No fue la celebración de los doscientos años de su publicación lo que me llevó a Frankenstein o el moderno Prometeo (1818), de Mary Wollstonecraft Shelley (1797-1851), sino el encuentro casual, en una bodega de películas originales del centro de la Ciudad de México, con una caja metálica (o steelbook) que contenía la adaptación a la pantalla que de la novela hizo James Whale en 1931, protagonizada por Boris Karloff. En la carátula (obra del portadista de cómics Alex Ross) el monstruo, con el rostro inmutable, lleva secuestrada a una mujer vestida de novia hacia el molino; ella lo mira aterrorizada, sin poder zafarse de su brazo izquierdo; una turba delirante, con antorchas, los rodea; y, como grietas, arriba, se ven truenos escalofriantes en el cielo oscuro.
Cuando se piensa en el ser creado, a la par, por Mary W. Shelley y Víctor Frankenstein, uno tiende a imaginarlo con el rostro maquillado de Karloff (y sus múltiples imitadores), quien personificó a la criatura en esa cinta y luego en La novia de Frankenstein (The bride of Frankenstein, 1935), ambas dirigidas por Whale.
Es curioso: en el primer filme se acredita la novela a la esposa de Percy B. Shelley, así: “From the novel by Mrs. Percy B. Shelley” (Mary no merece ser llamada por su nombre), lo que se corrige en el segundo y donde se da a la escritora su lugar en un prólogo actuado en el que aparecen tres de los protagonistas de esas tertulias suizas, en el verano de 1816, en las que, luego de varias sesiones dedicadas a leer en voz alta cuentos alemanes de fantasmas, a Lord Byron se le ocurrió aquella propuesta que desencadenó todo: “Vamos a escribir cada uno un relato de fantasmas”.
Según el recuerdo de la autora los incluidos en el proyecto, además de Byron y su médico de cabecera, John William Polidori (a quien describe como “el pobre Polidori”), fueron ella y Percy. Éste “empezó un relato basado en experiencias de la primera etapa de su vida”; Byron comenzó un cuento “cuyo fragmento publicó al final de su poema Mazeppa”… Y a Polidori se le ocurrió “una idea terrible sobre una dama con cabeza de calavera, castigada de ese modo por espiar por el ojo de la cerradura”.
Mary W. Shelley cierra así la anécdota: “Los ilustres poetas, incómodos con la trivialidad de la prosa, abandonaron enseguida su antipática tarea”.
Ella, en cambio (como cuenta en la introducción de 1831 a la edición de Standard Novels), desde esa noche se dedicó a pensar una historia que rivalizara con aquellas que los habían animado a abordar dicha empresa. “Una historia que hablase a los miedos misteriosos de nuestra naturaleza y despertase un horror estremecedor; una historia que hiciese mirar en torno suyo al lector amedrentado, le helase la sangre y le acelerase los latidos del corazón”.
Ésta se le reveló mientras escuchaba conversar a Shelley y Byron acerca del principio vital y lo que se contaba de los experimentos de Erasmus Darwin (abuelo de Charles Darwin), como aquello de que con electricidad había logrado dar vida momentánea a algo inanimado. Pensó: “Quizá podía reanimarse un cadáver; el galvanismo había dado pruebas de tales cosas; quizá podían fabricarse las partes componentes de una criatura, ensamblarlas y dotarlas de calor vital”.
Al irse a la cama, ante esta idea germinal su imaginación registró una actividad inusitada. Se diría que la novela se le representó entonces mentalmente en sus secuencias más poderosas. Vio así al pálido estudiante de artes impías arrodillado junto al ser que había ensamblado. “Vi el horrendo fantasma de un hombre tendido; y luego, por obra de algún ingenio poderoso, manifestar signos de vida, y agitarse con movimiento torpe y semivital. Debía ser espantoso; pues supremamente espantoso sería el resultado de todo esfuerzo humano por imitar el prodigioso mecanismo del Creador del mundo”.
