Primer combate
Entre la bruma del sismo (bis) del martes 19 de septiembre, alcanzó uno a enterarse de la muerte en Miami, el miércoles 20, de Giacobbe La Motta (1922-2017), conocido en el cuadrilátero como Jake LaMotta, el Toro Salvaje (Raging Bull) de la película de Martin Scorsese… Por esa cinta, uno imagina (como un instante fijo en el tiempo) al peleador en un cuadrilátero rodeado de bruma preparándose para el gran combate, aún con la bata atigrada, en una danza sin fin de pequeños saltos y movimientos de cadera y brazos, captada por el flash de cámaras invisibles, a la que acompaña el intermezzo de la Cavalleria Rusticana de Pietro Mascagni.
Esa postal cinematográfica, en la apertura del filme, atrapa los momentos previos a la pelea en la que La Motta enfrentaría al campeón de los pesos medios, el francés Marcel Cerdan, en Detroit, el 16 de junio de 1949, para arrebatarle la corona por nocaut técnico en el décimo asalto. Ese día (Bloomsday para los lectores de James Joyce), fue el de mayor brillo en la carrera del Toro del Bronx: su ascenso a la eternidad de los campeones.
Para llegar a ello tuvo que enfrentar a muchos peleadores; sobre todo, se vio obligado a pactar con la mafia neoyorquina y aceptar subir al ring, en un combate previo, con la consigna de dejarse vencer. Esas eran las reglas del juego, que intentó eludir en sus comienzos mas terminó por aceptar, aunque lo hizo de un modo tan burdo que le significó una suspensión por parte de la comisión de boxeo local; y meses más tarde, milagrosamente, esto le abrió la posibilidad de contender, al fin, por el cetro mundial.
Joyce Carol Oates lo ubica entre los boxeadores camorreros (como Rocky Graziano o Ray Mancini), dispuestos a recibir terribles castigos, propiciando la lesión, afirma, como un medio para mitigar la culpa, en un intercambio, al estilo Dostoievski, de bienestar físico por tranquilidad espiritual. “El boxeo va más de ser golpeado que de golpear, del mismo modo en que va más de sentir dolor, cuando no devastadora parálisis psicológica, que de ganar. Se ve con claridad, por las trágicas trayectorias de una enorme cantidad de boxeadores, que en el cuadrilátero prefieren el dolor físico a la ausencia de dolor, que es condición ideal de la vida ordinaria. Si no se puede golpear, por lo menos se puede ser golpeado, y saber que se está vivo”.
La escritora estadunidense recuerda un episodio en la vida de LaMotta no retomado por Scorsese: durante más de una década creyó haber matado a un hombre en un asalto. La culpa por ese incidente lo lleva al ring, “sintiéndose culpable y queriendo ser castigado”.
Cita Oates esto que dijo LaMotta en una entrevista: “Habría luchado con cualquiera. No me importaba quién fuera. Hasta quise pelear con Joe Louis [campeón de los pesos pesados]. Sencillamente no me importaba… Pero eso me hizo ganar. Me dio una agresividad que mis adversarios no habían visto nunca. Me pegaban, pero a mí no me importaba ser golpeado”.
Y el enterarse de que su víctima no había muerto (en aquel asalto), cito de nuevo a Oates, “su gusto por el boxeo se desvaneció, y fue entonces cuando su trayectoria inició su abrupta pendiente de descenso”.
El declive lo marca, claro, aquella sexta pelea contra Sugar Ray Robinson, el 14 de febrero de 1951 en Chicago, cuando pierde el cinturón, en lo que se conoció como la Masacre del Día de San Valentín. Scorsese resume esa noche cinematográficamente con la toma de una de las cuerdas del cuadrilátero goteando sangre. Presumía LaMotta que, no obstante el castigo recibido, nunca besó la lona.
Segundo combate
También en septiembre, aunque antes del sismo, el día 3, murió en la Ciudad de México Ultiminio Sugar Ramos (1941-2017). Lo encontré varias veces, en mi época de cronista deportivo, en reuniones organizadas por el Consejo Mundial de Boxeo. Se acercaba muy serio y preguntaba:
—¿Sabes qué es lo que pasa?
—No, Ultiminio, ¿qué es lo que pasa?
—Lo que no se atora, eso es lo que pasa.
Moreno, alegre, acaso esa blanca sonrisa ocultaba sus duelos pugilísticos. Uso la palabra “duelo”, esta vez, no como sinónimo de batalla sino en su carácter luctuoso. Dos rivales, dos muertes. Una, al comienzo de su carrera, aún en Cuba, el 8 de noviembre de 1958, cuando peleó contra José Tigre Blanco. Y otra en Los Ángeles, el jueves 21 de marzo de 1963, en su búsqueda del cinturón pluma al enfrentar a Davey More.
De esta última hay muchos detalles. Fue, ahora sí, una batalla cruenta, de matar o morir, literalmente. Fernando Medina Ruiz la recrea en su libro Muerte en el ring (1993).
