberto Isaac, 1970), que cuenta aquella fiesta futbolera que consagró a Pelé y a su selección.<br />Y queda además la memoria de quienes asistieron, o asistimos, a aquellos encuentros deportivos y vieron, vimos, al maestro ejecutar su magia. Cuando miro la foto en la que llevan en hombros a Pelé en la cancha del Azteca, aquel 21 de junio de 1970 (portada de muchos diarios el 30 de diciembre de 2022), suelo pensar que ahí estuvimos mi hermano Carlos y yo, a los 11 y siete años de edad, perdidos entre la multitud, en la parte más alta del estadio, esa que llaman El Palomar, en la cabecera sur, donde casi se podía tocar el techo.<br />—Mira —señalo la tribuna—, ahí estamos —como si fuera posible vernos.<br />E incluso puede uno remitirse a quienes alguna vez lo enfrentaron. En mis tiempos de cronista deportivo fui invitado a presenciar, en un restaurante de Coyoacán, una reunión anual de futbolistas que vencieron al Santos de Pelé. El anfitrión fue Reinaldo Giacomini, y asistieron Héctor Ortiz, El Chato; Dante Juárez, El Morocho; José Antonio Roca; Jorge Morelos, Vitola; José Moncebáez; Melesio Osnaya, El Pirrín, Carlos Guevara y José Luis Lamadrid… Recordaron que 35 años atrás (el 2 de febrero de 1961) un Necaxa reforzado por jugadores del Toluca y el Atlante se enfrentó al Santos de Brasil en el estadio de Ciudad Universitaria, con un resultado que sorprendió a todos: los locales 4, visitantes 3.<br />Jorge Morelos vigiló la portería, y de Pelé me contó esto: “Yo me decía: han de exagerar los que hablan de él, se me hace que están exagerando. Al empezar el partido descubrí que era más de lo que me habían dicho: tenía muchas habilidades, era el jugador completo, corría, tocaba con el talón, se desmarcaba…”<br />Sin embargo, en un choque aéreo, en el que participaron Morelos, Pedro Dellacha y Pelé, este último se luxó un hombro y abandonó el campo.<br />Las lesiones perseguirán a Pelé en el Mundial de Chile 62, pues los golpes continuos eran para sus rivales la única forma de detenerlo, aunque esa vez su país ganó el torneo; y un poco lo mismo, y el surgimiento entonces de un juego defensivo y de gran fortaleza física (con el agregado de estrategias concebidas directamente para anularlo y una actuación equívoca de los árbitros), transformarán en fracaso su participación en Inglaterra 66.<br />Por ello dudó en seguir en la selección; sentía que, fuera de su debut, los Mundiales no eran para él… Hubo, no obstante, toda una campaña de Estado para que figurara en México 70; incluso se impuso Pelé a sus rivalidades con el entrenador João Saldanha (quien lo declaró miope), sustituido éste por Mario Zagallo a meses de que iniciara la justa. De ese Mundial sobresalen dos instantes:<br />Uno, aquel gran gol que no fue, ante Checoslovaquia, al minuto 41, cuando intentó vencer al arquero desde la media cancha y Viktor (sigo a Seyde) corrió hacia atrás aterrado, como esos jardineros que tratan de fildear una pelota, mas ésta picó cerca del poste izquierdo y se fue. El mejor gol, dice Seyde, “es el que no se hace”.<br />Y el otro, que también exalta Seyde, es cuando se eleva Pelé, en la final contra Italia, a pase de Rivelino, superando a Burgnich, para dirigir el esférico con la frente hacia donde Albertossi no podía llegar. Fue el 1-0.<br />—Saltamos juntos —contó luego Burgnich—, pero cuando volví a tierra vi que Pelé se mantenía suspendido en la altura.<br />El Rey ha muerto. ¡Viva Pelé!<div><b><br /></b></div><div><b>Enero 2023</b></div>Alejandro Toledohttp://www.blogger.com/profile/06147563274240311881noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-6652247.post-9106774244859792092022-12-20T20:47:00.001-08:002022-12-20T20:47:33.198-08:00<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEjIVu2tsQe2GBVRbGZ5StkN1Pv4xf5vXsLeYzilVCWqJEfxmCDk1j_X4ks4U-qn9B7YVxyx72rP7Ebiu2VznN0VFvfksuU2Wq3fELBxdf6W8PGYIDvfLxg-msBOKlnV-BnePUHNlcQg-CJwbVESLuAEerADFo7hDgxPAWcIASGcxWqZTOVw7w/s1250/marcel-proust-cordon.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" data-original-height="801" data-original-width="1250" height="205" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEjIVu2tsQe2GBVRbGZ5StkN1Pv4xf5vXsLeYzilVCWqJEfxmCDk1j_X4ks4U-qn9B7YVxyx72rP7Ebiu2VznN0VFvfksuU2Wq3fELBxdf6W8PGYIDvfLxg-msBOKlnV-BnePUHNlcQg-CJwbVESLuAEerADFo7hDgxPAWcIASGcxWqZTOVw7w/s320/marcel-proust-cordon.jpg" width="320" /></a></div><br /><div><br /></div><b>Cien años sin Marcel Proust<br /></b><br />“Lo que lo consumía, en su obra, era el tiempo”, dice Céleste Albaret de su patrón y amigo Marcel Proust (1871-1922). “Perseguía el tiempo en sus libros, y sin embargo se sentía atrapado por él en la vida.”<br />Fue ella, su asistenta personal, quien acompañó al escritor en sus últimos ocho años, los más importantes en la escritura de En busca del tiempo perdido. No sólo lo atendía en todas sus necesidades. A Céleste le dictaba; y también era ella la encargada de preparar el engrudo y pegar en los cuadernos las hojas manuscritas con las que se añadían pasajes a los libros en proceso. Sin su apoyo, poco se hubiera avanzado. Y es la “querida Céleste”, junto con Robert Proust, el hermano, quien lo ve morir el sábado 18 de noviembre de 1922 hacia las 16:30.<br />Esa tarde el “pequeño Marcel”, el “gentil Marcel”, como le decían los cercanos, se quedó mirándolos desde su cama. “No nos quitaba los ojos de encima. Era atroz”, recuerda Céleste.<br />“Permanecimos así unos cinco minutos. Después, de repente, el profesor se acercó, se inclinó dulcemente sobre su hermano y le cerró los párpados, mientras sus ojos seguían girados hacia nosotros.”<br />—¿Está muerto? —preguntó ella.<br />—Sí, Céleste. Se acabó.<br />El de Céleste Albaret es un testimonio de primera mano sobre esa etapa última. A éste se remiten los mismos biógrafos de Proust. Luego del deceso, ella guardó silencio. Proust le había anticipado que muchos la buscarían, y que era preferible la discreción. A los ochenta y dos años, luego de escuchar historias fantásticas sobre la vida y la muerte de su patrón, aceptó que fueran grabadas sus conversaciones con Georges Belmont, como una forma de recuperar su propio tiempo perdido, lo que dio origen al libro <i>Monsieur Proust</i>, publicado originalmente en 1973; sigo aquí, en sus capítulos finales, la edición de Capitán Swing (Madrid, 2013), y de ahí provienen los diálogos que cito. Fueron, dice Belmont, cinco meses de entrevistas, setenta horas grabadas. Hay incluso una adaptación (alemana) a la pantalla: <i>Céleste</i>, Percy Adlon, 1980.<br />En este centenario, Céleste Albaret es la fuente directa para intentar comprender la muerte temprana, a los 51 años, de uno de los mayores narradores del siglo XX.<br /><br /><b>El año 22<br /></b><br />Aun ahora, el año 22 del siglo XX es un potente motor literario. Hemos seguido a lo largo de este 2022 los centenarios de obras de ruptura como <i>Ulises</i> de James Joyce, <i>Tierra baldía</i> de T. S. Eliot, <i>Trilce</i> de César Vallejo o <i>El soldado desconocido</i> de Salomón de la Selva… La vigencia de estas propuestas literarias hace, por contraste, que lo actual palidezca. ¿Qué se ha publicado este 2022 a la altura de esos cuatro títulos?<br />El cierre de ese <i>annus mirabilis</i>, por desgracia, tiene tintes trágicos, pues camina hacia la muerte. Aunque no empieza mal: en 1922 Proust, en casa, recibió ejemplares de <i>Sodoma y Gomorra II</i>, se entretuvo en algunos añadidos (a <i>La fugitiva</i>, por ejemplo, que aparecería en Gallimard en 1927 como <i>Albertine desaparecida</i>), revisó las pruebas de imprenta de <i>La prisionera</i> (1923) y puso el punto final de la saga —en los cuadernos de lo que se llamaría <i>El tiempo recobrado</i>, a publicarse en 1927—. Estos menesteres los realizó a pesar de su estado físico, con el deterioro irremisible de su salud, en los descansos de accesos severos de tos y asfixia, en una habitación que con el avance del otoño se fue tornando cada vez más fría.<br />Por cierto: en sus antimemorias, el narrador peruano Alfredo Bryce Echenique hace este apunte cómico: recuerda a su madre como gran lectora del francés, afición que motivó su primer viaje a Europa. Cuenta: “Nunca olvidaré, por ejemplo, la mañana de invierno aquella en un que un amigo nos llevó a la mismísima casa de Proust donde [mi madre] se lució narrando de paporreta capítulos enteros de En busca del tiempo perdido, mientras que los demás nos moríamos de frío en aquella casa muy húmeda y sin calefacción alguna” (<i>Permiso para retirarme, Antimemorias III</i>, Anagrama 2021, p. 78).<br />Esos dos factores, la humedad y la falta de calefacción (señalados por Bryce Echenique de un modo gracioso), fueron decisivos en 1922 para quebrantar a un hombre de por sí asmático.<br /><br /><b>Marcas temporales<br /></b><br />Proust luchaba contra el tiempo. Sabía que el libro final daría forma a todo el proyecto. Sin él, su construcción carecía de sentido.<br />El tiempo es un factor que acompaña al <i>Ulises</i> de Joyce y a la saga de Proust. En el irlandés, cada capítulo tiene sus marcas temporales, en el avance del día ese 16 de junio de 1904: hacia las 9, por ejemplo, llega a la Torre Martello la mujer que vende leche; como a esa hora, minutos después, Stephen Dedalus camina hacia la escuela para impartir su clase de historia; entre diez y once el artista ya no adolescente deambula por la playa; al término de su trayecto se cruza con el cortejo fúnebre de Paddy Digman, y en una de las carretas viajan, entre otros, su padre, Simon, y un amigo de éste, Leopold Bloom… El entierro será a mediodía. El <i>Ulises</i> tiene inserto un reloj o un cronómetro de alta precisión.<br />En la novela de Proust las marcas temporales no refieren las horas, como en Joyce, sino el cambio de épocas, como si se tratara de un almanaque o un calendario en el que se resaltan, por ejemplo, algunas novedades tecnológicas: la aparición de los automóviles, el primer avión que es observado flotando en el cielo, la llegada de la luz eléctrica a París, la instalación de los aparatos telefónicos… Igualmente, algunos sucesos de la vida francesa (como el desarrollo del caso Dreyfus, asunto que dividió a la sociedad) nos sitúan en contextos históricos determinados.<br />El relato ocurre entre finales del siglo XIX y comienzos del XX. Los personajes crecen y envejecen con el narrador, hasta una reunión final en la que sus cambios físicos son notorios. Marcel se da cuenta entonces que todo se ha ido fugazmente. Ha perdido el tiempo, literalmente, al ser una suerte de socialité, aficionado a la convivencia con duques y duquesas en los salones parisinos. ¿Cómo recuperar ese tiempo perdido? La escritura se presenta como una posibilidad. Una campanilla, una baldosa suelta en la avenida, las migajas de una magdalena mezcladas en te de tila funcionan como artilugios inesperados para escuchar, sentir o paladear lo remoto. Son accesos o llaves. El final es apenas el comienzo. ¿Lo inmediato? Reconstruir todo un pueblo, Combray, y andar y desandar dos caminos: el de Swann y el de Guermantes.<br />Esa construcción, que se le aparece completa en la mente al beber una taza de té de tila, le llevará, para concluirla, más de diez años. Poder terminarla era su angustia. ¿Le alcanzaría el tiempo?<br />Lo que emprendió Proust tenía antecedentes en la literatura francesa. Dos de sus modelos son las <i>Memorias de ultratumba</i>, de Francisco Renato de Chateubriand, y la <i>Comedia humana</i> de Honorato de Balzac. Y era, a la vez, diferente. Porque se trataba de una memoria ficticia, y no planeó escribir novelas sueltas que conformaran un todo, sino una novela total: era la re-creación imaginativa de un universo entero, centrado o concentrado en una sola mirada. <i>À la recherche</i>, dice Peter Quennell, “es una obra novelesca construida sobre principios poéticos” (<i>En torno a Marcel Proust</i>, Alianza Editorial, Madrid, 1974, p. 26).<br />Es mirada y oído, olor, gusto y tacto, pues se trata de usar los cinco sentidos con una enorme intensidad. El narrador piensa el mundo, sobre todo, desde la pintura, la música y la literatura; y de ahí nacen esos artistas ficticios —el pintor Elstir, el pianista Vinteuil y el literato Bergotte— que anima y admira. Son esas artes sus materiales básicos para construir una catedral o un gran castillo que se sostiene en el aire por su capacidad inventiva.<br /><br /><b>Mudanzas<br /></b><br />La muerte, dice Céleste, “comenzó para él con nuestra partida del boulevard Haussmann, que fue un verdadero desgarramiento moral”.<br />Como sabe quien lo ha leído, Proust tenía una relación especial con los espacios y los muebles, para él también habitantes de una casa. El departamento en el boulevard Haussmann se transformó en un sitio familiar y amigable, acondicionado a sus necesidades de escritura (como aquello de los corchos en las paredes para insonorizarlo)… pero un día, a finales de 1918, se enteró que tenía que desalojar. Su tía, dueña del edificio, lo vendió sin avisarle. Especula Céleste que de saber esas intenciones, el mismo Proust hubiera podido adquirirlo. No tuvo esa oportunidad.<br />La mudanza fue inesperada. Tuvo que deshacerse de muchos muebles queridos. Se instaló brevemente, en mayo de 1919, en la rue Laurent-Pichat, y luego encontró Céleste un piso en la rue Hamelin, a donde se mudaron en octubre. Mandó encorchar las paredes. Proust siempre lo consideró, no obstante, un sitio de transición. El gran problema era el tiro defectuoso de las pequeñas chimeneas, por lo que el humo se escapaba a las habitaciones. Proust ordenó que no se encendiera más el fuego.<br />Le dijo una vez a su asistenta:<br />—Ya verá, querida Céleste… Cuando haya escrito la palabra “fin” partiremos hacia el sur. Iremos a descansar; sí, nos tomaremos unas vacaciones. Los dos las necesitamos mucho, porque también usted está agotada.<br />Algo curioso que ocurrió en ese departamento fue el concierto íntimo, para un solo escucha, del Cuarteto Poulet, contratado por Proust, que interpretó para el anfitrión aquel Cuarteto de César Franck que suele asociarse con la música de Vinteuil.<br />Hacia 1922 ya casi no salía. Comía muy poco; su dieta consistía, sobre todo, en leche y café. Una tarde tocó el timbre y acudió Céleste a la recámara. Proust acababa de despertar.<br />—Sabe, ha ocurrido algo grandioso esta noche.<br />—¿Qué ha pasado?<br />—Adivine.<br />—Monsieur, no imagino qué puede ser, no logro adivinarlo. Debe tratarse de un milagro. Tiene que contármelo.<br />—Pues bien, mi querida Céleste, voy a decírselo. Es una gran noticia. Esta noche he escrito la palabra “fin”. Ahora puedo morir.<br />—Ya veo que se siente muy feliz, ¡y yo también estoy tan contenta de que haya llegado al final de lo que se proponía! Pero, conociéndolo como lo conozco, temo que no hayamos acabado de pegar papelitos ni de añadir correcciones.<br />—Eso, Céleste, es otra cosa. Lo importante es que, desde ahora, ya no estaré angustiado. Mi obra puede ser publicada. No me habré sacrificado en balde.<br />Luego vino el final: una gripa mal cuidada, una atmósfera hogareña gélida, las recomendaciones no atendidas de recibir inyecciones o llevarlo a un hospital, crisis asmáticas, accesos de tos, una dieta mínima… “Estoy segura de que esperaba seguir viviendo”, contó Céleste, “pero el resorte se había aflojado a partir del momento en que había escrito la palabra ‘fin’”.<br />Aún la noche del 17 al 18 de noviembre retomó con Céleste algunas correcciones y añadidos. A las tres y media de la mañana pararon.<br />—¿No se olvidará de pegar los papeles en su lugar, Céleste?<br />Horas después, Proust decía ver frente a sí a una mujer enorme vestida de negro. Caminaba ya su alma hacia un tiempo detenido.<br /><br /><b>Una triste mañana gris<br /></b><br />El funeral de Proust, dice George D. Painter, fue el martes 21 de noviembre al mediodía en la iglesia de Saint-Pierre-de-Chaillot. Céleste lo corrige en cuanto a la fecha: ocurrió el miércoles 22. Y ese es el dato que da también Patrick Roegiers en su novela <i>La nuit du monde</i> (2010). “Fue una triste mañana gris”, describe Roegiers. Parecía una escena sacada de El tiempo recobrado, libro aún inédito; cuenta Painter: “Proust estaba rodeado de cuantos habían sido sus amigos en vida, y parecía que una multitud de fantasmas se hubiera reunido para honrar a un hombre vivo” (<i>Marcel Proust</i>, 2, Alianza Editorial/Lumen, Madrid, 1967, p. 562).<br />Entre los presentes estaba James Joyce, aquel escritor irlandés con el que se había encontrado (y desencontrado, pues poco pudieron decirse, sin haberse leído entre ellos) en el hotel Ritz meses atrás, el 18 de mayo.<br />El cortejo tuvo como destino el cementerio del Père Lachaise, donde aún descansa Marcel Proust, junto con sus padres, bajo una lápida de mármol negro.<br />Uno se pregunta: ¿tiene Proust los lectores que merece? Serán contadas las personas que han cubierto el trayecto completo. Sus libros están siempre en las librerías, pues es un <i>longseller</i>: un autor que no deja de venderse… Hay aventureros que han llegado al final, y celebran haberlo hecho. Si cada libro tiene sus virtudes, y puede disfrutarse individualmente, la visión de conjunto es realmente espectacular. Es ahí donde uno entiende todo. Es como correr la Tour de France y alzar los brazos al cruzar por el Arco del Triunfo. Y no hay fatiga; al contrario, queda el impulso del volver a la primera frase (“Mucho tiempo he estado acostándome temprano”) y empezar de nuevo.<br />Hace algunos años, en la Casa de las Humanidades de la Universidad Nacional, coordiné un grupo de lectura que se propuso, en principio, leer los tres primeros tomos. Al finalizar esa etapa decidimos seguir. En diez meses (de agosto de 2009 a mayo de 2010) concluimos. Una alumna, Isabel Álvarez, fue señalando en la lectura los platillos que se preparaban o consumían, y buscó las recetas originales. Para celebrar la conclusión, nos recibió en su casa con una comida digna de duques y duquesas; la novela se transformó en una mesa servida de modo espléndido.<br />Nos acompañó esa tarde Luz Aurora Pimentel, experta universitaria en dos escritores complejos (Joyce y Proust), y autora, posteriormente, de un tomo ahora indispensable: <i>Cuadros color de tiempo: ensayos sobre Marcel Proust</i> (Bonilla Artigas, 2019). Ahí apunta: “El tiempo en Proust es tanto la experiencia como la representación de la existencia simultánea en todos los tiempos, en todos los sentidos. Es un tiempo literalmente encarnado. Al final de la obra, por ejemplo, el tiempo cobra forma en los cuerpos envejecidos de los personajes, pero también en el hermoso cuerpo de la joven Mlle de Saint Loop, en quien convergen aquellos caminos —el de Swann y el de Guermantes— opuestos en apariencia, pero que en ella se funden” (p. 15).<br />Hubo esa tarde en casa de Isabel Álvarez vino francés, té de tila y madeleines. Bebimos y comimos En busca del tiempo perdido. Debe haber historias similares en muchas partes del mundo. Hay un documental sobre un grupo argentino de lectores constantes de Proust, que practican un loopcontinuo con los siete tomos. Pese a la extensión de su gran proyecto (se le suele incorporar en las listas de obras por pocos terminadas), Proust tiene sus fieles seguidores.<br />Alegaría en su favor el mismo Charles Swann cuando dice, en el tomo primero (en la traducción de Pedro Salinas): “Lo que a mí me parece mal en los periódicos es que soliciten todos los días nuestra atención para cosas insignificantes, mientras que los libros que contienen cosas esenciales no los leemos más que tres o cuatro veces en toda nuestra vida” (Alianza Editorial, Madrid, 2013, p. 41).<br />Curiosamente, mi primera lectura de Proust fue en el verano de 1986, mientras ocurría en México el Mundial de Futbol, del que no recuerdo haber visto un solo partido. No fue una pedantería de mi parte saltarme ese encuentro deportivo lleno, lo descubrí más tarde, de grandes luces; simplemente me sentí absorbido por la escritura de Proust y hallé entonces la forma de aislarme de todo ese ruido mediático y leer hasta ocho horas diarias.<br />El centenario de su muerte coincide ahora, en cuanto a fin de semana, con otro Mundial. Y pienso que si se valoran los aportes o se jerarquiza con justicia (en comparación con el balompié, agradable cuando se juega bien o bonito, pero con atención excesiva por los intereses comerciales), es de mayor significación humana o cultural lo hecho por el autor francés, quien llevó a sus límites las herramientas literarias, hasta agotarse a él mismo, para mostrarnos cómo es amplio y diverso el mundo si se le mira, y se le recrea, de la forma adecuada.<br />En 1922 Proust sabía que su muerte física estaba cercana, pero también le quedaba claro que su catedral narrativa por fin terminada le sobreviviría. Le aseguró a Céleste: “Cuando yo muera, oiga lo que le digo: me leerán. Usted asistirá a la evolución de mi obra a los ojos y en la mente del público”.<br />Y me parece que así ha ocurrido.<div><br /></div><div><b>Noviembre 2022</b></div>Alejandro Toledohttp://www.blogger.com/profile/06147563274240311881noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-6652247.post-81059703304307300402022-12-20T20:32:00.001-08:002022-12-20T20:32:52.722-08:00<div><div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEiu1fLm6lyXt6khaw4nGNFZ_pQTdJKJmaSzkZr-hPWO_ItCiZVCXnWGiqX3hrB1cze9N4ZkM_lhnk3vAzCX_dn6IQa6oj97ZqeW1fM1HKQ5iHcBB-FtxGo7tagITjLwOMb29V7dHwj1nEnrIeWsCfamPK7VkKVBSY8mfEr1twAxTjbJZFKC1w/s1497/El%20soldado%20desconocido.jpg" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" data-original-height="1497" data-original-width="1058" height="320" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEiu1fLm6lyXt6khaw4nGNFZ_pQTdJKJmaSzkZr-hPWO_ItCiZVCXnWGiqX3hrB1cze9N4ZkM_lhnk3vAzCX_dn6IQa6oj97ZqeW1fM1HKQ5iHcBB-FtxGo7tagITjLwOMb29V7dHwj1nEnrIeWsCfamPK7VkKVBSY8mfEr1twAxTjbJZFKC1w/s320/El%20soldado%20desconocido.jpg" width="226" /></a></div><br /><b><br /></b></div><b>Cien años de <i>El soldado desconocido</i>, de Salomón de la Selva<br /></b><br /><blockquote style="border: none; margin: 0px 0px 0px 40px; padding: 0px; text-align: left;"><blockquote style="border: none; margin: 0px 0px 0px 40px; padding: 0px; text-align: left;"><blockquote style="border: none; margin: 0px 0px 0px 40px; padding: 0px; text-align: left;">Para Aura María Vidales,</blockquote></blockquote><blockquote style="border: none; margin: 0px 0px 0px 40px; padding: 0px; text-align: left;"><blockquote style="border: none; margin: 0px 0px 0px 40px; padding: 0px; text-align: left;">sobrina-nieta del nicaragüense</blockquote></blockquote></blockquote><br />De las grandes obras centenarias a celebrar este año, principalmente <i>Ulises</i> de James Joyce, <i>Tierra baldía</i> de T. S. Eliot y <i>Trilce</i> de César Vallejo, suele olvidarse que en 1922 apareció en México, en ediciones Cvltvra (con ilustración en portada de Diego Rivera), <i>El soldado desconocido</i>, del nicaragüense Salomón de la Selva (1893-1959). Podrían encontrarse afinidades en estas cuatro piezas de vanguardia; y la primera, claro está, sería eso mismo: el constituir ejemplos mayores de una literatura de ruptura.<br />En el epílogo a la antología <i>Laurel</i> (de publicación original en 1941, reeditada en 1986), escribió Octavio Paz sobre Salomón de la Selva: “Fue el primero que en lengua española aprovechó las experiencias de la poesía norteamericana contemporánea; no sólo introdujo en el poema los giros coloquiales y el prosaísmo sino que el tema mismo de su libro único […] también fue novedoso en nuestra lírica: la primera guerra vista y vivida ‘en el dug-ot hermético,/ sonoro de risas y de pedos/ como una comedia de Ben Jonson’” (Trillas, México, p. 496).<br />Me intriga la ambigüedad del término “libro único” usado por Paz, pues no se sabe si lo describe así por su singularidad o por constituir para él la solitaria muestra poética digna de elogio en la producción del nicaragüense, quien no arranca ni se detiene en <i>El soldado desconocido</i>. Hay un poemario anterior, escrito en inglés, <i>Tropical Town and other poems</i> (1918), del que se sabe poco y hay muestras escasas; y varios títulos que le siguieron: <i>Evocación de Horacio</i> (1949), <i>Evocación de Píndaro</i> (1955), <i>Canto a la independencia nacional de México</i> (1955) y <i>Acolmixtli Nezahualcóyotl</i> (1958), entre otros, además de ese raro portento prosístico y editorial (volumen en gran formato con audacias tipográficas) que es Ilustre familia: novela de dioses y de héroes (1952).<br />Finalmente, el término usado por Paz parece marcar una preferencia. Y es quizá una mosca rara e incómoda en medio de tantas novedades que atribuye a Salomón de la Selva. Repito: según Paz, es el primero en aprovechar en lengua española las experiencias de la poesía norteamericana contemporánea; es el introductor de los giros coloquiales y el prosaísmo, y es singular, además, por el tema de la Gran Guerra (1914-1918), “vista y vivida” por el autor. No son méritos menores.<br />Así lo ubica José Emilio Pacheco: “En 1922, cuando Henríquez Ureña constituye el grupo de sus nuevos discípulos, De la Selva publica su libro más importante: <i>El soldado desconocido</i>. En sus páginas está ‘la otra vanguardia’. Himnos patrióticos y gritos de batalla quedaron atrás: la guerra antiheroica ha engendrado una poesía antipoética. El primer desplazamiento lo sufre la representación del poeta mismo como hablante. A la máscara triunfalista del creacionismo o el estridentismo, al poeta como ‘mago’, se opone la figura del bufón doliente y el ser degradado. Escribir versos no es jugar al ‘pequeño dios’, sino una debilidad y una vergüenza que, sin embargo, puede expiarse describiendo el lodo de las trincheras”.<br />El párrafo de Pacheco (cuya fuente son las “Notas sobre la otra vanguardia”, <i>Revista Iberoamericana</i>, 1979) es citado por Miguel Ángel Flores en el prefacio a la antología <i>El soldado desconocido y otros poemas</i>, editada por el Fondo de Cultura Económica en 1989 y reimpresa en 2005 (sin reimpresión este año, como era necesario hacerlo), en la que Flores tomó la sabia decisión de incluir íntegro <i>El soldado desconocido</i>, acompañado por una selección reducida (y quizá insatisfactoria) de sus otros versos. Acaso las guías para esto sigan siendo Paz y Pacheco, pues para uno <i>El soldado</i> es “su libro único” y para el otro “su libro más importante”. Era sin duda necesario tenerlo completo, y con ese ejemplar en mano podemos leerlo ahora y celebrarlo en su centenario.<br />La novela <i>Ulises</i> de Joyce tuvo sus rechazos (el más célebre por parte de Virginia Woolf) por aquellos episodios que eran considerados como sucios, como acompañar a uno de sus protagonistas al retrete, escuchar un pedo sonoro o verlo masturbarse en la playa. De <i>El soldado desconocido</i>, un crítico anónimo escribió: “Ante todo, su autor cree que El soldado desconocido está escrito en verso y esta creencia es una temeridad; el libro es prosa distribuida arbitrariamente en las páginas, prosa llena de mugre, vulgar, en algunas partes asquerosa, distanciada del alma, del arte, del ensueño y hasta de la decencia. En <i>El soldado desconocido</i> su autor piensa ser realista y sólo acierta a mancillar la lengua castellana con crudezas llenas de bellaquerías” (citado por Miguel Ángel Flores, p. 23 del prefacio).<br />¿Qué hay ahí? ¿Cómo fue que un joven nicaragüense pudo participar en la Gran Guerra y referir más tarde sus experiencias en ese conflicto en una obra escrita de intención poética?<br />Remito a los interesados en la vida de Salomón de la Selva al prefacio de Miguel Ángel Flores, quien a la vez se sirve de una biografía de Mariano de Fiallos Gil (<i>Salomón de la Selva: poeta de la humildad y la grandeza</i>, Nicaragua, 1962), ubicable en la Biblioteca Central de la Universidad Nacional Autónoma de México. Habría una fuente más, por desgracia inédita, que es el libro <i>Salomón de la Selva (1893-1959): vida y poesía</i>, de Marco Antonio Millán (amigo y editor del bardo), del que conservo una copia mecanográfica.<br />Resumo brevemente la trayectoria del nicaragüense para llegar a Europa: por salvar a su padre, preso como opositor a la dictadura, se acerca al jerarca en turno, el general Zelaya, y le recuerda los derechos del hombre y del ciudadano. El gesto ante el dictador, a quien le simpatizó el muchacho de 12 años, lleva a dos resultados: el padre queda libre y Salomón recibe una beca para trasladarse a los Estados Unidos de Norteamérica, un apoyo que dura tanto como el general en el poder: no mucho. Y esto deja a Salomón de la Selva en el desamparo en la ciudad de Nueva York. Sus avatares son varios, en el ejercicio de diversos oficios; y su residencia neoyorquina es en parte la explicación de que su primer poemario haya sido escrito en inglés. Tiene un gran amorío con Edna St. Vincent Millay, la gran poeta, de quien traducirá más tarde en la revista América el poema largo “Renascence”.<br />Así recordó Salomón de la Selva (en tercera persona) ese romance: “¡Todo el tiempo que duró su amistad los dos eran tan pobres! Su mayor lujo sería, como lo canta con infinita ternura Edna en la poesía que se llama ‘Recuerdo’ (así, en español), ir y venir en las barcazas que surcan la bahía de Nueva York, mordiendo frutas, hasta quedar cansados, pero llenos de alegría, al amanecer después de larga noche, y dar a alguna viejecilla las manzanas y peras que no se comieron y toda la morralla que llevaban, quedándose sólo con lo justo para pagar el pasaje en el subway” (citado por Flores, p. 17).<br />El poema “Recuerdo”, de <i>A Few Figs From Thistles</i> (1922), puede escucharse en voz de su autora en la plataforma YouTube en este enlace: https://www.youtube.com/watch?v=mYQkEkB_fhk. Así arranca:<br /><br />We were very tired, we were very merry—<br />We had gone back and forth all night on the ferry.<br /><br />[Estábamos muy cansados, éramos muy felices—<br />Fuimos y vinimos toda la noche en el ferry.]<br /><br />En <i>Conversación con los difuntos</i> (1991), Eliseo Diego traduce algunos poemas de Edna St. Vincent Millay, y en la nota introductoria comenta al paso que ella “tuvo amores con el nicaragüense Salomón de la Selva, inmenso como su nombre”. Hay una foto juvenil de Edna, tomada por Arnold Genthe, que provoca en Eliseo Diego este arrebato: “De Edna St. Vincent Millay me enamoré yo sin remedio […] no más con sólo mirar su foto de muchacha. Está sola en un jardín, quién sabe dónde. Viste sencillamente de blusa y saya. Inclina leve la cabeza sobre un hombro y extiende los brazos delicados para acariciar las ramas de un arbusto de flores blancas. ¿A quién o qué mirar? Alguien alguna vez lo supo y se ha callado” (p. 96. Ediciones del Equilibrista, México).<br />Y un día, en 1918, cuando falta poco para que concluya la guerra, informa Miguel Ángel Flores, a los veinticuatro años se alista Salomón de la Selva en el ejército inglés.<br />Hagamos aquí a un lado la bibliografía y veamos (leamos) directamente el libro.<br /><br /><b>Ya me curé de la literatura</b><br /><br />En el prólogo al poemario, escribe Salomón de la Selva: “Claramente se ve que ni John, ni Tim, ni Tommy, ni Guy puede ser el héroe de la Guerra. El héroe de la Guerra […] es el Soldado Desconocido. Es barato y a todos satisface. No hay que darle pensión. No tiene nombre. Ni familia. Ni nada. Sólo patria” (p. 54).<br />Y luego cuenta: “Me conmovió mucho leer que se le tributaban honras heroicas al Unknown Soldier inglés. He pensado que muy bien pude haber sido yo mismo ese héroe desconocido. Explico que tuve la buena suerte de servir, voluntario, bajo la bandera del rey don Jorge V; enseña que fue de la madre de mi padre. Por eso pude escribir este poema” (p. 54).<br />Efectivamente, como apunta Pacheco, en los primeros versos desprecia su condición de poeta. Hace un recuento breve de los oficios de quienes lo rodean, y ve que uno era zapatero, otro hacía barriles y uno más era mozo en un hotel del puerto.<br /><br /><br />¿y yo? ¿Yo qué sería<br />que ya no lo recuerdo?<br />¿Poeta? ¡No! Decirlo<br />me daría vergüenza. (p. 66)<br /><br />De igual modo, desecha la lira. Dice:<br /><br />Yo quiero algo diferente.<br />Algo hecho de este alambre de púas;<br />algo que no pueda tocar un cualquiera,<br />que haga sangrar los dedos,<br />que dé un son como el son que hacen las balas<br />cuando inspirado el enemigo<br />quiere romper nuestro alambrado<br />a fuerza de tiros.<br />Aunque la gente diga que no es música,<br />las estrellas en sus danzas acatarán el nuevo ritmo. (p. 77)<br /><br />La guerra tiene que ser observada y vivida. Están las balas, los heridos, bayonetas y granadas; hay, prisioneros, y muchos sufren los estertores de la muerte. En el cuerpo hay sudor y piojos; se habla de pedos y sobacos; los soldados se hunden en charcas putrefactas, y al alargar la mano en el suelo la meten, sin querer, en la boca de un cadáver. Su espanto hace que envejezcan años en una sola noche. Ese entorno rudo pide formas nuevas para ser descrito. Ante ello, dice Salomón:<br /><br />Ya me curé de la literatura.<br />Estas cosas no hay cómo contarlas.<br />Estoy piojoso y eso es lo de menos.<br />De nada sirven las palabras. (p. 93)<br /><br />Se detectan los prosaísmos en versos que pueden ser descompuestos y transcritos de corrido, de esencia narrativa, como estos: “Salimos de nuestro campamento en Suffolk casi al anochecer. La banda no dejó de tocar un momento hasta partir el tren. En la estación nos besaron las muchachas. Yo creo que lloré” (p. 71).<br />Y en ese contexto de batallas y sangre es donde el poemario llega a grandes momentos, como en el poema dedicado a “La bala”. Quizá en ello es donde José Emilio Pacheco encuentra la anti-poesía, por la irrupción de elementos hasta entonces acaso ajenos al universo común de los poetas, como si el mismo proyectil alterara el aliento lírico:<br /><br />La bala que me hiera<br />será bala con alma.<br />El alma de esa bala<br />será como sería<div>la canción de una rosa<br />si las flores cantaran,<br />o el olor de un topacio<br />si las piedras olieran,<br />o la piel de una música<br />si nos fuese posible<br />tocar a las canciones<br />desnudas con las manos.<br /><br />Si me hiere el cerebro<br />me dirá: Yo buscaba<br />sondear tu pensamiento.