Anunció al despertar que había ya pensado una historia; y lo primero que escribió de esa novela futura fue: “Una lúgubre noche de noviembre”, que es como arranca el capítulo cinco de Frankenstein, uno de los más poderosos, quizá el centro del mito: “Una lúgubre noche de noviembre vi coronados mis esfuerzos. Con una ansiedad casi rayana en la agonía, reuní a mi alrededor los instrumentos capaces de infundir la chispa vital al ser inerte que yacía ante mí”…
Tertulia fílmica
En la tertulia fílmica, al arranque de La novia de Frankenstein, la historia del joven científico y su creación ya ha sido imaginada, y quizá escrita, si no completa sí parcialmente, pues Mary Shelley (Elsa Lanchester) anda en busca de editor. Es una noche de tormentas eléctricas. El poeta Lord Byron (Gavin Gordon) observa desde una ventana, fascinado, el espectáculo de los rayos en el cielo, mientras Percy B. Shelley (Douglas Waldon) escribe sus versos en un cuaderno y Mary se dedica a una labor de tejido.
“Qué maravillosamente dramático”, dice Lord Byron. “La exhibición más cruda, más salvaje de lo peor de la naturaleza… y nosotros tres, los elegantes tres, en ella. Me gustaría pensar que un Jehová enfadado estaba apuntando esas flechas de relámpagos a mi cabeza, la cabeza no subyugada de George Gordon Lord Byron, el pecador más grande de Inglaterra. Pero no puedo ilusionarme a ese extremo. Posiblemente esos truenos son para nuestro querido Shelley, el aplauso del cielo al poeta más querido de Inglaterra”.
Shelley reacciona:
—¿Y Mary?
—Ella es un ángel.
Mary comenta:
—Eso crees tú.
Se escucha un trueno.
—Ven, Mary, vamos a observar la tormenta.
—Sabes cuánto me alarman los relámpagos.
Y luego, dirigiéndose a su compañero (y aunque la escena está muy iluminada y las velas están prendidas), Mary dice:
—Shelley, querido, ¿podrías por favor encender esas velas?
Ante esto, Lord Byron exclama:
—¡Criatura asombrosa!
—¿Yo, Lord Byron?
—¡Temerosa del trueno, asustada por la oscuridad, y sin embargo has escrito un cuento que heló mi sangre de pavor!
Ella ríe, traviesa.
—¡Mírala, Shelley! ¿Creerías que ese rostro delicado y hermoso concibió a Frankenstein, un monstruo creado de cadáveres salidos de tumbas saqueadas? ¿No es asombroso?
Al paso debe decirse que, desde el título (y en las líneas arriba citadas), La novia de Frankenstein contribuye a ese malentendido por el cual la criatura es confundida con su creador, del que al parecer hereda el apellido. En lo que dice Byron se expresa esa falla; el especialista Gérard Lenne (en El cine “fantástico” y sus mitologías) habla por ello de “la significante confusión entre creador y criatura”; y explica: “Frankenstein quiso crear a un hombre, es decir, un ser a su imagen: el tema del doble se transparenta en filigrana. Porque, desde que el mito comienza a expandirse, surge un hecho singular y turbador que entra en la lógica del lapsus que revela: el gran público transmite al monstruo el nombre de su creador”.
Desde, entonces, pues Frankenstein será tanto el científico como el monstruo… Pero volvamos a la escena que abre La novia de Frankenstein. Mary Shelley reacciona así a lo dicho por Lord Byron:
—¿No sé por qué piensas así? ¿Qué esperas? El público necesita algo más fuerte que una bonita historia de amor. ¿Entonces por qué no habría de escribir sobre monstruos?
—Con razón Murray se ha negado a publicar el libro. Dice que su público lector se horrorizaría demasiado.
Mary:
—Se publicará, eso creo.
Shelley:
—Entonces, querida, tendrás muchas preguntas que responder.
—Los editores no vieron que mi propósito era escribir una lección de moralidad, del castigo que cayó sobre un hombre mortal que se atrevió a imitar a Dios.
Uno de los grandes aciertos de Whale fue su decisión de que la actriz que representa en ese prólogo a Mary Shelley (Elsa Lanchester, como ya se dijo) sea al final, en un juego de espejos inquietante, la misma que actúe como la compañera creada (esta vez por Víctor Frankenstein y el doctor Pretorious) para la criatura… situación a la que no se llega en la novela, pues ahí el joven científico decide, para frustración del monstruo, no concluir ese segundo experimento y destruir sus avances.
