domingo, marzo 21, 2004

EL CLAN BARTLEBY


1.

Recientemente, Enrique Vila-Matas colocó el nombre de Bartleby en la portada de uno de sus libros, y en cierta manera (pues los espacios de la buena literatura no son amplios) popularizó tanto al personaje creado por Herman Melville como a un fenómeno de la ficción: los escritores que no escriben porque dejan de hacerlo o nunca lo hicieron. También llama a esta corriente “literatura del no”. Mas el protagonista de la novela corta Bartleby (1856) no es exactamente un literato: labora como amanuense o copista judicial en el despacho de un abogado en Manhattan, y su negativa a seguir copiando y cotejando escritos es también una renuncia vital. El lánguido “preferiría no hacerlo” se convierte en una condena autoimpuesta: el hombre, al fin, “prefiere” no vivir más.
El relato se inicia de modo naturalista, con la descripción de las rutinas oficinescas y las peculiaridades de los otros dos escribientes: el malhumor de uno por las mañanas tiene el contrapeso de la ligereza del otro, mas los papeles se invierten por la tarde. Pero hasta ahí el equilibrio no se rompe. Es Bartleby quien vuelve raro ese espacio laboral, y su presencia oscurece el entorno: lo que pareciera en un principio normal y hasta divertido (por cotidiano), se vuelve miserable. La soledad de Bartleby es la soledad del que narra y de quienes con él trabajan... es decir, una condición de la humanidad.
El suceso particular, entonces, se dispara y altera el contexto: el “uno” se vuelve “ellos”, y también “todos”. Esto, que parecería simple, no ocurre en otras narraciones: las transformaciones del doctor Jeckyll en el señor Hyde (en la famosa novela de Stevenson) no modifican la percepción que tenemos del Londres en que se desarrollan los hechos. Lo singular de Bartleby, y acaso por ello nos sigue estremeciendo su lectura, es que el abandono del personaje entra en comunicación directa con quienes siguen la historia desde fuera de la página. “Oh, Bartleby”, lamenta el narrador, pero también: “Oh, humanidad”.
Vila-Matas prolonga los ecos de Bartleby a los creadores. Sin embargo, el ensayista y novelista español no se detiene en lo que podría ser pensado como otra continuación, una curiosa línea narrativa seguida en diversas geografías entre el cierre del siglo XIX y principios del XX. El hombre incrustado en el sistema que por depresión o enfermedad o por una serie de feroces malentendidos o por alteraciones de su cuerpo abandona su vida útil, está en La muerte de Iván Ilich (1884-1886), de León Tolstoi; en El pabellón número 6 (1898), de Anton Chejov; y en La metamorfosis (1915), de Franz Kafka.
Quizá no sea Bartleby el modelo de esas narraciones; el que compartan un registro no refiere influencia sino afinidad. Léanse esas novelas cortas “de corrido”, y se verá que no sólo se comunican, o que son esencialmente la misma historia: hay una dura progresión, como si se ingresara a una mina y se fuera descendiendo por estancias similares pero con detalles que las hacen únicas... hasta llegar a la pesadilla de la pesadilla, la soledad más profunda.
Acaso Bartleby abre un camino que llega a Gregorio Samsa. Uno prefiere no hacer ya nada; el otro despierta convertido en escarabajo, y aunque tiene la responsabilidad de mantener a la familia, y sabe que es indispensable para los suyos que siga trabajando, no puede hacerlo: una extraña metamorfosis lo aparta de una vida que no era normal ni humana pero que así lo parecía. La enfermedad que aqueja a Gregorio Samsa es el síndrome de Bartleby.


2.