<br />Y si me hiere el pecho<br />me dirá: ¡Yo quería<br />decirte que te quiero! (p. 73)<br /><br /><b>A salvo<br /></b><br />En 1919, en una revista cubana, con texto fechado en la ciudad de Mineápolis, Pedro Henríquez Ureña dio la noticia de que Salomón de la Selva había sobrevivido a la Gran Guerra. Explicó que el nicaragüense se había alistado en el ejército de Inglaterra a mediados de 1918, cuando acababa de publicar su primer libro de versos en inglés: "Desde mediados de 1917, estaba pronto a entrar en filas, a pelear en la guerra justa: en el trainning camp había conquistado el derecho a ser teniente; pero el ejército de los Estados Unidos se mostraba reacio a admitirle si no adoptaba la ciudadanía norteamericana, y el poeta declaró que no abandonaría la de Nicaragua. Al fin, hastiado de gestiones inútiles, se alistó como soldado en el ejército de Inglaterra, patria de una de sus abuelas. Después del aviso de su llegada a Europa, las noticias faltaron durante meses, ahora sabemos que se halla cerca de Londres, y que de cuando en cuando visita los centros de reuniones literarias, donde se le acoge con interés". (Texto puesto a manera de epíliogo en la antología del FCE, p. 293)<br />Mientras regresa Salomón a sus ámbitos comunes, revisa Henríquez Ureña su producción poética hasta el momento, que consiste en el poemario publicado en inglés, <i>Tropical town and other poems</i>, que lo sorprende por su variedad de temas y de formas, y ve en él “un delirio juvenil que se apodera de del mundo por intuiciones rítimicas”, mas aún sujeto a las normas del siglo XIX. “Diríase que espera dominar su forma antes de lanzarse de lleno a las innovaciones”, asegura. Cree que podría seguir escribiendo en inglés, mas no será así.<br />Por recomendación de Henríquez Ureña, José Vasconcelos trae a México a Salomón de la Selva, quien hereda el modesto empleo de Ramón López Velarde (fallecido el 19 de junio de 1921) en la revista <i>El Maestro</i>. Y en 1922 publica acá, en la editorial Cvltvra, “su libro fundamental”, como lo llama Miguel Ángel Flores; “único”, dirá Paz, o “más importante”, según Pacheco… lo que es en cierto modo injusto, pues hay gran poesía, por ejemplo, en las “evocaciones”, tanto la de Horacio como la de Píndaro.<br />La primera Guerra Mundia, dice Miguel Ángel Flores, “fue miseria, derrota personal, frustración. En los campos de batalla quedaron grandes promesas de la poesía inglesa. Entre las víctimas de esa guerra estuvieron también el alemán Trakl y el francés Apollinaire. Eluard, como muchos otros, quedaría dañado por los efectos de los gases venenosos. Fue el bautizo de fuego de una nueva generación que había fundado la vanguardia del siglo XX, y que en las distintas lenguas de Europa tomó los nombres de expresionismo, imagismo, futurismo, cubismo. El saldo de la guerra para Salomón fue un conjunto de poemas que se referían a ésta en términos directos, prosaicos y en un tono de brutalidad que buscaba rimar con los hechos sórdidos que significaban las batallas, realizadas ahora con armamentos cada vez más letales. <i>El soldado desconocido</i> nace de la amargura, la decepción y la desesperanza” (p. 18)<br />Escribe, por su parte, Marco Antonio Millán en su ensayo biográfico inédito: “Esta obra, que es un conjunto de vibrantes y raros poemas, resulta además, si se analizan debidamente sus valores y las circunstancias en que éstos se produjeron, nada menos que el testimonio poético por excelencia de esa lucha internacional: una Ilíada rediviva, estructurada con depurados acentos indolatinos, contemporáneamente sin rival, dado que ni Apollinaire, ni Marinetti, ni Pound, ni poeta alguno de la época produjeron nada, que uno sepa, a la altura de la tremenda hecatome, con pretensión de canto mayor, y apenas dos o tres novelas, como la ejemplar de Remarque y El fuego de Barbusse, calaron con arte verdadero y conmovedor surcos trascendentes sobre el difícil asunto” (pgs. 9 y 10 del original mecanográfico).<br />La guerra, como experiencia defintiva, transformó a Salomón de la Selva… y su poemario innovador modificará sustancialmente, además, a la poesía latinoamericana. La de <i>El soldado desconocido</i> será una bala de hondo calibre, pero “una bala con alma”.<br /></div><div><br /></div><div><b>Octubre 2022</b></div>Alejandro Toledohttp://www.blogger.com/profile/06147563274240311881noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-6652247.post-54636067801306465802022-12-20T20:09:00.004-08:002022-12-20T20:13:03.392-08:00<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEhsGeYWOF2tbWHqWGjojzLLZOk33xvY-inpNC93V9sVd3JNNVwm9pW5IrReJHbU38JV_bObs4noMEIeoxA8P3JYivWt2fPNqJZklWGHjPw464H6h8eeuUtaKV2Nz2yMTZp67EObpJGsKcfHaPsL2lO40M6roT_kWhVXlhZQXS6WOtSUb_Tatg/s500/Could%20yo%20read.jpeg" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" data-original-height="414" data-original-width="500" height="265" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEhsGeYWOF2tbWHqWGjojzLLZOk33xvY-inpNC93V9sVd3JNNVwm9pW5IrReJHbU38JV_bObs4noMEIeoxA8P3JYivWt2fPNqJZklWGHjPw464H6h8eeuUtaKV2Nz2yMTZp67EObpJGsKcfHaPsL2lO40M6roT_kWhVXlhZQXS6WOtSUb_Tatg/s320/Could%20yo%20read.jpeg" width="320" /></a></div><br /><div><br /></div><b>Centenario del <i>Ulises</i> de James Joyce<br /></b><br /><blockquote style="border: none; margin: 0px 0px 0px 40px; padding: 0px; text-align: left;"><blockquote style="border: none; margin: 0px 0px 0px 40px; padding: 0px; text-align: left;"><blockquote style="border: none; margin: 0px 0px 0px 40px; padding: 0px; text-align: left;"><i>Ulysses</i> es una catástrofe memorable,</blockquote></blockquote><blockquote style="border: none; margin: 0px 0px 0px 40px; padding: 0px; text-align: left;"><blockquote style="border: none; margin: 0px 0px 0px 40px; padding: 0px; text-align: left;">inmensa en su osadía, terrible en su desastre.</blockquote></blockquote><blockquote style="border: none; margin: 0px 0px 0px 40px; padding: 0px; text-align: left;"><blockquote style="border: none; margin: 0px 0px 0px 40px; padding: 0px; text-align: left;">Virginia Woolf, <i>The Common Reader</i></blockquote></blockquote></blockquote><div><br /></div><div>Muy temprano, el 2 de febrero de 1922 (cien años atrás), recibió James Joyce (1882-1941) el mejor regalo de cumpleaños: la copia número uno de su novela <i>Ulises</i>. La editora, la norteamericana Sylvia Beach, dueña de la librería Shakespeare and Company, ubicada en el número 12 de la Rue de l’Odéon, en París, había sido informada el día anterior por parte del impresor que en el expreso de Dijon, con arribo programado a las siete de la mañana, vendrían los dos primeros ejemplares de la novela. Debía contactar al revisor del tren para que le entregara el paquete. De la estación Sylvia Beach corrió a llevar a su autor (quien vivía en el número 71 de la Rue du Cardinal Lemoine, en un departamento prestado por Valery Larbaud) ese tomo de tapa azul con tipografía blanca (los colores de la bandera griega, como tributo homérico), un tabique de 732 páginas que pesaba, exactamente, un kilo con cincuenta gramos. De ahí se fue a la librería, donde dio un sitio de honor en el escaparate a la copia número dos… pero esto generó la idea, entre los curiosos, de que ya podía ser adquirida, por lo que se formó pronto una fila, y luego de dar algunas explicaciones prefirió poner a buen resguardo el ejemplar. Todo esto lo cuenta Sylvia Beach en sus memorias (<i>Shakespeare and Company</i>, Ediciones de Nuevo Arte Thor, Barcelona, s/f).<br />¿Cómo es que se dio en París esta conjunción de un autor irlandés ya con cierto renombre, una novela voluminosa en lengua ingles que estaba por ser concluida y a la vez ya era sometida a la censura, y una editora principiante norteamericana?<br />Llegó ahí James Joyce con su familia el 9 de julio de 1920 por consejo de Ezra Pound, quien aseguró al irlandés que París era en esos momentos el principal centro cultural de Europa e instalarse ahí ayudaría a la difusión de su obra. Había publicado, con muy buena recepción crítica, el libro de cuentos <i>Dublineses</i> (<i>Dubliners</i>, 1914), la novela <i>Retrato del artista adolescente</i> (<i>A Portrait of the Artist as a Young Man</i>, 1916) y la pieza teatral <i>Exiliados</i> (<i>Exiles</i>, 1918). De su siguiente proyecto, <i>Ulises</i> (<i>Ulysses</i>), aparecieron capítulos en las revistas <i>The Egoist</i> (Londres) y <i>Little Review</i> (Chicago), generando a la vez expectación y reacciones críticas y judiciales, por la crudeza de las situaciones descritas. Esto fue haciendo que la novela se convirtiera en algo esperado pero también impublicable, por lo menos en sus dos ámbitos naturales: Gran Bretaña y Estados Unidos. En el primer caso, tanto impresores como editores eran responsables ante la ley de lo que publicaran, y las sanciones eran severas; en el segundo, había una muy activa Sociedad para la Supresión del Vicio que vigilaba contenidos impresos y visuales. Ese contexto es explorado por Kevin Birmingham en un título reciente: <i>The Most Dangerous Book: the Battle for James Joyce’s Ulysses</i> (Head of Zeus, Londres, 2015).<br />Ante este panorama Sylvia Beach propuso a Joyce que la Shakespeare and Company, pequeña librería parisina de venta y préstamo de material en lengua inglesa, se encargara de editar <i>Ulises</i>. Joyce aceptó de inmediato la oferta.<br />Por intermedio de su amiga Adrienne Monnier, con una famosa librería (La Maison des Amis des Livres) justo enfrente de la Shakespeare and Company en la misma Rue de l’Odéon, Sylvia Beach se puso en contacto con el maestro impresor Maurice Darantiere, de Dijon. Cuenta ella: “Darantiere se mostró muy interesado en lo que yo le expliqué sobre la prohibición que había sufrido <i>Ulysses</i> en todos los países de habla inglesa. Le anuncié que tenía la intención de publicar esta obra en Francia y le pregunté si quería imprimirla. Al mismo tiempo le expuse mi situación financiera y le previne de que quizás no podría pagarle hasta que recibiera el dinero de las suscripciones, si es que éste llegaba alguna vez. Esas eran las condiciones en las que tenía que hacer el trabajo” (p. 58).<br />Darantiere estuvo de acuerdo. Joyce dijo que acaso una docena de libros sería suficiente, y sobrarían algunos. Sylvia Beach decidió imprimir mil: cien en papel holandés, firmados por el autor, con un precio de 350 francos; ciento cincuenta en papel de hilo a 250 francos, y los 750 restantes en papel ordinario a 150 francos. Así lo anunció en un folleto publicitario al arrancar la campaña de suscripciones.<br />Uno de los primeros en acudir al llamado fue André Gide. Ezra Pound consiguió la adhesión de W. B. Yeats. Ernest Hemingway apartó varios ejemplares… Al revisar la lista, la editora lamentó la ausencia de George Bernard Shaw, otro gran autor irlandés, y pensó en enviarle la hoja de suscripción.<br />—Nunca se suscribirá —aseguró Joyce.<br />—Sí lo hará —respondió Sylvia Beach.<br />—¿Qué apuestas?<br />Apostaron una caja de Voltiguers, unos puros pequeños de los que gustaba Joyce, contra un pañuelo de seda.<br />Al poco tiempo llegó la respuesta contundente de Bernard Shaw, que así arrancaba: “He leído algunos fragmentos del <i>Ulysses</i> publicados en forma de serial. Constituyen una asquerosa muestra de un momento repugnante de nuestra civilización, pero sin duda son reales; me gustaría rodear Dublín con una barrera de seguridad, y también a todos los hombres entre 15 y 30 años; obligarles a leer toda esa hedionda e indecente mofa y obscenidad mental” (pgs. 62-63).<br />Más adelante, en la carta, recordaba que en Irlanda suelen limpiar a los gatos frotando su hocico en su propia suciedad, y le parecía que ese era el sistema utilizado por Mr. Joyce con el ser humano… y aseguraba que ningún caballero irlandés, y mucho menos si era de edad madura, pagaría 150 francos por un libro como ése.<br />Así fue como Joyce ganó la apuesta.<br /><br /><b>Contrabando y traducción</b><br /><br />Con ese destino editorial ya establecido, a Joyce le restaba terminar la novela. Escribía a mano, con lápices negros y de colores. Su esposa Nora se quejaba de que todo el día estaba en la cama haciendo garabatos. Luego había que tener a alguien que pasara los textos a máquina (una mecanógrafa sufrió un incidente doméstico con algunas páginas del capítulo “Circe”, que enojaron a su marido). Y mandar eso al impresor. Sylvia Beach dio la indicación de que se le proporcionaran al autor todas las pruebas de imprenta que deseara, y él no sólo marcaba erratas, sino que hacía incontables añadidos, de párrafos nuevos o incluso páginas. Según Sylvia Beach, “el propio Joyce llegó a decir que había escrito una tercera parte del <i>Ulysses</i> durante la corrección de las galeradas” (p. 70).<br />El esfuerzo trajo consecuencias en los ojos de Joyce y tuvo un ataque de iritis, que lo llevó a una clínica, en donde aliviaban su congestión ocular con sanguijuelas.<br />Dos meses antes de que apareciera la novela hubo una lectura pública, el miércoles 7 de diciembre de 1921, en la librería de Adrienne Monnier, con traducciones de Valery Larbaud y Jacques Benoit-Méchin y la versión en inglés a cargo de Jimmy Light. En el programa de mano se leía esto: “Advertimos al público que algunas de las páginas que se leerán son de una crudeza poco común y pueden legítimamente herir su sensibilidad”. Joyce se escondió en un rincón para escuchar todo, y al final fue llamado por Larbaud para recibir los aplausos.<br />El calendario avanza así hasta el 2 de febrero de 1922, el cumpleaños cuarenta de Joyce, cuando Sylvia Beach entrega a su autor la primera copia de la novela (como ya se dijo). Éste le escribirá por la tarde una nota de agradecimiento e improvisará unos versos, que así arrancan:<br /><br />¿Quién es Sylvia? ¿cómo es ella<br />que todos los escritores la alaban?<br />Joven yankee y valiente es<br />llegó del oeste y ha conseguido<br />que todos los libros puedan publicarse. (p. 98)<br /><br />Las dificultades no terminaron ahí, pues había que hacer los envíos. Joyce pidió que se empezara por los que iban a Irlanda, para anticiparse a los posibles bloqueos. Luego se supo que los ejemplares mandados a Estados Unidos eran retenidos en la aduana. Hemingway propuso que un amigo suyo de Chicago, conocido como Bernard B., los recibiera en Toronto, Canadá, y los pasara a pie, de uno en uno, escondidos en la ropa. Así se hizo. Cientos de ejemplares cruzaron la frontera con ese método. Se actuaba como si el cargamento fuera en verdad peligroso o dañino para la salud.<br />Hubo pronto una segunda edición, pagada por Harriet Shaw Weaver (mecenas de Joyce), de dos mil ejemplares. Una parte llegó por barco a Dover, donde quedó incautada; los libros fueron quemados en lo que se conocía como “la chimenea del Rey”. La novela se siguió reimprimiendo en Dijon, dada la demanda, dos, tres cuatro, cinco veces… En la séptima se rehízo la tipografía y se suprimieron erratas, aunque no todas.<br /><br /><b>Las leyes de la hospitalidad</b><br /><br />Y a todo esto, ¿de qué trata <i>Ulises</i>? Hay dos fuentes personales. La primera es el encuentro accidental que tuvo Joyce en Dublín con Alfred H. Hunter, uno de los pocos judíos que había en la ciudad. Por esto llamaba la atención y además se sabía que su esposa le ponía los cuernos. Según Richard Ellmann (<i>James Joyce</i>, Anagrama, Barcelona, 1991, pp. 184-185), Hunter auxilió al joven Joyce cuando éste abordó a una mujer en St. Stephen’s Green sin percatarse que venía acompañada, por lo que se armó un altercado en el que Joyce recibió una tunda; Hunter lo ayudó a recuperarse y lo escoltó a su casa… como lo hará Leopold Bloom con Stephen Dedalus, aunque en ese caso parecen seguirse las “leyes de la hospitalidad” de las que hablaría más tarde Pierre Klossowsky (al llevar Bloom al joven artista a sus dominios, para que lo conociera su mujer), y es posible que se configure un triángulo.<br />En una carta a su hermano Stanislaus (desde Roma, escrita el 30 de septiembre de 1906), le informa: “Tengo en la cabeza un nuevo relato para Dublineses. Trata del señor Hunter” (<i>Cartas escogidas</i>, vol. I, Lumen, Barcelona, p. 222). El cuento se llamaría “Ulises”. La ecuación es esta: Hunter es Bloom, su esposa es Molly y Joyce es Dedalus, los protagonistas de la novela.<br />Y lo que se narra, finalmente, es cómo dos personas con intereses y edades distintos (los veinte años de Stephen, aprendiz de poeta, y los cuarenta de Leopold, vendedor de publicidad, uno intelectual y el otro un hombre común) se vuelven amigos a partir de una serie de coincidencias fortuitas. Esto hace un poco quijotesco todo, pues la trama es similar, en este punto, al Quijote cervantino, también la historia de una amistad entre el Caballero de la Triste Figura (alguien educado en las letras) y su escudero Sancho Panza (un ser rústico). O flaubertiano, además, pues ocurre algo similar (el raro encuentro de dos almas que se descubren afines) en <i>Bouvard y Pécuchet</i>, la novela inconclusa de Gustave Flaubert.<br />La otra fuente es la que le da una fecha exacta a la historia, pues se cuenta lo vivido en Dublín el 16 de junio de 1904 por un enorme reparto de personajes (algunos sacados de los relatos de <i>Dublineses</i> y de <i>Retrato del artista adolescente</i>). ¿Por qué justo ese día? La respuesta es simple: es cuando James Joyce y Nora Barnacle tuvieron su primera cita.<br />Hace Joyce una reconstrucción ficticia de esa jornada, y se sirve de mapas, periódicos, libros o folletos, o de consultas frecuentes por correo a quienes vivieron o aún vivían en la ciudad, una urbe que podría ser rehecha, en caso de desaparecer, decía Joyce, a partir de su libro.<br />Además, claro, sobrepone a esa ficción moderna los episodios de la <i>Odisea</i> de Homero, convirtiendo a Leopold Bloom en Ulises, a Molly en una Penélope infiel (quien disfruta ese día la compañía de su amante Blazes Boylan) y a Dedalus en Telémaco. Cuando la tía Josephine Murray tiene dificultades para seguir la trama, Joyce (en una carta del 12 de noviembre de 1922) la regaña: “¡Te dije que leyeras primero la Odisea!”… y para ganar tiempo le recomienda no el libro original, sino <i>Las aventuras de Ulises</i>, de Charles Lamb (<i>Cartas escogidas</i>, vol. II, Lumen, Barcelona, 1982, p. 130), y que luego vuelva a su novela.<br />Por si fuera poco, acude Joyce a todos los recursos disponibles en la narrativa de su tiempo (como plasmar el desarrollo de la prosa inglesa, en un capítulo, desde su condición embrionaria hasta su madurez) e innova al presentar el flujo de conciencia o monólogo interior, en realidad (como él mismo lo informó) tomado de una novela francesa del siglo XIX: <i>Han cortado los laureles</i> (<i>Les lauriers sont coupés</i>, 1887), de Edouard Dujardin. Esta técnica es llevada a sus extremos en los capítulos 3 (con Dedalus caminando por la Bahía de Dublín) y 18 (en el gran final, el cierre maestro, con Molly en la duermevela).<br />Decía Joyce: “He metido tantos enigmas y rompecabezas que va a mantener ocupados a los profesores durante siglos discutiendo qué es lo que quise realmente decir; y no hay otro modo de asegurarse la inmortalidad” (Richard Ellmann, p. 580).<br /><br />Pécuchet y el método mítico<br /><br />Todo esto parecía demasiado en 1922, y aún suena excesivo cien años más tarde. La recepción crítica fue numerosa, y no siempre positiva. Se sabe, por ejemplo, que la novela no fue del agrado de Virginia Woolf, quien no obstante intentó pocos años más tarde algo similar, pues <i>La señora Dalloway</i> (<i>Mrs. Dalloway</i>, 1925) concentra también en un día (en Londres, en su caso) los destinos de varios personajes (que no van al retrete ni se masturban, como ocurre en Joyce).<br />Destacan las lecturas de Ezra Pound, que acompañó a Joyce en sus exploraciones hasta toparse con <i>Finnegans Wake</i> (1939), y de T. S. Eliot, quien ese mismo año (en diciembre) publicaría su gran poema <i>La tierra baldía</i> (<i>The Waste Land</i>).<br />A lo largo de 1922 Pound dedicó al <i>Ulises</i> dos textos amplios: uno en su columna Carta desde París (en la revista norteamericana <i>The Dial</i>, en el número de mayo) y el otro fue un ensayo escrito en francés que tituló “James Joyce y Pécuchet” (<i>Mercure de France</i>, 1 de junio de 1922), y que el mismo Pound consideró como “la primera critica francesa seria sobre el Sr. Joyce”. Estos y otros materiales de Pound pueden ser consultados en <i>Sobre Joyce</i> (edición y comentarios de Forrest Read, Barral Editores, Barcelona, 1971).<br />En ambos casos, su punto de partida es Gustave Flaubert, cuyo centenario de nacimiento acababa de ser celebrado en Francia en diciembre de 1921. Explica Pound en el primer ensayo: “Joyce ha tomado el arte de escribir allí donde lo dejó Flaubert. En <i>Dublineses</i> y <i>Retrato</i> aún no había superado los <i>Tres cuentos</i> o la <i>Educación sentimental</i>; en <i>Ulises</i> ha superado un proceso que se inició con <i>Bouvard y Pécuchet</i>; lo ha llevado a un grado más eficaz y más compacto; se ha tragado toda la <i>Tentación de San Antonio</i>, útil para ser comparada con un solo episodio del <i>Ulises</i>” (pgs. 276-277).<br />Y sobre lo mismo dirá en el segundo ensayo que como “enciclopedia en farsa” <i>Bouvard y Pécuchet</i> inaugura una forma nueva; cree Pound que los grandes escritores, incluido Joyce en <i>Dublineses</i> y <i>Retrato del artista adolescente</i>, han explotado a Flaubert en vez de desarrollar su arte… hasta el <i>Ulises</i>.<br />Cito: “En <i>Bovary</i> hay páginas incomparables, en <i>Bouvard y Pécuchet</i> párrafos incomparablemente condensados […]. Hay páginas de Flaubert que exponen su tema tan rápidamente como las páginas de Joyce, pero Joyce ha completado el gran invento de la idiotez. En un solo capítulo ha descargado todos los clichés de la lengua inglesa, como un diluvio ininterrumpido. En otro capítulo encierra toda la historia de la expresión verbal inglesa, desde los primeros versos alterados (en el capítulo del hospital donde se espera el parto de la Sra. Purefoy). En otro tenemos los ‘gorros’ del <i>Freeman’s Journal</i> desde 1760, es decir la historia del periodismo; y hace todo esto sin interrumpir el flujo del libro” (p. 292).<br />Y sentencia: “<i>Ulises</i> no es un libro que será admirado por todo el mundo, y no todo el mundo admira <i>Bouvard y Pécuchet</i>, pero es un libro que todo escritor serio tiene necesidad de leer, que se verá obligado a leer, con el fin de tener una idea clara de la meta de nuestro arte dentro de nuestro oficio de escritores” (p. 296).<br />El ensayo de T. S. Eliot es de aparición tardía; “<i>Ulises</i>, orden y mito” se publicó en <i>The Dial</i> en noviembre de 1923. Ahí el poeta considera como esencial la relación con la Odisea, algo Pound había en cierta forma desdeñado (al considerarlo “un asunto de cocina, que no restringe la acción”). Para Eliot, en cambio, “equivale a la importancia de un gran descubrimiento científico”. Explica: “Nadie más ha construido una novela sobre tales cimientos: nunca antes había sido necesario. […] Al valerse del mito, con el manejo continuo de un paralelismo entre lo contemporáneo y lo antiguo, Joyce adoptó un método que otros deberían asumir. […] Se trata simplemente de una forma de controlar, de ordenar, de darle forma y significado al enorme escenario de futilidad y de anarquía que constituye la historia contemporánea. […] En vez del método narrativo, hoy podemos acudir al método mítico” (cito de un dossier dedicado a Joyce de la revista <i>Casa del Tiempo</i>, UAM, México, junio de 2006, p. 59, disponible en consulta digital).<br />Cuando a mediados de 1922 Harriet Shaw Weaver le preguntó a Joyce qué pensaba escribir ahora que había terminado el <i>Ulises</i> (Richard Ellmann, p. 597), él respondió:<br />—Creo que escribiré una historia del mundo.<br />Ya tenía un bosquejo mental de lo que se llamó provisionalmente <i>Work in Progress</i> y que se publicó, diecisiete años más tarde, como <i>Finnegans Wake</i>.<div><br /></div><div><b>Febrero 2022</b></div></div>Alejandro Toledohttp://www.blogger.com/profile/06147563274240311881noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-6652247.post-31770254387376971062022-12-20T19:50:00.005-08:002022-12-22T06:52:11.560-08:00<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEjGCjoddrlXYGyMeg2WyLVKOeUnizHyRKVItlRDm3tCB8ySA_VXhXzyh3KsDPn2YfhoEgDVGuO6s1qSddgppgV0F6U53IW7fTB7XNfbCf4vJ3J-i7YV1T8rDjwQnRZDNjMNQLXoVBk-sK9bRC5re3uR78z8gRQXbg2MpwtFjGlA1tGDliiKbg/s990/Mundial.jpg" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" data-original-height="557" data-original-width="990" height="180" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEjGCjoddrlXYGyMeg2WyLVKOeUnizHyRKVItlRDm3tCB8ySA_VXhXzyh3KsDPn2YfhoEgDVGuO6s1qSddgppgV0F6U53IW7fTB7XNfbCf4vJ3J-i7YV1T8rDjwQnRZDNjMNQLXoVBk-sK9bRC5re3uR78z8gRQXbg2MpwtFjGlA1tGDliiKbg/s320/Mundial.jpg" width="320" /></a></div><br /><div><br /></div><b>Una derrota entre libélulas y drones<br /></b><br /><div>Era la una de la tarde del sábado y la explanada del Monumento a la Revolución lucía llena. Se calculaba que unas ocho mil personas, de pie ante una gran pantalla, presenciarían el gran encuentro entre las selecciones de México y Argentina. Los chorros de agua esta vez no se activaron accidentalmente. Y había un segundo plan, a realizarse después de las tres de la tarde, al escuchar el silbatazo final: luego del encuentro futbolístico en Catar estas ocho mil almas marcharían hacia el Ángel de la Independencia a festejar… El detalle estaba en una simple cuestión aritmética: meter goles, por lo menos uno, y no recibirlos.<br />No hubo anotaciones por parte de México. No se empató ni se ganó. (Es decir, ay, perdimos.) Y la escuadra rival sí mereció dos golecitos (uno de Leo Messi, otro de Enzo Fernández), que le bastó para obtener sus primeros tres puntos del Mundial.<br />El escenario lucía verde; por el cielo azul volaban libélulas y drones. En la parte derecha, en un templete especial, había fotógrafos y camarógrafos dispuestos a captar, cuando ocurriera, la alegría del momento, la gran celebración, el éxtasis supremo… ¿Se imaginan a esa pequeña multitud esmeralda festejando? ¡Qué bonito hubiera sido!<br />Los rostros estaban, no obstante, serios; había la tensión de saber que el “equipo de todos” no traía sus mejores armas, y que lo central en este deporte, anotar, era una dificultad para la escuadra tricolor. Su mayor hazaña en el Mundial, hasta ahora, fue una acción defensiva: el penal parado a Lewandowski por parte de Guillermo Ochoa en el juego ante Polonia.<br />La decepción quizá fue menor porque las esperanzas no eran muchas. “Ni modo”, “para la otra”, “no se llevó a los mejores”… Al terminar el encuentro, la cuadrilla de fotógrafos y camarógrafos (de televisoras grandes y pequeñas, y entre ellos muchos youtubers) se lanzaron a la explanada para capturar el ánimo de la derrota, pero en las entrevistas lo que salía eran balbuceos.<br />Fue un final sin grandes dramas, porque el resultado era esperado. Y la marcha al Ángel se canceló, o se pasó al día siguiente (pero esa era una marcha política). O para dentro de cuatro años. Ya veremos.<br />–La verdad, a mí sí me hubiera gustado ir al Ángel –lamentó una chica.</div><div>Una cuadra más allá, un hombre puso su banquito y se sirvió una cerveza.<br />–¿Ya va a chelear, vecino?<br />–Sí, celebro el triunfo de mi selección –respondió con sonrisa pícara–… Ar- gentina, Ar-gen-tina, Ar-gen-tina. ¡Salú!<br /><br /><b>Noviembre 2022</b></div>Alejandro Toledohttp://www.blogger.com/profile/06147563274240311881noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-6652247.post-9501560714096821092022-05-01T07:51:00.001-07:002022-05-01T07:51:48.084-07:00<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEgchnc4McOge2fKFEQBuj3AX5R2HG1oLZcIsi2zPRCUFESUj768mySazfuTek8FGHy2M1mL-sa9Q1Xq3aUObKQxo7dyt_-8gWujiWVpB5_YxXX3fjv0fwv4O9uqxlAs0aBSi-XQMT2bDc8c8PMBcFRIDz4GJw9l9wLHZENVdfH7VeRmffXJFA/s1710/Joyce%20vs%20Proust.png" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" data-original-height="1186" data-original-width="1710" height="222" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEgchnc4McOge2fKFEQBuj3AX5R2HG1oLZcIsi2zPRCUFESUj768mySazfuTek8FGHy2M1mL-sa9Q1Xq3aUObKQxo7dyt_-8gWujiWVpB5_YxXX3fjv0fwv4O9uqxlAs0aBSi-XQMT2bDc8c8PMBcFRIDz4GJw9l9wLHZENVdfH7VeRmffXJFA/s320/Joyce%20vs%20Proust.png" width="320" /></a></div><br /><div><b>Joyce y Proust, aquella cena en París</b></div><br />Según Salvador Elizondo, se trata de una ecuación imposible: James Joyce y Marcel Proust. En tal caso, proponía el autor mexicano: Joyce <i>versus</i> Proust, como si se hablara de un <i>match</i>, una pelea de boxeo. A 732 páginas o siete tomos, añadiría yo, sin límite de tiempo… ¡Ah, el tiempo! Lo cierto es que una vez, el 18 de mayo de 1922, Joyce y Proust compartieron mesa y transporte. ¿El motivo? Una cena en el Hotel Ritz organizada por el escritor inglés Sidney Schiff (cuyo nombre de pluma era Stephen Hudson) y su esposa Violet, conocidos patronos de las artes. Asistieron, además, el músico Igor Stravinski y el empresario de ballet Serguéi Diáguilev. Hay quien dice que la cena era para estos últimos, por el éxito de sus presentaciones en París. Pero había otros motivos para celebrar: Joyce había publicado en febrero su novela <i>Ulises</i> (editada por la librería Shakespeare and Company, que se ubicaba en la Rue de l’Odéon); y de Proust había aparecido a comienzos de mayo <i>Sodoma y Gomorra II</i>, un tomo más de la serie <i>En busca del tiempo perdido</i>. Asistió, también, el pintor español Pablo Picasso.<br />Hay muchas versiones sobre esa cena. Su realización es el primer hilo que ata el escritor belga Patrick Roegiers en <i>La nuit de monde</i> (2010); la usa como pretexto para mezclar estilos o tropos joyceanos y proustianos. No recrea a detalle el suceso, sino imagina conversaciones que acaso pudieron suceder (en justicia poética), pero que no se dieron. Le interesan no las diferencias ni los desencuentros, sino las afinidades, lo común a Joyce y Proust: “el amor por la noche, la soledad, el deplorable estado de salud, la insularidad de sus personalidades, la amplitud de la obra, el amor por la lengua, pero también las fobias (las ratas para uno, los perros para el otro), el amor por las canciones (ellos adoran ‘Viens Poupoule’), todo los acerca”.<br />Todo los acerca y todo, también, los separa… como se verá más adelante.<br />El otro hilo (enhebrado en la segunda parte de la novela de Roegiers) será la muerte de Proust (ocurrida el 18 de noviembre del mismo año) y la asistencia de Joyce a los funerales de su colega. Ese episodio aún está muy lejano (de mayo a noviembre) y habrá que ir a él en otro momento; además, Roegiers proclama: “Los grandes escritores no mueren nunca”. Que así sea.<br />Céleste Albaret, la asistenta de Proust, confirma que esa cena fue una de las últimas salidas de su patrón y amigo. Recuerda una “velada en el Ritz, a finales de mayo, organizada por sus amigos ingleses, la pareja Schiff, y a la que asistieron, si no me falla la memoria, entre otros muchos, Diáguilev, de los Ballets Rusos, y el escritor irlandés James Joyce, entonces muy poco conocido” (<i>Monsieur Proust</i>, Capitán Swing, Madrid, 2013, p. 384).<br />¿Cómo fue? ¿De qué hablaron? Veamos qué dicen los biógrafos de Joyce y Proust sobre aquella cena legendaria.<br /><br /><b>En esta esquina</b><br /><br />¿Por cuál de los dos empezar? Voy al <i>James Joyce</i> de Richard Ellmann. Éste confirma que la fiesta fue en honor de Stravisnki y Diáguilev. Dice que Joyce llegó tarde y tuvo que excusarse por no ir vestido de etiqueta; explicó que no tenía traje formal. “Para disimular su azoramiento, Joyce se dedicó a beber copiosamente” (<i>James Joyce</i>, Richard Ellmann, Anagrama, Barcelona, 1982, p. 565 y siguientes).<br />En algún momento se abrió la puerta y apareció, envuelto en un abrigo de piel, Marcel Proust. Al verlo, Joyce pensó en el protagonista de <i>Las aflicciones de Satanás</i>, novela fáustica de Marie Corelli (publicada en 1895). Schiff había enterado a Proust de la reunión, pero no se atrevió a invitarlo por saber de sus dolencias. De último momento, éste decidió acudir. Schiff y su esposa fueron a recibirlo escoltados por Joyce. Se hicieron las presentaciones y Joyce se acomodó junto a Proust.<br />¿De qué hablaron? Ellmann presenta, primero, la versión (improbable) que dio William Carlos Williams (en su <i>Autiobiografía</i>, publicada en 1928) de ese diálogo.<br />—Tengo dolores de cabeza todos los días. Mis ojos son terribles —habría dicho Joyce.<br />—Mi pobre estómago —replicó Proust—. ¿Qué voy a hacer? Me está matando. De hecho, tengo que irme enseguida.<br />—Yo me encuentro en la misma situación, me iré en cuanto encuentre alguien que me lleve del brazo. Adiós.<br />—<i>Charmé</i>. ¡Oh, mi estómago! (citado por Ellmann, p. 565)<br />Según Margaret Anderson (lo cuenta en My Thirty Year’s War, de 1930), editora de The Little Review, así fue la breve charla:<br />—Lamento no conocer la obra de Mr. Joyce —dijo Proust.<br />—Nunca he leído a M. Proust. (pgs. 565-566)<br />Y ya.<br />Otro personaje, Arthur Power (entrevistado por Ellmann), dice haber recibido del mismo Joyce la siguiente versión.<br />—¿Le gustan las trufas? —preguntó Joyce.<br />—Sí. Me gustan —respondió Proust. (p. 566)<br />También dirá Joyce, esta vez a Jacques Mercanton (<i>Les heures de James Joyce</i>, 1967): “Proust sólo hablaba de duquesas, mientras que yo estaba más preocupado por las doncellas de éstas” (citado por Ellmann, p. 566).<br />Y a Frank Budgen (<i>Further Recollections of James Joyce</i>, 1956) le hará el autor irlandés el siguiente resumen: “Nuestra conversación consistió solamente en la palabra ‘no’. Proust me preguntó si conocía al duque tal. Yo le dije: ‘No’. Nuestra anfitriona preguntó a Proust si había leído la parte tal de <i>Ulysses</i>. Proust dijo: ‘No’. Y así. Naturalmente, era una situación imposible. Lo de Proust empezaba. Lo mío estaba terminando” (p. 566).<br />Eso no fue todo. Proust pidió a los anfitriones que lo escoltaran a su casa y Joyce se metió en el mismo coche. Abrió la ventanilla y Schiff la cerró de inmediato para no perturbar a Proust, sensible a los cambios de temperatura. Al final, Proust insistió en que Joyce aprovechara el mismo taxi, y éste se negó.<br />Ellmann entrevistó en 1954 a Samuel Beckett, quien dijo haber recibido el siguiente lamento joyceano sobre esa cena: “Si se nos hubiera permitido encontrarnos y hablar en algún lado…” (p. 566)<br />Concluye Ellmann: “Sin embargo, resulta difícil imaginar sobre qué base podrían haber conversado. Joyce insistía en que la obra de Proust no tenía parecido alguno con la suya a pesar de que los críticos decían detectar similitudes. El estilo de Proust no impresionaba a Joyce; una vez que un amigo le preguntó si le parecía bueno, él dijo: ‘Los franceses creen que sí y, después de todo, tienen sus estándares, tienen a Chateubriand y Rousseau. Pero los franceses están acostumbrados a las frases cortas, no a esa forma de escribir’” (p. 566).