El anciano ciego
No sé si alguien haya reparado en las semejanzas de una cinta de Alfred Hitchcock, Saboteur (1942), con la novela Frankenstein. Esto no es comentado en las conversaciones entre Hitchcock y Truffaut. La película trata de un obrero de una fábrica de ensamblaje de aviones en Estados Unidos acusado injustamente de provocar un incendio, hecho que, en tiempos de guerra, ante los ojos de los demás lo transforma en un ser monstruoso (al creerlo parte de una red de activistas nazis que se mueve en territorio norteamericano), por lo que huye, para intentar probar su inocencia. Lleva esposas, lo que lo delata como el perseguido… Donde la ficción de Mary Shelley y el filme mayormente coinciden es cuando este hombre llega, en un atardecer lluvioso, a la casa en el bosque de un anciano ciego, amante de la música. Éste lo recibe con amabilidad, le da refugio, pese a haberse dado cuenta de que venía esposado y saber por la radio que la policía peina la zona para dar con el fugitivo. Es ciego mas entiende perfectamente su condición y, sobre todo, percibe su inocencia.
Algo muy similar ocurre en la novela, en la relación amable entre el ciego del bosque y la criatura. Lo que cambia, en tal caso, es el instrumento musical preferido por el viejo: en Mary Shelley es una guitarra, en James Whale un violín, en Hitchcock el piano (y en el grandilocuente Frankenstein de Kenneth Branagh será una flauta)… Varía, además, el que el monstruo de Hitchcock logre convencer a los otros de que es un buen hombre (o, simplemente, un hombre), empresa en la que la criatura creada por Víctor Frankenstein (ante la imposibilidad de comunicarse con los otros) fracasa.
Saboteur es, pues, una reescritura de Frankenstein.
Los monstruos de Universal
Luego del hallazgo de esa caja metálica, edición especial de la cinta Frankenstein, no me fue sencillo encontrar La novia de Frankenstein. Pasaron varias semanas y en esa misma zona del centro de la Ciudad de México, en los alrededores del Salto del Agua, se me apareció repentinamente un paquete en forma de ataúd negro que reunía a los monstruos de los Estudios Universal, en donde están los dos Frankensteins de James Whale, más otras seis películas de esa época (parte de un paisaje artísticamente desigual): Drácula, La momia, El hombre invisible, El hombre lobo, El fantasma de la ópera y El monstruo de la laguna negra.
Ello, la vista en función doble de los largometrajes en los que Boris Karloff encarna a la criatura (sobre los que se podría hablar largamente, entre otras cosas por lo que revelan de Whale, el cineasta, defensor de otredades), funcionó como prólogo para llegar a la obra original, sin la cual todo lo demás no existiría. Una noche de tormenta busqué en mis libreros la edición de Alianza Editorial, en la traducción impecable de Francisco Torres Oliver, leída muchos años atrás, y la sometí, con algunas páginas ya desprendiéndose (cual si se tratara de la resurrección de un cadáver), a una relectura.
Lo primero que destaca es que se trata de una novela a tres voces, como si fuera, a imagen y semejanza de la criatura, una narración desmembrada: primero está la voz de Robert Walton, capitán de un barco en su expedición al polo norte, empresa en la que encuentra ese extraño espectáculo de una suerte de gigante que es perseguido por un hombre; luego éste, que es Víctor Frankenstein, relata al marino su extraña historia… y como parte de esa relación el mismo monstruo toma la palabra.
El de Víctor Frankenstein es el relato de un científico y su ansia de conocimiento, el deseo de ir más allá y crear algo nuevo. ¿Cuáles son los límites del saber? Es el moderno Prometeo que paga con la extinción de su estirpe el haber hallado el secreto de la vida. El asunto de la responsabilidad científica parece estar en el fondo de su historia; y hay quien encontrará en esas páginas los fundamentos de lo que hoy se conoce, en las academias, como bioética. Así lo entendió Brian W. Aldiss en su novela Frankenstein desencadenado (1973), en donde un científico del siglo XXI viaja a los tiempos de Lord Byron y los Shelley. Él mismo ha hecho un gran hallazgo que puede significar, no obstante, la destrucción de la humanidad. Por eso la cinta de Roger Corman (de 1989) que adapta el libro de Aldiss comienza con una reflexión de Albert Einstein, quien, luego del primer estallido de una bomba atómica, dijo (cito de memoria): “De haber sabido lo que ocurriría me habría dedicado a relojero”.