Si asumimos que con Bartleby se abre una cadena, tendría que entenderse que quienes la siguen no son precisamente continuadores. Coinciden ciertos libros (los cuatro que aquí se revisan) en dos cosas: son novelas breves, y tienen como elemento percutor de la narrativa un distanciamiento del personaje (físico o metafísico) con su entorno cotidiano. Sin saberlo acaso los autores, a fuerza de repeticiones se crea una suerte de progresión, que va de una lánguida melancolía en Melville a la metamorfosis en Kafka.
Bartleby “prefiere” detenerse; al Iván Ilich de León Tolstoi lo atrapa la enfermedad, que viene luego de un accidente casero... Diría la psicología que el mismo Iván Ilich busca lastimarse, y algo en lo profundo lo lleva a ello porque siente que su vida normal sólo lo conduce al vacío: “Una vez subió la escalera para enseñar al tapicero cómo debía hacer el drapeado, dio un paso en falso, pero como era hombre fuerte y ágil, mantuvo el equilibrio y sólo se golpeó contra la manija del marco. El golpe dejó señal, el dolor se sintió varios días y luego pasó”.
En La muerte de Iván Ilich un funcionario de la Rusia zarista se dedica a la construcción de un mundo de simulaciones. Con el ascenso en la burocracia se le exige que todo en él se transforme: “En el fondo le pasaba lo que a todas las personas que sin ser ricas tienen la pretensión de parecerlo: cortinados, ébanos, flores, alfombras, bronces, todo lo que se ha inventado para parecer de alta posición y de verdadera riqueza y elegancia”.
Iván Ilich hace lo que los otros en su orbe oficinesco: busca ascender. Se encuentra atrapado, pues, en la pirámide social. Ha dejado atrás a unos, y hay otros arriba de él a quienes intentará derrocar. Cuando la enfermedad lo “saca del juego”, sus primeras reacciones son de confusión y temor: perderá sus privilegios, lo conseguido hasta entonces. Espera que la familia lo reconforte, pero incluso en ese terreno íntimo deja de funcionar: ya no sirve para los otros. Si no es útil, es desechable.
Quienes han leído La muerte de Iván Ilich no dudan en calificar esta noveleta como magistral. Lo es entre otras cosas por su construcción: el capítulo inicial cronológicamente debería ser el último, cuando los compañeros de Iván Ilich reciben la noticia del deceso. La narración se inicia con la muerte y cierra con la muerte. Y la vida que se cuenta será una existencia yerta, una muerte en vida; y sólo al morir, en el instante en que todo acaba, accede el protagonista a la plenitud, acaso porque “vivimos más intensamente mientras nos precipitamos al vacío” (J. M. Coetzee).
“¿Y la muerte? ¿Dónde está la muerte?”, se pregunta Iván Ilich. Narra Tolstoi: “Buscó su miedo anterior y no lo encontró. ¿Dónde está la muerte? No sentía ningún miedo porque no existía la muerte. En lugar de ella vio la luz”. Y: “¡Es así! ¡Qué alegría!” Tanto en Bartleby como en La muerte de Iván Ilich, lo que abre como un distanciamiento cierra con el último suspiro. En su misterio, uno opta por ya no vivir. El otro se aleja accidentalmente, y en el proceso de su enfermedad descubre el sistema de falsedades en que ha estado inmerso... “Ha terminado la muerte”, se dice a sí mismo, aliviado, Iván Ilich. “La muerte no existe ya.”
El síndrome de Bartleby es, entonces, una cura.


3.

Las burocracias son letales. Contaba Jorge Luis Borges que una de las etapas más tristes de su vida fue cuando trabajó en una biblioteca. El primer día llegó con gran contento por pasar sus jornadas laborales entre libros, y recibió unos 15 tomos para que elaborara fichas. Lo hizo a buen ritmo. Iba por más, cuando uno de sus compañeros lo detuvo. “Oye, no trabajes a ese ritmo, nos haces quedar mal a los otros”, le dijo. Se esperaba de él que se ajustara a las rutinas establecidas: extenderse en los saludos matutinos, comentar los partidos de futbol del fin de semana, las películas en cartelera, la salud familiar, el estado que guardaba la nación... Tomar uno de los libros fichables y leerlo, era considerado como ofensa: eso significaría que despreciaba la conversación de sus compañeros. Un día, alguien encontró un título acreditado a Jorge Luis Borges. “Mira”, le comentó, “éste se llama igual que tú. Qué curioso, ¿no?” Respondió Borges: “Sí, qué curioso”.
La oficina del Bartleby de Melville es pequeña: un abogado, tres copistas. El Iván Ilich de Tolstoi es parte de una compleja estructura piramidal, en la Rusia zarista. En El pabellón número 6, Anton Chejov sigue al doctor Andrei Efímich Raguin, director de un hospital miserable de provincias, cuya vida transcurre a partir de itinerarios perfectamente establecidos. Su mayor anhelo no es mejorar el establecimiento que dirige, ni dar mejor atención a los enfermos o instalaciones limpias... Querría todo eso pero no sabría cómo realizarlo. Lo único que desea es encontrar a alguien que sepa y que le guste mantener una conversación inteligente.
El ambiente oficinesco de Bartleby, La muerte de Iván Ilich y El pabellón número 6 nos acerca a “hombres sin atributos”, y no se espera de ellos algo sublime. Andrei Efímich es asiduo a los libros, y le sirven para ubicarse en el mundo: “Y de improviso, bajo el efecto de los buenos pensamientos entresacados de la lectura, dirige su mirada al pasado y al presente de su vida. El pasado es repugnante, mejor no acordarse de él. Y en el presente sucede lo mismo que en el pasado”.
A Bartleby lo invade la melancolía, a Iván Ilich la enfermedad... Andrei Efímich encuentra en Iván Dimítrich, un loco del pabellón número 6, a su mejor compañero de charla, y su afición a visitarlo crea la sospecha de que se le han desajustado los tornillos: un doloroso malentendido lo aísla de su vida “normal”. Será Andrei Efímich como Borges en la biblioteca: un raro, alguien que no quiere actuar como los otros y que se pone (o es puesto) al margen. Ofende que Andrei Efímich tome sus distancias frente a aquellos que “gastan su energía vital, su corazón y su inteligencia en partidas de cartas y chismorreos” y que no saben y no quieren “emplear su tiempo en una conversación interesante y en la lectura”.
Lo que primero es un rumor luego es considerado como una certeza: Andrei Efímich no está bien. Pierde el empleo, pierde el poco dinero ahorrado, y sus amigos, por ayudarlo, le construyen una tumba. Y se vuelve espectador de su caída: “Mi enfermedad consiste sólo en que en 20 años, en toda la ciudad sólo he encontrado a una persona inteligente, y resulta que además es un loco. No hay enfermedad alguna, sólo que he caído en un círculo vicioso del cual ya no hay salida”.
Mas al alejarse del mundo material, Andrei Efímich se reconcilia con su mundo interno.