<br />También decía Joyce: “Proust, bodegón analítico. El lector termina la frase antes que él” (p. 566).<br />Y recuerda Ellmann, en una nota al pie, una carta de octubre de 1922 de Joyce a Sylvia Beach, en la que le dice: “He podido corregir la primera mitad de <i>Ulysses</i> para la tercera edición y leer los tres primeros volúmenes recomendados por Mr. Schiff de A la Recherche des Ombrelles Perdues par Plusieurs Jeunes Files en Fleurs du Côte de chez Swann et Gomorrhée et Co, par Marcelle Proyce et James Joust” (p. 566).<br />En la traducción francesa de Ulysses se le propuso a Joyce usar la proustiana palabra “madeleine” cuando se habla de unos pasteles compartidos por Molly y Leopold en los rododendros de Howth, y él pidió que se optara por el más neutro “gâteau au cumin”.<br />Cierra así Ellmann el episodio: “Proust murió el 18 de noviembre de 1922, y Joyce acudió al funeral” (p. 566).<br /><br /><b>Y en esta otra</b><br /><br />Y está, por el otro lado, lo que cuenta George D. Painter sobre aquella velada. Dice: “El día 18 de mayo, después de asistir al estreno del Renard, de Stravinski, los Schiff ofrecieron una gran cena a Diáguilev y sus bailarines, así como a los cuatro hombres geniales a quienes ellos admiraban sobre todos los demás, a saber, Picasso, Stravinski, Proust y James Joyce” (<i>Marcel Proust 2: biografía 1904-1922</i>, Alianza Editorial, Madrid, 1972, p. 526).<br />Fue, para Proust, una noche de variados desencuentros.<br />—¿Le gusta Beethoven? —preguntó a Stravinski.<br />—Lo detestó —respondió el compositor.<br />—Pero sus últimos cuartetos…<br />—Son los peores que escribió. (p. 527)<br />Joyce llegó a medianoche, “fatigado, y con atuendo impropio a la ocasión, ya que carecía de frac. Sentóse, hundió el rostro en las manos y se dedicó a beber champaña” (p. 527).<br />Recuerda Painter una carta de Joyce a un amigo, escrita en octubre de 1920, a los pocos meses de su llegada a París, en la que apuntaba: “He observado que hay gente que intenta solapadamente enfrentar a un escritor de aquí, un cierto M. Marcel Proust, con el firmante de esta carta. He leído algunas páginas debidas a él, y no me parecen indicativas de especial talento, pero tampoco hay que olvidar que soy un mal crítico” (p. 528; el destinatario es Frank Budgen y la misiva puede leerse en <i>Cartas escogidas</i>, vol. II, Lumen, Barcelona, 1982, pp. 97-98).<br />Según Painter, Joyce se dirigió a la puerta cuando vio que Proust se disponía a partir acompañado de los Schiff: “Cuando estuvieron al interior del taxi de Odilon, Joyce abrió la ventanilla y prendió un cigarrillo, pero Sidney Schiff se apresuró a cerrar la primera y a pedir a Joyce que tirase el segundo. Joyce se quejó de la vista, y Proust del estómago. ¿Le gustaban a Joyce las trufas? Sí, le gustaban. ¿Conocía a la duquesa X? No, no la conocía” (p. 528).<br />De nuevo aparece este diálogo:<br />—Lamento no conocer la obra de Mr. Joyce.<br />—Tampoco yo le leído a M. Proust. (p. 528)<br />Sigue Painter: “Cuando llegaron al 44 de la Rue Hamelin, Proust dijo a Schiff, educada pero firmemente: ‘Por favor, diga a Mr. Joyce que acepte que Odilon lo lleve a su casa’. Este fue el modo en que se conocieron y se despidieron los dos más grandes novelistas del siglo XX” (p. 528).<br />Recuerda Painter el lamento de Joyce a Beckett (ya referido) y concluye: “La incapacidad de los escritores geniales para apreciar recíprocamente sus obras constituye un normal fenómeno de auto-protección que no debemos lamentar. Y ello es así por cuanto si uno de ellos se dejara dominar por la grandeza del otro, la suya propia quedaría menoscabada” (p. 528).<br />No sé si ese sea el caso. Luego refiere Painter las varias alusiones a la obra de Proust que hay en <i>Finnegans Wake</i> (comenzada justo en 1922 y publicada en 1939), “novela que, al igual que la de Proust, es de construcción circular o en espiral, y que al terminar vuelve a empezar” (p. 528).<br />Quizá haya más afinidades. <i>El tiempo recobrado</i> de Proust ocurre en una jornada que es concentración de todo lo anterior, igual que <i>Ulises</i> cifra en un solo día, el 16 de junio de 1904, el pasado y el presente de una comunidad. Acaso ambos andaban, aunque con diferentes relojes, en busca de tiempos perdidos.<br /><br /><b>Suena la campana<br /></b><br />El <i>match</i>, como muchas de las que han sido llamadas peleas del siglo, consistió más bien en rounds de sombra. Dos de los mayores escritores del siglo XX tuvieron un espacio de diálogo, pero este ocurrió en las peores condiciones. Quizá esa noche Joyce ya estaba muy borracho. Y a Proust el tiempo, literal y literariamente, se le acababa: le quedaba un semestre de vida. Lo recuperó pocos días antes en sus cuadernos, al poner punto final a su gran ficción, pero lo perdió definitivamente al exhalar el último suspiro. Joyce y Proust, juntos un día, ¡ay!, ese 18 de mayo de 1922.<div><br /></div><div><b>Abril 2022</b></div>Alejandro Toledohttp://www.blogger.com/profile/06147563274240311881noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-6652247.post-47514932076606138162022-01-13T07:17:00.001-08:002022-01-13T07:17:31.068-08:00<div><div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/a/AVvXsEiiWXL7gshJYk8fYOp9Mknku5DR-Czh4lu0n8uBvNU01QWuByeTAQCreIOU00NaHJKJbnVYlKW_p1TrukFabJEVSsJN0SZkMDuD5seMBiaVsZx_ULLYIR1KxTo5P943B1k_dOqkvytnQUOvRiRDfF3DBO370_ss91_KieDAb2uVPHaAbV0rIQ=s940" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" data-original-height="470" data-original-width="940" height="160" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/a/AVvXsEiiWXL7gshJYk8fYOp9Mknku5DR-Czh4lu0n8uBvNU01QWuByeTAQCreIOU00NaHJKJbnVYlKW_p1TrukFabJEVSsJN0SZkMDuD5seMBiaVsZx_ULLYIR1KxTo5P943B1k_dOqkvytnQUOvRiRDfF3DBO370_ss91_KieDAb2uVPHaAbV0rIQ=s320" width="320" /></a></div><br /><b><br /></b></div><b>Los Beatles en un eterno bosque noruego</b><br /><br />En aquella época (comienzos de los años setenta) los niños podían andar sin grandes sobresaltos por la Ciudad de México, entonces Distrito Federal, e hicimos el viaje desde la Unidad San Juan de Aragón, en el nororiente, por los rumbos del Peñón de los Baños y del aeropuerto (en las orillas de la urbe), a la colonia San Rafael, en donde estaba el cine Ópera. Habíamos visto en la cartelera del diario el anuncio de una función doble de cine beatle, quizá conformada (no tengo claro cuál fue el cartel) por <i>A Hard Days Night</i> (1964) y <i>Help!</i> (1965), o esta última y <i>Yellow Submarine</i> (1968), y acudimos con el ánimo de quien va a un concierto real. Incluso llevamos una cámara con flash, de la que obtuvimos un rollo blanqueado, pues a cada clic iluminábamos la pantalla. Tendría yo diez años y mis hermanos, uno, Rosendo, doce, y el otro, Carlos, catorce. Sé que vimos <i>Help!</i> porque recuerdo a los músicos cuando abre cada uno su puerta, en lo que parecen cuatro casas vecinas, e ingresan a una estancia común. Y no olvido a John Lennon con su guitarra cuando canta, sentado en un sillón negro, “You’ve Got To Hide Your Love Away”.<br />Los escuchábamos en la radio, claro, en donde por una mala traducción los locutores transformaban una habitación con pisos de madera noruega (en la que ocurre un encuentro amoroso) en un gran bosque noruego.<br />Debe ser una historia común: quienes crecimos con ellos nos convertimos en asiduos a la obra, como coleccionistas de sus discos (en elepé, casets, cds y otra vez en elepé, en el regreso de ese formato), sus películas (en beta o VHS, DVD y blue-ray), y libros y revistas o playeras y gorras... Hemos comprado todo aquello que nos ponen enfrente. La “antología” beatle, por ejemplo, circuló en tres cajas con cds; y en VHS, DVD y LP. Y ya que hubo versiones digitalizadas y remasterizadas de las cintas <i>A Hard Days Night</i>, <i>Help!</i> y <i>Yellow Submarine</i>, más el programa televisivo <i>Magical Mystery Tour</i> (1967), era esperable el relanzamiento, alguna vez (“pronto, quizá, no debe tardar”), de la película <i>Let it Be</i> (1970) y su álbum correspondiente.<br />Esa película no tenía, claro, las virtudes humorísticas de los filmes anteriores o algún hilo narrativo. Estaban las canciones y las tomas frías de ellos ensayando o discutiendo (Paul contra George, sobre todo, en ese raro espacio, ajeno a la composición musical, que eran los estudios Twickenham de Londres), y el cierre esperado con el concierto en la azotea. Más que documental, era un documento sobre la etapa final del grupo. No iba más allá de eso, pero eran los Beatles.<br />En lugar de la cinta <i>Let it Be</i> digitalizada y remasterizada se optó por una labor más ambiciosa: dar el material filmado a un cineasta, Peter Jackson (transformado así en The Lord of The Beatles), y dejarlo ser, como dice la canción, sin restricciones, según cuenta. Darle la libertad para que valorara lo que se registró en dos o tres semanas, en la preparación de un disco y su final posible con la realización de un concierto público, el primero luego de varios años… y el último, a la larga. ¿El resultado? Más de siete horas, divididas en tres episodios. Toda una trilogía (como la del Señor de los Anillos) que deja muy lejos el filme original, pues se consigue aquello que acaso estuvo todo el tiempo en la mente de Paul McCartney (improvisándose como líder de la banda, o nuevo mánager, al morir Brian Epstein), pero que el primer director, Michael Lindsay-Hogg, no llegó a comprender: que los espectadores acompañaran a los Beatles en su proceso creativo.<br />En <i>Get Back</i> (2021) Peter Jackson controla cada momento de la serie documental. Con breves pero acertadas intervenciones da el contexto preciso de cada instante, el día a día, para dejar que las cosas se manifiesten por sí mismas, que las imágenes digan mucho más que mil palabras: la crisis, en el primer capítulo, con la posibilidad de la ruptura cuando Harrison anuncia que deja la banda, y la incertitumbre por lo que viene; las reuniones a puerta cerrada, los reencuentros, el viejo amigo, Billy Preston, que llega a neutralizar los malos ánimos (como un efímero quinto beatle) y a dar aires nuevos a la música con su participación en los teclados; y el gran final de un concierto filmado con muchas cámaras, desde muchos ángulos, y que a ratos hacen que la pantalla casera se divida…<br />La experiencia es extraordinaria. Se logra una comunión del espectador con el grupo que parecería imposible, pues se da tardíamente, más de cincuenta años después, en donde todo parece fresco: como si estuviera sucediendo apenas, tal vez ayer, o ahora, en este momento. Uno está con ellos y es de alguna forma ellos. Ve uno cómo nacen las canciones no sólo del disco <i>Let it Be</i> sino también del <i>Abbey Road</i>, que será el último que graben, aunque el último en publicarse será <i>Let it Be</i>.<br />Cuento esto con los antecedentes ya referidos de un niño que creció con esa música y ha aprendido, con los años, a valorar esa década de los años sesenta en la que fueron protagonistas. Es cierto que a ratos uno toma sus distancias y busca nuevos estímulos. Pero los Beatles vuelven. Un nuevo artista habla de pronto de cómo se vio influido por ellos… Y termina por aceptarse que son, para muchos (en diversas latitudes), un piso (un “algo”, “something”) del que es difícil desprenderse. Volvemos siempre a ellos y a su ya eterno (aunque absurdo) bosque noruego.<div><br /><b>Diciembre 2021</b></div>Alejandro Toledohttp://www.blogger.com/profile/06147563274240311881noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-6652247.post-14454638030898443222022-01-02T07:19:00.002-08:002022-01-02T07:25:09.578-08:00<div><b><br /></b></div><b><div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/a/AVvXsEjZgMSYZJ13O2DUVWnRr5p-xxNOtRnTxllH26YUx-2Z570ci3tLJQ3PgYxgjTA4Wu5o0QnKt_i7WxsVSvPMBfaxd98vDVyHpYgEHEL2ZctgDeCg9t6Tiu-CGzTeEvdodEQMXrGhXaNw71w8dIyjdAzLJ5x7DEG_ShBqaoTrQHrvpKMOynmZMg=s1792" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" data-original-height="1502" data-original-width="1792" height="268" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/a/AVvXsEjZgMSYZJ13O2DUVWnRr5p-xxNOtRnTxllH26YUx-2Z570ci3tLJQ3PgYxgjTA4Wu5o0QnKt_i7WxsVSvPMBfaxd98vDVyHpYgEHEL2ZctgDeCg9t6Tiu-CGzTeEvdodEQMXrGhXaNw71w8dIyjdAzLJ5x7DEG_ShBqaoTrQHrvpKMOynmZMg=s320" width="320" /></a></div><br />Aquel púgil<br />(Crónica inesperada de Sergio Guzmán)</b><br /><br />Aquel púgil, el llamado Púgil Escritor, avanzaba a pasos lentos, pero seguros. Su mirada firme, fiera, fija en el objetivo (tres grandes efes en el cuadrilátero) era claramente un aguijón para su rival apenas sonó la campana en la Arena Nueva Realidad o Pancho Rosales, más popular hoy en el mundo de la Narvarte que el MGM de las Vegas o el Madison Square Garden de NY. Tan fiera, firme, fija en el objetivo era aquella mirada, que el respetable público ─recién salido de misa el domingo 19 de diciembre de 2021─ se dejó ir sin más al cielo prometido y voló a plenitud al campanazo de tres relampagueantes episodios de un épico combate de exhibición entre Alejandro Toledo y Marco Lucero. Ciertamente, la emoción del respetable alcanzó insospechadas alturas de vuelo (con la consabida bendición de Juan Salvador Gaviota) ante un espectáculo que ni Frazier ni Alí soñaron siquiera en su memorable trilogía. El Púgil Escritor de la mirada firme, fiera y fija, no debe atrasarse más el desvelo del personaje, era Alejandro Toledo, y el objetivo, Marco Lucero, entrenador de boxeo, también conocido como Pies Ligeros. El combate, pactado en megapeso (“bien, Alex, bien”, resonaba en ringside la voz de aliento de los muy suyos, familia y amigos que aprecian lo que vale desde la primera hasta la última lonja de ese rollizo cuerpo), y Marco Lucero (a pura vista casi el mismo tonelaje, pero con mayor estatura y carnes pegadas al hueso) se desarrolló a careta puesta, enormes orejas de coliflor, y con el creciente rugido de la multitud, que un mes antes agotó la boletería en las taquillas. <br />Alejandro Toledo forzó el combate. Fue, fue hacia adelante moviendo el carretón a vuelta de rueda, por instantes logró acorralar a su adversario, pero no encontró lo que buscaba, no se sabe si el nocaut o el banquillo para el minuto de descanso. Por su parte, Marco Lucero danzó y estableció distancias con su depurado jab, la espada del boxeo y, por supuesto, con sus pies de caminante sin tregua en el enlonado. Conectaba uno, respondía el otro, hubo hasta un tiempo fuera como en el futbol americano, pa’ jalar aire; en la esquina del Púgil Escritor los seconds le preguntaron si no había mareo, si no se sentía como una balsa al garete en río revuelto, él dijo que no, y la cruenta batalla prosiguió hasta el último aliento. Entonces los jueces determinaron empate, el empate más aplaudido de todos los tiempos, y ambos, tras las fotos de rigor con los brazos y puños apuntando a lo más alto, se retiraron a los vestidores entre el creciente oleaje de opinión de sus propias esquinas, relatores y autoridades de los organismos regidores de este deporte: el Púgil Escritor y Pies Ligeros son desde ya firmes candidatos al Salón de la Fama. <br />Fue tan feliz por su hazaña el Púgil Escritor que, se dice por lo alto y por lo bajo en la Narvarte, ese domingo terminó por saciar su hambre de triunfo con una abundante sopa de letras y, acto seguido, a mano limpia, se devoró completo un voluminoso libro hasta chuparse la última línea.<br /><br /><b>Diciembre 2021</b>Alejandro Toledohttp://www.blogger.com/profile/06147563274240311881noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-6652247.post-29772836580110646792021-11-13T18:53:00.004-08:002021-11-20T17:35:34.284-08:00<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><a href="https://1.bp.blogspot.com/-zW59ITbpmqM/YZB48UeyUJI/AAAAAAAAEiU/CaFt77l-nQo1CIVaJHl5rzXwjYLR62c5wCLcBGAsYHQ/s466/Champions%2B%2528Miles%2BDavis%2529.jpg" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" data-original-height="466" data-original-width="466" height="320" src="https://1.bp.blogspot.com/-zW59ITbpmqM/YZB48UeyUJI/AAAAAAAAEiU/CaFt77l-nQo1CIVaJHl5rzXwjYLR62c5wCLcBGAsYHQ/s320/Champions%2B%2528Miles%2BDavis%2529.jpg" width="320" /></a></div><br /><div><br /></div><b>Miles Davis en el cuadrilátero<br /></b><br />Extraído de las sesiones para <i>A Tribute to Jack Johnson</i> (1971), el álbum <i>Champions</i> (2021, prensado en vinyl amarillo), de Miles Davis, rinde homenaje no sólo al disco original —a medio siglo de su lanzamiento, soundtrack de un documental realizado por William Cayton—, sino además a cuatro figuras del boxeo: Roberto (<i>Manos de Piedra</i>) Durán, Sugar Ray Robinson, Johnny (<i>Honey Boy</i>) Bratton y Muhammad Ali. Es un complemento necesario para cifrar esa convivencia compleja al interior del músico entre el cuadrilátero y el jazz, y que tenía acaso como centro las palabras rotundas de Jack Johnson que se escuchan al final de la pieza “Yesternow”, en el lado B del primer acetato (en voz del actor Brock Peters): “Soy Jack Johnson, campeón mundial de los pesos completos. Soy negro, nunca me dejan olvidarlo. Está bien, soy negro. Nunca dejaré que lo olviden”.<br />Eso crea una identificación inmediata entre las carreras del pugilista, el primer campeón afroamericano en Estados Unidos pese a las protestas de la comunidad blanca y los intentos por arrebatarle el título (como en aquel encuentro de 1910 con James J. Jeffries, quien fue bautizado entonces como “la gran esperanza blanca”), y el también arduo camino de Davis en una sociedad que solía maltratarlo. Es significativa aquella anécdota ocurrida en agosto de 1959 a las afueras de un club en Nueva York, el Birdland de la calle Broadway (donde se presentaba con su sexteto), cuando Miles salió a dejar en un taxi a una mujer y aprovechó para tomarse un respiro. Fue abordado por unos policías. Uno le pidió que circulara. Miles le dijo que ahí trabajaba.<br />—Se cree un tipo listo. Si no circula lo arrestaré.<br />—Adelante, arrésteme.<br />Así cuenta la conclusión del episodio Ian Carr en <i>Miles Davis: la biografía definitiva</i>: “Mientras Miles tenía la atención ocupada en el primer policía, otro se acercó por detrás y le dio un golpe brutal en la cabeza con una porra. Miles, cubierto de sangre por las heridas de la cabeza, fue trasladado a la cárcel y le confiscaron la licencia temporal para trabajar en cabarets. Los músicos no podían actuar en Nueva York sin esa licencia. El jaleo había atraído a un grupo de personas que llenaron la acera y bloquearon el tráfico, y más tarde se reunió una multitud en la puerta del Distrito 54, donde tenían a Miles. Le obligaron a pasar la noche en prisión y al día siguiente lo liberaron con una fianza de mil dólares. Recibió cinco puntos de sutura en la cabeza, y posteriormente dijo: ‘Me golpearon la cabeza como un tam-tam’. Un testigo presencial comentó: ‘Fue lo más horrible y brutal que he visto. La gente le gritaba al hombre que no matara a Miles’” (Global Rhytm Press, Barcelona, 2009, p. 163).<br />En efecto: como Jack Johnson, Miles Davis era negro. Nunca dejaron que lo olvidara. Y él, como gran músico y transformador del jazz, tampoco dejó que lo hicieran.<br /><br /><b>Los ritmos de la pelea</b><br /><br />Otro punto, además del tema racial, es que Miles Davis era practicante y espectador entusiasta del boxeo. En la portada de <i>Champions</i> se le ve con el torso desnudo, sudoroso, sentado en el banquillo en su esquina, los brazos estirados descansan sobre la cuerda alta, como a la espera de que se inicie el siguiente asalto.<br />Probablemente esa foto fue tomada en el gimnasio Bobby Gleason, del Bronx, al que era asiduo. Si hemos de hacer caso a la película <i>Miles Ahead</i> (Don Cheadle, 2016), en el sótano de su casa tenía el músico una galería con fotos de boxeadores y un buen costal de piel para ejercitarse.<br />Al arranque del filme, Miles Davis observa en el televisor la pelea Johnson-Jeffries y vemos el golpe de zurda que derrumba a la esperanza blanca en el round 15 y los siguientes izquierdazos cuando intenta levantarse. El escritor Jack London, quien cubrió el encuentro para el New York Herald, relata así ese momento: “El asalto decimoquinto fue el penoso final. En él probó Jeff por primera vez la amargura que otros habían probado de sus puños. Él, que nunca había sido noqueado, lo fue repetidamente. Él, que nunca había sido eliminado, fue eliminado por nocaut. No importa la decisión técnica. Lo eliminaron por nocaut. Eso es todo. Ignominia de ignominias, lo noquearon con el puñetazo que creía que Johnson no poseía, el izquierdo, no el derecho” (<i>El combate del siglo</i>, Gallo Nero, Madrid, 2011, pp. 58-59).<br />Según London, en la arena de Reno, Nevada, la gente gritaba:<br />—¡Que no lo noquee el negro, que no lo noquee el negro!<br />Después de ese arranque, en <i>Miles Ahead</i>, el tema boxístico evolucionará, en una cinta inusual sobre un músico, con escenas de persecuciones en auto y tiroteos en Nueva York, pleitos callejeros y conyugales o visitas a distribuidores de cocaína, cuando Davis (interpretado por Don Cheadle, quien además dirige) y un reportero de Rolling Stone (Ewan McGregor) irrumpen en la arena Cathedral que tiene esa noche una función boxística, y alternativamente parece que hay, en efecto, un duelo entre púgiles (blanco contra negro) en el ring o, en el mismo espacio, entre las cuerdas, se ve ahí instalada la vieja formación de Miles de los años cincuenta interpretando uno de sus éxitos de entonces. Son dos Miles Davis en la escena: el que empuña una pistola en el ringside, en el intento por recuperar unas grabaciones que le fueron hurtadas, y el de arriba en el cuadrilátero, más joven, dirigiendo a sus músicos.<br />Es un delirio fílmico (afortunado) en el que el jazz y el boxeo se funden. Se diría que el peleador, como el ejecutante, busca los ritmos de la pelea e improvisa (golpes arriba y abajo, combinaciones de jabs y uppercuts, volados de izquierda o derecha, ganchos al hígado, fintas y movimientos de cintura…) para llevar la batalla a buen término. A propósito de esto (en el documental <i>Miles Electric: A Different Kind Of Blue</i>, Murray Lemer, 2004), dijo Carlos Santana: “En la música de Miles la última nota lo es todo, es como dar jab, jab, jab y luego el golpe final”.<br />Es ese jabeo continuo, precisamente, al que llega Miles Davis en las sesiones para <i>A Tribute to Jack Johnson</i>, realizadas entre abril y junio de 1970 (con Steve Grossman en el saxofón soprano, Herbie Hancock en el órgano, John McLaughlin en la guitarra eléctrica, Michael Henderson en el bajo eléctrico y Billy Cobham en la batería, mas otros como Keith Jarrett o Bennie Maupin, que iban y venían), de las que surgió el disco de 1971, el mismo que permanece en la compilación amplia de lo que se trabajó en esas jornadas (hecha a disgusto del productor original, Teo Macero)… y es el jabeo jazzístico-pugilístico que resurge, ahora, cincuenta años más tarde, en el vinyl <i>Champions</i>.<br />Habría que hacer el experimento de colocar alguno de estos discos de Miles Davis en el tornamesa de un gimnasio y dejarlo como fondo mientras los practicantes se ejercitan en los rounds de sombra o se enfrentan al salto de cuerda, los golpes a la pera y el costal o el manopleo con su entrenador. Los haría ponerse a ritmo, me parece. O también, en un sábado de boxeo televisivo, silenciar a los ruidosos cronistas y seguir una pelea estelar con <i>A Tribute to Jack Johnson</i> o <i>Champions</i> a todo volumen.<br />Luego de asistir tres veces a funciones de pugilismo en el Frontón, Salvador Novo lanzó la propuesta (“Algunas sugestiones al boxeo”) de colocar por ahí una orquesta oculta para darle sentido musical a la danza de los peleadores. Y pensó en Wagner. Más afortunado sería, ahora, situar en un espacio cercano al ring a un sexteto jazzístico y pedirle que interpretara o reinventara (porque el jazz, como el boxeo, se basa en gran parte en la improvisación) algo de lo que Miles Davis creó para ese deporte.<div><br /></div><div><b>Noviembre 2021</b></div>Alejandro Toledohttp://www.blogger.com/profile/06147563274240311881noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-6652247.post-4873799668975553212021-10-09T08:30:00.005-07:002021-10-10T07:41:19.968-07:00<div><div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><a href="https://1.bp.blogspot.com/-9aq7dCFWNNM/YWHLjCsOoaI/AAAAAAAAEgs/QhYoxGMsrGAJlZGXObcaLf-0Bh5rAHzUQCLcBGAsYHQ/s1483/Miguel-A.-Glez.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" data-original-height="1483" data-original-width="1182" height="320" src="https://1.bp.blogspot.com/-9aq7dCFWNNM/YWHLjCsOoaI/AAAAAAAAEgs/QhYoxGMsrGAJlZGXObcaLf-0Bh5rAHzUQCLcBGAsYHQ/s320/Miguel-A.-Glez.jpg" width="255" /></a></div><br /><b><br /></b></div><b>Miguel Ángel González: de la Roma al Palacio del César</b><br /><br />Eran los días de Miguel Ángel González en la Ciudad de México. El Mago había adoptado como refugio para sus entrenamientos el gimnasio Margarita, entre otras cosas porque le queda muy cerca de su casa. Todos los días, hacia las 12 horas, el automóvil tomaba vía recta por la calle Chiapas, cruzaba el eje Cuauhtémoc —frontera de la Roma— para entrar en la colonia Doctores, rodeaba el mercado Hidalgo y llegaba a Doctor Arce para estacionarse frente a los baños. Era un viaje de menos de diez minutos, en una zona que domina el peleador; recorre Miguel Ángel en la memoria la infancia y la adolescencia, los inicios... Es el camino a los orígenes, la recuperación de los pasos perdidos.<br />En el Margarita lo esperaban el exolímpico Gerardo Aceves y Jorge Lobo Morales, excampeón de Norteamérica. Ambos suben al cuadrilátero con el Mago, uno con guantes y careta, el otro como asesor técnico o entrenador emergente, ya que en Big Bear retomarían las prácticas Abel Sánchez y los sparrings oficiales. ¿Seguirían entonces con él Morales y Aceves?<br />Miguel Ángel quería apoyarse en la veteranía. A mediados de 1996, el respiro de la pelea pospuesta por Óscar de la Hoya para el 18 de enero de 1997 le daba esas libertades.<br />—Hay que preparar a Miguel Ángel sobre todo defensivamente —decía Lobo—, para que resuelva el estilo que mostró De la Hoya contra Chávez, con una defensa antigua, con los brazos adelante.<br />Aceves iba dando indicaciones en lo que Jorge Morales y Miguel Ángel boxeaban tres rounds: era el tercer hombre en el cuadrilátero.<br />Luego, cuando ya se han cumplido las otras fases del entrenamiento con pera fija y costal, y González ya está en la regadera, Gerardo Aceves explica cómo encuentra al superligero:<br />—Miguel no sabe dar paso atrás. Queremos que tenga buen juego de piernas, bastantes desplazamientos en círculo, la guardia bien hecha... También le estoy dando manoplas para darle velocidad y coordinación.<br />—¿Le has encontrado muchas carencias?<br />—Algunas, sí, pero muy notorias, sobre todo en los pies. Te digo que no da un paso atrás, se queda parado.<br /><br /><b>***</b><br /><br />El día no comenzaba en el Margarita. Antes había que ir a correr a los Viveros de Coyoacán, hacia la siete de la mañana. La noche se prolongaba más allá de lo acostumbrado, por el horario de verano. Y las nubes que despertaban con el día mantenían una luz como de atardecer.<br />Hacia las 10 horas, Miguel Ángel se tomó una pausa para hablar de su vida. La cita fue en “El Romano, la casa del campeón”, el restaurante que antes era ostionería y hoy pertenece a los hermanos González. Rostros conocidos atestiguan la charla: James Dean, Elvis Presley, Marilyn Monroe, Madonna, George, John, Paul y Ringo, en carteles dispersos por el local.<br />—Siempre has sido romano, ¿verdad?<br />—Sí, nací en la colonia Roma, en el Centro Médico. Y viví muchos años en la calle Coahuila, entre Jalapa y Tonalá, muy cerca de lo que era el cine Estadio... Para entonces ya habían destruido el cine Roma, que estaba en contraesquina de mi casa.<br />Miguel Ángel no cumplió los nueve rounds de embarazo: se saltó el último. Su madre, doña Rafaela Dávila Portillo, empezó a sentir de pronto fuertes dolores y vio como que algo se iluminaba frente a ella, como si una estrella se le pusiera enfrente. Entonces la tuvieron que llevar al hospital.<br />Por esa anécdota lleva Miguel Ángel en los calzoncillos de pelea una estrella, como amuleto.<br />—¿Cómo era el ambiente familiar?<br />—Siempre fuimos de clase media baja: nunca ocurrió que no tuviéramos para comer. Mi padre, Abel González, tenía dos grúas y trabajaba para agencias de seguros. La verdad es que mi padre pudo ser rico; por su mala cabeza, por los amigos, dejó perder mucho dinero... A nosotros nos tuvo siempre bien.<br />El departamento de Coahuila 106, interior 5, era el refugio de ocho hermanos: seis hombres, dos mujeres. Los juegos en los pasillos se transformaban en equipos de futbol, partidos de tochito... “Mi padre fue buen beisbolista. Era catcher y jonronero. Y quería un hijo pelotero. Nos metió a una liga en la que todos fracasamos. Mi hermano Abel, por ejemplo, se espantó del beisbol una vez que salió un roletazo, él bajó el guante y la pelota le saltó a la cara y lo golpeó. A las canicas no jugábamos.”<br />La Roma era una colonia muy tranquila, no el barrio bravo del que acostumbran salir los peleadores. Quedaban algunos riquillos, y chicos y chicas fresas. En la frontera estaba la colonia de los Doctores. Y más allá, la temida Buenos Aires.<br />—Íbamos al parque Estadio, frente al cine. Ahí estaban los Multifamiliares Juárez; y en un sótano, había un gimnasio.<br />El ring de ese gimnasio era aprovechado por los alumnos de la primaria Benito Juárez para el juego de “las luchitas”, que continuaba la fascinación por las películas de luchadores enmascarados que proyectaban en la televisión. La vanguardia la formaban los de sexto año; atrás venían los más pequeños. El solitario gimnasio se llenaba de pronto de pequeños que pedían permiso a los entrenadores para sus batallas en el desierto. Cuando los más grandes terminaban sus confrontaciones míticas, subían al cuadrilátero los menores.<br />Cierta vez, cuando el barullo menguaba, se le ocurrió a uno de los entrenadores, quizá el peso completo Joaquín Rocha, medalla de bronce en México 68:<br />—¿Y por qué no aprenden a boxear? Así le pueden ganar a los otros niños de su salón.<br />Dos luchadores se miraron. Uno se llamaba Alejandro. El otro Miguel Ángel. Estaban en cuarto año de primaria.<br />—Bueno —dijo Alejandro—, podemos venir por las tardes.<br />—Sí, está bien —comentó después Miguel Ángel—, pero mejor no decimos nada a nuestros papás.<br /><br />***<br /><br /><div>La realidad no fue lo fantástica que prometía. Cuenta Miguel Ángel González Dávila: “Uno piensa que al entrar al gimnasio vas a pegarle a la pera y el costal, y no ocurrió: nos pusieron a dar pequeños saltos en un cuadrito, a caminar... Me aburrí y dejé de ir”.<br />Las pasiones verdaderas —el futbol, sobre todo— llamaron al olvido al deporte de los golpes. De la primaria Benito Juárez —de no tan ilustre memoria: ahí se encontraron de niños Luis Echeverría, José López Portillo y Arturo Durazo Moreno—, el Mago saltó a la secundaria Sor Juana Inés de la Cruz, a unos pasos de La Ciudadela.<br />En esa época ocurrió el reencuentro con el boxeo... vía la televisión. Era 1984. Miguel Ángel tenía entonces 14 años de edad. Se había anunciado, con insistencia, la pelea entre Tommy Hearns y Marvin Hagler. Entre hermanos asumieron un juego:<br />—Yo soy Hearns, tú Hagler —propuso Fernando, el mayor, a Miguel Ángel.<br />Y había que esperar el resultado: primer round, segundo round, tercer round... ¡Nocaut! “Sentí bonito cuando alzaron a Marvin Hagler y él gritaba que era el campeón... Por ese entusiasmo volví al gimnasio.”<br />Tito Ramírez y Joaquín Rocha recibieron al adolescente. Sin ser peleonero, mostró lo que aprendía en un par de enfrentamientos en la secundaria. El más memorable inicia en el salón de clases con un maestro al que, por su voz que era como un susurro, le decían “El mago de los sueños”. De apellido Villagrán, tal vez. Para intentar escucharlo, Miguel Ángel se acercó a una banca vacía de la primera fila. A los pocos minutos llegó el dueño de la banca, uno de los dos gordos del salón. No era el imponente “come niños” sino el que le seguía en altura y ancho, de nombre Héctor Piña Guzmán.<br />Con señas y en baja voz, el reclamo:<br />—Dávila, dame mi banca.<br />—Espérate que no escucho.<br />—Dámela.<br />—Espérate.<br />—Nos vemos a la salida.<br />—¿Nos vamos a pelear por una banca?<br />—Por esa y por muchas que me debes.<br />Suena la campana... de fin de clases. La pelea está por comenzar. Cada muchacho va seguido por su bolita de amigos. Se encaminan a La Ciudadela.<br />Miguel Ángel quiso hacer del enfrentamiento cosa ligera, y jugó con Piña dando saltitos... Hasta que el gordo lo alcanzó con un volado de derecha en el rostro que casi lleva al futuro campeón al nocaut. Entonces Miguel Ángel se recupera y despliega sus habilidades como púgil: recto de derecha y un diente menos.<br />—¡Va! —grita Piña, para que la pelea siguiera.<br />Izquierdazo, otro diente flojo. Nocaut técnico indudable. Al ver al gordo tan maltrecho Miguel Ángel se preocupó de que lo fuera a acusar.<br />—Oye, no le vayas a decir a tu mamá.<br />—No, no te preocupes, el tiro fue derecho.<br /><br />***<br /><br />Pocos sabían que Miguel Ángel González asistía al gimnasio de los multifamiliares Juárez. “Me daba pena decir que practicaba el boxeo, o aparentar que era boxeador.”<br />Se entrenó silenciosamente y llegó su debut como amateur en una arena de Azcapotzalco. Estamos a finales de 1984 o principios de 1985. Por cuestiones de organización Miguel Ángel no tenía rival de su peso, y lo pusieron con un tipo mal encarado, alto y fuerte. A éste llegó alguien y le preguntó:<br />—¿Con quién vas a pelear?<br />—Con este niño —respondió, señalando a Miguel Ángel.<br />En la mente del muchacho aparecieron entonces las discusiones familiares.<br />—¡Cómo permites que tu hijo siga en el boxeo! —decía la madre.<br />—Déjalo, mujer, a la primera se va a desencantar.<br />Esto pensaba el muchacho mientras lo encaminaban al cuadrilátero. “Y gané. No llegamos al tercer round. Me gustó.”