Frankenstein también inaugura una corriente de la ciencia-ficción (o fantasía científica, como le gustaba decir a Borges) que trata de la creación de inteligencias artificiales. Sin duda hay ecos de ella en ese gran momento cinematográfico de Blade Runner (Ridley Scott, 1982, basada en ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? de Philip K. Dick) en el que el ser artificial confronta a su creador y le pide más tiempo de vida.
El paraíso perdido
La historia de Víctor Frankenstein es sólo la antesala para escuchar a la criatura, que ha vivido un largo proceso de aprendizaje luego de que el joven científico lo abandonara a su suerte. Su nacimiento puede ser comparado con aquella circunstancia ya imaginada por el enciclopedista francés George Louis Lecler, conde de Buffon, en su Historia natural del hombre (1749): el repentino arribo a la vida de un ser maduro de sus órganos. ¿Cómo sería ese despertar? Sólo que acá se trata de un cuerpo armado, con partes divididas que pertenecieron a otros seres, lo que parece provocar un dolor profundo. Cuenta la criatura: “Apenas recuerdo los primeros momentos de mi vida; todos los acontecimientos de ese periodo me resultan confusos e indistintos. Una extraña multitud de sensaciones se apoderó de mí: veía, tocaba, oía y olía al mismo tiempo; y tardé mucho, efectivamente, en diferenciar las funciones de mis distintos sentidos”.
No detallaré aquí ese proceso; sólo diré que, como se resume en La novia de Frankenstein (cuando la criatura pronuncia las palabras friend y good), éste tiene que ver con aquel personaje del que ya hablamos, el ciego de la cabaña en el bosque, y por ello el monstruo podrá leer la libreta de Víctor Frankenstein que detalla su hechura, más tres títulos impresos: El paraíso perdido de John Milton, las Vidas paralelas de Plutarco y Las cuitas del joven Werther de Goethe.
De hecho, el epígrafe de la novela viene de Milton: “¿Te pedí por ventura, Creador, que me moldearas como hombre? ¿Te imploré alguna vez que me sacaras de la oscuridad?” Lo dice de otra manera la criatura: “¡Maldito sea el día en que recibí la vida! […] ¡Maldito mi creador! ¿Por qué fabricaste un monstruo tan espantoso que incluso túmismo te apartaste horrorizado de mí?”
Si Víctor Frankenstein es un Prometeo moderno (al que Zeus castiga por haber robado el fuego a los dioses), la criatura es un Adán expulsado del paraíso. Un Adán que es también, en el juego palindrómico en español y por la forma como lo tratan los hombres, nadao, mejor dicho, nadie. Es un algo que vaga por el mundo en eterna soledad. De ahí la necesidad, y la petición al creador, de que le arme un ser similar a él pero de signo femenino, una compañera…
Como apunté arriba, el cine va más allá en esta fase: donde Mary Shelley hace que Víctor Frankenstein abandone y destruya esa nueva creación, las cintas la presentan a ella, así sea unos minutos, ya completa: en Whale, el tiempo suficiente para mostrar rechazo con un grito patético y un extraño seseo; en Kenneth Branagh, en la que se presume como la adaptación de la novela, al anunciarse como “El Frankenstein de Mary Shelley” (y que peca de pedantería, donde parecen más importantes los desplantes del actor y director, en su afectación shakespeareana, que la historia), la mujer del científico, asesinada por la ira de la criatura, será reconstruida como la compañera posible del monstruo o le reencarnación siniestra de Elizabeth, esposa de Víctor, en un efímero renacimiento…
Lo sobresaliente en Mary W. Shelley, y en ello está su enorme poder narrativo, es haber contado el cuento desde el creador y la criatura y haberlos integrado al fin, en el Polo Norte, con el capitán Walton como testigo y narrador último, como si en la unión de esas tres partes se consolidara la criatura novelesca.