4.

Ya se sabe: al despertar, luego de una noche intranquila, Gregorio Samsa amanece convertido en un escarabajo... Las traducciones lo presentan como un “monstruoso insecto”, pero Vladimir Nabokov ha explorado la metamorfosis del personaje para concluir que no es cucaracha (como muchos suponen) sino escarabajo. A sus lecciones de literatura europea incluso llevaba Nabokov un dibujo de Gregorio Samsa, que amaneció hacia las 6:30 de esa mañana y se dio cuenta de que no podía ir a trabajar. En los cinco años que llevaba empleado (desde una crisis financiera que derrumbó a su padre), no había faltado nunca a su deber como viajante de comercio... Pero Samsa no está enfermo, como Iván Ilich; no “prefiere” abandonar el trabajo y la vida, como Bartleby; ni su aislamiento se debe a un malentendido, como sucede al Andrei Efímich del Pabellón número 6. No hay una explicación lógica: sólo amanece transformado en insecto, y le costará adaptarse a su nueva condición.
Es sorprendente cómo cuatro novelas tan distintas, como son estas de Melville, Tolstoi, Chejov y Kafka, pueden ser al mismo tiempo tan parecidas. Hay un resorte similar, algo que saca a los protagonistas de su vida cotidiana (sea un recurso naturalista o fantástico); y el fin es también el mismo: Bartleby se queda como dormido, “con reyes y consejeros”; Iván Ilich aspira el aire, se detiene en medio del suspiro, se estira y queda muerto; Andrei Efímich piensa en la inmortalidad, y la desecha, después ya todo desaparece y él deja de existir para siempre. Al Gregorio Samsa de La metamorfosis le espera un destino común a los otros personajes: “Y en tal estado de apacible meditación e insensibilidad permaneció hasta que el reloj de la iglesia dio las tres de la madrugada. Todavía pudo vivir aquel comienzo del alba que despuntaba detrás de los cristales. Luego, a pesar suyo, su cabeza hundióse por completo y su hocico despidió débilmente su postrer aliento”.
Inquieta a Samsa la situación económica de la familia: hasta antes de la metamorfosis, la casa depende de él; luego, su padre y su madre, y la hermana Grete, despertarán del cómodo letargo en que vivían (pues vivían a costa de Gregorio) y se lanzarán al mercado laboral.
Nabokov también se ha detenido en ese doble proceso que se percibe en el relato: al comienzo, Samsa es un insecto y sus familiares son humanos; en el sufrimiento, el insecto se humaniza y los parientes del protagonista se animalizan hasta el punto de agredirlo y provocarle la muerte del modo más grotesco: “En esto, algo diestramente lanzado cayó junto a su lado, y rodó ante él: era una manzana, a la que pronto hubo de seguir otra. Gregorio, atemorizado, no se movió: era inútil continuar corriendo, pues el padre había resuelto bombardearle. Se había llenado los bolsillos con el contenido del frutero que estaba sobre el aparador, y arrojaba una manzana tras otra, aunque sin lograr por el momento dar en el blanco”.
Desde Bartleby, esa irrupción del absurdo parece atacar directamente a la realidad: el hecho aislado modifica nuestra idea del mundo. Lo que parecería normal ya no lo es, y lo anormal se comunica con ciertas pulsaciones realmente humanas. Una oficina en Wall Street, la burocracia de San Petersburgo, la administración de un hospital de provincias, y la existencia gris de una familia en Praga, sufren ese desfase de uno de sus integrantes que no se rebela a la estructura sino que es “puesto a un lado”. En Bartleby hay un “no” preferible y definitivo; en los otros, algo interno los lleva a dar la espalda y lanzarse en una búsqueda que será trágica y luminosa a un tiempo.
El “no” de Bartleby pone a temblar al mundo.
Febrero 2004

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