<br />Peleó como peso mosca... hasta que el 19 de septiembre, como a las 7:19, Miguel Ángel estaba en clases en la preparatoria número 6 de Coyoacán cuando el edificio se empezó a mecer. El terremoto tendría consecuencias en su carrera pues dañó el gimnasio de sus inicios. Casi un año olvidó los guantes. Cada tanto, Joaquín Rocha le insistía para que siguieran juntos. Buscaron nuevos gimnasios mas nunca se pusieron de acuerdo... Pasó el tiempo.<br />Aquí hace su aparición, en la historia de Miguel Ángel González, el tío. Ya es cuento viejo: encontró al sobrino dándole a una almohada como si fuera costal, le dijo que tenía unos amigos que entrenaban peleadores, lo llevó a los baños Granada y dejó que se presentara él solo ante Pancho Rosales.<br />—Señor, quiero entrenar.<br />—¿Sabes caminar?<br />—Sí, ya he peleado varias veces.<br />Sigue Miguel Ángel: “Salía de la escuela, hacía la tarea y me iba a los Granada... Regresaba noche a mi casa”.<br />El establo en pleno se cambió de pronto al gimnasio México, a la vuelta de la Arena México. “Salí campeón en varios torneos, y me encaminaba al debut como profesional”, dice.<br />El hijo de Pancho Rosales, de nombre Carlos, le había dicho:<br />—Vas a debutar en Coatzacoalcos.<br />—¡Órale!<br />Pero antes ocurrió una llamada telefónica que daría nuevo sentido a su carrera.<br />—Soy Vicente Torres, entreno a la selección olímpica. Quiero verte en el Comité Olímpico Mexicano. ¿Puedes ir mañana?<br />—Claro, sí, don Vicente. Ahí estaré.<br />Fue el llamado del Borrego.<br /><br />***<br /><br />Aparece así para Miguel Ángel González el camino olímpico. Por él habrá de llegar a Seúl 88.<br />En el Comité Olímpico fue recibido por Vicente Borrego Torres y los que serían sus compañeros: Guillermo Tamez, el Gitano Rodríguez, José de Jesús García, Martín Aramillas, Mario González, Benjamín Falcón... Primer torneo internacional: medalla de bronce. En vía ascendente siguieron las victorias. En una de esas se enfrentó con Gabriel Ruelas. “Le di una tranquiza”, dice. Y siguieron también los viajes: Colombia, Venezuela, Cuba, con medallas de oro, plata y bronce. ¿El final natural eran los Juegos Olímpicos?<br />—Estás muy joven —le dijeron—, te falta experiencia.<br />Mas las fórmulas fallaban: le faltaba experiencia, sí, pero ganaba medallas; los otros tenían esa experiencia, pero no medallas. “Si no hubiera ido a Seúl siento que me habría decepcionado del boxeo.”<br />Ante las dudas, don Pancho Rosales fue hábil y acudió al periodicazo. “Miguel Ángel se ha ganado a pulso su boleto para la Olimpiada”, declaraba a la prensa el viejo mánager. Y la presión tuvo éxito... sin que el boxeador se enterara. De última hora le avisaron que siempre sí iba, y tuvo que bajar de peso. A la primera y única pelea llegó con la salud menguada, y con los jueces prácticamente en contra. El retador era dos cosas: coreano y zurdo. “En el primer round no me vio. En el segundo empecé a sentir los estragos del peso pero nos dimos. En el tercero sólo aguanté. La pelea fue muy pareja. Yo hubiera dado empate.”<br />Pero los jueces vieron triunfar al coreano. Y Miguel Ángel hizo el viaje de regreso a la Ciudad de México pensando que de boxeo ya era suficiente. ¿Los planes? Terminar la preparatoria, realizar los exámenes pendientes... La fama olímpica le dio un bono extra: “Tuve muchas novias, y muy guapas”.<br />Otra vez una llamada telefónica le cambió la jugada.<br />Hay una función en Ciudad Victoria. José Sulaimán quiere que debuten los ex olímpicos. ¿Te programamos?<br />El dilema: ¿hacerlo o no hacerlo?, ¿cerrar la experiencia boxística con unos Juegos Olímpicos en los que fracasó o iniciarse como profesional? Funámbulo, Miguel Ángel pasó varios días entre el sí y el no para el pugilismo. Su madre, sobre todo, creía que era tiempo de cambiar. Las hermanas se agregaron a esta postura.<br />—Si no la haces en el boxeo métete de cómico —sugería la mayor.<br />Miguel Ángel se hizo una promesa: “Sí, me lanzo como profesional, pero si pierdo una me retiro”. El debut fue el 21 de enero de 1989. El lugar ya ha sido nombrado. En los récords que circulan en el extranjero se lee: “Victoria City”. El rival fue Isidro Pacheco. Y todo se definió en cinco rounds, por nocaut técnico. Le pagaron ochocientos mil pesos. Un mes más tarde volvió a pelear en Ciudad Victoria, ahora contra Leonardo Lozada: noqueó en el primer round. Y el dinero se empezó a convertir en una razón más para continuar en los cuadriláteros. El “cuando pierda me retiro” lo ha llevado a 41 peleas ganadas, cero perdidas, y 31 nocatus. Y aún sigue diciendo, siete años después, que si llega a perder pensaría en cambiar de vida, colgar los guantes.<br /><br />***<br /><br /></div><div>Porque mantenerse tanto tiempo victorioso no ha sido fácil. Lo llamaban “el olímpico invicto”. De Ciudad Victoria se fue a Tijuana, de Tijuana a la Ciudad de México, de ahí a Piedras Negras... Sólo dos veces ganó por decisión; en las otras peleas noqueó. Pronto se internacionalizaría. La empresa Top Rank ya le estaba preparando contrato pero Miguel Ángel tuvo problemas con la visa, y unos amigos le consiguieron una pelea en Tokio.<br />Miguel Ángel era oriental, pero de la parte oriente de la colonia Roma. Sus ojos semirrazgados lo hicieron simpático a los japoneses. Lo anunciaron como Tokio Santa. Quizá el “Santa” era porque se acercaban las fiestas de fin de año. El “Tokio” naturalmente era cosa regional. “Pero nunca supe la verdadera historia de por qué me llamaban de ese modo.”<br />Y el 17 de diciembre se plantó en el ring frente al coreano Tae-Bok Yum. A los cinco rounds, Yum se derrumbó.<br />—En un mes te volvemos a programar, quédate en Tokio.<br />—Bueno.<br />Y al mes, el 21 de enero de 1991, lo pusieron con otro coreano: Yung-Yong Lee. Noqueó el Mago en nueve rounds. El 16 de marzo acabó en siete asaltos al indescifrable Tae-Jin Moon, número nueve del mundo en los pesos ligeros. “La gente en las calles de Japón me reconocía, se acercaban a darme las manos, fotografiarse conmigo. Y me iban a ver a las arenas. Además, al ganarle a Moon demostré que ya estaba listo para los grandes peleadores.”<br />Se vislumbraba el título mundial. De ser número 30 en las clasificaciones brinca al doce, luego ocupa el noveno lugar. En México cierra la figura ganándole a fuertes peleadores, y concluye esa primera etapa al pactarse la pelea ante Ramón Marchena, por el cinturón interino del Consejo Mundial de Boxeo. El retador oficial era Darryl Tyson. ¿Quién contra él, Marchena o González?<br /><br />***<br /><br />Si la vida de Miguel Ángel González fuera llevada al cine esa pelea contra Marchena, el 16 de marzo de 1992 en el Frontón México, ocuparía por lo menos un rollo completo, por ser rica en imágenes dramáticas. En las conferencias de prensa Marchena no dejó de insultarlo y amenazarlo:<br />—¡Te voy a noquear! ¡Eres un novato! ¡No tienes nada que hacer conmigo, maricón!<br />Recuerda Miguel Ángel: “Si en la escuela no fui dejado menos lo iba a ser en el ring. Me pedían que contestara a sus palabras, mas yo pensaba: le voy a responder con los guantes”.<br />Ya en el ring, Marchena le escupía al rostro e intentaba el combate corto. Quería que Miguel Ángel perdiera la cabeza y se le entregara. “Lo tiré en una ocasión, y él se burló de mí como diciendo: me levanto y te doy duro.” A la segunda caída Miguel Ángel lo reta:<br />—¡Órale, machito, levántate!<br />Marchena, en la lona, mueve la cabeza para indicar que no puede seguir. Corría el cuarto round.<br /><br />***<br /><br />En la antesala del cinturón mundial de los ligeros, surgió un coro de voces alrededor de Miguel Ángel González.<br />—¡Miguelito, cuídate!<br />O también:<br />—Es tu oportunidad para poder vivir mejor, salir de pobre...<br />Para la pelea contra Ramón Marchena le pagaron 35 millones de viejos pesos, muy por encima de los ochocientos mil que obtuvo por su primera pelea. Miguel Ángel pensaba: “Ya soy rico”. Y lo que ganaría para disputar el campeonato duplicaba lo de aquella noche en el Frontón México... “Con eso podré dar el enganche para un departamento, ayudar a mi familia...”<br />La conquista tuvo que ser doble. Darryl Tyson se había lastimado de una costilla, y Miguel Ángel hizo la petición de enfrentar a uno de los clasificados. Y fue contra el colombiano Wilfrido Rocha, el 24 de agosto de 1992: lo acabó en nueve asaltos... Aunque en el segundo round González besó la lona. “Fue una pelea muy dramática. La gente pensó que ya estaba perdido. Rocha quizá salió al tercer round con la idea de que iba a tratar de recuperarme evitando el intercambio rudo de golpes. Pero no: salí a atacar. Lo tiré en el cuarto round.”<br />Declinaba el empuje de Rocha, las cejas le sangraban... pero Miguel Ángel también sufría: tenía reventada la nariz, estaba peleando con una fuerte hemorragia que le dificultaba la respiración. Sonó la campana que llamaba al descanso. Terminaba el noveno round. El nuevo llamado a la batalla tuvo una sorpresa: Rocha no se levantó. Los de su esquina indicaron que el colombiano se rendía.<br />Y se coronó Miguel Ángel González por el Consejo Mundial de Boxeo. Vinieron las defensas. La primera, con Tyson: el 5 de diciembre. Debía demostrar que merecía estar arriba: fue su tercer triunfo por decisión, en 27 peleas. Las tres que siguieron tuvieron altos grados de dificultad y se resolvieron por la misma vía: contra Bruno Rabanales, Héctor López y David Sample. Así corrieron 1993 y 1994. Para el 95 el empuje de Miguel Ángel se apagaba. Siguió defendiendo el cinturón —lo hizo diez veces— y siguió ganando, pero algo ocurría en su modo de pelear. Él mismo ha reconocido que le costaba dar el peso. “Mi principal rival era la báscula”, resume.<br />Debía convertirse en superligero, pero el campeón a vencer era Julio César Chávez.<br />Su última defensa fue contra Lamar Murphy, el 19 de agosto de 1995. “Aguanté por valentía, fui castigado. No podía defenderme, no estaba bien físicamente. Aún así, dominé en casi todos los rounds. Al final fue cuando sí desmerecí, el cuerpo no me dejaba.”<br />Ganó por decisión. Hubo protestas.<br />Esa pelea lo hizo reflexionar. Y decidió abandonar el título ligero, renunciar a él, y tomar el reto de volverse campeón superligero. Lo que implicaba destronar a Chávez... Tal pelea se fue posponiendo, pues para entonces la tempestad superligera vivía en crisis existencial...<br /><br />***<br /><br />—Y le pediste muchas veces a Chávez que te diera la oportunidad...<br />—Sí, y recibí muchas promesas. Él decía que esa pelea no le convenía económicamente, quizá tenía razón... Mi promotor de entonces no supo explotar mi carrera.<br />—Tú hablabas mucho en la prensa sobre Chávez.<br />—Dicen que el que no habla Dios no lo oye. Incluso en la conferencia de prensa que hicieron en México para anunciar el pleito entre Chávez y De la Hoya los reté a ambos. Les dije que los respetaba pero ya bastaba de andar corriendo...<br />—¿Había una obsesión por pelear con Chávez?<br />—A lo mejor sí porque con ello vendría el título, y sería algo espectacular. Pelear con Chávez o De la Hoya también daba la oportunidad de que la gente me reconociera más, demostrar que puedo con los grandes. En este peso me siento muy bien tanto física como mentalmente, como para poder retar al que sea.<br />—Por lo que ocurrió el 7 de junio, por la derrota de Chávez, te convertiste en el retador de Óscar de la Hoya. Supongo que has estudiado esa pelea, te puede servir para lo que ocurre en enero. Óscar de la Hoya se vio muy superior técnicamente...<br />—De hecho casi no hubo golpes, no apareció el Julio César Chávez que aprieta. Esto quizá por la misma cortada, psicológicamente ya no estás bien. Tengo la impresión de que si Óscar de la Hoya no noquea antes del cuarto o el quinto round, ya no lo hizo. Ahí es donde se empieza a complicar la pelea. Y que obviamente se trata de irle a atacar, no esperarlo. Y empezarlo a preocupar, no dejarlo pensar. Es rápido de manos, pero no es un peleador rápido: tiene ráfagas, momentos. Pelea como amateur. A mí no me impresionó Óscar de la Hoya, para mí esa no fue pelea. Sé que ha madurado. He visto todas sus peleas, y sí me doy cuenta que ha aprendido. Pero no es algo del otro mundo.<br />—El lugar común es que tu defensa es el punto flaco...<br />—Sé que dejé mucho que desear en algunas peleas, en las que sí fui tocado, pero mi rostro está limpio. Me vi mal cuando ya no daba el peso, ahora el momento no es el mismo. En mis 27 peleas no me han cortado, o sólo una vez pero por un cabezazo; sólo con Rocha me sacaron sangre de la nariz. Todo esto habla de que soy un peleador técnico, esa es la verdad. La confianza que me doy es que me conozco como peleador. Sé quién es Óscar de la Hoya pero también sé quién es Miguel Ángel González. No me impresiona mi rival.<br />—Beristáin ha dicho que en esa pelea del 18 de enero peligra tu integridad, que las fuerzas son desiguales...<br />—No me interesa lo que diga Beristáin o lo que diga Carlos Rosales... Este último no me da ni un round. No me interesa. Me conozco como peleador. A Óscar de la Hoya lo tienen como el gran monstruo. Estoy seguro que voy a ganar, no sé por qué vía, pero voy a ganar.<br /><br />***<br /><br />Y no: perdió por decisión. Los jueces vieron así el combate: John Keane dio 117-110, Bob Logist 117-111 y Anek Hongtongkam 117-109. Ofreció González una pelea digna, mas el chico de oro lo controló con una fórmula simple: poderosos jabs de izquierda que le entraban casi francos al mexicano.<br />Un año después pudo quitarse, además, su obsesión por enfrentarse con Julio César Chávez: fue el 7 de marzo de 1998 en la Plaza de Toros México... Estaba en disputa el título superligero del CMB que dejó vacante De la Hoya (cuando decidió subir a welter). Ninguno se lo quedó. El duelo entre Chávez y González fue cerrado, poco espectacular. Y al final de los 12 asaltos los jueces marcaron... empate. Lo memorable de esa noche fue la gran rechifla.</div><div><br /></div><div><b>De puño y letra: historias de boxeadores (2005)</b></div>Alejandro Toledohttp://www.blogger.com/profile/06147563274240311881noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-6652247.post-784327045867953402021-09-16T11:10:00.001-07:002021-09-16T11:10:37.360-07:00<div><div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><a href="https://1.bp.blogspot.com/-bUMwd1goqqA/YUOG_fjj1vI/AAAAAAAAEfo/ZJ1l4xrECkY7TlE7uXrsGZJWTf1DBffsgCLcBGAsYHQ/s940/Bryce%2BEchenique.jpeg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" data-original-height="470" data-original-width="940" height="160" src="https://1.bp.blogspot.com/-bUMwd1goqqA/YUOG_fjj1vI/AAAAAAAAEfo/ZJ1l4xrECkY7TlE7uXrsGZJWTf1DBffsgCLcBGAsYHQ/s320/Bryce%2BEchenique.jpeg" width="320" /></a></div><br /><b><br /></b></div><b>El "malogrado" Bryce Echenique</b><div><br />Lo conocí en abril de 1999, en una mesa redonda de narradores latinoamericanos en la Capilla Alfonsina. Además del peruano Alfredo Bryce Echenique (Lima, 1939), estaban entre otros el paraguayo Augusto Roa Bastos, pequeño y formal, y el chileno Antonio Skármeta, de amplia sonrisa, figura televisiva quizá demasiado histriónica. Cerca de ellos, a la derecha de los asistentes, había un diván, y Skármeta improvisó una ficción en la que veía ahí a don Alfonso Reyes, recostado, en la lectura de alguna obra clásica o quizá dormitando luego de una larga jornada escritural. A Bryce Echenique, de lentes y bigote un poco a lo Groucho Marx, acaso ya algo bebido, esto le causó gracia, y pensó a su vez en don Alfonso, en el mismo diván (pequeño el hombre pero de mano larga), en una entrega amorosa furtiva, y Bryce no dejaba de decir con una voz rasposa que resonaba en la Capilla Alfonsina: “¡No escarmientas, Skármeta, no escarmientas!”<br />Esto escandalizó a algunos, no a quienes lo habían leído, siguiendo en sus novelas la evolución del niño Julius hasta convertirse primero en Pedro Balbuena y luego en el irreverente Martín Romaña, en tres puntos centrales de su trabajo narrativo: <i>Un mundo para Julius</i> (1970), <i>Tantas veces Pedro </i>(1980) y <i>La vida exagerada de Martín Romaña</i> (1981). Es decir, ya en esos títulos se crea la simbiosis que acaso alienta sus antimemorias, la identificación del personaje ficticio con el autor.<br />Entiendo que desarrolló este último proyecto autobiográfico en medio de las tormentas relacionadas con plagios numerosos (para sus columnas periodísticas) y la obtención confusa, por lo mismo (con detractores también cuantiosos), del Premio FIL 2012 de Lenguas Romances, que le entregaron en su casa en Lima, sin testimonio fotográfico, a escondidas, poco antes de que arrancara formalmente la feria del libro de ese año. Todas estas eran situaciones acordes con ese personaje tragicómico que se fue gestando en su literatura. Quizá con ese ánimo o desánimo emprendió las antimemorias, con título y técnica en homenaje a André Malraux (“mezclando [Marlaux], como lo había hecho en sus anteriores obras, lo verdadero y lo imaginario, la experiencia y el sueño, de un modo tal que el lector queda con la tarea de discriminar lo uno de lo otro”), con tres estancias: <i>Permiso para vivir</i> (1993), <i>Permiso para sentir</i> (2005) y <i>Permiso para retirarme</i> (2021).<br />No lo aplica a sí mismo, o acaso lo hace indirectamente, cuando asegura que la fatalidad acompaña a los grandes peruanos a la tumba mucho antes de tiempo, siempre, convirtiéndolos con mucha frecuencia en el “malogrado”: el malogrado futbolista, el malogrado músico, el malogrado maestro… y el malogrado escritor, podría agregarse. Cierra: “Son cosas que los peruanos aceptamos como grandes verdades” (<i>Permiso para retirarme</i>, Anagrama, Barcelona, p. 97).<br />Le ocurrió. Se malogró pero se repuso. O se malogró pero deja obra. Como quiera verse. Es raro que alguien tan original haya recurrido al plagio. El desastre parece acompañarlo siempre, y es parte del personaje, que, por otro lado, él recrea como heredero de la picaresca (tanto en las novelas como en las antimemorias), un junior peruano, hijo y nieto de banqueros, que muy joven hace el viaje a Europa para convertirse en escritor, con tres o cuatro matrimonios y muchas relaciones extraconyugales (igualándose con Casanova, atractivo, según él, para las jóvenes más guapas de Europa), estancias académicas en París, Montpellier, Madrid y Barcelona, y reclusiones en centros de salud mental (como el Frenopático de Barcelona) por aquejarlo la depresión… Le apasiona Stendhal, sobre todas las cosas, aunque también le es fiel a Italo Svevo y Marcel Proust. Éste era el escritor favorito de su madre, quien aprendió francés para leerlo en su idioma original, como preparación al viaje en que conocería sus aposentos.<br />Cuenta: “Nunca olvidaré, por ejemplo, la mañana de invierno aquella en que un amigo nos llevó a la mismísima casa de Proust donde ella se lució narrando de paporreta capítulos enteros de En busca del tiempo perdido, mientras que los demás nos moríamos de frío en aquella casa muy húmeda y sin calefacción alguna” (p. 78).<br />El cierre de las antimemorias es otra vuelta de Bryce Echenique, quizá la última, alrededor de sí mismo. Resuelve la faena con apuntes breves, instantáneas de su vida y retratos de quienes lo han acompañado en el camino, desde aquella comunidad que se creó en la azotea de un edificio de París, en donde se alquilaban los cuartos de empleadas o chambres de bonne, su amistad con Julio Ramón Ribeyro (aquejado por el cáncer y al que describe como “el hombre más flaco que vi en mi vida”), sucesos tragicómicos como aquel que Vargas Llosa bautizó como “El vía crucis rectal de Alfredo Bryce” (transferido a Martín Romaña por medio de la ficción), las presencias femeninas (Maggie, Pilar, Inés…), las mudanzas, los viajes, los recuerdos de infancia (donde rescata a mamá Rosa, la nana que lo crió de niño y que figura en <i>Un mundo para Julius</i>)… con el tope de haber llegado a una “alta edad”, como le dice Elena López Rupay, su hacendosa empleada: “Está usted tan viejo que ya ni se acuerda que dentro de una semana cumple los ochenta años”.<br />Ochenta y dos serán, al escribir estas líneas. Desde ahí vuelve la mirada al pasado, para reírse de sí mismo y de los otros, pues tal ha sido su santo y seña. En algún sentido, su obra es el lado paródico del <i>boom</i> latinoamericano.<br />Hay dos momentos de sus novelas que me parecen significativos para entender a Bryce Echenique y los contextos en que se ha movido. Uno, el primero, ayuda además a cifrar a ese Perú que por estos días, en las últimas elecciones, mostró la confrontación de unos extremos que parecen condenarlo. Me refiero al viaje en auto por la ciudad de Lima que emprende el niño Julius (nacido en un palacio de la avenida Salaverry) con el chofer para llevar a la nana, precisamente, a su casa; desde la ventanilla del coche observa las grandes mansiones de su barrio, paisaje que cambia abruptamente al llegar a las zonas pobres: “Con la oscuridad de la noche los contrastes dormían un poco, pero ello no le impedía observar todas las Limas que el Mercedes iba atravesando, la Lima de hoy, la de ayer, la que se fue, la que debió irse, la que ya es hora de que se vaya, en fin Lima. Lo cierto es que de día o de noche las casas dejaron de ser palacios o castillos y de pronto ya no tenían esos jardines enormes, la cosa como que iba disminuyendo poco a poco” (Editorial Laia, Barcelona, 1979, p. 289).<br />Y: “Pero van saliendo también de ahí y el Mercedes atraviesa toda una zona que no tarda en venirse abajo desde hace cien años y desciende a un lugar extraño, parece que hubieran llegado a la luna: esos edificios enormes, de repente, entre el despoblado y las casuchas con gallinero, son como pálidas montañas y hay una extraña luminosidad, ni más ni menos que si avanzara ahora por un lago seco, dentro del cual el camino se convierte en caminito que el tiempo ha borrado y el Mercedes sufre nostálgico de las más grandes autopistas” (p. 290).<br />El otro momento es cuando Martín Romaña se une, en pleno mayo del 68 en París, a la que él cree es una manifestación silenciosa, e imita los movimientos, las gesticulaciones, que supone parte activa de la protesta… para descubrir, al fin, que sólo se trata de un grupo de sordomudos de paseo por la ciudad.<br />Tal es el humor que suele acompañar, tanto en sus ficciones como en la vía antimemoriosa, a este autor de prosa bien lograda, pero en su vida, a ratos (¡ay!), malogrado, según lo dispone la maldición peruana. Se le diría: “¡No escarmientas, Bryce, no escarmientas!”</div><div><br /></div><div><b>Agosto 2021</b></div>Alejandro Toledohttp://www.blogger.com/profile/06147563274240311881noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-6652247.post-28344320975676986412021-07-06T05:23:00.001-07:002021-07-06T15:03:39.949-07:00<div><div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><a href="https://1.bp.blogspot.com/-7SzX8eXxaHI/YORIVMcDsVI/AAAAAAAAEdU/0S4ef3ZDUp8rbESCl9S-kA54LDO99E1HgCLcBGAsYHQ/s1179/Salvador%2BElizondo%2By%2BLeonora%2BCarrington.jpg" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" data-original-height="778" data-original-width="1179" src="https://1.bp.blogspot.com/-7SzX8eXxaHI/YORIVMcDsVI/AAAAAAAAEdU/0S4ef3ZDUp8rbESCl9S-kA54LDO99E1HgCLcBGAsYHQ/s320/Salvador%2BElizondo%2By%2BLeonora%2BCarrington.jpg" width="320" /></a></div><br /><b><br /></b></div><b>Los universos imaginarios</b><div><b>de </b><b>Salvador Elizondo y Leonora Carrington</b><div><div><br /><b> 1.</b> Como lo constatan sus cuadernos, en los que escribía tanto diarios como noctuarios, para Salvador Elizondo (1932-2006) la escritura fue siempre un ejercicio de persistente experimentación. Si en los libros publicados tuvo la tendencia hacia la depuración y la síntesis, en los cuadernos iba de aquí para allá, se dejaba ir, hacia donde la pluma lo condujera, como si se tratara, a lo Nerval, de una segunda vida, de la que a veces extraía algunos momentos que podrían saltar a la obra. Pero no: era, más bien, una forma diferente de abordar la experiencia creativa, con menos reglas y más libertad, una corriente paralela, sin el fin inmediato de que aquello se transformara en “literatura”… aunque con la posibilidad de que en el futuro, cuando sus relaciones con el mundo hubieran terminado, esos cuadernos pudieran ser mostrados.<br />En uno de sus noctuarios apunta: “Siempre he soñado y deseado tener un laboratorio. Un laboratorio de utilidad imprecisa que sirviera, esencialmente, para hacer ‘experimentos’”.<br />Más allá de las herramientas a la mano en su estudio (los cuadernos, las hojas sueltas, la pluma fuente, la máquina de escribir), ese laboratorio fue mental o textual y creó, por ende, una serie de hallazgos que tuvieron esa misma consistencia, quedándose en lo que Da Vinci llamó la “cosa mentale”. El texto mismo era para Elizondo un mecanismo, las palabras y los otros elementos (comas, puntos, comillas, letras altas o bajas) funcionaban como engranes que debían tener una correcta disposición para adquirir vida o movimiento. Puede uno imaginarlo como el doctor Frankenstein afinando una página y al final celebrar el resultado con el frenesí del actor Colin Clive en la cinta clásica: “¡Está viva, está viva!”<br />Javier García-Galiano tiene en la editorial Ficticia, a lo Borges, una suerte de biblioteca personal a la que llamó El Gabinete de Curiosidades de Meister Floh, que cuenta ya con una buena nómina de autores, entre los que están, de los más cercanos, Francisco Tario, Juan García Ponce y Gerardo Deniz, o Sir Thomas Browne y Charles Lamb, de los extranjeros. Para esa serie armó García-Galiano el tomo <i>Mecanismos mentales: muestrario de máquinas, sistemas, ciudades, museos y objetos imaginarios</i> (2021), antología que revisa tanto la obra establecida por Salvador Elizondo como lo hallado en las versiones hasta ahora disponibles de los diarios y los noctuarios.<br />Y del muestrario surgen piezas conocidas, como el instrumental quirúrgico del doctor Farabeuf o su conversión con fines de tortura, como otras un tanto extraviadas, y que configuran, en conjunto, un filo que testimonia una línea de la creación elizondiana en la que ciertos aspectos de la ciencia encuentran un cruce inesperado con la imaginación: el pensamiento racional como punto de arranque y el pensamiento irracional, o poético, como punto de arribo, en una ecuación interesante.<br />Saltan del muestrario máquinas del tiempo, mágicas o para soñar, la estatua de Condillac (que interpreta la danza de las sensaciones puras, sin sujeto que las experimente), el cronotatoscopio o “cámara de Moriarty” (con el que puede uno asomarse a la Historia, observarla e incluso ser parte de ella), el anapoyetrón (que extrae energía de los poemas) o un pequeño aparato chino que permite leer la mente…<br />Curioso: este último artefacto tiene ya consistencia real en la interfaz cerebro-ordenador (brain-computer interface, BCI) desarrollada por la Universidad de Columbia; y se habla incluso de un aparato similar, de la empresa Neuralink, que está siendo probado en los cerdos. En su texto, refiere Elizondo esa compra y dice: “No me he atrevido a probarlo. El que me lo vendió me asegura que es lo más adelantado que hay en el mercado. Improvements will come, of course. Es difícil imaginar que alguien llegue a dominar el lenguaje de esas señales tan rápidas y tan sintéticas con los instrumentos electromecánicos asiáticos de los que nos servimos para destilar y para aislar la escena última de una idea esencial aunque en el orden de las cosas cotidianas no signifique nada”.<br />La reunión de textos elizondianos con este enfoque del armado de artefactos imaginarios configura otra manera de acercarse a sus trabajos. Su escritura siempre fue especulativa. El “¿recuerdas?” de <i>Farabeuf o la crónica de un instante</i> (1965) se queda instalado en el chip de sus lectores para referir asuntos a medio camino entre el pasado efectivo y la imaginación. El énfasis en esta ocasión está en la posibilidad de creaciones con existencia física, palpable, descubrimientos que de realizarse significarían un alto logro para la humanidad (como el lector de pensamientos), y a la vez maquinarias imposibles cuya concreción es más bien metafórica, como el anapoyetrón, ya mencionado arriba, texto que, entre otras cosas, rinde tributo a la figura de Stéphane Mallarmé. ¿Cuánta energía hay contenida en un verso mallarmeiano?<br />En el cuento “Anapoyesis”, el profesor Pierre Emile Aubanel se propone relacionar la termodinámica con la poesía a partir de este principio: “Todas las cosas que componen el universo son máquinas por medio de las cuales la energía se transforma y todas contienen una cantidad de energía igual a la que fue necesaria para crearlas o para darle el valor energético que las define como cosas individuales, diferentes unas de otras en tanto que cosas, pero idénticas en tanto que cantidades de una misma cosa: la energía”.<br />Construye así el anapoyetrón, un reactor nuclear conectado en circuito con un oscilador encefalocardiográfico que registra la actividad intelectual y emotiva en forma de ondas, cuya efectividad radica, no obstante, en la novedad del poema, puesto que su energía se gasta, dice Aubel, con el tiempo, con la lectura. Por lo que “la máxima expresión dinámica reside en los poemas que nunca nadie ha visto, en los que guardan intacta la energía que les da forma”.<br />Esa es el motivo por la cual el científico se instala en la casa que habitó Mallarmé, en busca de un poema desconocido del Maestro que ponga a prueba su aparato. Lo que debió suceder, puesto que una descarga de enorme potencia, producida en su laboratorio, según un cable de la agencia AFP, provoca la muerte de Aubel.<br />A la ciencia ficción se le denominó en su momento literatura de especulación científica, pues proponía nuevos escenarios para el futuro. En Elizondo el universo científico le sirve de otra manera, para llegar a la poesía con el instrumental más concreto. Quizá es un poco aquello del paraguas y la máquina de coser en una mesa de disección: de la unión de elementos en apariencia contrarios surgen historias extraordinarias.<br /><br /><b>2.</b> Leonora Carrington (1917-2011) fue una narradora precoz. A los veintiún años publica en Francia el relato <i>La casa del miedo</i> (1938) y a los veintidós el pequeño volumen de cuentos <i>La dama oval</i> (1939), ilustrado con collages de Max Ernst. Si hemos de dar por buena la fecha exacta que aparece en “La debutante”, el primero de mayo de 1934 fue su presentación en sociedad ante la corte de Jorge V. Cuatro años después se habrá de activar su rebeldía y su fuerza creativa, ante el previsible azoro de sus familiares. En esa narración para asistir a la fiesta de las debutantes una joven hiena se hace pasar por la joven, disfrazándose con el rostro de una criada, cuyos restos comerá para no dejar rastros del homicidio.<br />Estos <i>Cuentos completos</i> (FCE, 2020, traducción de Una Pérez Ruiz) me llevan a revisar su historia editorial entre nosotros. De 1965, en la colección Alacena de la editorial ERA, es la traducción de Agustí Bartra a <i>La dama oval</i>, con siete collages originales de Max Ernst, un bello volumen para coleccionistas. Pese a que Leonora Carrington vivía entre nosotros, con una vida pública activa tanto en el grupo de Poesía en Voz Alta como en el desarrollo de su obra plástica (en cuadros y esculturas), quizá esa veta suya de narradora no fue muy conocida.<br />En los cuentos, que califica como “únicos”, Bartra encuentra una formidable inocencia; los relaciona con las alucinaciones de Hieronymus Bosch; y los siente más cercanos a Hans Christian Andersen que a Lautréamont o Gerard de Nerval. De un Andersen, dice, que hubiese heredado de la Alicia de Lewis Carroll, del aguijón de Swift y del Blake de <i>Los cantos de inocencia</i>. “Cuentos éstos de metamorfosis donde palpitan tres de los grandes mitos modernos: el alma, lo inconsciente y la poesía. Todo habla en ellos, naturaleza y bestias, y los hombres, más que los leones, son los que rugen”.<br />Ahora que cotejo las traducciones de Bartra y Una Pérez Ruiz noto una diferencia significativa en el relato que uno titula “El primer baile” y ella “La debutante”, y es precisamente la fecha, pues en Bartra se coincide con el día pero no el año, que en la edición de ERA no existe. Es sólo un primero de mayo; no el primero de mayo de 1934, corrección que la misma Leonora Carrington habrá agregado posteriormente.<br />Según la nota editorial para los <i>Cuentos completos</i>, la recopilación se basa en dos ediciones estadunidenses: <i>The House of Fear: notes from Down Bellow</i> y <i>The Seventh Horse and Other Tales</i>, ambas de 1988. Esos mismos tomos son los que tradujo Francisco Torres Oliver para la editorial española Siruela, como <i>Memorias de abajo</i> (1991) y <i>El séptimo caballo</i> (1992), y que en México tuvieron su réplica, si no me equivoco (pues no tengo esos ejemplares para corroborarlo), en Siglo XXI.<br />La traducción de Bartra es anterior a que Leonora Carrington estableciera sus textos para la recopilación de los Estados Unidos, por lo que es normal hallar algunas variaciones. Y la misma autora, además, apoyó a Una Pérez Ruiz para dar con las fechas aproximadas de escritura de sus cuentos y le proporcionó tres textos antes no publicados: “El camello de arena”, “La mosca del señor Gregory” y “Jemina y el lobo”.<br />Como ocurre con la obra plástica, el universo narrativo de Leonora es uno y múltiple. No es difícil encontrar un estilo, que permanece en los textos tempranos y en lo que siguió, como seña de identidad. Siempre es ella, con sus animales y sus símbolos. La “inocencia” a la que se refiere Bartra permanece, mas no es, dicho sea en términos gruesos, una inocencia cándida, sino una suerte de vía de arribo para llegar a lo maravilloso o lo fantástico. Es acaso la mirada infantil la que permanece, cargada de una enorme riqueza en cuanto los significados e incluso alimentada por mitos y leyendas que parecen antiguos y a la vez personales, y en este sentido originales. Es una mirada infantil compleja, poderosa, que navega entre el sueño y la pesadilla.<br />Lo expone así Fernando Savater en el prólogo a una de las ediciones de Siruela: “Sus cuadros y sus relatos conservan una cándida lozanía que nos permite recuperar, más allá de los adocenamientos y los malos mimetismos, el empuje liberador que debió caracterizar en su día al mejor surrealismo. Delirante y sensata, mórbida y saludable, caracolea con la crin al viento en cada línea, en cada pincelada”.