Y lo significativo, aquí, es que una novela de comienzos del siglo XIX, concebida en una noche de tormenta, mantenga aún, doscientos años después (pese a sus reiteraciones en la pantalla, muchas de ellas fallidas, otras aún vibrantes), la frescura y el horror de un muerto vuelto a la vida.
Cuando se piensa en el ser creado, a la par, por Mary W. Shelley y Víctor Frankenstein, uno tiende a imaginarlo con el rostro maquillado de Karloff (y sus múltiples imitadores), quien personificó a la criatura en esa cinta y luego en La novia de Frankenstein (The bride of Frankenstein, 1935), ambas dirigidas por Whale.
Es curioso: en el primer filme se acredita la novela a la esposa de Percy B. Shelley, así: “From the novel by Mrs. Percy B. Shelley” (Mary no merece ser llamada por su nombre), lo que se corrige en el segundo y donde se da a la escritora su lugar en un prólogo actuado en el que aparecen tres de los protagonistas de esas tertulias suizas, en el verano de 1816, en las que, luego de varias sesiones dedicadas a leer en voz alta cuentos alemanes de fantasmas, a Lord Byron se le ocurrió aquella propuesta que desencadenó todo: “Vamos a escribir cada uno un relato de fantasmas”.
Según el recuerdo de la autora los incluidos en el proyecto, además de Byron y su médico de cabecera, John William Polidori (a quien describe como “el pobre Polidori”), fueron ella y Percy. Éste “empezó un relato basado en experiencias de la primera etapa de su vida”; Byron comenzó un cuento “cuyo fragmento publicó al final de su poema Mazeppa”… Y a Polidori se le ocurrió “una idea terrible sobre una dama con cabeza de calavera, castigada de ese modo por espiar por el ojo de la cerradura”.
Mary W. Shelley cierra así la anécdota: “Los ilustres poetas, incómodos con la trivialidad de la prosa, abandonaron enseguida su antipática tarea”.
Ella, en cambio (como cuenta en la introducción de 1831 a la edición de Standard Novels), desde esa noche se dedicó a pensar una historia que rivalizara con aquellas que los habían animado a abordar dicha empresa. “Una historia que hablase a los miedos misteriosos de nuestra naturaleza y despertase un horror estremecedor; una historia que hiciese mirar en torno suyo al lector amedrentado, le helase la sangre y le acelerase los latidos del corazón”.
Ésta se le reveló mientras escuchaba conversar a Shelley y Byron acerca del principio vital y lo que se contaba de los experimentos de Erasmus Darwin (abuelo de Charles Darwin), como aquello de que con electricidad había logrado dar vida momentánea a algo inanimado. Pensó: “Quizá podía reanimarse un cadáver; el galvanismo había dado pruebas de tales cosas; quizá podían fabricarse las partes componentes de una criatura, ensamblarlas y dotarlas de calor vital”.
Al irse a la cama, ante esta idea germinal su imaginación registró una actividad inusitada. Se diría que la novela se le representó entonces mentalmente en sus secuencias más poderosas. Vio así al pálido estudiante de artes impías arrodillado junto al ser que había ensamblado. “Vi el horrendo fantasma de un hombre tendido; y luego, por obra de algún ingenio poderoso, manifestar signos de vida, y agitarse con movimiento torpe y semivital. Debía ser espantoso; pues supremamente espantoso sería el resultado de todo esfuerzo humano por imitar el prodigioso mecanismo del Creador del mundo”.
Anunció al despertar que había ya pensado una historia; y lo primero que escribió de esa novela futura fue: “Una lúgubre noche de noviembre”, que es como arranca el capítulo cinco de Frankenstein, uno de los más poderosos, quizá el centro del mito: “Una lúgubre noche de noviembre vi coronados mis esfuerzos. Con una ansiedad casi rayana en la agonía, reuní a mi alrededor los instrumentos capaces de infundir la chispa vital al ser inerte que yacía ante mí”…
Tertulia fílmica
En la tertulia fílmica, al arranque de La novia de Frankenstein, la historia del joven científico y su creación ya ha sido imaginada, y quizá escrita, si no completa sí parcialmente, pues Mary Shelley (Elsa Lanchester) anda en busca de editor. Es una noche de tormentas eléctricas. El poeta Lord Byron (Gavin Gordon) observa desde una ventana, fascinado, el espectáculo de los rayos en el cielo, mientras Percy B. Shelley (Douglas Waldon) escribe sus versos en un cuaderno y Mary se dedica a una labor de tejido.