<br />Hay siempre una zoología en la que persisten gatos y caballos; es continúa la aparición del número siete; puede verse a un ciprés corriendo o un a hombre que riega todos los días a su esposa para mantenerla viva, es común encontrar ahí a reyes y doncellas… Sus protagonistas son entrañables desde sus nombres: Virginia Pelaje, Engadine, Ferdinand, Cyril de Guindre, Thibaut Lastre, Panthilde, Drusille, Juniper, Arabelle Pegase… Y, claro, hay una gran imaginación plástica. Dos ejemplos de esto último: “Estoy tan triste, Eleanor, tan triste, que mi cuerpo se ha vuelto transparente de tantas lágrimas que he derramado”; y: “Su cuerpo era blanco y estaba desnudo; le salían plumas de los hombros y alrededor de los pechos. Sus brazos blancos no eran alas ni brazos. Una mata de pelo blanco caía sobre su cara, de piel como mármol”.<br />Son descripciones que podrían volverse cuadros. Por ello, la edición del FCE incluye un pliego en couché con reproducciones en color de la obra gráfica alusiva al orbe narrativo.<br /><br /><b>***</b><br /><br />Me pregunto, al fin, qué resulta de esta unión inesperada entre Salvador Elizondo y Leonora Carrington, más allá del encuentro de sus libros en la lista de novedades. Dos imaginaciones a la vez delirantes y contenidas; dos universos personales extensos y, por lo mismo, diferentes. El paraguas y la máquina de coser se asientan, en el primero, en una mesa de disección, junto con el instrumental quirúrgico del doctor Farabeuf; y, en la segunda, son parte del decorado en un castillo que habitan hienas parlantes, jóvenes debutantes y caballos.<br /><div><br /></div><div><b>Junio 2021</b></div></div></div></div>Alejandro Toledohttp://www.blogger.com/profile/06147563274240311881noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-6652247.post-60907971277741379102021-05-21T18:23:00.001-07:002021-05-23T09:47:58.651-07:00<div><div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><a href="https://1.bp.blogspot.com/-iGBtzoJsLqA/YKhbtpKRMPI/AAAAAAAAEbc/oXph2G7xUE4BDFC9CFAuwVaCws-Dw4AlgCLcBGAsYHQ/s750/18274761_1682549248716327_9141207331886770067_n.jpg" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" data-original-height="517" data-original-width="750" src="https://1.bp.blogspot.com/-iGBtzoJsLqA/YKhbtpKRMPI/AAAAAAAAEbc/oXph2G7xUE4BDFC9CFAuwVaCws-Dw4AlgCLcBGAsYHQ/s320/18274761_1682549248716327_9141207331886770067_n.jpg" width="320" /></a></div><br /><b><br /></b></div><b>Gerardo de la Torre: un tigre bien acompañado</b><div><br /></div><div>Quisiera, primero, señalar la dificultad de ubicar la obra de Gerardo de la Torre (Oaxaca, 1938), no en un sentido profundo sino en cuanto a la localización de sus libros en una biblioteca personal. La mía, en este caso. Supongo que esto es algo que los bibliotecarios tienen resuelto, yo no. La complicación es esta: ¿deberé colocar sus títulos en la “d” de De la Torre o en la “t” de Torre? En el primer caso, en mi pequeña biblioteca de autores mexicanos, estaría entre Cipriano Campos Alatorre, un personaje algo olvidado del ciclo de la literatura de la Revolución mexicana, con el que podría tener algunos rasgos en común (en su apego al realismo), y Salvador Elizondo, prosista cuidadoso, como lo es también Gerardo de la Torre.<br />Pero no. Al buscar ahora sus libros, en la preparación de esta semblanza, los hallé en la letra “t”, entre Francisco Tario, el escritor fantástico, y Julio Torri, otro prosista de primer nivel… que es un punto, aquí reiterado con los casos ejemplares de Elizondo y Torri, por el hecho simple de hallarse sus textos cercanos en la biblioteca casera a los de Gerardo de la Torre, hipotéticamente en el primer caso y en la realidad en el segundo, un punto a señalar. Lo dice Vicente Leñero: “A fuerza de talacha, de pulmón, de hígado, [Gerardo de la Torre] se convirtió pronto en un vibrante narrador, de prosa punzante como barreno, ansioso de experimentar cuando era urgente encontrarle a la forma y a las estructuras de los textos las curvas maliciosas con las que se obliga al lector a abanicar un <i>strike</i>”.<br />El <i>strike</i> en el apunte de Vicente Leñero, lo digo al paso, refiere una afición compartida entre Leñero y Gerardo de la Torre, la del beisbol, que los llevó a compilar en 2005 la antología <i>Pisa y corre: beisbol por escrito</i>.<br />El lector de Gerardo de la Torre, para Leñero, tiene el turno al bat y en la lomita está el mismísimo autor, quien prepara sus curvas maliciosas o sus rectas inequívocas, pues no limita sus recursos, y que en efecto fue pítcher en la liga petrolera. La afición deportiva crea esta metáfora de la lectura como un asunto que ocurre en el diamante, y también podría haber tomado otro rumbo, el del boxeo, que De la Torre conoce bien y del cual es, por lo menos en cuanto ejercitación, no un peleador consuetudinario sino practicante. Practicante de los ejercicios relacionados con el boxeo, digo: le gusta plantarse frente al costal de tamaño medio que cuelga, entre una habitación y otra, en su departamento de la colonia Narvarte, a tirar golpes rectos y curvos.<br />No sabría en ese caso qué habría dicho Leñero en cuanto a las habilidades prosísticas de Gerardo de la Torre vista su escritura como un <i>match</i> de boxeo, en su opinión de qué modo las estrategias para vencer al rival habrían afectado a los lectores; pero sí conocemos el saldo final, con la victoria del autor, no siempre por nocaut pero sí, en la mayoría de las veces, por decisión unánime. Un récord limpio: sin empates ni derrotas.<br />Yolanda de la Torre compiló en 2013 un volumen en homenaje a su padre por sus 50 años dedicados a la literatura. De ahí tomé la cita de Leñero, quien señala tres puntos esenciales para él en el conocimiento de Gerardo de la Torre; los comparto: dice que se le admira como prosista, se le reconoce como maestro de jóvenes y adultos, y se le quiere entrañablemente como amigo.<br />Otro retrato de ese tomo es el de Humberto Musacchio, quien recuerda haber conocido a Gerardo de la Torre en las oficinas de la <i>Revista Mexicana de Cultura</i>, suplemento del diario <i>El Nacional</i>, en marzo de 1969. Sus credenciales lo impactaron: asistente al taller de Juan José Arreola, becario del Centro Mexicano de Escritores, militante del Partido Comunista, obrero petrolero en la refinería de Azcapotzalco y, además, beisbolista.<br />Dice Musacchio que para quienes habían vivido el movimiento estudiantil de 1968 De la Torre representaba al ciudadano del futuro que había esbozado Carlos Marx, pues era obrero, intelectual, deportista y amante del arte. “Un productor de plusvalía, sí, pero que se tomaba sus tragos —como todos los obreros— y sabía divertirse sin perder la sencillez, pese a la complejidad inherente a su múltiple condición”.<br />Y ofrece Musacchio este paisaje: “Éramos parte de una generación iconoclasta, la primera que disfrutó de la libertad sexual gracias a los anticonceptivos. Bebíamos en cantidades oceánicas, el rock era nuestra música y quien más quien menos había probado la mariguana y otras yerbas. Estábamos fascinados con <i>Rayuela</i>, <i>La ciudad y los perros</i> y <i>Cien años de soledad</i>. Leíamos y discutíamos con pasión a las figuras del Ateneo y a los novelista de la Revolución, a Rulfo y Fuentes, a Arreola e incluso a Yáñez, pese a que era el secretario de Educación del Chacal. Escuchábamos hablar a los mayores del estridentismo y sus actores, aunque poco los leíamos porque entonces no era fácil conseguir sus obras. Le poníamos remilgos a los Contemporánes, pues, ignorantes de que la gente tiene que ganarse la vida, los veíamos como típicos intelectuales al servicio del poder y no le perdonábamos a Salvador Novo su adhesión al gobierno criminal de Díaz Ordaz”.<br />Tal es el piso cultural de esa generación. El asunto del 68, como experiencia libertaria y trauma común, está también en la base de la obra de Gerardo de la Torre. Recuerdo haberme acercado a él cuando Marco Antonio Campos y yo preparábamos una antología de <i>Narraciones sobre el movimiento estudiantil de 1968</i> (1986). Hicimos consultas y aquí y allá en busca de relatos importantes sobre el tema. Poniatowska me dijo: “¡Cómo van a hacer una antología de lo que no existe!” Pero algo había. Y ahí, entre otros materiales conseguidos (de José Revueltas, Juan Tovar o Guillermo Samperio), andaba “El vengador”, de Gerardo de la Torre, publicado en el volumen homónino, en la Serie del Volador, de Joaquín Mortiz, en 1973, relato doloroso que trata de los efectos anímicos de la matanza.<br />De ese cuento transcribo esta escena de cómo se vivió el 2 de octubre de 1969 en la Plaza de las Tres Culturas: “Venían en grupos de dos y tres, enlutadas, silenciosas, algunas arrastrando niños, y todas con veladoras y flores en las manos. Varios policías, con los fusiles tendidos como barreras, se adelantaron para detenerlas, pero un sargento los hizo retroceder. A una orden, los hombres formaron una fila en torno a Relaciones y a la plaza, pero dejaron espacio para las veladoras. Las mujeres, mirando hacia ninguna parte, hacia adentro tal vez, avanzaron y, al llegar a la terraza, se arrodillaron y encendieron las veladoras. Los policías miraban con curiosidad, pero sin emoción, como un grupo de monos en la ópera. Una de las mujeres comenzó un padrenuestro y las demás la siguieron…”.<br />Y, claro, al año 68 está dedicada la novela <i>Muertes de Aurora</i> (1980), para Leñero “la mejor novela mexicana que se escribió en torno al movimiento del 68”, que tiene la particularidad de registrar los sucesos desde el punto de vista de los trabajadores petroleros que intentaron sumarse a la protesta.<br />No estoy del todo de acuerdo con Leñero, pues el ciclo del 68, como el de la novela de la Revolución, tiene varios momentos de gran trascendencia literaria, como lo son <i>La invitación</i> (1972) y <i>Crónica de la intervención</i> (1982) de Juan García Ponce, <i>Palinuro de México</i> (1977) de Fernando del Paso y <i>Si muero lejos de ti</i> (1979) de Jorge Aguilar Mora, entre las cuales incluyo, sombría y brillante, <i>Muertes de Aurora</i>.<br />¿Dónde ubicar, pues, a Gerardo de la Torre, protagonista de la literatura mexicana? Mientras no se me diga algo contundente al respecto de principios bibliotecarios (por los que se determine dónde van en orden alfabético los De la Torre, los De Campo o los Del Paso), yo devolveré sus libros, en mi biblioteca personal de autores nacionales, a la letra “t”, entre Tario y Torri, tres tristes tigres bien acompañados.</div><div><br /></div><div><b>Mayo 2021</b></div>Alejandro Toledohttp://www.blogger.com/profile/06147563274240311881noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-6652247.post-35590820275932553432021-04-29T16:50:00.002-07:002021-04-29T16:50:43.031-07:00<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><a href="https://1.bp.blogspot.com/-7TlB3umZePs/YItFHtgrT-I/AAAAAAAAEZo/C6Rq2Jo_n1Qri-hNRHjCOA3NuJMVLPoEwCLcBGAsYHQ/s1221/2._rita_hayworth_fue_la_modelo_para_mariana.jpg.webp" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" data-original-height="1221" data-original-width="980" height="320" src="https://1.bp.blogspot.com/-7TlB3umZePs/YItFHtgrT-I/AAAAAAAAEZo/C6Rq2Jo_n1Qri-hNRHjCOA3NuJMVLPoEwCLcBGAsYHQ/s320/2._rita_hayworth_fue_la_modelo_para_mariana.jpg.webp" /></a></div><br /><div><br /></div><b>Cuarenta años de <i>Las batallas en el desierto</i></b><br /><br /><div>Como se sabe, <i>Las batallas en el desierto</i>, de José Emilio Pacheco, se publicó por vez primera el 7 de junio de 1980 en el suplemento <i>Sábado</i> del diario <i>Unomásuno</i>. Al año siguiente fue incorporada al catálogo de la editorial Era. En una visita a su casa, cuando le presenté a Pacheco mi ejemplar, una cuarta reimpresión de 1984, tomó al instante su pluma atómica y fue a la página 36, donde inicia el capítulo VII. Hoy como nunca, y corrigió el arranque. Decía: “Hasta que un día de los que me encantan y no le gustan a nadie, sentí que era imposible resistir más. Estábamos en clase de lengua nacional como le llamaba al español”; y debía decir: “Hasta que un día nublado de los que me encantan y no le gustan a nadie, sentí que era imposible resistir más. Estábamos en clase de lengua nacional como le llamaban al español”. Los subrayados son míos.<br />La <i>nouvelle</i> empieza preguntando qué año era aquel que surge en la memoria. “Me acuerdo, no me acuerdo.” Al dedicarme el libro, Pacheco me dio, creo, la fecha exacta. Era una doble cortesía, un modo de decir a su visitante que lo conocía bien y sabía incluso en qué año había nacido, a la vez que le proporcionaba una clave de lectura. Escribió: “Para Alejandro esta historia anterior en 15 años a su nacimiento”. A 1963 había que restarle 15, para llegar a 1948, cuando “ya había supermercados pero no televisión, radio tan sólo”.<br />Es la posguerra. Para el impensable 1980 se auguraba, leo, “un porvenir de plenitud y bienestar universales”. Esa década de los ochenta es el extremo, en la línea del tiempo, desde el que se narra la historia. Por eso en la cinta de Alberto Isaac (que a Pacheco, con razón, le pareció atroz) vuelve Carlos en los años ochenta a la Ciudad de México para asistir al funeral de su padre y recuerda, sumido en el tráfico del Periférico, aquel tiempo de su infancia, la época del alemanismo: Miguel Alemán Valdés gobernó del 1 de diciembre de 1946 al 30 de noviembre de 1952.<br />Sigamos haciendo cuentas (aunque los números no son mi fuerte): leo también en la novela que si Mariana viviera en el año 1980 tendría sesenta años. En 1948 tenía, pues, 28 (así ella lo afirma). Y habría cumplido cien en el 2020.<br />Son números que cifran <i>Las batallas en el desierto</i> y nos ayudan, acaso, a descifrarla.<br />Uno es el tiempo y otro es el lugar. Se va de lo general a lo particular: un país, México; una ciudad, entonces llamada oficialmente Distrito Federal; y una colonia, la Roma. Es todo un ejercicio de geolocalización, como si se tratara de un dispositivo móvil, el libro, que nos ubica en la historia con gran precisión: “La calzada de la Piedad, todavía no llamada avenida Cuauhtémoc, y el parque Urueta formaban la línea divisoria entre Roma y Doctores. Romita era un pueblo aparte. Allí acecha el Hombre del Costal, el Gran Robachicos”.<br />Geolocalizador y, a la vez, máquina del tiempo.<br />Encuentro, en este sentido, notables coincidencias con el filme <i>Roma</i> (2018), de Alfonso Cuarón, pues se comparte la misma geografía, aunque la época es otra, los años setenta y el sexenio de Luis Echeverría. Lo similar es que se registran recuerdos de infancia en una recuperación minuciosa, aunque la anécdota central sea distinta: en un caso, el enamoramiento del pequeño Carlos de una mujer mayor, la mamá de Jim, su compañero de la escuela; y, en el otro, la cercanía que logra tener un pequeño con su nana durante el proceso de separación de sus padres.<br />La mirada se ajusta en ambos casos para observar y recuperar, a lo Proust, un tiempo perdido. País, ciudad y colonia son comunes; es el mismo barrio en dos sexenios diferentes (el alemanismo marcado por los enriquecimientos súbitos y el echeverriato por las represiones) y con dos destinos que se cumplen de manera diferente.<br />No sé, por otro lado, si a la cinta <i>Roma</i> pueda aplicarse el término literario <i>bildungsroman</i>, novela de iniciación o de aprendizaje, usualmente referido al nacimiento del interés sexual en los jóvenes y la transición entre la niñez y la vida adulta. Aquí sus parámetros son otros. En <i>Las batallas en el desierto</i> esto es más que claro, lo mismo que en otra nouvelle mexicana (también, curiosamente, de los años ochenta): <i>Elsinore: un cuaderno</i> (1988), de Salvador Elizondo, en las que el objeto del deseo es una mujer mayor. Agregaría, como una variación que me parece significativa, un tercer título: <i>La migraña</i> (2012), publicación póstuma de Antonio Alatorre, en donde el descubrimiento (sexual, erótico) se da no a partir del cuerpo ajeno sino del cuerpo propio. Tres novelas cortas mexicanas que son, las tres, novelas de aprendizaje.<br />En <i>Las batallas en el desierto</i>, la escena central ocurre en aquel día nublado de los que le encantan al narrador: “De algún modo los dos nos sentamos en el sofá. Mariana cruzó las piernas. Por un segundo el kimono se entreabrió levemente. Las rodillas, los muslos, los senos, el vientre plano, el misterioso sexo escondido”.<br /><i>Elsinore</i> también ocurre en la posguerra, entre 1945 y 1946; la mujer de la que el muchacho se enamora es Mrs. Simpson, la maestra de baile. Esto que transcribo aplica a ambas novelas: “La pasión por una sola mujer nunca es más intensa ni más aparatosa, espiritualmente hablando, que en la adolescencia, mientras es uno todavía capaz de desear tan intensamente sin ninguna esperanza de ser correspondido”.<br />En las dos narraciones hay un referente femenino que viene de la pantalla: Rita Hayworth. Y una fuga escolar que es alimentada por el deseo.<br />En <i>La migraña</i>, ya lo dije, se descubre el cuerpo propio, en esta gran epifanía: “Y yo estoy aquí, mis pies fieles y firmes allá abajo, transmitiéndome el don de la frescura mientras el cielo está incendiado de sol, y luego mis piernas, mis rodillas (con los callos que atestiguan las horas que pasamos en la capilla), mi vientre, mi ombligo; y mis tetillas, mis brazos, mis manos teatralmente abiertas; y el sexo allí en el centro, hinchado y erguido. ¡Soy yo! ¡Soy yo! Yo, entero, yo con todo lo que tengo. Me reconozco, me saludo. Mi desnudez me reviste de mí mismo”.<br />Me acuerdo, no me acuerdo: <i>Las batallas en el desierto</i> cumple cuarenta años de haber sido publicada como libro. Así son los ciclos que provoca esta novela, de cuatro décadas cada uno: años cuarenta (lo que se cuenta), los ochenta (desde donde se cuenta), los nuevos veinte (la celebración de una obra)… En pocas páginas resume un tiempo y un lugar con todos sus matices (el México de la posguerra, la corrupción alemanista) en torno a una historia de amor de realización imposible; y da testimonio, a la vez, de la destrucción sufrida y por venir, como si intuyera, en el comienzo de los años ochenta, el terremoto que dejaría en ruinas esta ciudad a mediados de esa década: “Demolieron la escuela, demolieron el edificio de Mariana, demolieron mi casa, demolieron la colonia Roma. Se acabó esa ciudad. Terminó aquel país. No hay memoria del México de aquellos años. Y a nadie le importa: de ese horror quién puede tener nostalgia”.<br /><i>Las batallas en el desierto</i> es un dispositivo no electrónico con funciones de geolocalización y máquina del tiempo; y, además, un libro de presagios.</div><div><br /></div><div><b>Abril 2021</b></div>Alejandro Toledohttp://www.blogger.com/profile/06147563274240311881noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-6652247.post-45602018951221977692021-03-23T08:12:00.003-07:002021-03-23T08:13:29.342-07:00<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><a href="https://1.bp.blogspot.com/-4SReJbC_jTc/YFoCfkpnOOI/AAAAAAAAEYk/NwqnTy0vnFYcdcV6DboSMQhWskRk02WdACLcBGAsYHQ/s940/6039bd8ccbacd.jpeg" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" data-original-height="470" data-original-width="940" src="https://1.bp.blogspot.com/-4SReJbC_jTc/YFoCfkpnOOI/AAAAAAAAEYk/NwqnTy0vnFYcdcV6DboSMQhWskRk02WdACLcBGAsYHQ/s320/6039bd8ccbacd.jpeg" width="320" /></a></div><br /><div><b>Octavio Paz y Carlos Fuentes: una amistad documentada</b></div><br />Si nos asomamos a este libro como quien mira el fondo de una enorme taza de café recién terminada, de la observación de los posos de esa lectura extensa, poco menos de 600 páginas, obtenemos, entre muchas, algunas imágenes memorables: el joven Carlos Fuentes como partícipe de una sociedad secreta llamada “basfumismo”; este mismo novel narrador regañado por su tutor Alfonso Reyes al calificar a <i>La región más transparente</i>, primera novela de su discípulo, no como un libro transparente sino “turbio y feo”; un Octavio Paz petulante que reconoce en público deudas no declaradas o apropiaciones (de Rubén Salazar Mallén y Samuel Ramos) en <i>El laberinto de la soledad</i> bajo el argumento de que “el león se alimenta del cordero”; el poeta deambulando por París entre el matrimonio de los Mandiargues, como si se rigieran los protagonistas, en un novelesco <i>ménage à trois</i>, por las leyes de la hospitalidad de las novelas eróticas de Pierre Klossowski, tercia que se rompe por la aparición inesperada de un cuarto en discordia, el pintor Francisco Toledo…<br />El “golpe de calor”, según entiendo, ocurre cuando se pasa de una temperatura corporal regular a más de cuarenta grados centígrados, como cuando se sale de una habitación climatizada a un exterior veraniego en el norte del país. Lo que provoca <i>Estrella de dos puntas/Octavio Paz y Carlos Fuentes: crónica de una amistad</i> (2020), el libro de Malva Flores, es algo similar, que podría llamarse “golpe de pasado”: de un presente erróneo y problemático, como el que vivimos, en donde efectivamente cada uno es una isla, porque aislados estamos por la pandemia, nos confronta un relato que resume avatares ocurridos en la segunda mitad del siglo XX y disputas o querellas que no está claro si han sido ya resueltas, como aquellas polémicas del echeverriato o el salinismo en torno a la relación de los intelectuales con el poder.<br />Así, encarcelados por la emergencia sanitaria, en los muros de nuestra celda desfila una memoria crítica de un pasado quizá no tan lejano, pues de algunos de sus episodios hemos sido testigos. La autora no acude a su memoria, claro. Parte de lo relatado sucedió cuando aún no nacía o era muy pequeña. Ella vino al mundo en 1961. Se sirve de un impresionante aparato de investigación que incluye tanto la revisión hemerográfica como bibliográfica y consultas a fondos privados (en el país y el extranjero) de correspondencia entre los implicados y sus conocidos. Lo que une a esta vasta recopilación es el hilo de Ariadna de los encuentros y desencuentros entre Paz y Fuentes, transformando la obra no en una relación cronológica que anda a la caza de chismes sino, sobre todo, en una historia intelectual con un tinte final dramático. ¿Cómo es que estos “compañeros de viaje” terminaron sus días en el mundo casi sin dirigirse la palabra, pues se habla de algunos últimos encuentros cordiales en la antesala de un consultorio médico? Se trata de una hermandad quebrada y del largo historial de sus afinidades (numerosas) y sus desavenencias (pocas aunque cruciales).<br />La gran ruptura, que es para Malva Flores en realidad sólo la gota que derramó el vaso, fue la publicación de un ensayo crítico en la revista <i>Vuelta</i>, escrito por Enrique Krauze, quien se propuso desenmascarar a Fuentes, y generó un carnaval o circo de varias pistas, no sólo con dos amigos enfrentados sino cada uno de ellos con una revista de apoyo (<i>Vuelta</i> contra <i>Nexos</i>), foros alternos como el Encuentro “La experiencia de la libertad” (o Encuentro Vuelta) y el Coloquio de Invierno, e incluso con instituciones que los respaldaban (Televisa, para el primero; Conaculta y la UNAM, para el segundo). Dicho sea en términos pugilísticos, fue todo un <i>match</i>. Se habló aun de un duelo, en términos literarios, de lucha libre o nuevamente boxeo, de rudos contra técnicos o pesados contra ligeros.<br /><br /><b>Vidas paralelas… y para leerlas</b><br /><br /><div>La historia de los dos amigos contiene eso y más. La portada, no sé si políticamente correcta, coloca a Paz a la izquierda y a Fuentes a la derecha. La imagen imposible de una estrella de dos puntas deja sueltos el arriba y el abajo, que es acaso el espacio a cubrir o descubrir. La autora ha de buscar afanosamente un punto en el que logre mirar de modo simultáneo a los dos lados, en vidas paralelas, por lo que se acude sin remedio a Plutarco, biógrafo de Alejandro y César, “por la muchedumbre de hazañas de uno y otro”, quien acaso proporciona con un epígrafe el lente adecuado para alistarse a la observación: “Porque no escribimos historias, sino vidas, ni es en las acciones más ruidosas en las que se manifiestan la virtud o el vicio, sino que muchas veces, un hecho de un momento, un dicho agudo y una niñería sirven más para declarar un carácter que batallas en que mueren millares de hombres, numerosos ejércitos y sitios de ciudades”.<br />Vidas paralelas… y para leerlas, en el juego obvio de palabras. Paz tendrá dos encarnaciones en la obra narrativa de Fuentes, una como el Manuel Zamacona de <i>La región más transparente</i> y otra como el Maximino Sol de <i>Adán en Edén</i>, poeta este último, resume Malva, “que distribuía premios y sancionaba a todos los escritores del país, privilegiando siempre a sus colegas del verso por encima de los narradores”.<br />Al libro se le llama “crónica” porque quien lo rige es el dios Cronos. Es el tiempo, sea el tiempo nublado de Paz o el tiempo mexicano de Fuentes, el que gobierna. No se trata de un estudio o un ensayo, sino de una historiografía. Es decir, lo que ata el relato son las vidas paralelas o los relatos cruzados. El espejeo constante en uno y otro destino, aunque sus oficios principales fueran en cierto sentido contrapuestos: uno el poeta, y el otro el narrador. Ambos, en el reloj de la historia, diplomáticos hasta llegar a la cima de esa pirámide burocrática, como lo es el ser embajadores. Y renunciantes, los dos, en momentos clave de la historia patria: la matanza de Tlatelolco, en un caso; y la designación de Gustavo Díaz Ordaz, perpetrador de esa masacre, como embajador de México en España, en el otro.<br />Ambos, además, con una vida muy activa en terrenos fuera de lo literario, constituyéndose en eso que suele llamarse “intelectual”: el ropaje más público de un oficio íntimo y en algunos casos casi secreto. Acá, la obra y la acción van de la mano. Podrían escribirse varias historias con este par de ases; en una se omitirían sus acciones cotidianas y el narrador se centraría en el diálogo de las obras. ¿Cuál es el peso final de sus escrituras? ¿Son equiparables sus logros literarios? En la otra, los libros pasarían a segundo término y se hablaría sólo de sus actuaciones en la vida pública. Quizá, de nuevo, el equilibrio está en lograr un punto de mira en el que estos ámbitos tengan su peso. Es un ejercicio de acrobacia: observar a uno y al otro; observarlos a ambos. Asomarse a sus libros. E intentar que la mirada sea objetiva o neutra.<br />Tal fue el reto. Y tales fueron, me parece, las reglas que la misma Malva Flores se impuso. Ni con dios ni con el diablo. O con ambos. Es una suerte de arbitraje que da valor al libro y a la vez lo limita. No es una “defensa” de Paz o Fuentes. Se expone a ambos, en sus glorias y sus miserias, y se da contexto social a esos momentos con la reacción de aquellos que los circundaban, amigos o discípulos. Es un dúo que se transforma en coro. Fuentes y Paz confrontados entre ellos y juzgados por su entorno, en un vaivén que llega a producir vértigo. Esas son las reglas que la autora fijó para su empresa. Ir de uno al otro, seguirles la pista desde el primer encuentro, cuando eran jóvenes y lúcidos (no ilusos), y verlos discurrir.<br />La base es, pues, el diálogo. Y todo en el libro se vuelve dialógico… Hasta que el diálogo se cancela y quedan sólo los silencios de los protagonistas, por ocasión de la ruptura, y las interpretaciones. Y un ruego trágico, no aceptado, de acudir a la cama del amigo moribundo.<br />Lo que da consistencia al libro, me parece, es el rigor, la búsqueda no a ciegas sino documentada. También el afán de mirar hacia las dos puntas y no “preferir” una a la otra. El intento de ser el justo observador de este espejo doble.<br /><br /><b>¿Una primera traición?</b><br /><br />De un ejercicio así de vasto uno como lector obtiene lo que quiere. Puede ganar el pasmo de encontrarse de pronto con medio siglo o más de querellas intelectuales, con sus pequeñas y grandes miserias, o el recurso de estacionarse en dos o tres episodios que nos resulten significativos.<br />Está, por ejemplo, la identificación del poeta de <i>La región más transparente</i>, Manuel Zamacona, con Octavio Paz, y el posible uso de las ideas de Paz en el <i>Laberinto de la soledad</i> como sustento de la novela… cuestiones sobre las que Paz no se pronunció, en un silencio que Malva Flores interpreta como molestia e incluso una primera traición. Dice: “La celebridad de Fuentes a raíz de la publicación de <i>La región más transparente</i> no fue el motivo de su primer distanciamiento sino, más bien, aquello que Paz vio como una apropiación de sus ideas y hasta de sus palabras”. ¿Dónde vio Paz esto? No veo la cita que sustente este resquemor.<br />En cambio, Alfonso Reyes fue muy directo al expresar a Fuentes su molestia, cuando le escribe: “Ahora bien: no voy a negarte que si yo hubiera conocido el carácter de tu novela cuando me pediste permiso de bautizarla con mis palabras, hubiera dudado en concedértelo, pues siempre hay lectores y críticos malévolos que pueden atribuirte el deseo de lanzarme un sarcasmo; y, sobre todo, yo hubiera preferido que no empeñaras mi frase, aplicándola a un objeto tan turbio. ‘Turbio’, no es censura: tú has querido conscientemente hacer un libro turbio y feo, ¿verdad?”<br />Malva Flores da, además, un valor excesivo a una crítica de Elena Garro en la que ésta afirma que Fuentes toma el estilo del <i>Adán Buenosyares</i>, de Leopoldo Marechal, y lo impone, como en calca, a la sociedad mexicana… cuando es sabido que el modelo de la novela-mural, que Agustín Yáñez y Fuentes aplicaron a la realidad nuestra, en <i>Al filo del agua</i> y <i>La región más transparente</i>, viene directamente del <i>Manhattan Transfer</i> de John dos Passos, a quien se le ocurre realizar novelas con esa técnica al observar, en una visita a México, a Diego Rivera cuando pintaba uno de sus murales en el edificio de la Secretaría de Educación Pública. Además, Fuentes es claro al decir a Carballo que no había leído <i>Adán Buenosayres</i> antes de escribir su primera novela, y que se enteró de esas afinidades justamente al leer el texto crítico de Elena Garro.<br />Quizá se le da peso a esa sospecha (utilizando incluso un fragmento de la novela argentina como epígrafe del capítulo respectivo) para equilibrar el libro por las denuncias, mejor fundamentadas, de quienes encontraron en el <i>Laberinto de la soledad</i> el robo o préstamo de algunas ideas centrales (en lo que ya se mencionó más arriba), cuestión en la que Paz, al asumirse como el lobo que se alimenta del cordero, pareció dar la razón a sus críticos.<br />Los silencios, pues, también son interpretados. A Fuentes se le acusa de no haber reaccionado, décadas más tarde, a la quema de una efigie de Paz en el Paseo de la Reforma. El que calla, otorga, se dirá. Lo que también da pie a una lectura entre líneas.<br />Quizá en el fondo de esta investigación hay una novela o una película oculta, y ésta sería la historia simple de esa amistad, o enemistad, como quiera llamársele. Malva Flores prefiere detenerse en las polémicas y sus oposiciones, que es lo que al fin puede documentarse y donde ella se encuentra más a sus anchas, como ya lo hizo en <i>El ocaso de los poetas intelectuales y la “generación del desencanto”</i> (2010) o en <i>Viaje de Vuelta: estampas de una revista</i> (2011).<br />Si se tratara del cuento de los dos amigos éste iniciaría en 1950 con el joven Fuentes presentándose en la Embajada de México en París con el <i>Laberinto de la soledad</i> bajo el brazo, para conocer al segundo secretario de esa instancia diplomática y autor de ese ensayo deslumbrante. Los seguiría en sus diálogos frescos, la declaración de sus afinidades, la conformación de su fraternidad, los entusiasmos de uno y la reserva del otro por la revolución cubana, el afecto de los apoyos cuando la crisis del 68, los afanes de Paz por hacer una revista con Fuentes y la posible deslealtad de éste al comprometer a nuevos participantes en la empresa… Pero la historia es extensa y lo arduo, incluso en la práctica de resumirla, está en fijar esos instantes y darles el contexto adecuado, sin caer en interpretaciones fáciles o esquematismos. Cifrar cada época y cada paso.<br /><br /><b>La amistad es como las plantas</b><br /><br />Otros emparejamientos: Fuentes seducido por el poder con Echeverría, quien lo nombró embajador; y Paz creyente de las promesas modernizadoras de Salinas de Gortari. Cada punto merecería la exposición de un largo contexto, y en eso es exhaustivo el libro de Malva Flores. A veces la relatoría de las querellas se extiende demasiado, dándoles un peso excesivo a voces secundarias, y entonces los personajes centrales se diluyen.<br />Hay una carta que en la historia íntima de esa amistad es significativa; en ella Paz agradece a Fuentes sus felicitaciones por habérsele otorgado el Premio Cervantes. Es una misiva “al filo del agua”, pues vendrían luego los desencuentros. Dice Paz: “Hace mucho tiempo que tú y yo no hablamos de verdad y llegué a temer que nuestra amistad se hubiese secado un poco. La amistad es como las plantas: hay que regarla a diario. A veces, también, hay que podarla: demasiado frondosa deja de dar flores y frutos. Y mucho sol —un acuerdo total— la marchita. Las diferencias —si se dicen— son un agua milagrosa. Por fortuna, tú y yo no coincidimos en muchas cosas, aunque sí, creo, en lo esencial”.<br />Y cierra: “En fin, la amistad no consiste en tratar de tapar las nubes sino en lograr, por la conversación, que revienten en lluvia y así nos fecunden. ¿No crees?”<br />La amistad al fin se nubló o todo alrededor de ellos se inundó, en un largo naufragio. Y el punto de quiebre fue menos, quizá, la publicación en <i>Vuelta</i> de ese ensayo de Krauze, como el hecho de que Paz no hubiera pensado en advertir a Fuentes de que lo publicaría, como sucedió, en algún momento parecido, en <i>Plural</i>, para que éste tuviera el antecedente y pudiera tomar la decisión de reaccionar o no a la crítica que se avecinaba.<br />Adolfo Castañón le refirió a Malva Flores una conversación que tuvo con el poeta en la que le preguntó si no hubiera sido más amistoso y cortés enviar a Fuentes el ensayo de Krauze antes de publicarlo. Paz nada respondió; guardó silencio.<br />Como disculpándolo, construye Malva este encadenamiento, que marca una suerte de credo en el Paz editor: para el poeta, dice, “la crítica debe realizarse a pesar de la amistad; no se debe confundir la crítica contra una persona con la crítica a las ideas de una persona y, sobre todo, el director de una revista no puede censurar la crítica”.<br />Fuentes, como un caso contrario, contó que cuando era director de la <i>Revista Mexicana de Literatura</i> llegó a sus manos un ataque salvaje contra Octavio Paz y se negó a publicarlo.<br />—Entonces usted no cree en la libertad de crítica y de expresión —le dijo el autor.<br />—En lo que creo es en la amistad —contestó—. Y aquí no se publican ataques contra mis amigos.<br />Acaso dos posturas opuestas en cuanto a las responsabilidades de un editor y los compromisos de la amistad. La forma de esta compleja <i>Estrella de dos puntas</i>, ya lo he dicho, es dialógica, espejeante, confrontativa. Hay idas y venidas; vueltas y revueltas. También queda expuesta la forma de actuar de la sociedad artística, o intelectual, mexicana, en su lucidez y en sus excesos.<br />De eso se trata: de una conversación extensa entre dos amigos, por varias décadas, y de la ruptura, que significó el fin de esa charla. Un silencio coronado por la muerte.<br />El acierto de Malva Flores, me parece, está en el hecho de haber logrado que esa configuración imposible de una estrella de sólo dos puntas se complete.<br /><br /></div><div><b>Marzo 2021</b></div>Alejandro Toledohttp://www.blogger.com/profile/06147563274240311881noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-6652247.post-72657608701946556652021-03-04T08:34:00.004-08:002021-03-23T08:14:00.529-07:00<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><a href="https://1.bp.blogspot.com/-DVBGxJ0k0Fk/YEEMEr_BonI/AAAAAAAAEXw/HG4hkSYqZKEX-zNWDN88y7BjAr_G-dtmACLcBGAsYHQ/s940/6014cb9127456.jpeg" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" data-original-height="470" data-original-width="940" src="https://1.bp.blogspot.com/-DVBGxJ0k0Fk/YEEMEr_BonI/AAAAAAAAEXw/HG4hkSYqZKEX-zNWDN88y7BjAr_G-dtmACLcBGAsYHQ/s320/6014cb9127456.jpeg" width="320" /></a></div><br /><div><b>La musa virtual</b></div>Samuel Noyola<br /><br />El 12 de abril de 2007 Samuel Noyola envió el siguiente poema en un correo electrónico a Daniel González Dueñas con esta nota: “Querido Daniel: me acabo de encontrar tu tarjeta dentro del laberinto de mis papeles. Espero que hayas leído Palomanegra productions. Me interesa tu opinión. Te mando lo más reciente que he escrito. Tú sabes que no escribo mucho. Un abrazo”.<br />El poema no aparece en <i>El cuchillo y la luna</i> (2011), volumen armado por Minerva Margarita Villarreal y Víctor Manuel Mendiola, que recoge <i>Nadar sabe mi llama</i> (1986), <i>Tequila con calavera</i> (1993) y <i>Palomanegra productions</i> (2003). <b>Alejandro Toledo</b><br /><br /><br />Tus pechos erizados apuntando hacia Venus<br />Los libros no leídos que escribo a duermevela<br />El espectro del alma proyectada en mis dedos<br />La órbita terrestre en los nopales elípticos<br />La nada que respira con la nariz de humo<br />El paso treceavo contra la doble A<br />La música de Mozart cantada por un simio<br />Mi muerte adelantada en un sucio periódico<br />El dinero perdido en el Casino Etílico<br />La tarola norteña y la copa de un álamo<br />Los misiles prendidos en el pastel de Irak<br />Mil genes femeninos: 108 del hombre<br />La cámara secreta del fotógrafo ciego<br />La ruleta sin rumbo del taxista perdido<br />El brillo de la Aurora en los ojos de Pedro<br />Un e-mail redactado pa'todas mis hermanas<br />La fuente de la vida que chorrea en el desierto<br />Mis días sandinistas y un amor valenciano<br />Un infante educado por el haz digital<br />Los poemas baratos de un poeta becado<br />Una vaca sagrada en mi patio trasero<br />El laberinto de Escher, las líneas de mi mano<br />Mi madre recostada en una alfombra flotante<br />El litigio del cielo en La Tremenda Corte<br />Un ovni matutino como un disco compacto<br />La pirámide trunca del reino tepaneca<br />Las plantillas cortadas de un cartón reciclado<br />El tic-tac de una bomba en el avión del tiempo<br />Los claveles temblando que aguardan las tijeras<br />El aforismo pobre del filántropo rico<br />El Challenger que vuelve con la raza sisqueada<br />La catarina:<br />joya que posa en la memoria<br />La cara del vacío sin mirada ni dientes<br />Los paneles solares y el panal avispero<br />Un reloj descarado sin sus bigotes crónicos<br />La hoja mariguana como mano bendita<br />Y la piedra del cuarzo como un altar colgante<br />Los orines del gato perfumando su insidia<br />Y el olor del pescado en el mercado púbico<br />El orgasmo en el sueño de la musa virtual.<br /><br /><div><b>Enero 2021</b></div>Alejandro Toledohttp://www.blogger.com/profile/06147563274240311881noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-6652247.post-37863742015957097272021-03-04T08:26:00.003-08:002021-03-23T08:14:12.818-07:00<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><a href="https://1.bp.blogspot.com/-Yg2KMYfkiHQ/YEEKAiakMcI/AAAAAAAAEXo/jQotyaoFWzcieINDkOE7eb0O01H06Rv0ACLcBGAsYHQ/s940/5fcaee6edbe37.jpeg" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" data-original-height="470" data-original-width="940" src="https://1.bp.blogspot.com/-Yg2KMYfkiHQ/YEEKAiakMcI/AAAAAAAAEXo/jQotyaoFWzcieINDkOE7eb0O01H06Rv0ACLcBGAsYHQ/s320/5fcaee6edbe37.jpeg" width="320" /></a></div><br /><div>En busca de Samuel Noyola</div><b>Un jardín más oscuro</b><br /><br />No lo encontraba al mediodía sino muy temprano en las mañanas, cuando yo salía, hacia las 6, a recoger el automóvil, que estacionaba a dos cuadras de mi casa, en un garaje de la calle Mitla, en la colonia Narvarte, para ir luego por mis hijas a El Altillo y llevarlas a sus respectivas escuelas, que estaban en el sur de la ciudad. El trayecto a pie en la oscuridad, de Vértiz (donde aún vivo) a Mitla, era a veces arriesgado. Uno de esos días un tipo me vio a la distancia y empezó a seguirme:<br />—¡Jefe, jefe! —gritaba.<br />Caminaba yo aprisa y el otro también.<br />—¡Jefe, jefe!<br />Fingí meterme a un edificio de Monte Albán, calle paralela a Vértiz, porque en esos trayectos había trabado amistad con el portero, que a esa hora solía barrer. Me quedé en la puerta, escondido, con un dedo suspendido en el timbre del portero, al que llamaría si fuese necesario. Me quedé quieto ahí y el otro, probablemente un ratero, al suponer a la distancia que había entrado, desistió. Entonces, luego de unos minutos, seguí mi camino a la casa de Mitla, donde una anciana y su hija me rentaban un espacio de su garaje para guardar el Tsuru.<br />Según mi blog, el primer encuentro con Samuel Noyola ocurrió en septiembre de 2004. Entonces, en ese apunte, me reservé el apellido del personaje. Transcribo.<br /><br /><b>“El vértigo me hizo mártir”</b><br /><br />Por cumplir obligaciones paternas, mucho tiempo he estado levantándome temprano. No es extraño que me encuentre en la calle a las seis de la mañana; a esa hora camino dos cuadras para llegar a la casa donde guardo el automóvil. Todavía está oscuro y, por lo mismo, debe uno tomar sus precauciones. Voy rápido y evito a los solitarios por temor a que me asalten; no obstante, el paisaje más común a esa hora es el del padre que acompaña a la hija recién ingresada a la preparatoria (adolescente espantadiza), porque las clases empiezan a las siete.<br />El otro día, al doblar la esquina hacia Mitla, vi a la distancia que caminaba por la acera un hombre que llevaba como gorro un pasamontañas, una chamarra de vaquero, de barba y bigotes crecidos a lo Robinson Crusoe. Calculé que llegaríamos al mismo tiempo frente a la casa a la que iba yo por mi coche. Para que esto no ocurriera aceleré el paso, metí la llave, abrí la puerta del garaje... y lo sentí caminar atrás de mí. Algo hizo que me volviera a observarlo y creí reconocer el rostro, visto entonces de perfil y alejándose.<br />Mientras sacaba el auto barajé nombres y caras. Pensé en quienes hace diez o quince años eran considerados jóvenes poetas y creí ubicarlo entre ellos. Recordé entonces un encuentro de escritores en Zacatecas, me parece, donde a la luz de la borrachera este personaje había recitado en una plaza y de memoria (junto con Marco Antonio Campos) el poema “Piedra de sol”, de Octavio Paz. Y, como si apareciera la ficha en el monitor de la computadora, surgieron en mi memoria los pocos datos que tengo suyos: que es de Monterrey y tiene un par de poemarios; que enamoró a Paz, precisamente, cuando se le apareció en la puerta de su departamento y se puso a citar largos versos de sus libros; que éste lo llevó a Vuelta, donde formó parte en un par de números del consejo editorial...<br />Ahora que escribo, puedo precisar que nació en 1964 y es autor de <i>Nadar sabe mi llama</i> (1986) y <i>Tequila con calavera</i> (1993); e incluso he hallado algunos de sus poemas. Estos versos vienen al caso: “Porque desde la firme rosa madre vengo cayendo,/ como abeja en celo volaba vagabundo/ hacia la soledad de un jardín más oscuro,/ caí largo hasta que el vértigo me hizo mártir,/ luego me perdió para siempre el infarto del amor”. En una reseña, Víctor Manuel Mendiola lamentó que no hubiera sido considerado en <i>Prístina y última piedra: antología de poesía hispanoamericana presente</i> (Aldus, 1999), de Eduardo Milán y Ernesto Lumbreras.<br />Esa madrugada enfilé con mi automóvil por Mitla y vi que el hombre se había detenido a descansar en la entrada de un edificio; era, obviamente, un vagabundo. Traía una mochila no grande y un periódico, objetos que en ese momento había dejado en el suelo. Frené, bajé la ventanilla, y le pregunté: “¿Eres Samuel?”<br />A esas horas, cuando la noche no se ha ido del todo y el día aún no comienza, los encuentros parecen irreales. Nos reconocimos. Me habló de una presentación literaria a la que había ido en la Casa del Escritor Refugiado y donde se encontró con los “amigos” (y pensé que debió haber aprovechado para ingresar ahí como “escritor refugiado”). Me pidió cincuenta pesos pero yo traía (no miento) la cartera vacía. Le apunté en un papel mi número telefónico y nos despedimos. Sentí la mano rasposa, era la mano de alguien que vive en la calle.<br />¿Cómo llegó a esa situación? He preguntado y se cuentan de él historias terribles. Por desgracia se peleó con todos y con todas. Acaso no convenga entrar en detalles que surgen de testimonios muy subjetivos, contados desde el punto de vista del que se sintió agredido o embaucado por él. Tampoco me distraigo al evitar su apellido, aunque el lector tiene suficiente información para adivinarlo o indagarlo. Importa el presente del poeta, que de las blancas hojas de la poesía al parecer descendió a la triste condición de quien no tiene casa ni cama donde pasar la noche ni, como diría Rubén Bonifaz Nuño, mujer en que caerse muerto.<br />¿Necesita ayuda? No lo sé. Se le veía tranquilo. Acaso ha ido construyendo esa soledad y la disfruta, aunque esta visión positiva suena tan ilusoria como la compasión a la que se podría llegar muy fácilmente. Fijémoslo así, como está ahora, vagando por las calles y con el estómago vacío, como personaje de Knut Hamsun; quizá de esa manera, por esa vía, llegue a una nueva iluminación, a un segundo nacimiento, y resurja como poeta. Ciérrese, pues, este retrato con un verso suyo quizá esperanzador: “Cuando desperté me llamaba el Sol”.<br /><br /><b>Una verdad, un mensaje, una herencia</b><br /><br />Hasta ahí el apunte de 2004. Pensé no sólo en el autor noruego Knut Hamsun (por sus novelas <i>Pan</i> y <i>Hambre</i> y la <i>Trilogía del vagabundo</i>), sino también en Efrén Hernández, quien como estudiante pobre de provincia llegó a pasar malos ratos en el centro de la ciudad de México y nunca logró vivir en la abundancia; y pensé, sobre todo, en Cipriano Campos Alatorre (1906-1939), quien murió joven y dejó apenas esbozada su carrera literaria. Al reunir lo disperso en el volumen <i>Seis cuentos y un fragmento de novela</i> (1952), los editores de la revista <i>América</i>, Marco Antonio Millán y Efrén Hernández, dieron esta explicación: “El material aquí inserto no es lo único ni lo mejor que este verdadero peón del florecimiento del cuento mexicano produjera, sino sólo la parte de su obra que nos queda, pues él mismo, en algún arrebato de comprensible desolación, y a modo de protesta en contra de un medio impío e inepto, se puso a destruir lo no editado, que fue precisamente lo que empezara a señalar [su] entrada a sus días de realización y madurez”.<br />En el prólogo, cuenta Hernández haberlo visto, muy de pasadita, en la oficina de publicaciones de la Secretaría Educación Pública cuando Cipriano fue a visitar a Salvador Novo. Laboraban ahí, entre otros, Xavier Villaurrutia, Carlos Pellicer y Valerio Prieto, de oficio dibujante, además del propio Efrén.<br />Éste, un distraído natural, no supo de la visita hasta que Novo se le acercó a preguntar:<br />—¿Vio al joven que acabo de salir a despedir?<br />Confesó Efrén que estaba entregado a la lectura e inquirió la razón de la pregunta.<br />—Pues porque es un genio —afirmó Novo.<br />Desde su restirador, don Valerio Prieto intervino:<br />—Ah, caray. Yo sí lo vi. Vestía de negro, se le cayeron al cruzar, unos papeles, y se inclinó a juntarlos. Y… Bueno. No debería uno fijarse en estas cosas; más, lo cierto es que me quedé pensando en los parches de sus pantalones. Pobrecillo.<br />—Pues es un genio —insistió Novo.<br />Y le dijo a Efrén:<br />—Hablamos de usted. Si vuelve se lo voy a presentar.<br />Hasta entonces, Novo tampoco lo conocía. Llegó por propia cuenta y le leyó fragmentos de una novela inédita.<br />No fue necesario que Salvador Novo presentara a Efrén y a Cipriano. Fue éste quien se apersonó horas más tarde en el cuartito en donde vivía Efrén e intentó justificar su intromisión:<br />—Salvador Novo… Hoy… Y yo me tomé la libertad.<br />—Ya, ya sé. Haz el favor de entrar. Casi estaba esperándote. Te invito a que me acompañes a comer.<br />“Desde entonces”, dice Efrén, “fue hablar, hablar y hablar; vagar, leer, crecer, echar raíces, a lo largo de los años que nunca imaginé tan descontados, de su nerviosa y fértil compañía. […] Allí mismo en mi cuarto, en las calles, en los jardines públicos, en su escuela rural de Xochimilco, en el cuarto de él, en los cafés de chinos.”<br />Y así lo describe, en un párrafo que es espejo de muchas historias similares: “Él era todo; una verdad, un mensaje, una herencia. Que —con qué rencor lo digo, y lo recalco— malograron las patas de caballo de la irresponsabilidad y pequeñez de los doctos de entonces. Sin codicia, ni ambición egocéntricas. Abiertísimo de ojos, flaco, de facciones filosas —que no se le iba nada—. Muy trigueño. Siempre el mismo y único traje, remendado, negro verdeante de gastado. No loco ni locuaz; sólo azorado, inquieto, libre en el pensamiento, y acertado y ligero en el hablar. Un tanto fatigado a causa de la intensidad de sus asombros. Y también alicaído un poco —al principio nada más un poco— a cuenta del desequilibrio enorme, en la lucha por lo material, de su inocente soledad, sinceramente sola, en contra de la convención instintivamente encubierta, casi universal, de los indiferenciados; pero él sereno siempre, e inextraíble del camino recto”.<br />Sus alternativas laborales se fueron cerrando. La caída fue notoria. Y un día desapareció. “No para siempre, no. No para siempre todavía.”<br />Lo reencuentra Efrén frente al escaparate de una librería mientras éste hacía cuentas de si le alcanzaba para comprar algún título. Lo percibe lento, extraño, callado, distinto. Caminan un poco. Efrén lo convence de ir a un café… Con lo poco que balbucea Cipriano, logra Efrén armar el cuento de su cerrazón: “Le habían ordenado trasladarse de la escuela rural de Xochimilco a una de un pueblo muy al sur de Michoacán, perdido y en destierro. Ni su reciente esposa, ni su pequeña niña habían podido resistir, sumados, el clima atroz y la miseria. Él mismo había estado muy mal. Las medicinas, el pasaje de retorno de su familia a la ciudad de México, la subsistencia de él y la de ellas, separados. Deudas, desamparo, incertidumbre, dislocación mental, quemazón de manuscritos, debilidad física, abatimiento, anublazón espiritual… Todo esto así, confusa, torpe, lenta, borrosa, dificultosamente relatado”.<br />No estaba Efrén, tampoco, en posición de apoyarlo. “Yo no podía acá, entre la gente”, dice, “mucho más que Cipriano.”<br />Tiempo después encontró en <i>Revista de Revistas</i> el retrato de su amigo y la mala noticia.<br />Décadas más tarde la especialista universitaria Lourdes Franco Bagnouls buscó ese artículo de <i>Revista de Revistas</i> leído por Efrén, cuyo título era “Un novelista malogrado por la muerte”, y fijó así, al menos, el mes y el año de la desaparición física de Cipriano Campos Alatorre: febrero de 1939.<br /><br /><b>Ya no sé si le pegaba a la muerte</b><br /><br />Los encuentros con Samuel Noyola siguieron. Había escuchado que quienes le daban asilo terminaban arrepentidos. Se decía que una vez al regresar a un departamento y darse cuenta que había perdido u olvidado la llave, optó por tirar la puerta. Un sábado o un domingo, como a las ocho de la mañana, lo encontré deambulando por Vértiz. Siempre traía bajo el brazo un periódico del día. Por el temor de que supiera cuál era mi edificio, y al verlo con la intención de escoltarme, caminé no ya de norte a sur sino de sur a norte, hacia la glorieta de la SCOP.<br />No hablábamos de su situación. Su rostro era sereno, tranquilo; no andaba en busca de algo. No se le notaba ninguna ansiedad. Sólo deambulaba por la colonia, como si recorriera el Viejo Oeste en una película de Sergio Leone. La charla era literaria. De pronto recitaba algo para mí incomprensible y que según él era alemán, y acaso hablábamos de los amigos mutuos, quizá Daniel González Dueñas y Daniel Sada. Nos habíamos visto todos, semanas o meses atrás, en la Casa del Escritor Refugiado.<br />Al llegar a Vértiz y Luz Saviñón encontramos en la esquina a una señora que vendía tamales. Al suponer que estaba en ayunas le propuse invitarle uno; rechazó la oferta. No recuerdo si me pidió dinero otra vez; me parece que no.<br />Así dos o tres encuentros más, yo con la angustia de que supiera dónde vivía. Llegaba a la casa y le decía a mi mujer:<br />—¿A quién crees que me encontré? A Samuel Noyola.<br />—¿Y supo dónde vives?<br />—No.<br />Teníamos ese miedo: de que se nos metiera a la casa y la destruyera.<br />En mis salidas madrugadoras tomaba Mitla y daba la vuelta a la derecha en Eugenia, justo a espaldas del salón de baile La Maraka. Un día me di cuenta que en un auto, en la esquina, estaba Samuel. Pensé que había convencido a alguien de que le prestara el coche para dormir. Otra vez me tocó presenciar esta escena: Samuel estaba sentado en el asiento del copiloto, un auto se le emparejaba, él bajaba la ventanilla, le daban algo que parecían billetes y él, a cambio, entregaba algo pequeño. Eso lo vi varias veces. Y en esas circunstancias no pensé en detenerme y saludarlo.<br />Lo que en el documental de Diego Enrique Osorno, <i>Vaquero del mediodía</i> (2019), llaman un homenaje en Bellas Artes fue en realidad la presentación en el restaurante del recinto de la colección La Centena, fruto de coediciones del Conaculta con editoriales independientes (Verdehalago y Ediciones Sin Nombre, entre otras); ahí se publicó, en 2004, <i>Tequila con calavera</i>. Los autores fuimos convocados a un desayuno y rueda de prensa. En efecto, Samuel llegó limpiecito, radiante. Se le veía feliz de reencontrarse con los escritores y de ser ubicado en ese medio. Quizá hablé ese día con José María Espinasa sobre su caso; y me dijo que sus amigos habían pensado negociarle, o solicitar sin que se enterara, una de las becas del Fonca, pero suponían que eso no resolvería nada.<br />Le propuse a Noyola que tomáramos un taxi para regresar a la Narvarte, pues lo consideraba como mi vecino, pero me dijo tener otros planes.<br />El último encuentro fue a la distancia, tal vez al mediodía o ya por la tarde. El camión de la basura estaba estacionado en Mitla y Torres Adalid; alrededor de él dos vagabundos se gritaban y lanzaban cosas, en una pelea territorial. Eran dos furias encontradas. Samuel perdió la batalla y se fue mentando madres por Torres Adalid hacia Eje Central.<br />Y ya. No volví a saber de Samuel Noyola… hasta ahora, que vi el documental, en donde, entre otras peripecias, se resume su paso por la colonia Narvarte. El año pasado aparecieron carteles en la zona, sobre todo en los alrededores de La Maraka, que anunciaban el documental. Quedan los restos de algunos. Alcanzan todavía a leerse estos versos:<br /><br />Soñé con un amigo que está muerto.<br />No sé si por furia o alegría<br />nos empezamos a golpear.<br /><br />Ya no sé si le pegaba a la muerte<br />o al amigo.<br /><br />¿Cómo cerraría Efrén Hernández estas notas? Tal vez como lo hizo cuando refirió sus encuentros con Cipriano y el relato de sus tribulaciones. Diré, pues que, esto “sucedió, en su esencia, aquí mismo, aquí en esta muy culta, muy noble y muy leal ciudad de México, no hace aún mucho tiempo”.<div><br /></div><div><b>Diciembre 2020</b></div>Alejandro Toledohttp://www.blogger.com/profile/06147563274240311881noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-6652247.post-63199070556696900672020-04-27T22:58:00.000-07:002020-04-28T05:32:30.410-07:00<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;">
<a href="https://1.bp.blogspot.com/-RT8NlZNv-B4/XqfE2BElDCI/AAAAAAAAEG8/J_4DN4JhkXYdBIRnYaXW7_N1OygH1O80QCLcBGAsYHQ/s1600/Nacho%2BTrelles.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" data-original-height="792" data-original-width="1000" height="253" src="https://1.bp.blogspot.com/-RT8NlZNv-B4/XqfE2BElDCI/AAAAAAAAEG8/J_4DN4JhkXYdBIRnYaXW7_N1OygH1O80QCLcBGAsYHQ/s320/Nacho%2BTrelles.jpg" width="320" /></a></div>
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<b>La vida esférica de Ignacio Trelles</b><br />
<br />
Decía que no iba a hablar, que prefería pasar su cumpleaños 80 sin mucho ruido, en silencio.<br />
—No quiero dar entrevistas, no me gusta la alharaca, y a la prensa le gusta exagerar.<br />
Pero en la plática de pasillo a Ignacio Trelles (fallecido el 24 de marzo de este 2020, a la inverosímil edad de 103 años) lo venció la historia, su historia, y aquello se convirtió en un largo diálogo en varios tiempos. Surgieron, aquí y allá, sucesos y personajes que hoy encontramos en los libros pero que él había vivido y conocido: el Necaxa de “Los once hermanos”, el Atlante de “Los prietitos”, los orígenes del clásico América-Chivas, las tribulaciones de la selección nacional en los campos del mundo, Horacio Casarín, Antonio Carbajal, el Jamaicón Villegas...<br />
Así, una conversación no agotó el tema, y había que volver a encontrarse.<br />
—¿Lo busco de nuevo en La Noria, don Nacho?<br />
—Sí, en el campo tres, ése es mi feudo. Llego a las 9:30, como siempre. Le suplico que hablemos de futbol, no de mí.<br />
Y ahí estaba, azul vestido de azul, con el uniforme del último equipo que dirigió profesionalmente, metido en el oficio de preparar a las “fuerzas básicas” de la Máquina Celeste.<br />
Sorprendía un “hombre de futbol” que dominaba las palabras con artes de literato, que de pronto hacía fulgurar una frase compleja como quien dribla a cuatro contrarios. Además de la expresión, la cachucha era otro de sus signos de identidad. Pero había más: el bigote recortado, la malicia elegante... Y el balón, por el que circuló en el juego de la vida.<br />
Una de esas mañanas, La Noria lucía tranquila. No había primer equipo, pues andaba en el rondín de los partidos “de estufa”, de pretemporada. Y, por lo mismo, no había prensa a la búsqueda de la nota diaria. Los cursos de verano hicieron aparecer a un grupo de niños de entre cinco y seis años; varios de ellos pasaron, cantando, frente a Nacho Trelles, y éste se entretuvo con la algarabía.<br />
—¡Abajo! —les gritó.<br />
—No, ¡arriba! —le respondieron, para seguir el juego.<br />
—¡Arriba, pues! —cerró él, y sonrió.<br />
Sí, decía que no quería hablar, que no iba a dar entrevistas por su cumpleaños 80. Pero la historia, su historia, lo venció poco a poco.<br />
<br />
<b>***</b><br />
<br />
Entre lo que apareció en la conversación hubo un recuerdo fundador, una primera imagen, un origen de todo, lo que Trelles veía como “cifra”, explicación del futuro vivido o como presagio.<br />
—Cuando tenía yo doce años de edad, mi padre quiso venir a la ciudad de México. Vivíamos en Guadalajara y tuvimos que hacer el viaje de la mudanza. Ahí ocurrió algo para mí significativo o de premonición. Venía yo en el ferrocarril, con mi mamá y mis hermanos. Mi padre se había adelantado un mes antes para conseguir dónde vivir y para aceptar o no el trabajo que le habían ofrecido. Venía en el tren mi madre, con mis hermanos. Yo iba sentado del lado derecho del vagón de segunda clase, pegado a la ventanilla. Salimos de Guadalajara a las seis de la tarde, llegaríamos a México hacia las ocho de la mañana, o algo así. Me acuerdo muy bien que ese viaje lo iniciamos en sábado para llegar acá en domingo. Y claro, venía yo pendiente de todo lo que pudiera ver fuera del vagón. En la noche nos dormimos y ya. Pero al amanecer sucedió algo muy curioso. Entró el ferrocarril a la ciudad y de repente se detuvo para dar paso a uno que salía. En ese tiempo estaba la estación Colonia, que era la estación principal del ferrocarril de México; estaba donde ahora está el Monumento a la Madre. Ahí llegaban los trenes que venían de Ciudad Juárez, de Guadalajara... Se paró el tren, para dar paso al que salía. Claro, el terraplén de los ferrocarriles es muy alto. Yo me volví... Ya era de día, eran como las nueve de la mañana. Había llovido mucho y el viaje había sido lento, con el peligro de que las vías se fueran a dañar con tanta agua. Junto a la vía del ferrocarril, a unos cuantos metros, vi un campo de futbol, y vi que había un partido, que estaban jugando. Ese campo que estaba yo mirando, con tribunas de un lado y en las cabeceras, era el Parque España, que estaba en los terrenos donde hoy están las oficinas centrales de Teléfonos de México. A un lado pasaba el río Consulado. Era el famoso Parque España. Yo seguí viendo y se me quedó muy grabado que estaban jugando futbol, se me quedó muy grabado en la mente, sin identificar en realidad qué era. Tal vez fue una premonición, el principio de un hecho que se dio en mi vida, que llegué a pasar toda dentro del futbol.<br />
Ya. El esférico circula por el campo. ¿Dos tiempos de cuarenta y cinco minutos? Y acaso tiempos extra.<br />
<br />
<b>***</b><br />
<br />
Saque de meta: Ignacio Trelles Campos nació en la ciudad de Guadalajara el 31 de julio de 1919, hijo de Amador Trelles y María Campos.<br />
—Fuimos seis hijos. Yo soy el mayor.<br />
—¿Tiene algunas imágenes de su vida en Guadalajara?<br />
—Solamente recuerdo la escuela. En ese tiempo la primaria no era mixta, había para hombres y para mujeres. Estudié hasta cuarto año en una escuela muy prestigiada. En esa escuela tenía dos primos mayores que yo, que estaban en sexto año. Ellos me invitaron a ver basquetbol de mayores, de estudiantes de preparatoria o universidad. Recuerdo algunos equipos de medicina y leyes, que eran enemigos acérrimos y daban muy buenos partidos. Ahí empecé a conocer lo que era un deporte. El basquetbol fue el primer deporte que tomé en cuenta. Eso fue todo. Luego me trasladé a México, y acá vine a hacer el quinto y el sexto año.<br />
—¿Jugaba usted futbol de niño?<br />
—No, jugaba a la roña, a los encantados... No se acostumbraba que los niños jugaran futbol. Eso se vino a dar después. Cuando llegué a México, ahí sí jugábamos en la calle, pero de vez en cuando porque teníamos el bosque de Chapultepec a dos pasos.<br />
—Su despertar al futbol fue esa imagen del Parque España desde el vagón del tren...<br />
—Sí, y ya después asistí ahí a varios partidos. Como niño, entraba uno gratis. En el Parque España se jugaban encuentros oficiales importantes del futbol mexicano. Luego de ese Parque España hubo otro, en pleno Paseo de la Reforma: el Parque Asturias, donde me tocó jugar de antepreliminar, a las ocho de la mañana, con mi equipo infantil, un Necaxa de fuerzas básicas. Ese día el Marte de México iba a jugar contra un equipo uruguayo, no recuerdo si el Nacional o el Peñarol. Se me quedó grabado que traían un jugador al que llamaban El Manco Castro, porque le faltaba un brazo. Se acostumbraba un antepreliminar de niños o jóvenes; luego un preliminar de cuatro equipos, con dos partidos en la misma cancha. El primero era a las ocho, el segundo a las diez y el principal al mediodía.<br />
—Supongo que le nacieron algunas admiraciones entre los jugadores que veía salir al césped del Parque Asturias.<br />
—Lógico, y eran ni más ni menos que “Los once hermanos”. Aunque en mi colonia, en San Miguel Chapultepec, vivían jugadores que pertenecían al Atlante. O sea que tenía yo una cierta amistad con ellos, que eran nuestros ídolos de barrio, pero también lo eran los jugadores de primera división del Necaxa, “Los once hermanos”.<br />
—¿Cuál era su ídolo?<br />
—Generalmente se convierte en ídolo al que juega el mismo puesto de uno, o un puesto que uno quisiera jugar. En ese tiempo yo les ponía mucha atención a los centros-medio, y esa posición en el Necaxa la jugaba El Calavera Ávila.<br />
—Ese Necaxa es inolvidable. Incluso hace unos años a los necaxistas les dio por decir que eran los nuevos once hermanos.<br />
—Sí pero hay un diferencia enorme, no porque fueran mejores unos que otros sino por la forma en que estaban constituidos. A “Los once hermanos” se les bautizó así porque jugaban hasta sin verse, en ese tiempo era una novedad el conocimiento, el acoplamiento que tenían en su juego: parecían realmente hermanos... He dicho que por amistad, porque eran mis vecinos, también tenía predilección por ciertos jugadores del Atlante, un equipo también famoso en ese tiempo. Recuerdo al Nicho Mejía, centro delantero. A ese equipo se le llamaba de “Los prietitos”. Así estaba yo entre “Los once hermanos” del Necaxa y “Los prietitos” del Atlante. El Atlante tenía puros mexicanos, el Necaxa en cambio tenía un extranjero: Julio Lores, peruano.<br />
A ratos sobran las preguntas. La memoria va creando cadenas, se alimenta de sí misma.<br />
—Había un América, también, más antiguo, que alcancé a ver de niño; ese América tenía un extranjero, un chileno que se apellidaba Barra García, pelirrojo. El Récord era un jugador muy famoso, capitán y alma de ese equipo América. Desde entonces se le conocía al equipo como “Fibra América”, que era el grito de guerra. De jovencito conoce uno a todos los jugadores, de memoria, los del España, los del Asturias, los del Marte, Atlante, América, Necaxa, entre los de la capital. También había equipos en provincia: el Moctezuma, los equipos de Guadalajara, el León que ya empezó a aparecer... En fin.<br />
—Supongo que luego de su llegada a la capital le fueron naciendo amigos.<br />
—Era yo miembro de una palomilla, como se llamaba en ese tiempo al grupo de amistades. Naturalmente, mi palomilla estaba constituida por unos quince o doce niños del lugar donde vivía, de San Miguel Chapultepec. Jugábamos juntos, hicimos nuestro equipo infantil, y de ahí salí yo invitado al Necaxa. En ese grupo o palomilla, seguimos llevando nuestra vida juntos. Poco a poco el tiempo nos fue separando. Se fueron casando unos... En la actualidad la mayoría ha fallecido. Ahí hubo dos personas muy conocidas en México, que fueron tan conocidas como yo que jugaba. Uno era Daniel Pérez Alcaraz, comentarista de radio y que tuvo en televisión un programa que duró 25 años, hasta que él falleció: “El club del hogar”. Él era miembro de esa palomilla nuestra, y el principal impulsor, un muchacho muy dinámico. Otro elemento de ese grupo, también muy conocido, fue Manuel Tamez, que hizo pareja con Madaleno siendo Régulo. Formaron ellos esa famosa pareja de cómicos que ahora tiene una imitación infame. ¡Es increíble hasta dónde ha caído el gusto! Ellos dos, Alcaraz y Tamez, destacaron con el tiempo, cada uno en su actividad. Yo sería el tercero. Los demás se dedicaron a la vida privada, a sus familias. Y con el tiempo, a vivir y fallecer. Quedamos dos o tres de ese grupito.<br />
Concluye el primer tiempo.<br />
<br />
<b>***</b><br />
<br />
En el intermedio, el tema fue la palabra.<br />
—Desespera, don Nacho, que en el programa de radio, al que asiste lunes y jueves, no lo dejen hablar —se le comentó.<br />
—Es mejor hablar poco diciendo algo. Hay algunos que hablan mucho y no dicen nada.<br />
—Empieza usted con una frase incisiva y en ese momento el conductor se pone a temblar y lo corta.<br />
—Eso es cosa de él.<br />
—¿No le molesta que lo censuren?<br />
—No, no me molesta, para nada, porque sé que este joven, el conductor del programa, lo hace de buena fe y, en último caso, obligado por circunstancias que no puede modificar. Conozco bien el ambiente.<br />
—Y le gusta a usted decir cosas muy puntuales.<br />
—Me gusta decir lo que considero que son verdades, pero estoy plenamente consciente de que esto no sirve para nada, o sirve momentáneamente para que alguien lo escuche o para que momentáneamente también alguien lo transcriba en un periódico, y ya, se olvida.<br />
—La palabra tiene un peso.<br />
—Pero muy relativo, se necesitan circunstancias muy especiales para que adquiera ese peso porque así como lo puede adquirir puede pasar totalmente desapercibida, o merecer un comentario casual: “Mira qué buen detalle, qué buena frase”, y ya.<br />
—¿Cómo es que llegó a esas frases contundentes, por las lecturas o el trato con la prensa?<br />
—No, no, es algo innato.<br />
—Pues ha ido construyendo un lenguaje propio.<br />
—Le diré que leo muy poco, libros casi no... Leí los libros que de adolescente lee uno: las historias del Tesoro de la juventud y otros, pero conforme fui creciendo empecé a dejar de leer. En la actualidad sólo leo libros que se relacionan con mi actividad, es decir libros de deportes o libros técnicos de medicina del deporte. Eso es lo que leo de unos veinticinco años para acá. Mis lecturas son los periódicos y las revistas, también relacionados con el deporte... Esa es mi fuente como lector, lo demás es producto de la experiencia, de vivir.<br />
—El futbolista lo mejor que hace es en el campo, pero afuera siempre están los periodistas pidiendo declaraciones.<br />
—Y siempre son las mismas preguntas y casi siempre las mismas respuestas.<br />
—¿Ese trato con la prensa lo obligó a perfeccionar su expresión?<br />
—Mis frases generalmente no van encaminadas a una persona en particular sino son palabras al viento, que ahí quedan, para no crear problemas. Puede uno tener buenas relaciones con alguien que ejerce algún puesto en el futbol pero hace una cosa que no es la adecuada, y la comenta uno... Si se alarga uno y da el nombre, da la impresión de que es en contra de la persona cuando es en contra de una situación. No se trata de juzgar a la persona sino de dejar establecido algo que no se considera adecuado. Considero que esa es la mejor manera de hablar.<br />