“Qué maravillosamente dramático”, dice Lord Byron. “La exhibición más cruda, más salvaje de lo peor de la naturaleza… y nosotros tres, los elegantes tres, en ella. Me gustaría pensar que un Jehová enfadado estaba apuntando esas flechas de relámpagos a mi cabeza, la cabeza no subyugada de George Gordon Lord Byron, el pecador más grande de Inglaterra. Pero no puedo ilusionarme a ese extremo. Posiblemente esos truenos son para nuestro querido Shelley, el aplauso del cielo al poeta más querido de Inglaterra”.
Shelley reacciona:
—¿Y Mary?
—Ella es un ángel.
Mary comenta:
—Eso crees tú.
Se escucha un trueno.
—Ven, Mary, vamos a observar la tormenta.
—Sabes cuánto me alarman los relámpagos.
Y luego, dirigiéndose a su compañero (y aunque la escena está muy iluminada y las velas están prendidas), Mary dice:
—Shelley, querido, ¿podrías por favor encender esas velas?
Ante esto, Lord Byron exclama:
—¡Criatura asombrosa!
—¿Yo, Lord Byron?
—¡Temerosa del trueno, asustada por la oscuridad, y sin embargo has escrito un cuento que heló mi sangre de pavor!
Ella ríe, traviesa.
—¡Mírala, Shelley! ¿Creerías que ese rostro delicado y hermoso concibió a Frankenstein, un monstruo creado de cadáveres salidos de tumbas saqueadas? ¿No es asombroso?
Al paso debe decirse que, desde el título (y en las líneas arriba citadas), La novia de Frankenstein contribuye a ese malentendido por el cual la criatura es confundida con su creador, del que al parecer hereda el apellido. En lo que dice Byron se expresa esa falla; el especialista Gérard Lenne (en El cine “fantástico” y sus mitologías) habla por ello de “la significante confusión entre creador y criatura”; y explica: “Frankenstein quiso crear a un hombre, es decir, un ser a su imagen: el tema del doble se transparenta en filigrana. Porque, desde que el mito comienza a expandirse, surge un hecho singular y turbador que entra en la lógica del lapsus que revela: el gran público transmite al monstruo el nombre de su creador”.
Desde, entonces, pues Frankenstein será tanto el científico como el monstruo… Pero volvamos a la escena que abre La novia de Frankenstein. Mary Shelley reacciona así a lo dicho por Lord Byron:
—¿No sé por qué piensas así? ¿Qué esperas? El público necesita algo más fuerte que una bonita historia de amor. ¿Entonces por qué no habría de escribir sobre monstruos?
—Con razón Murray se ha negado a publicar el libro. Dice que su público lector se horrorizaría demasiado.
Mary:
—Se publicará, eso creo.
Shelley:
—Entonces, querida, tendrás muchas preguntas que responder.
—Los editores no vieron que mi propósito era escribir una lección de moralidad, del castigo que cayó sobre un hombre mortal que se atrevió a imitar a Dios.
Uno de los grandes aciertos de Whale fue su decisión de que la actriz que representa en ese prólogo a Mary Shelley (Elsa Lanchester, como ya se dijo) sea al final, en un juego de espejos inquietante, la misma que actúe como la compañera creada (esta vez por Víctor Frankenstein y el doctor Pretorious) para la criatura… situación a la que no se llega en la novela, pues ahí el joven científico decide, para frustración del monstruo, no concluir ese segundo experimento y destruir sus avances.