—Sobre todo al término de los partidos, pienso en los encuentros de la selección nacional, se acostumbra pedir al entrenador definiciones de por qué se perdió, y usted solía tener buenas salidas al respecto.<br />
—Lo hacía para evitar que se fuera más allá de lo razonable. El entrenador no tiene por qué ser explícito, o ampliarse en todo lo que hace porque da lugar a la interpretación.<br />
—¿Prefiere una frase a la vez que fuerte, ambigua?<br />
—No necesariamente ambigua. Por ejemplo, nunca doy nombres. Razono de esta manera: si el presidente de la República no da nombres, menos lo haré yo. No es necesario, porque no es necesario pedir que se enjuicie a fulano de tal. Si me preguntan: ¿cómo vio a la selección?, digo: regular, bien o muy bien. Con eso es suficiente. Una vez me hicieron la misma pregunta, ¿cómo vio a la selección?, y lo que dije es que no había visto una selección sino una preselección, pues no estaba definida, estaba actuando como se trabaja con una preselección.<br />
Hasta aquí el descanso. Había que abrocharse las agujetas de los botines y dirigirse al túnel de la historia.<br />
<br />
***<br />
<br />
Y vuelta al comienzo. Un imaginario “hombre de negro” pita el arranque del segundo tiempo. Habrá dos momentos muy definidos: Trelles en el campo, como futbolista; y Trelles entrenador, con su costumbre de colocar trofeos en las vitrinas de los equipos que dirigía. Véase si no: en 1953-54 hizo campeón de liga al Marte, al que llevó, además, al título de campeón de campeones; en 1954-55 y 1957-68, al Zacatepec; en 1966-67 y 1967-68, al Toluca; y en 1978-79 y 1979-80, al Cruz Azul.<br />
—Supongo que usted no pensaba seguir la carrera de futbolista, que no era ese su proyecto inicial de vida.<br />
—Naturalmente que no. Mi padre fue ingeniero mecánico electricista, sin título. Él desempeñaba ese trabajo, y me obligaba a mí a estudiar. Mi padre no sabía nada de deporte, estaba muy compenetrado con su trabajo. Él pensaba que yo podía tener su oficio, y me encaminó hacia allí. Hice la secundaria, luego me inscribió al Politécnico... No resulté bueno para los estudios; pero a la vez iba ascendiendo en el futbol, poco a poco. Por fortuna el destino me protegió, permitiendo que el futbol fuera suficiente para mí.<br />
—¿No le molestaron a su padre las decisiones que fue tomando?<br />
—Nunca se enteró que era por el futbol que yo no estudiaba adecuadamente. Me llevó a trabajar con él, a aprender en la práctica. Fui mecánico electricista durante veintisiete años, en la llamada Cove: Cooperativa de Vestuario y Equipo. A la vez que trabajaba, jugaba futbol. Así seguí como obrero hasta que me hice entrenador.<br />
Nacho Trelles se inició como futbolista en el Necaxa. Para la temporada 43-44, la primera que se jugó bajo las reglas del profesionalismo, llegó al América.<br />
—Y usted jugó el primer América-Guadalajara, ¿no es cierto?<br />
—Aunque ese clásico fue prefabricado, no fue un clásico original. En ese tiempo eran más importantes España contra Atlante, y también era clásico Atlante-Necaxa. Pero el real, porque unos eran españoles y los otros mexicanos, era el primero. Era un clásico original, que se formó por sí solo. De los partidos América-Chivas se quiso aprovechar su condición de provincia contra capital, y no faltó un periodista que empezó a armar el tinglado para llevar a cabo el que se considerara clásico. Si reviviera, ya hace mucho que falleció, vería hasta dónde ha llegado en importancia, en resonancia, algo que él empezó a formar a través de su máquina de escribir.<br />
—Se dice que los clásicos son como la sal de un torneo.<br />
—Sí, son algo así, importante, pero tienen mayor valía cuando son genuinos. Los demás son prefabricados.<br />
La primera vez que se enfrentaron América-Guadalajara fue el 16 de enero de 1944, en el Campo Atlas.<br />
—Recuerdo ese juego por su violencia: fue un encuentro muy accidentado.<br />
Lo que ahora es “clásico” entonces nació como “pique” entre dos escuadras. El América era considerado como de abolengo por su antigüedad entre los equipos capitalinos y por la fibra que siempre habían puesto sus jugadores en sus contiendas deportivas. Se conformaba por extranjeros y nacionales. El Guadalajara, “que goza de la preferencia de los espectadores por su integración netamente mexicana” (según crónicas de la época), acompañaba al Atlas como cuadro de Jalisco, en ese primer campeonato oficial en el que participaron además cinco equipos capitalinos (América, Atlante, Marte, Asturias y España), tres cuadros veracruzanos (ADO, Veracruz y Moctezuma): diez en total.<br />
En aquel América-Guadalajara no sólo rivalizaban capitalinos contra provincianos. A los americanistas les decían “los ches”, por tener jugadores de Sudamérica... Cuenta Trelles:<br />
—En 1943 desapareció el Necaxa, y algunos jugadores pasamos al América. Recuerdo que en esa temporada 43-44 fuimos a jugar contra el Guadalajara. El resultado no lo recuerdo bien, posiblemente sí fue 3-1 para los locales. Fue un partido muy accidentado. Hubo violencia. En ese tiempo se estableció un pique natural por el hecho de que ellos eran de Guadalajara y nosotros capitalinos. El pique nos llevó a acciones violentas.<br />
Trelles era centro-medio, lo que entonces equivalía más o menos a ser el director de la orquesta.<br />
—Se exageraba el papel del centro-medio, había además dos medios, derecho e izquierdo, que alimentaban a los dos interiores, y ocasionalmente con juego largo a los extremos o el centro delantero, que culminaban las jugadas.<br />
Los medios sólo iban al ataque en jugadas especiales, como los tiros de esquina. Los dos defensas eran estáticos.<br />
De aquel encuentro, Trelles guarda estas imágenes:<br />
—Un defensa del Guadalajara, El Pelón Gutiérrez, le rompió la mandíbula a uno de los nuestros. Julio Orvañanos fue perseguido para darle patadas, y tuvo que salirse de la cancha y correr a vestidores. Yo sufrí una lesión pequeña en la columna vertebral en un tiro de esquina: salté y Max Prieto, que era muy alto, me puso el banquito... Di el chicotazo. Pensé que quedaría inválido para siempre. Esos detalles no se me escapan. Por eso recuerdo ese partido. Lo jugamos sin pensar que sería un clásico. Había sólo un pique, que también existía cuando jugábamos contra el Atlante o el España.<br />
—¿Cómo era usted en el campo?<br />
—Me consideré siempre un jugador no de fuerza sino de cualidades técnicas. Era yo veloz, eso sí. Tenía inteligencia para jugar.<br />
—Y se retiró muy pronto.<br />
—En 1948 dejé de jugar: sufrí una fractura de tibia y peroné en la pierna derecha. Terminó así mi vida de jugador. En ese entonces la medicina estaba en pañales, y quedé imposibilitado para seguir jugando. Sentí que me tragaba la tierra, pero el tiempo todo lo cura.<br />
<br />
<b>***</b><br />
<br />
—Como entrenador, don Nacho, su primer campeonato fue con el Zacatepec.<br />
—Mi primer campeonato fue nacional-amateur. Salimos campeones nacionales, luego campeones de segunda división...<br />
—La naciente división de ascenso.<br />
—Sí. Ya en primera división empezó a reforzarse el equipo. Con Zacatepec se obtuvieron dos campeonatos. Hubo un campeonato con el Marte, que fue el primero, pues al Zacatepec fui y vine, y hasta la segunda etapa lo hice campeón. Luego fui a dar al América, donde obtuvimos sólo dos o tres subcampeonatos.<br />
—Y de esos triunfos como entrenador, ¿hay uno que atesore?<br />
—Van causando impacto según se van presentando. Mentiría si dijera que fue de más impacto el primero que el sexto o el quinto, porque todos producen la misma satisfacción. Ya después son los campeonatos los que crean una sola satisfacción general. Por lo pronto con el primer campeonato se siente uno el rey del mundo.<br />
—Y el primero fue con el Marte, ¿recuerda el último partido de ese torneo?<br />
—Sí, fue contra el Oro, allá en Guadalajara. El Marte era un equipo un tanto genial: a veces jugaba como los propios ángeles, a veces no jugaba bien, era un tantito irregular. En ese partido en Guadalajara se decidía el torneo: con el simple empate, el Oro era campeón. Viajamos a Guadalajara cuando ya nos daban por vencidos. Pero salió inspirado el Marte, y cuando eso ocurría no lo paraba nadie. Se ganó en Guadalajara y se ganó el campeonato.<br />
—De los equipos en que ha estado, ¿habría un amor especial a una camiseta?<br />
—A todas. Un símil que establezco es el de los hijos: son diferentes hijos pero el amor es igual, el cariño es el mismo, aunque se aplique de modo diferente por la forma de ser de ellos. Con los equipos pasa igual.<br />
—Tenía usted una presencia fuerte en el banquillo.<br />
—Era calculado, eran acciones calculadas y llevadas a cabo con base en sucesos que se daban en el campo, por lo que consideraba injusticias. Así me metía a la cancha, protestaba con el juez de línea...<br />
—Picardías.<br />
—Sí, pero llevaban como fondo una protesta contra algo que consideraba indebido en contra de mi equipo. Sufrí muchas expulsiones, sufrí multas... Así establecía yo un estado de injusticia.<br />
<br />
<b>***</b><br />
<br />
En la recta final del encuentro aparece la selección nacional. Se detiene Ignacio Trelles en los avatares tricolores, pues su nombre acompaña a esta compleja historia en el periodo 1958-1969.<br />
—Cuando se habla de la selección, don Nacho, se dice que no pasa ahora lo que ocurría antes: que en el extranjero los jugadores se achicaban, que les entraba el miedo.<br />
—Eso es mentira, es una de tantas falacias que se han dejado en el aire y después se quedan ahí para ser tomadas en cuenta. Eso no es cierto, pues el que uno o dos jugadores se achiquen, eso no quiere decir que les pase a veintidós, y menos al entrenador.<br />
—Incluso se habla del síndrome del Jamaicón Villegas.<br />
—Se conoce así porque era un jugador al que le hacía daño salir de su terruño. Pero era uno solo, había otros diecinueve con gran personalidad: había un Carbajal, un Cárdenas, un Nájera, un Del Muro...<br />
—Al Jamaicón, ¿qué le pasaba?<br />
—Se sentía extraño. Estaba tan arraigado a su terruño, a su lugar, que se sentía incómodo. Había un poco de broma en eso de que se veía en su casa comiendo tacos.<br />
—Ahora se suele decir que en esos tiempos la selección padecía el síndrome del Jamaicón...<br />
—Eso no es cierto, es mentira. Pongo este ejemplo. Jugando contra Checoslovaquia nos meten un gol en treinta segundos, empezando el partido. Yo desde la banca me dije: “Caray, nos van a golear”. Carbajal en el arco comenzó a gritar: “¡Vamos ahí, Cárdenas! ¡Vamos!” Y para arriba. Ganamos 3-1. Con esa simple muestra destruyo la falacia del síndrome. Y esto fue en un Mundial, en Chile 62.<br />
—A usted se le pregunta con frecuencia sobre la selección mexicana porque la ve con los ojos de la historia, de un pasado en el que fue protagonista.<br />
—Estuve mucho tiempo, fueron trece años en la selección... Claro que no fueron años continuos de 365 días, pues a veces tenía yo equipo y selección.<br />
—También se dice que la calidad de la selección es la calidad del futbol mexicano.<br />
—La calidad de los futbolistas mexicanos. Porque hay dos futboles: el normal, el de los torneos, en el que están incrustados cinco o seis extranjeros, aunque nada más jueguen cuatro; y los futbolistas mexicanos que forman parte de los equipos y van a la selección.<br />
—Hay carencias, descuidos, en el trabajo con fuerzas básicas.<br />
—No, no, ese es uno de los grandes mitos, de las grandes falacias que han producido los medios de comunicación: no se puede hablar que no se trabaja con fuerzas básicas. Le voy a decir: yo, como jugador, fui producto de una fuerza básica. A los doce años ingresé al Club Necaxa. Ahí me formé, subiendo todos los escalones: infantil, juvenil, intermedia, reserva y primera división. En la época había otros equipos, como el América, el España, el Asturias, el Marte, como el Atlante, que tenían sus fuerzas menores bien organizadas.<br />
—Durante esa etapa como entrenador de la selección nacional tuvo usted muchos problemas con la prensa.<br />
—Procuraba hablar lo menos posible... Es que me decepcioné muy pronto de los medios de comunicación. Me di cuenta de lo que eran, han sido y siguen siendo. Como no puede uno modificar esa situación, modifica uno su propia forma de actuar. Los medios de comunicación exageran siempre en uno u otro sentido, nunca escogen el justo medio. Por eso me propuse intervenir lo menos posible.<br />
—Era una relación difícil.<br />
—Nunca tuve buena prensa, debido a eso: a que no participaba de la misma forma que otros entrenadores. Me rebelé ante ese estado de cosas hablando poco.<br />
¿Pitazo final en el diálogo? Hay que ir a la cabina de transmisiones para los comentarios finales.<br />
<br />
<b>***</b><br />
<br />
—El paso de entrenador a comentarista en radio y televisión, ¿fue también natural?<br />
—En 1969 dejé de ser entrenador de la selección nacional y quedé como asesor técnico. El mando lo asumió Raúl Cárdenas. Yo no tenía compromisos y fui invitado a hacer comentarios cortitos en televisión, como cápsulas deportivas. Ahí empecé. Y así he sido invitado, de manera no regular ni profesional, digamos.<br />
—La brevedad es un campo que le acomoda.<br />
—Sí pues se acostumbra uno. Las respuestas que doy, en una entrevista, también son cortas.<br />
—¿Le gusta ser irónico?<br />
—Sí, porque me gustan estilos que he conocido, de algunos periodistas a los que he ido leyendo.<br />
—Para radio y televisión, las presencias de entonces eran Fernando Marcos y Ángel Fernández, que no manejaban mal el lenguaje.<br />
—Sólo que la forma de esos comentarios se aparta de una realidad para asumir la forma muy personal del que los hace. Yo solamente acepto comentar realidades, no supuestos.<br />
—¿Lo dice por el estilo garigoleado de Ángel Fernández?<br />
—El estilo garigoleado no quería definir una realidad, era una forma de expresarse, nada más.<br />
—Fernández creaba la guerra de Troya en partidos aburridísimos.<br />
—Sí, algo muy aparatoso pero que desde el punto de vista técnico decía poco.<br />
—Fernando Marcos parecía más centrado.<br />
—Se acercaba un poco más a la realidad aunque tampoco la manejaba de manera completa.<br />
—¿Diría usted que no se ha observado bien el futbol a través de los medios?<br />
—Hay periodistas que ven las cosas con la profundidad que la realidad exige, pero son muy pocos, dos o tres. La mayoría se sale de esa realidad por desconocimiento o por conveniencia.<br />
<br />
<b>***</b><br />
<br />
La ceremonia de los adioses: la plática de pasillo se volvió extenso diálogo a dos o más tiempos, cuento o recuento de una vida. Las sillas apiladas, al fondo de La Noria, han seguido silenciosas una parte de esta conversación. Pasan, de vez en cuando, los jardineros. Ya hace rato dejaron de escucharse los cantos de los niños.<br />
—¿En el medio futbolístico no hizo amistades?<br />
—Ahí es compañerismo más que amistad, como el que se da en un equipo de futbol. Claro está que puede ocurrir que se hagan amistades, en mi caso no, aunque sí hubo un compañerismo muy agradable.<br />
—Algo que ha sido característico de usted son las cachuchas, ¿cuándo aparecieron en su vida?<br />
—Las comencé a usar por necesidad. Cuando me hice entrenador, por estar mucho en el sol tuve problemas con un ojo y el oculista me aconsejó que usara anteojos y usara visera o gorra, y opté por la gorra, me fue más cómoda. Y desde entonces trabajo con cachucha.<br />
—¿No fue una cuestión de estilo o gusto?<br />
—No, no, fue una necesidad, que todavía estoy cumpliendo, y ahora con más razón: las defensas son menores.<br />
—¿Ha llegado a pensar en un ideal futbolístico? ¿Cuál sería el equipo que jugara al “estilo Trelles”?<br />
—Los entrenadores soñamos despiertos con un futbol de ensueño, siempre estamos pensando que ese sueño se puede convertir en realidad. A veces la realidad nos lo impide. No faltará el entrenador que logre ese sueño, pero no conozco yo a alguno que lo haya logrado. El mío sería un futbol en el que hubiera jugadas espectaculares, de mucha calidad técnica... Todo lo que reúne un ideal futbolístico. Habrá entrenadores que se hayan acercado bastante a sus propios sueños.<br />
—¿Usted se acercó?<br />
—No, no tuve oportunidad de llegar ni siquiera cerca de lo que había considerado mi futbol ideal. Las circunstancias no le permiten a uno, no encuentra uno a los jugadores, tiene uno la obligación de no perder... No faltan inconvenientes y obstáculos.<br />
—¿Cuál sería su diagnóstico del futbol mexicano?<br />
—Que ha crecido de manera muy importante, para bien o para mal, por sí mismo, sin que haya sido producto de planes bien elaborados o trazados por quienes conducen el futbol mexicano. Esa es la conclusión.<br />
—¿No le molestan las turbiedades del futbol mexicano?<br />
—No molesta, decepciona profundamente todo lo negativo, que es mucho, que tiene el futbol desde siempre. Eso no ha cambiado.<br />
—Es la política del futbol.<br />
—Que no es diferente a la política normal. Claro, aumentan intereses políticos-económicos, y aumenta ese estado de turbiedad.<br />
—¿Le ha llegado a aburrir el futbol?<br />
—No, no.<br />
—¿El futbol lo absorbe, lo llama?<br />
—Más que absorberme, porque eso daría la impresión de que acabaría con mi forma de ser, me siento inmerso en el futbol. Dentro de lo que es el medio siempre he establecido independencia de criterio, de punto de vista, de forma de ser. No he sido absorbido, de ninguna manera, como les pudo pasar, por conveniencia o no, a otras personas. Siento que mi forma de ser prevalece, entre lo bueno y lo malo que tiene el futbol.<br />
—¿No lo apasiona el futbol?<br />
—No tanto como apasionarme. Pienso que la pasión es un sentimiento que sufre una exageración, y a mí no me gustan las exageraciones. Pido un equilibrio sentimental, ver las cosas con interés pero con la mayor claridad posible, un interés que no vaya más allá de lo razonable. Tiendo a ser muy realista.<br />
—El deporte es un mundo de triunfos y fracasos.<br />
—Naturalmente. Siempre los fracasos se tuvieron que sufrir, pero se disfrutaban los triunfos, y cuando hay más triunfos que fracasos se puede considerar a quien los vive que triunfa. Triunfador absoluto no conozco a ninguno, a menos que se haya dedicado a una sola pelea o un solo huevo en su vida, y que lo haya ganado: ese es un triunfador absoluto.<br />
—¿Y le gusta cómo llega al cumpleaños ochenta?<br />
—Sí porque lo hago inmerso en el futbol. No he dejado de estar en el futbol desde que llegué en 1934 al Necaxa. Tuve la suerte de que habiéndome apoyado en el futbol, fui correspondido plenamente.<br />
—¿Cómo se siente en relación con usted mismo?<br />
—Tranquilo, he aprendido a vivir mi realidad, y esa realidad va cambiando: de los diez años de edad hasta los ochenta a los que voy llegando. Se adapta uno, pienso que es la mejor forma de vivir de un hombre.<br />
—¿Le gusta la vejez?<br />
—Va uno aprendiendo, se va uno amoldando. No estoy peleado con la vida, afortunadamente. Pienso que me ha ido bien. Sigo trabajando. No desearía caer en un motivo de desgracia, lo que se puede presentar por muchas razones. A una enfermedad es a lo más que puede uno temerle, en cuanto se presente.<br />
—¿Le teme a la muerte?<br />
—No, a la muerte no. Le temo a sucesos que implican desgracia, para uno o para los seres que uno ama, que son como uno... A la muerte no le temo, esa siempre está ahí y a veces hasta puede uno gambetearla.<br />
<br />
<b>Marzo 2020</b>Alejandro Toledohttp://www.blogger.com/profile/06147563274240311881noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-6652247.post-59862611426822322082020-04-23T08:28:00.000-07:002020-04-23T08:28:10.931-07:00<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;">
<a href="https://1.bp.blogspot.com/-G27dyAE5o_0/XqGzdykdRFI/AAAAAAAAEGU/fqb0rbBttas0Kn6sAjalbYLAm8ObvUh3wCLcBGAsYHQ/s1600/Boris-Vian-2.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" data-original-height="900" data-original-width="1600" height="179" src="https://1.bp.blogspot.com/-G27dyAE5o_0/XqGzdykdRFI/AAAAAAAAEGU/fqb0rbBttas0Kn6sAjalbYLAm8ObvUh3wCLcBGAsYHQ/s320/Boris-Vian-2.jpg" width="320" /></a></div>
<br />
<b>En el centenario de Boris Vian</b><br /><br />
Teníamos un buen rato de platicar. Le había pagado ya dos o tres copas. Se quejaba de sus compañeras, que habían terminado por aislarla. Afuera se escuchaba el barullo de la avenida Independencia. Dentro, en el Señor Lee, había el ambiente moroso habitual, con mujeres solas o acompañadas entre ellas en las mesas, algunas con compañía masculina, y una orquesta de dos que tocaban como si fueran cinco. A veces, una pareja daba traspiés en la pista. Era una escena de otros tiempos. Un paisaje que sobrevive, como si un reloj de cuerda o péndulo lo detuviera, aunque el tiempo afuera lo vaya cambiando todo. Las mismas mesas, las mismas paredes; damas rechonchas o descuadradas, atentas al llamado del hombre.<br />
—Con las mujeres no hay manera —le dije a Iris, porque dijo que se llamaba Iris.<br />
—Así es —respondió, pensando ella en sus compañeras y yo en el texto sobre las novelas negras de Boris Vian que debía entregar al lunes siguiente. Porque una se titula así: <i>Con las mujeres no hay manera</i>. Sin contexto literario, el título puede pasar desapercibido o generar alguna reacción. Prueben a decirlo de pronto, en una charla casual, y entenderán lo que digo.<br />
Me asomé a la pantalla, lejana, en un espacio alto del bar, donde Pumas caía ante Tigres.<br />
—No hay manera —insistí.<br />
También era noche de boxeo. El sopor amenazaba con derrumbar esa expectativa deportiva. Había que reactivarse.<br />
Ella recibía mensajes en el teléfono celular. Me dijo que una amiga de su infancia se estaba acercando al Centro. Mas no sabía exactamente a qué se dedicaba ella, que era acompañante en el Señor Lee. Quedaron de verse para salir a antrear.<br />
—Podríamos ir al Tropicana de Garibaldi —propuse.<br />
—¿Bailas?<br />
—Me defiendo.<br />
Siguieron los mensajes. Me preguntó si podía pedir otra copa.<br />
—La última —le dije.<br />
La bebió con rapidez y quedamos en encontrarnos en el puesto de periódicos de Independencia y López. Los del Señor Lee no debían saber de nuestro arreglo porque cobrarían la salida.<br />
Así me fui al puesto de periódicos y desde lejos vi cómo ella se encontraba con su amiga, conversaba con uno de los vigilantes del bar y luego se iba hacia el lado opuesto a donde yo estaba. Supuse que el acuerdo entre nosotros se había roto, crucé la calle y me dirigí al Tío Pepe.<br />
Entré a la cantina por Independencia, no por Dolores. A la izquierda, al fondo, encontré a Liz, una amiga, que esperaba a alguien, y le pedí sentarme un rato. Igual me habló de cosas de su oficina, de algún malentendido con una amiga suya y repetí el chiste.<br />
—Con las mujeres no hay manera —le dije.<br />
—¿Perdón?<br />
—Es el título de una novela negra de Boris Vian: <i>Con las mujeres no hay manera</i>. Las firmaba con seudónimo, como Vernon Sullivan. Publicó varias en los años cuarenta del siglo pasado.<br />
Ahora hay que decirlo así: el siglo pasado.<br />
—Ah.<br />
Iba a meterme en el tema, improvisar un poco para echar a andar el ensayo que debía entregar el lunes, a ver si se armaba en la conversación un discurso interesante que me sirviera de punto de partida… pero no me dejó. Me dijo que estaba agotada, había tenido un día muy largo y su amigo ya no iba a llegar. Desde el celular, estaba pidiendo un Uber.<br />
—¿Me acompañas?<br />
La seguí por Independencia hacia el poniente. Se detuvo en una cafetería a comprar un kilo del mejor café de la zona.<br />
—Es para un amigo.<br />
Siguió, seguimos hasta Balderas y dimos vuelta a la izquierda. La guiaba el GPS de la aplicación; el auto la esperaba, como agazapado, en Morelos, frente al que había sido el edificio del periódico Novedades.<br />
Me preocupaba el texto por escribir y no encontraba el modo de abordarlo. Los datos básicos podían ser expuestos rápidamente: en los años cuarenta Boris Vian publicó varias novelas bajo el seudónimo de Vernon Sullivan. La primera, conocida en español como <i>Escupiré sobre vuestra tumba</i>, en francés dice lo mismo: <i>J’irai cracher sur vos tombes</i>. Es de 1946. Ahí Vian fungía, o fingía, diría Clavillazo, como prologuista. Refiere en dicho prólogo el encuentro de Vernon Sullivan con el editor Jean d’Halluin; y cómo el estadunidense se dio cuenta de que su manuscrito sería imposible de editar en su país, por lo que D’Halluin se apresuró a adquirir sus derechos. Y aventuraba Vian algunas influencias literarias. Una de ellas, por un realismo un poco subido de tono, Henry Miller. Y la otra, James M. Cain, el autor de <i>El cartero siempre llama dos veces</i>, novela que llevó a la pantalla Luchino Visconti, también en los años cuarenta, como <i>Ossessione</i>.<br />
En cuanto al primero señala Vian, no obstante, algunas diferencias: mientras Miller “no vacila en echar mano al vocabulario más crudo, la intención de Sullivan parece más bien la de sugerir por medio de giros y construcciones que la de recurrir a un lenguaje descarnado”. Visto así, Sullivan se acerca más a una tradición erótica latina.<br />
La influencia de Cain le parece extremadamente clara.<br />
El juego también es claro, si lo miramos en perspectiva, pues sabemos de qué se trata, que el prologuista es el autor. Lo expongo así: un escritor francés se disfraza de novelista estadunidense. Sus lecturas de Miller, Cain y otros le sirven de base literaria para construir algo similar a lo que ellos harían. Más Cain que Miller, quizá. Dice que mientras los franceses se esfuerzan por lograr una mayor originalidad, “al otro lado del Atlántico nadie siente el menor remordimiento por explotar sin escrúpulos una fórmula que ha dado ya probados resultados”.<br />
Y a ello se dedica: a explotar la fórmula. Supongo que sus herramientas, además de las lecturas referidas, eran los mapas, con los que se ubica en poblaciones como Buckton, Washington o Los Ángeles. Piensa también en el cine: describe a una chica con los pechos de Jane Russell, las piernas de Betty Grable y los ojos de la Bacall. Y se inspira en la música: Dinah Shore o Cab Calloway, por ejemplo. Y quizá el jazz sea una buena herramienta para entender estas novelas negras de Boris Vian, pues da la impresión de que toma una melodía e improvisa sobre ella. Las peripecias, por más absurdas que resulten, son como hallazgos de la improvisación.<br />
En <i>Con las mujeres no hay manera</i> (1948), al protagonista se le ocurre ir a una fiesta de disfraces vestido como mujer. Y luego todo girará sobre eso: la relación entre ellas y ellos, incluida una banda de narcotraficantes lesbianas. Al final de esa novela reflexiona sobre el estilo de su escritura: sugiere que la prosa llana se debe a una ausencia de citas latinas; “y a pesar de que empecé cultivando un estilo escrupuloso, no tardó en imponerse la naturalidad”.<br />
No estaría desencaminado quien llamara a estos libros negros de Boris Vian novelas jazzeadas.<br />
Empecé la noche en el Señor Lee y ahora voy con Liz, a la que tenía mucho tiempo sin ver, a bordo de un Uber con rumbo para mí desconocido. Mi GPS anda extraviado por no hallar el modo de redactar ese ensayo prometido. Pienso que el destino me marcará un rumbo.<br />
Llevo en el portafolios tres novelas de Boris Vian; dos de ellas me llegaron como caídas del cielo a través de un <i>dealer</i> libresco, que se apareció una mañana en mi oficina con <i>Que se mueran los feos</i> y <i>Con las mujeres no hay manera</i>, en tomos sin leer, pero antiguos, de la colección de novela negra de Bruguera, con los números 75 y 56, respectivamente. Ambas de publicación original en 1948; impresas en España en los años ochenta. ¿Cuáles son los títulos en francés? <i>Et on tuera tous les affreux</i> y <i>Elles ne se rendent pas compte</i>.<br />
Las conocemos en sus versiones ibéricas, con todo lo que ello implica. ¡Joder!<br />
Es cierto que la más débil es <i>Que se mueran los feos</i>, otro de esos títulos que uno puede soltar así como así en una charla y provocará ciertas reacciones. Hay un asunto médico, quizá inspirado en lo que se contaba de las prácticas nazis, relativo a la fabricación de humanos perfectos. Y un joven guapo que se da cuenta, después de inverosímiles peripecias, de que la fealdad también tiene su belleza.<br />
El hombre negro que parece blanco; el muchacho que se disfraza de mujer. Esos entrecruzamientos tienen que ver con la propuesta esencial de estas novelas, en que un escritor francés juega a escribir como autor estadunidense. Es Boris Vian disfrazado de Vernon Sullivan. Mezcla original, francesa, de una fórmula conocida.<br />
Con los títulos se construye una letanía. A veces cae a propósito un rotundo y ahora políticamente incorrecto:<br />
—Con las mujeres no hay manera.<br />
Otras uno puede decir:<br />
—Que se mueran los feos.<br />
En la agonía de una noche, puede uno soltar a un tipo impertinente:<br />
—Escupiré sobre vuestra tumba.<br />
Aunque acaso habría que encontrar una forma mexicana de decirlo, para que suene natural; quizá:<br />
—¡Escupiré sobre sus tumbas!<br />
¿O sobre tu tumba? Mejor.<br />
Estaba muy cansado. Había bebido mucho. Recuerdo que detuvimos el Uber en un Oxxo, para sacar dinero de un cajero automático, no sé con qué propósitos. Luego caminamos dos o tres cuadras. Me veo frente a una suculenta barra de quesos. Una botella de mezcal. Una buena charla que se tornó en discusión. Luego vienen pausas de oscuridad, lagunas mentales. Salgo de un departamento. Todo se oscurece. Reaparezco, como si hubiera sido teletransportado, en mi edificio. Lo veo como una escena de <i>Viaje a las estrellas</i>: desvanecerse en un sitio y reaparecer en otro. Sin tecnología. Y sin Uber, porque la aplicación del celular no registra viaje alguno esa noche. Como un acto de magia. ¿Cómo diablos fue que llegué a mi casa? Caigo en la cama. Despierto con dolor de cabeza. Pienso en el ensayo prometido. Ya es domingo. El tiempo corre.<br />
En una novela de Boris Vian ese comienzo en el Señor Lee del Barrio Chino, charlando en una mesa con Iris, hubiera sido el preludio de múltiples peripecias, persecuciones, pleitos a puño limpio, incorrectos momentos eróticos con <i>bobby-soxers</i>… Y al final alguien diría:<br />
—Con las mujeres no hay manera.<br />
<br />
<b>Marzo 2020</b><br />
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Alejandro Toledohttp://www.blogger.com/profile/06147563274240311881noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-6652247.post-27639884694896187512020-02-23T22:23:00.000-08:002020-02-25T08:20:27.576-08:00<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;">
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<b>Prólogo a una edición conmemorativa de <i>Una violeta de más</i></b><br />
<br />
Es el 29 de septiembre de 1931. El joven Francisco Peláez Vega está en Llanes, al oriente de Asturias, España, y su novia Carmen Farell permanece en la Ciudad de México. Se escriben regularmente y en la carta fechada ese día él le agradece: “Esa violeta que vino en tu carta la tengo en un libro de poesías que se llama <i>Tabaré</i> y que leí en el barco. He tomado de ella el beso que me envías y también a éste lo guardo en el fondo de mi corazón”.<br />
Una flor de violeta y la carta: ese gesto de Carmen tendrá su eco lejano en un libro que se publicará más de tres décadas después y se llamará <i>Una violeta de más</i>. El último envío y el cierre de una obra. La dedicatoria es para Carmen: “Para ti, mágico fantasma, las que fueron tus últimas lecturas”.<br />
He ahí la explicación sintética de por qué ese libro, éste (que el lector tiene en sus manos, a poco más de medio siglo de su publicación original), se llama así. En otra carta él imaginará un paraíso común de la pareja como un campo de violetas. Y la dedicatoria a Carmen, como refuerzo del título, se refiere a una costumbre familiar de que los escritos literarios de aquel que ya había firmado varios libros bajo el seudónimo de Francisco Tario fueran sometidos a la lectura en voz alta, para ponerlos a prueba, y eran comentados en casa (en el raro exilio madrileño) tanto por la esposa como por los hijos Sergio (el mayor) y Julio (el menor). Ella muere en 1967; y <i>Una violeta</i> de más aparece en México, en edición de Joaquín Mortiz (colección Nueva Narrativa Hispánica), al año siguiente, como si el fantasma de Carmen enviara con éste una violeta más o de más. Sus últimas lecturas.<br />
Luego está el dibujo de la portada (el rostro de un caballo de ojos grandes, un sol brillante, la silueta de un paisaje con una cruz), en fondo violeta, con el crédito de Julio Peláez, el hijo menor, quien luego firmaría sus cuadros como Julio Farell. Para esta edición conmemorativa el mismo Julio ha recreado esos trazos.<br />
Estos son algunos de los elementos que distinguen a esa primera edición de <i>Una violeta de más</i>. Se imprimieron 3 mil 200 ejemplares; el colofón tiene fecha del 10 de diciembre de 1968. En la contraportada se ve, en la parte superior, a un hombre calvo, de camisa clara, con lentes oscuros, en la acción de llevar un cigarrillo a los labios por una mano derecha que muestra una esclava de oro; aparece abajo la siguiente información: se habla de su nacimiento en el Distrito Federal en 1911 y sus residencias en esta misma ciudad, Acapulco y Madrid. Se lee, además: “Su biografía no se asemeja mucho a un curriculum vitae académico: persistente viajero mientras subsistió el prestigio de los transatlánticos y los expresos, futbolista profesional, pianista disciplinado, místico del naturalismo, aprendiz de astrónomo y explorador de fantasmas. Al fin comenzó a ordenar en relatos sorprendentes su imaginación, su sensualidad, su humor y su lirismo. Una década ya lejana vio aparecer sus seis libros anteriores, tan personales y tan innovadores en las letras mexicanas de aquellos años: <i>La noche </i>(cuentos fantásticos, 1943), <i>Aquí abajo</i> (novela, 1943), <i>Equinoccio</i> (1946), <i>Breve diario de un amor perdido</i> (1951), <i>Acapulco en el sueño</i> (1951) y <i>Tapioca Inn</i> (cuentos fantásticos, 1952). Desde entonces, el silencio. Hace poco tiempo la revista <i>El Cuento</i>, al recoger un hermoso relato de Tario, lamentaba su olvido”.<br />