El anciano ciego
No sé si alguien haya reparado en las semejanzas de una cinta de Alfred Hitchcock, Saboteur (1942), con la novela Frankenstein. Esto no es comentado en las conversaciones entre Hitchcock y Truffaut. La película trata de un obrero de una fábrica de ensamblaje de aviones en Estados Unidos acusado injustamente de provocar un incendio, hecho que, en tiempos de guerra, ante los ojos de los demás lo transforma en un ser monstruoso (al creerlo parte de una red de activistas nazis que se mueve en territorio norteamericano), por lo que huye, para intentar probar su inocencia. Lleva esposas, lo que lo delata como el perseguido… Donde la ficción de Mary Shelley y el filme mayormente coinciden es cuando este hombre llega, en un atardecer lluvioso, a la casa en el bosque de un anciano ciego, amante de la música. Éste lo recibe con amabilidad, le da refugio, pese a haberse dado cuenta de que venía esposado y saber por la radio que la policía peina la zona para dar con el fugitivo. Es ciego mas entiende perfectamente su condición y, sobre todo, percibe su inocencia.
Algo muy similar ocurre en la novela, en la relación amable entre el ciego del bosque y la criatura. Lo que cambia, en tal caso, es el instrumento musical preferido por el viejo: en Mary Shelley es una guitarra, en James Whale un violín, en Hitchcock el piano (y en el grandilocuente Frankenstein de Kenneth Branagh será una flauta)… Varía, además, el que el monstruo de Hitchcock logre convencer a los otros de que es un buen hombre (o, simplemente, un hombre), empresa en la que la criatura creada por Víctor Frankenstein (ante la imposibilidad de comunicarse con los otros) fracasa.
Saboteur es, pues, una reescritura de Frankenstein.
Los monstruos de Universal
Luego del hallazgo de esa caja metálica, edición especial de la cinta Frankenstein, no me fue sencillo encontrar La novia de Frankenstein. Pasaron varias semanas y en esa misma zona del centro de la Ciudad de México, en los alrededores del Salto del Agua, se me apareció repentinamente un paquete en forma de ataúd negro que reunía a los monstruos de los Estudios Universal, en donde están los dos Frankensteins de James Whale, más otras seis películas de esa época (parte de un paisaje artísticamente desigual): Drácula, La momia, El hombre invisible, El hombre lobo, El fantasma de la ópera y El monstruo de la laguna negra.
Ello, la vista en función doble de los largometrajes en los que Boris Karloff encarna a la criatura (sobre los que se podría hablar largamente, entre otras cosas por lo que revelan de Whale, el cineasta, defensor de otredades), funcionó como prólogo para llegar a la obra original, sin la cual todo lo demás no existiría. Una noche de tormenta busqué en mis libreros la edición de Alianza Editorial, en la traducción impecable de Francisco Torres Oliver, leída muchos años atrás, y la sometí, con algunas páginas ya desprendiéndose (cual si se tratara de la resurrección de un cadáver), a una relectura.
Lo primero que destaca es que se trata de una novela a tres voces, como si fuera, a imagen y semejanza de la criatura, una narración desmembrada: primero está la voz de Robert Walton, capitán de un barco en su expedición al polo norte, empresa en la que encuentra ese extraño espectáculo de una suerte de gigante que es perseguido por un hombre; luego éste, que es Víctor Frankenstein, relata al marino su extraña historia… y como parte de esa relación el mismo monstruo toma la palabra.
El de Víctor Frankenstein es el relato de un científico y su ansia de conocimiento, el deseo de ir más allá y crear algo nuevo. ¿Cuáles son los límites del saber? Es el moderno Prometeo que paga con la extinción de su estirpe el haber hallado el secreto de la vida. El asunto de la responsabilidad científica parece estar en el fondo de su historia; y hay quien encontrará en esas páginas los fundamentos de lo que hoy se conoce, en las academias, como bioética. Así lo entendió Brian W. Aldiss en su novela Frankenstein desencadenado (1973), en donde un científico del siglo XXI viaja a los tiempos de Lord Byron y los Shelley. Él mismo ha hecho un gran hallazgo que puede significar, no obstante, la destrucción de la humanidad. Por eso la cinta de Roger Corman (de 1989) que adapta el libro de Aldiss comienza con una reflexión de Albert Einstein, quien, luego del primer estallido de una bomba atómica, dijo (cito de memoria): “De haber sabido lo que ocurriría me habría dedicado a relojero”.