La lista no es completa: faltan <i>La puerta en el muro</i> (1946) y la plaqueta <i>Yo de amores qué sabía </i>(1951).<br />
Sigue el texto de la contraportada: “Al publicarse ahora esta nueva serie de cuentos fantásticos, <i>Una violeta de más</i>, se romperá el silencio y la ausencia de este escritor singular. Sus cuentos siguen siendo sorprendentes y su imaginación intrincada y fascinante, pero el tiempo les ha dado una segura y cálida densidad. Lo mismo en el camino de la fantasía grotesca que en el del humor negro o el de la ternura para los desolados y los desvalidos, Una violeta de más nos rescata un Francisco Tario que ha madurado sus propios dominios. Y después de hacer reír, de sorprender y de inquietar a sus lectores, esta nueva colección les reserva la turbadora belleza del cuento que la cierra, ‘Entre tus dedos helados’, obsesionante y magistral”.<br />
Hasta aquí la contraportada, con información suficiente para interesarse en la lectura y emprender, también, búsquedas variadas, por ejemplo del resto de la bibliografía tariana, entonces (durante los años setenta y ochenta) aún más o menos disponible en las librerías de la Ciudad de México, en las pertenecientes a los Porrúa o en la Antigua Librería Robredo (ubicada en el Paseo de la Reforma, en la glorieta de la palmera). El cierre del misterio, o uno de sus principios, estaba en enterarse de la muerte de Francisco Tario, ocurrida el 30 de diciembre de 1977 en España, por las notas necrológicas del semanario <i>Proceso</i> (en la columna Inventario de José Emilio Pacheco) y la revista <i>Vuelta</i> (texto firmado por José Luis Martínez). Quedó claro así que <i>Una violeta de más</i> había sido el cierre de una obra. Diez años después de la partida de Carmen, Francisco emprendió el último viaje.<br />
En los archivos del escritor hallé un álbum con forros de tela roja a cuadros (con las páginas atadas por un cordón también escarlata) en el que Tario coleccionaba las notas periodísticas relacionadas con su trabajo. Me detengo en las de comienzos de 1969, reacciones críticas a <i>Una violeta de más</i>. Está, primero, la reseña de Ramón Xirau aparecida en el suplemento <i>México en la Cultura</i> de la revista <i>Siempre!</i> (12 de febrero), en donde éste postula que la literatura española es, en gran medida, fantástica (y ofrece una lista que va de los palmerines y las doroteas a los quijotes de Cervantes y Unamuno); y encuentra en los cuentos de Tario una doble y complementaria vertiente: “por una parte la delicadeza de los ambientes a la vez precisos y difuminados, a la vez encuadrados y rodeados de ensueños; por otra parte, la ironía que puede llegar a ser cruel”.<br />
En el <i>Diorama de la Cultura</i> del periódico <i>Excélsior</i> (26 de enero) propone María Elvira Bermúdez que los de Tario son cuentos fantásticos puros. No obstante, dice: “No se limita sin embargo Tario a recrear técnicas fantásticas ya conocidas. En algún cuento, verbi gratia en ‘Como a finales de septiembre’, con la descripción morosa y el relato anímico crea un inefable ambiente de misterio. Lo mismo puede afirmarse de ‘El hombre del perro amarillo’. En otros, ‘El balcón’, ‘La mujer en el patio’, presenta seres inmoribles, seres que se resisten a morir y que prolongan su existencia a costa de la realidad misma. En el cuento ‘Entre tus dedos helados’ mezcla en forma asombrosa el sueño o el delirio con instantes de lucidez y levanta un edificio frío y oscuro, pero fabuloso donde el terror y la fantasía pueden avecindarse”.<br />
Hay varias notas sin firma, una de ellas malhumorada… Y este apartado del álbum (al que le siguen unos doce folios en blanco, como registro sordo de lo que ya no hubo) cierra con una crítica de Héctor Aguilar Camín publicada en el periódico <i>El Día</i> (25 de marzo), quien parte de la afirmación de que no abunda en la literatura mexicana el género de lo fantástico para decir: “Escritores como Tario parecen una flor exótica y casi inconcebible en un medio donde nada brinda apoyo —tradición, bagaje histórico— al ejercicio escueto de la fantasía. Tario se brinda solo el apoyo con sus libros (acaso algunos relatos de Reyes, desde el más allá, y otros de Torri, colaboran también en este sentido). <i>Una violeta de más</i> se inserta en la tradición personal de un estilo y un mundo trabajados con una discreta y sólida fidelidad durante años. El libro refleja esta especie de total continuidad en su lógica consecuencia: dominio absoluto de un hábitat literario, posesión sutil y natural de sus secretos, exquisita libertad de desplazamientos y juego, sin cruzar jamás el límite perfectamente conocido de ese terreno propio: madurez”.<br />
Apunta más adelante: “Hay como un delicado y emocionante romanticismo tras cada una de las anécdotas: una sensibilidad que —al parecer, contra su tendencia antigua— no termina en lo grotesco o en lo terrible sino más bien en una atmósfera de desolada ternura”.<br />
Y concluye: “Este puro ejercicio de lo irreal paradójicamente devuelve al lector algo del recóndito y genuino sustrato de anhelo y desengaño de la vida humana”.<br />
Efectivamente, con la virulencia de <i>La noche</i>, el juego de <i>Tapioca Inn: mansión para fantasmas</i> y la madurez de <i>Una violeta de más</i>, sus tres libros de relatos, construye Francisco Tario un edificio fantástico. En su primera incursión en ese ámbito (muy probablemente bajo la inspiración de la <i>Antología de la literatura fantástica</i> de Borges, Bioy y Silvina Ocampo) la narración suele ser cruda y los sucesos llaman al espanto: un cadáver es escupido por el féretro a medio velorio, el traje gris arroja un muerto desnudo a dos mujeres que aguardan en la cama de un hotel de paso, un ser delirante desentierra a una dama recientemente fallecida para tomarse fotos sensuales con ella, una gallina come frutos venenosos para envenenar, a su vez, a aquellos que van a devorarla… Un largo párrafo de “La noche de los cincuenta libros” suele ser tomado como declaración de principios aplicable si no a toda la obra sí, por lo menos, a ese impulso inicial; he aquí su arranque: “Y escribiré libros. Libros que paralizarán de terror a los hombres que tanto me odian; que les menguarán el apetito; que les espantarán el sueño; que trastornarán sus facultades y les emponzoñarán la sangre. Libros que expondrán con precisión inigualable lo grotesco de la muerte, lo execrable de la enfermedad, lo risible de la religión, lo mugroso de la familia y lo nauseabundo del amor, de la piedad, del patriotismo y de cualquiera otra fe o mito”…<br />
No obstante, en “La noche de Margaret Rose”, un auténtico cuento de fantasmas (como lo reconoce Jacobo Siruela al incluirlo en la <i>Antología universal del relato fantástico</i>), ya hay ese equilibrio entre la sensualidad y el horror que será, a la vez, el punto de arribo en la escritura de Francisco Tario.<br />
Luego de incursionar en otros géneros (la novela realista, la escritura fragmentaria, el relato de trasfondo existencial o el poema en prosa) volvió Tario a lo fantástico y varió el tono. <i>Tapioca inn</i> está sustentado en un ambiente festivo o carnavalesco. El primer texto, “La polka de los curitas”, tiene cierta semejanza con otro del uruguayo Felisberto Hernández, escrito en la misma época, “Muebles ‘El Canario’”: en los dos casos un “audio” (publicitario o melódico) se inserta en la mente de los personajes, sea por inyección o por un raro virus que contamina a todo un pueblo… En este libro la exploración, aunque ligera, tiene el goce de una prosa más educada y de acertadas variaciones rítmicas. Mas sólo en el relato final, “La Semana Escarlata”, en el que el sueño o, mejor, la pesadilla, irrumpe en la vida real y la tiñe de rojo, consigue gravedad y brillo.<br />
Entre 1943 y 1952 Tario publica la mayor parte de sus libros. Habrá luego un salto hasta 1968, un año de por sí complejo en México… pero él ya vivía en España, en donde se exilia al parecer por amenazas de la mafia de la distribución cinematográfica, comandada por William Jenkins, un estadunidense asentado en Puebla y que hará de Acapulco su sitio preferido de descanso: llega éste y se va Tario (o Francisco Peláez Vega, poseedor de los cines Rojo y Río, y con otro en construcción, el Bahía), no sólo del puerto sino también del país. Estos avatares harán que la escritura se interrumpa por tres lustros, por lo que <i>Una violeta de más</i> será vista como un regreso. Por ello Xirau se pregunta: “¿Es necesario recordar que Francisco Tario nació en México y ha vivido casi toda su vida en México? ¿Es necesario recordar que, hace veinte, hace quince años su obra tuvo entre nosotros verdadera vigencia?”<br />
Habrá piezas de este libro que se convertirán en referentes del cuento fantástico mexicano. Se ha dicho que “El mico” pudo firmarlo Julio Cortázar, quien tuvo cercanía con Juan José Arreola y Amparo Dávila (a quienes reconoció como sus iguales en la labor cuentística), mas no con Tario. El texto final, “Entre tus dedos helados”, aparece en la mayor parte de las antologías nacionales posteriores… El álbum rojo de recortes de Tario no cierra con las reseñas sobre <i>Una violeta de más</i> sino con uno de los diálogos que sostuvo en España con José Luis Chiverto para <i>El Oriente de Asturias</i>. La página tiene la leyenda de “Vacaciones en Llanes: verano del 69” y presenta a “Un gran escritor mexicano: Francisco (Peláez) Tario”. Se anuncia que <i>Una violeta de más</i> será distribuido en España por Seix-Barral.<br />
Ahí Tario confirma que su apellido literario viene de una voz tarasca que significa “lugar de ídolos”. Y habla sobre su condición de autor fantástico; dice que en su obra pretende establecer una unidad con estos cuatro elementos: poesía, muerte, amor y locura… Quizá lo más singular de esa entrevista es su reconocimiento al particular humor de Llanes, una de sus herencias: “Hay indudablemente un humor llanisco que no he encontrado en ninguna parte, y dudo mucho que exista. Tiene algo de surrealismo, de disparate casi genial, de cataclismo, que se refleja perfectamente en las cien mil historias que todos conocemos y de las que a menudo también somos protagonistas. Es un humor desmesurado, incoherente, siempre imprevisible, que distorsiona la vida. En uno de mis últimos cuentos, ‘La Vuelta a Francia’, echo mano de este humor tan particular, como asimismo en otro cuento, ‘Un huerto frente al mar’, asoman su melancólico perfil los tejados de San Antón”.<br />
Por el título y la dedicatoria, la muerte de Carmen Farell preside <i>Una violeta de más</i>. Sabemos que en su década restante Tario se preparó para alcanzarla. Quizá es de Carmen esa mano femenina que se extiende en “Entre tus dedos helados”. Se adivina la pesadumbre de Tario en la carta de pésame que le envió Elena Garro (el 2 de mayo de 1967), en la que recuerda aquella vecindad que tenían a comienzos de los años cuarenta, cuando ella vivía con Octavio Paz en la casa de atrás (sobre Saltillo) de Etla 24, que era la casa de los Peláez-Farell: coincidían los patios traseros. Paz y Garro convirtiéronse en asiduos a las tertulias. Se pregunta Elena: “¿Crees que volveremos allí vestidos de fantasmas y jugar para siempre? Después de Etla todo fue adulto, todo fue sórdido. Un día volveremos a ese orden del juego sin chequeras, sin intrigas, triunfos o derrotas”.<br />
Y: “Te admiro porque sobrevives a esto. Toño me contó y a las 4 me contará más. Para mí nunca estás solo, no te imagino solo. Eres una pareja. ¡Una muy hermosa pareja! Lo más raro de ver en este mundo banal de divorciados”.<br />
Hay que dejar, ya, que el libro arranque. Quizá deba consignarse que <i>Una violeta de más</i> fue reeditado en 1990 con el número 36 de la tercera serie de Lecturas Mexicanas (edición del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes), con una tirada amplia de 10 mil ejemplares; está incluido, claro, en el tomo II de los <i>Cuentos completos</i> de Lectorum y en el tomo I de las <i>Obras completas</i> del Fondo de Cultura Económica. Hoy vuelve a su condición individual, en esta edición conmemorativa, en busca de nuevos asombros.<br />
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<b>Diciembre 2019</b></div>
Alejandro Toledohttp://www.blogger.com/profile/06147563274240311881noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-6652247.post-67875573102737070442019-12-14T23:52:00.000-08:002019-12-14T23:55:02.632-08:00<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;">
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<b>El talón de Aquiles de una novela notable</b><br />
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Empiezo de un modo indirecto: en los primeros meses de 1968 Mario Vargas Llosa escribe desde Londres una carta a Augusto Monterroso para invitarlo a participar en un proyecto literario, un libro de cuentos sobre dictadores hispanoamericanos. Participarían Alejo Carpentier (quien hablaría del cubano Gerardo Machado), Carlos Fuentes (sobre Antonio López de Santa Anna), José Donoso (del boliviano Mariano Melgarejo), Julio Cortázar (de su compatriota Juan Domingo Perón), Carlos Martínez Moreno (del también argentino Juan Manuel de Rosas), Augusto Roa Bastos (del paraguayo José Gaspar Rodríguez de Francia), el propio Vargas Llosa (del peruano Luis Miguel Sánchez Cerro) y Monterroso (del nicaragüense Anastasio Somosa padre).<br />
Apunta Monterroso en <i>La palabra mágica</i> (1983): “Han pasado cerca de quince años desde que recibí la carta de Vargas Llosa y el libro no ha aparecido, lo que me autoriza a imaginar que todo se quedó en proyecto y que ya se puede hablar de él como parte de la invencible Historia literaria de lo que no se escribió”.<br />
No obstante, supone que ese pudo ser el origen de <i>El recurso del método</i> de Carpentier o <i>Yo, el supremo</i> de Roa Bastos e incluso <i>Terra Nostra</i> de Fuentes, entre otros títulos. En cuanto a Monterroso, dice: “la verdad es que el tema me dio miedo, miedo de meterme en el personaje, como inevitablemente hubiera sucedido, y de empezar con la tontería de buscar en su infancia, en sus posibles insomnios y en sus miedos y terminar ‘comprendiéndolo’ y teniéndole lástima”.<br />
Y así, termina, recordando a Pirandello “renuncié a trabajar en un Somoza al que como juez me habría gustado mandar fusilar pero que como escritor hubiera llegado a presentar en toda su indefensión y miseria”. Así que a los pocos días le escribió a Vargas Llosa para decirle que no, que muchas gracias.<br />
Recordé insistentemente este pasaje al llegar a las páginas finales de <i>El vendedor de silencio</i> (2019), de Enrique Serna. Luego de un largo viaje por la primera mitad del siglo XX, con momentos en los que el protagonista, Carlos Denegri, ingresa por méritos propios a una galería de lo grotesco mexicano, en un increíble trabajo de reconstrucción de la vida cotidiana en México en tiempos de Manuel Ávila Camacho, Miguel Alemán y Gustavo Díaz Ordaz, con apariciones estelares de Salvador Novo y Alfonso Reyes, entre los escritores, o Jacobo Zabludosvky y Julio Scherer, entre los periodistas, o Gloria Marín y María Félix, entre las divas, ese arribo al trauma original, la explicación última de la conducta desordenada del personaje, cuando, como diría Monterroso, el narrador expurga en su infancia y termina ‘comprendiéndolo’ y teniéndole lástima, causa cierta insatisfacción. ¿De eso se trataba todo?<br />
En efecto, Denegri es un caso clínico: acaso el máximo representante del periodismo chayotero, un macho mexicano de cuerpo entero que seduce o compra a las mujeres con joyas y abrigos de mink para luego humillarlas y agredirlas… Quizá una cosa tenga que ver con la otra y esa corrupción del oficio y esa virilidad golpeadora sean un reflejo del México que se formó en los años que siguieron a la Revolución mexicana, en la etapa institucional, con perfiles similares en los distintos ámbitos de la sociedad. Es decir, con miras amplias el retrato del personaje nos hubiera llevado, y nos lleva, en la mayor parte del libro, a un paisaje panorámico del México del siglo XX; acaso la óptica equivocada es la que se conduele de la decadencia de Denegri y encuentra la explicación última de su neurosis: el aparente abandono del padre que fue en realidad una expulsión del país en connivencia de la madre con su nuevo amante, un funcionario poderoso. Es la pérdida que justifica todos los excesos. En el inconsciente de Denegri la madre es la Santa y la Gran Puta, y por degeneración todas las mujeres de su vida lo serán: “Mamá y Natalia eran dos caras de la misma moneda, el ayer y el hoy de una diosa tutelar voluble, dulce pero falsa, tierna pero egoísta, que lo amamantaba y al mismo tiempo le chupaba la sangre”.<br />
La novela es notable: el narrador parece saberlo todo, o casi todo, de la historia mexicana en cuanto a la manera como se movían las redacciones o la vida nocturna. Ha investigado de modo profundo en su protagonista, que intenta la poesía, sin suerte, y luego encuentra habilidades en una prosa sencilla, afecta al lugar común, que será su vehículo para enriquecerse… Este “macho de película mexicana”, como le dicen por ahí, obtiene su redención al final, cuando en la catarsis de su vida halla, en complicidad con el narrador, las claves psicológicas que provocaron tal desorden existencial. En un libro técnico, de terapia psicoanalítica, ese hubiera sido un gran final. En una novela ambiciosa parece una resolución fácil, tal vez equívoca, y narrativamente desacertada.<br />
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<b>Diciembre 2019</b>Alejandro Toledohttp://www.blogger.com/profile/06147563274240311881noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-6652247.post-21108720570669680642019-12-11T06:54:00.000-08:002019-12-11T12:19:23.871-08:00<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;">
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<b>Carlos Loret de Mola: en el corazón del poder mediático</b><br />
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Es febrero de 2015. En una charla abierta, el joven conductor del noticiario matutino de Televisa dice no creer en la amplia libertad de las redes sociales y asegura que en su empresa nunca lo han censurado, acepta como un error su participación en el montaje del “caso Cassez” y pide al gobierno federal salir del pasmo en que su sumió al finalizar ese año esquizofrénico que fue 2014.<br />
Son las nueve de la mañana. En el foro de Primero Noticias, Carlos Loret de Mola despide la transmisión y cumple así, sonriente, la mitad de su jornada. Cuando algunos apenas se están instalando en sus oficinas, para él ya es como si fuera mediodía. Véase si no: despierta a las cuatro de la mañana, aparece por Televisa Chapultepec aproximadamente al cuarto para las cinco, da entonces los últimos ajustes a lo programado en el noticiero, lee los periódicos y poco antes de las seis va al aire por tres largas horas… ¿Misión cumplida? No, después de las nueve hay aún muchas cosas por hacer: asistir a algunas juntas, hacer ejercicio (en la caminadora de la oficina o un poco de nado en la alberca del edificio donde vive), escribir la columna que publica tres veces por semana en el periódico <i>El Universal</i> y comer, de preferencia en casa; por la tarde conduce en Radio Fórmula otro noticiero, éste de seis de la tarde a ocho de la noche. Entre una cosa y la otra, tuitea; la cuenta @CarlosLoret tiene más de cuatro millones de seguidores. A las nueve de la noche, nueve y media a más tardar, ya está en la cama. “Para poder funcionar debo llevar una vida ordenada”, dice.<br />
Hay quienes estampan sus nombres o sus iniciales en los trajes y las camisas. Ante la pregunta del sastre en este sentido, Loret de Mola tomó la decisión de que en su ropa se escribiera algo que implicara una reflexión o lo pusiera de buen ánimo. A los trajes les puso los nombres de las guerras a las que ha ido; por ejemplo: Siria 2012. A los sacos, las coberturas de desastres naturales en que ha participado: el terremoto de Haití, el tsunami de Indonesia … Y las camisas tienen, en las mangas, los nombres de las personas que han sido importantes en su vida. La del día de la entrevista decía “Chitó”, por su bisabuela, fallecida hace apenas año y medio. “Era mi segunda madre, todavía lloro cuando me acuerdo de ella. Era mi adoración.”<br />
Otro detalle son los calcetines, por lo común vistosos, coloridos. “Forman parte de la diversión cotidiana, no todo puede ser tan serio”, dice.<br />
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<b>Twitter perdió la virginidad</b><br />
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—En estos tiempos, un periodista abarca muchos espacios: está en televisión, radio, prensa, página web, redes sociales…<br />
—Sí, y muchas veces me dicen: “Eres diferente en la columna que en el radio”, o: “Eres diferente en el radio que en la tele”. Y mi respuesta es que los lenguajes son diferentes. Pongo este ejemplo: si tú chocas, la manera como se lo cuentas a un compañero de trabajo o a tu mamá es dramáticamente diferente, pero les cuentas lo mismo. Lo que cambia es el lenguaje. Yo trato de presentar en cada ámbito cosas diferentes, para que no se aburra la gente. Mi columna, por ejemplo, es de opinión; los de radio y televisión son programas informativos. Un documento duro quizá es mejor presentarlo en la prensa; una buena imagen, mejor en televisión, o un buen audio en la radio.<br />
—Aunque sí hay espacios de libertad distintos: algo que no se puede decir en televisión sí puede decirse en la radio, o lo que no puede decirse en la radio circula sin problema alguno en el periódico…<br />
—Hay muchos mitos con respecto a los espacios de libertad en los medios de comunicación. Un gran porcentaje de la gente piensa que en Televisa nos censuran, que lo más cerrado es la televisión, y no es verdad. O que las redes sociales son un espacio libre. Tampoco es cierto. Yo a veces veo una gran contaminación en las redes sociales muy superior a la que tuvo la televisión en sus peores tiempos, en la década de los setenta o los ochenta. Hay muchas maneras de manipular las redes sociales, crear un trending topic ficticio, vulnerar a algún rival político, y son niveles de manipulación sólo comparables con aquella vieja televisión monolítica. Hay muchos mitos en torno a esto; y mucho interés en que se mantengan.<br />
—Las redes sociales son una especie de coro griego que comenta la actualidad con mayor libertad que en los medios periodísticos tradicionales, ¿no te parece?<br />
—Difiero un poco de eso. Nacieron siendo un coro griego pero ya, hoy por hoy, están brutalmente manipuladas. No creo en los trending topics: las empresas comerciales, los partidos políticos o los candidatos a lo que sea, contratan los servicios de boots, mediante algún tuit center, con lo que personas no reales manejan treinta o cuarenta cuentas, y a razón de diez tuits cada una suman mensajes y mensajes, todo eso pagado. Los robots le han hecho perder la virginidad a Twitter. El coro griego ya está muy manipulado.<br />
—Para ejemplificar lo que ha sido la televisión en México suele recordarse lo que dijo Jacobo Zabludovski el 2 de octubre de 1968, cuando su nota principal en el noticiero fue que ese jueves había sido un día soleado. ¿Ha cambiado la televisión mexicana?<br />
—Me gusta que tomemos ese punto de partida y lo comparo con esto: cuando sucedió lo de Ayotzinapa, en estos sillones en donde ahora estamos conversando, en el foro de Primero Noticias, estuvieron padres de familia de los normalistas. Luego vino el procurador de justicia. Y antes, en la misma coyuntura, porque esos dos hechos se empalmaron, el vocero presidencial habló de las casas de Peña Nieto y su esposa. Es muy diferente lo que había en 68 de lo que hay ahora, y que evalúe cada quien, ¿no?<br />
—Hay otro momento significativo: el quinazo, cuando a Guillermo Ochoa, conductor del noticiero matutino, con lógica periodística se le ocurrió transmitir una entrevista de archivo con el líder petrolero… y esa fue su despedida del programa.<br />
—A mí no me han corrido por ninguna entrevista, y aquí se han hecho entrevistas muy duras a muchos personajes, sin ir más lejos a Enrique Peña Nieto. Quienes hablan de la supuesta unión entre Televisa y Peña Nieto deberían revisar en youtube mi entrevista a Peña Nieto. Dirán: “No puedo creer que eso haya pasado en Televisa”. Sí pasó y no ocurrió nada, aquí sigo trabajando. Creo que todavía estamos viendo la realidad del siglo XXI con el lente del siglo XX. Hay que ajustar un poco eso, hay que ir al optometrista político.<br />
<br />
<b>El pato cojo</b><br />
—El 2014 fue difícil para el país por lo que mencionabas: el caso Ayotzinapa, las casas de Peña Nieto y Videgaray… ¿Cuál es tu resumen de ese año terrible?<br />
—Fue un año esquizofrénico. Al arranque tenías a un presidente laureado internacionalmente: era el gran reformador de México, que había logrado convencer a los partidos de oposición de sacar 16 reformas, algunas de ellas en verdad relevantes. Era el presidente de moda. Y en un segundo, con lo de Ayotzinapa y luego con los conflictos de intereses en sus casas, se desvaneció. Lo que me sorprendió más que todo (además, claro, de los acontecimientos brutales), fue la nula capacidad de reacción, el pasmo en el que todavía hoy, en el momento en el que realizamos esta entrevista, se encuentra el gobierno federal. Yo no sé, sería equivocado pensarlo así, si le apuestan a que el tiempo termine curando las heridas. Hay cosas que la sociedad mexicana ya no está dispuesta a aceptar. Si quieren vender un discurso de modernidad económica y de competitividad, éste tiene que venir acompañado de un discurso de modernidad política y de comportamientos en la función pública. Me parece que ese vínculo ellos todavía no lo establecen, y parece que quieren seguir anclados en cuestiones del pasado que la sociedad ya no acepta. No sé cuánto tiempo tardarán en darse cuenta ni qué va a pasar para que se den cuenta. El otro día, en una de mis opiniones, escribí que el presidente parecía un pato cojo, que es como dicen que están los presidentes en la recta final de su mandato, cuando ya no se controla el Congreso y hay precandidatos en campaña. Así se dice: es como un pato cojo. ¡Y Peña Nieto es un pato cojo en el año dos! Espero que se mueva y haga algo.<br />
—¿Has conversado con él en estos días?<br />
—Si te fijas, desde que empezó esta crisis para acá no ha dado ninguna entrevista, y me encantaría hacerlo, tengo muchas cosas que preguntarle.<br />
—¿Qué le preguntarías?<br />
—Me concentraría en lo de Ayotzinapa y en el asunto de sus casas.<br />
—Es decir, la inseguridad y la corrupción política. ¿Son los males mayores del presente mexicano?<br />
—Esos son los dos grandes problemas que no parece todavía resuelto a enfrentar. Tiene que enfrentarlos, se le están estrellando en la cara y no veo que esté haciendo mucho. Nombra a un secretario de la Función Pública y el mismo día, en paquete, le pide que investigue y le da el resultado de la investigación. Fue una vacilada, hasta como chiste es malo.<br />
—¿Y cuál es tu perspectiva para este 2015?<br />
—Si se mantiene el pasmo del gobierno, vamos a vivir lo que hemos estado experimentando en los últimos dos o tres meses. Veo un gobierno desconectado de la sociedad, de la realidad, y eso no es bueno para el país. Si no hay la percepción en el extranjero de que aquí la ley se cumple, no van a llegar las inversiones que debieron haber acompañado esas reformas tan presumidas. Dependerá un poco de cómo reaccionen y de si todavía son capaces de hacerlo.<br />
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<b>Dos grandes errores</b><br />
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—Periodísticamente, ¿qué es lo más difícil que has vivido?<br />
—Yo creo que desde que llegué a Primero Noticias, hace diez años, he tenido dos grandes errores. El primero ha sido el asunto de Florence Cassez, porque, literalmente, me metieron un gol por debajo de las piernas. Que te metan un gol, pasa; pero que te metan un gol tan feo sí duele y da coraje. Me recrimino mucho por no haberme dado cuenta que la autoridad había montado un operativo. A mí me lo ofrecen como una cosa real y nunca, en mi cabeza, me hubiera podido imaginar que era una obra de teatro. A lo mejor debí haberlo imaginado y no lo hice, ese fue mi error. Afortunadamente fue aquí mismo, en Televisa, que nos dimos cuenta del montaje, aquí mismo lo denunciamos y tomamos las medidas para que eso no volviera a suceder. Y el segundo gran error fue una vez, entrevistando al cantante Kalimba, acusado de violación, en que sus abogados me dijeron una cosa y él decía otra; entonces insistí, pero insistí de más, abusando del micrófono, de mi poder y mi espacio. Quedé con un mal sabor de boca, creo que es la peor entrevista que he hecho en mi vida. Por fortuna la gente me lo reclamó. Fue un error, hay que reconocerlo, y ofrecer disculpas por ello.<br />
—¿Cuáles son tus principios como periodista?<br />
—Primero, como nadie es dueño de la verdad lo que tienes que hacer es acercarte lo más que puedas y una muy buena ruta es la pluralidad: que se escuchen todas las voces. Aquí eso ocurre, no como en algunos lugares que se dicen independientes y donde sólo se escuchan las voces de un lado. Aquí se escuchan todas, aquí todas salen al aire, a veces no a un costo bajo. Creo que eso es bueno. Lo segundo es la honestidad. La verdad, yo no soy superdotado ni inteligente ni ninguna de esas cosas que otros periodistas sí son, pero sí soy derecho. A mí que me esculquen, a esto me he dedicado desde que estaba chavito y no ando haciendo negocios por aquí o recibiendo lana de políticos o empresarios o narcos a cambio de defenderlos. La lana que me pagan es de El Universal, Radio Fórmula y Televisa. Punto. Me puedo equivocar, puedo dar una opinión con la que no estés de acuerdo, pero lo hago desde la honestidad. Esos son los dos principios que me rigen: pluralidad para tratar de equivocarme lo menos posible, y honestidad, porque uno es un ser humano que no está obligado a la perfección, pero sí a ser honesto, sobre todo con la audiencia.<br />
—Históricamente, la prensa solía andar tras el dinero.<br />
—Todavía circula mucho dinero, muchos intereses, muchos favores. Un día hay que darle una limpiadita a todo eso.<br />
—¿Te han ofrecido?<br />
—Nunca, nunca, ni cuando era reportero. Curiosamente. Yo creo que no doy pie. Hay muchas gubernaturas que lo hacen, muchos políticos que lo hacen, o los narcos que se han metido al negocio de comprar periodistas o amenazarlos. Para mí, ahora, el máximo enemigo de la libertad de expresión, más allá del cochupo, es el crimen organizado, que está matando periodistas. Y aquí de nuevo hay que actualizar la óptica. Hay quien habla todavía de la censura de Los Pinos a Televisa, y yo le digo: “¿En qué año estás?, ¿en qué año vives?” En el momento que se diversifica el poder en México, y ese poder monolítico se disuelve en gobernadores, en otros políticos y partidos, Iglesia, crimen organizado, empresas poderosas, se diversifica también la censura. El que compra un espacio, un anuncio, cree que con ello compra inmunidad editorial, y eso es una mentira. Lo real es que hay muchos factores que inciden, mucha gente que trata de presionar, amenazar, pero también hay una sociedad fuerte que está dispuesta a respaldar a los periodistas que le dicen la verdad. El ambiente es complicado, pero tenemos músculo para resistir, y ese músculo tiene que ver con una sociedad que no está dispuesta a dar marcha atrás en muchas cosas que ya consiguió, entre ellas la libertad de expresión.<br />
—¿Recuerdas tu primer día como responsable del noticiero matutino?<br />
—Sí, lo recuerdo. Fue el 11 de octubre de 2004. Tenía 27 años de edad. Imagínate: ¡tres horas de programa a los 27 años en el Canal 2! Estaba nervioso, me sudaban las manos. Como dirían los toreros: si se me iba ese toro vivo, nunca más volvería a alternar en la plaza. No fue así. Frente a una cámara uno siempre se pone nervioso, unos días más que otros, y depende de lo que estés enfrentando. Hace poco, cuando la explosión del hospital infantil en Cuajimalpa, me sudaban las manos, preguntaba a los reporteros qué había pasado, recurrimos al helicóptero, a las motocicletas… Los nervios nunca se van.<br />
—¿Qué te enorgullece de tu trabajo?<br />
—Como cobertura, hicimos una encuesta entre nosotros; pusimos las guerras que han sucedido en estos diez años, las campañas electorales, el Papa, y lo que más gustó fue la cobertura del tsunami de Indonesia en 2004, al poco tiempo de haber empezado Primero Noticias. Y uno de mis orgullos personales es caerle mal a todos los políticos, de todos los partidos. Si el presidente no te busca o habla, si López Obrador te desacredita y en el PAN te ven con desconfianza porque cuando Felipe Calderón era presidente fuiste un malvado con él, creo que estás en la ruta correcta. Es más fácil plegarse de un lado, y así te odiarían unos pero te apapacharían otros. Cuando no te apapacha nadie, cuando tienes frío y no hay cobijita que te tape, sí está más duro el día a día. En el 2006, cuando la polémica elección, Calderón presionaba a mis jefes para que me corrieran, y empresarios de alto nivel coludidos con Calderón pedían mi cabeza; al mismo tiempo, en el Zócalo, López Obrador me llamaba con un apodo muy chistoso; decía que Loret de Mola era ¡el cachorro del imperio!<br />
—A veces parece que este país se está desmoronando…<br />
—Los gobernantes pueden hacer mucho daño pero no pueden matar una patria. La patria es mucho más que sus gobernantes, y lo digo a todos los niveles: no acaban ni con un municipio, ni con un estado, ni con un país. Lo que sostiene a un país es la fuerza social. Quizá deberíamos entender eso mejor los mexicanos, y dejar de preocuparnos en buscar a una sola persona que venga a resolver todos nuestros problemas y empoderarnos un poco más como ciudadanos para resolverlos nosotros mismos.<br />
—En ese sentido, los medios deberían dar armas a las personas para ejercer una ciudadanía inteligente, ¿no crees?<br />
—La labor de los medios es informar, que la gente sepa qué está pasando no sólo en su entorno sino también a nivel global. Nuestro deber no pasa por educar al país ni llamar a las armas o movilizar; nuestro deber es informar. Lo que la gente haga con esa información ya es otro capítulo.<br />
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<b>Diciembre 2019</b>Alejandro Toledohttp://www.blogger.com/profile/06147563274240311881noreply@blogger.com0