Frankenstein también inaugura una corriente de la ciencia-ficción (o fantasía científica, como le gustaba decir a Borges) que trata de la creación de inteligencias artificiales. Sin duda hay ecos de ella en ese gran momento cinematográfico de Blade Runner (Ridley Scott, 1982, basada en ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? de Philip K. Dick) en el que el ser artificial confronta a su creador y le pide más tiempo de vida.
El paraíso perdido
La historia de Víctor Frankenstein es sólo la antesala para escuchar a la criatura, que ha vivido un largo proceso de aprendizaje luego de que el joven científico lo abandonara a su suerte. Su nacimiento puede ser comparado con aquella circunstancia ya imaginada por el enciclopedista francés George Louis Lecler, conde de Buffon, en su Historia natural del hombre (1749): el repentino arribo a la vida de un ser maduro de sus órganos. ¿Cómo sería ese despertar? Sólo que acá se trata de un cuerpo armado, con partes divididas que pertenecieron a otros seres, lo que parece provocar un dolor profundo. Cuenta la criatura: “Apenas recuerdo los primeros momentos de mi vida; todos los acontecimientos de ese periodo me resultan confusos e indistintos. Una extraña multitud de sensaciones se apoderó de mí: veía, tocaba, oía y olía al mismo tiempo; y tardé mucho, efectivamente, en diferenciar las funciones de mis distintos sentidos”.
No detallaré aquí ese proceso; sólo diré que, como se resume en La novia de Frankenstein (cuando la criatura pronuncia las palabras friend y good), éste tiene que ver con aquel personaje del que ya hablamos, el ciego de la cabaña en el bosque, y por ello el monstruo podrá leer la libreta de Víctor Frankenstein que detalla su hechura, más tres títulos impresos: El paraíso perdido de John Milton, las Vidas paralelas de Plutarco y Las cuitas del joven Werther de Goethe.
De hecho, el epígrafe de la novela viene de Milton: “¿Te pedí por ventura, Creador, que me moldearas como hombre? ¿Te imploré alguna vez que me sacaras de la oscuridad?” Lo dice de otra manera la criatura: “¡Maldito sea el día en que recibí la vida! […] ¡Maldito mi creador! ¿Por qué fabricaste un monstruo tan espantoso que incluso túmismo te apartaste horrorizado de mí?”
Si Víctor Frankenstein es un Prometeo moderno (al que Zeus castiga por haber robado el fuego a los dioses), la criatura es un Adán expulsado del paraíso. Un Adán que es también, en el juego palindrómico en español y por la forma como lo tratan los hombres, nadao, mejor dicho, nadie. Es un algo que vaga por el mundo en eterna soledad. De ahí la necesidad, y la petición al creador, de que le arme un ser similar a él pero de signo femenino, una compañera…
Como apunté arriba, el cine va más allá en esta fase: donde Mary Shelley hace que Víctor Frankenstein abandone y destruya esa nueva creación, las cintas la presentan a ella, así sea unos minutos, ya completa: en Whale, el tiempo suficiente para mostrar rechazo con un grito patético y un extraño seseo; en Kenneth Branagh, en la que se presume como la adaptación de la novela, al anunciarse como “El Frankenstein de Mary Shelley” (y que peca de pedantería, donde parecen más importantes los desplantes del actor y director, en su afectación shakespeareana, que la historia), la mujer del científico, asesinada por la ira de la criatura, será reconstruida como la compañera posible del monstruo o le reencarnación siniestra de Elizabeth, esposa de Víctor, en un efímero renacimiento…
Lo sobresaliente en Mary W. Shelley, y en ello está su enorme poder narrativo, es haber contado el cuento desde el creador y la criatura y haberlos integrado al fin, en el Polo Norte, con el capitán Walton como testigo y narrador último, como si en la unión de esas tres partes se consolidara la criatura novelesca.
Y lo significativo, aquí, es que una novela de comienzos del siglo XIX, concebida en una noche de tormenta, mantenga aún, doscientos años después (pese a sus reiteraciones en la pantalla, muchas de ellas fallidas, otras aún vibrantes), la frescura y el horror de un muerto vuelto a la vida.
Mayo 2018
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