Las marcas de ambos peleadores eran impresionantes. Ultiminio contabilizaba 30 nocauts en 43 peleas; meses antes venció en París al nigeriano Rafiu King, quien fue su escalón para enfrentar a Davey Moore. Éste había conquistado el cetro pluma en 1959 y llevaba 18 victorias consecutivas…
La función debió realizarse el sábado 16, pero se suspendió por lluvia. Los dos primeros asaltos acaso fueron para Moore. A partir del tercero, el dominio fue para Ultiminio. En el sexto hubo una breve reacción de Moore, que se cobró caro el cubano-mexicano, con golpes al hígado, al plexo solar, al rostro… El octavo ya fue una masacre; lo mismo que el noveno. Pero Moore no se entregaba; siguió respondiendo. Incluso lo hizo en el décimo, que fue el asalto final… Leo en Muerte en el ring: “Fortísima izquierda de Ultiminio hizo a Moore dar con una rodilla en la lona. Se paró pronto… demasiado aprisa… y fue recibido con una ráfaga de ametralladora, de golpes incontables, arrasantes, que lo enviaron otra vez a oler brea. Se alzó a los tres segundos y oyó la cuenta de protección. Estaba groggy, sonámbulo, y de pie, aunque danzaba como peonza: soldado romano o roca imbatible… El otro no cesó de zarandearlo, de hundirle la faca en los costados, de machacar el rostro, hasta hacerlo buscar el refugio de las cuerdas. Lo siguió para apuntillarlo. Lo apaleó sin misericordia…”
Cuando sonó la campana, Ramos lo tenía contra las cuerdas. Como pudo, Moore llegó a su esquina. Su manejador, Willie Ketchum, tiró la toalla. Dijo al réferi: “Es una matanza. Davey está sufriendo demasiado”.
Lo peor vino después, en el vestidor, donde comunicó a su mánager que le dolía la cabeza… para enseguida desmayarse. Lo llevaron al hospital. Entró en coma. Mientras agonizaba, el gobernador de California dijo que propondría la abolición total del pugilismo en ese estado; el papa Juan XXIII fue de la misma opinión, aunque no sólo en California.
Ultiminio se comportó como un caballero. Fue el hospital, a saber del estado de salud de Moore; habló con la esposa de su rival, Geraldine, quien le dijo, como perdonándolo: “Dedíquese por completo a su carrera y olvídese de esto. Ha sido un golpe del destino y nada más”.
El martes 26 de marzo, en la madrugada (2:20 hora de Los Ángeles, 4:20 hora de México), ocurrió el deceso. Según el parte médico, fue el choque contra una cuerda inferior lo que lo hirió de muerte, aunque hubo golpes al mentón que contribuyeron al desenlace.
Luego de ese combate la carrera de Ultiminio declinó… Se entretuvo unos años en la música, pues, como buen cubano, la traía por dentro. Como un consuelo, quizá.
—¿Sabes qué es lo que pasa? —preguntaba a quien se acercaba a saludarlo.
—No, Ultiminio, ¿qué es lo que pasa?
—Lo que no se atora, eso es lo que pasa.
Tercer combate
Y no este septiembre, sino varias décadas atrás, en los años cuarenta del siglo pasado, en un campo de concentración para gitanos fue asesinado el boxeador alemán Johann Trollmann (1907-1943), de quien Dario Fo escribió una novela, El campeón prohibido (Razza di zingaro, 2015), publicada este año en español por Siruela.
Trollmann era sinta, una tribu gitana europea. Ello lo marca como boxeador, pues le da primero un curioso movimiento de piernas que venía de los bailes gitanos, desplantes naturales en él; y por otro lado sus orígenes serán definitivos en una época en que dominaron los prejuicios raciales a la hora de avanzar, o no, en su carrera.
Fo lo sigue desde los ocho años, en 1914, cuando descubre el boxeo, en una trayectoria que va a la par de la historia: el fin de la Primera Guerra, el surgimiento de Hitler y su ascenso, el comienzo de la Segunda Guerra… Pudo haber sido Trollmann una suerte de hermano menor de Max Schmeling, pero era gitano. A la hora de definir un representante para los Juegos Olímpicos de Amsterdam en 1928, Trollmann estuvo en la terna de los pesos medios… Fue rechazado por pertenecer a un grupo étnico.
Por ello tuvo que volverse profesional. En 1929 pelea dos veces en Berlín y una en Hannover. Tres nocauts. El 19 de julio de 1932 enfrenta a Walter Sabbotke en Berlín: Cuenta Fo: “Sabbotke acusa cada golpe de Johann, a pesar del menor peso de este, y va brevemente a la lona dos veces en los pocos minutos que dura el primer asalto. En ese primer asalto del espectacular combate que pone en pie a los espectadores, especialmente a las chicas, también Sabbotke consigue derribar a su oponente, después de un intercambio, pero luego Johann toma la medida de la derecha de Sabbotke y éste ya no vuelve a tener oportunidad de lanzar un golpe efectivo, y acaba fuera de combate en el segundo asalto. El golpe del nocaut no es particularmente duro, pero impacta con mucha precisión”
En 1933, el 9 de junio, en Berlín, se realiza el combate en busca del campeón de Alemania de los pesos semipesados entre Johann Rukeli Trollmann y Adolf Witt. Hay una tormenta real en la ciudad; y una tormenta política en el país, al excluirse la participación de comunistas, anarquistas y judíos en cualquier exhibición pública. La decisión aún no afecta a los gitanos, aunque esa noche…
“Witt gana el primer asalto, pero en los siguientes Johann lo mantiene sistemáticamente alejado, impidiéndole que acometa y apuntándole siempre con la izquierda. Witt trata de golpear a Johann con sus pesados directos, pero el gitano es demasiado rápido. Sus veloces piernas lo llevan lejos de la zona de peligro. Witt, con zancadas decididas y algún salto busca a su oponente, pero Johann no le ofrece la menor ocasión, se dobla repentinamente, esquiva, lo rehúye. Witt golpea en el vacío, se siente frustrado. Johann pone en evidencia sus limitaciones. Witt no tiene recursos pugilísticos para llegar a Johann, que bloquea siempre sus acometidas refugiándose en el clinch. También en esto tiene ventaja, o bien lo golpea a distancia con su izquierda.
La pelea llega a los doce asaltos. A la hora de anunciar el veredicto, el árbitro tiene a los dos peleadores sujetos y no levanta el brazo de ninguno de ellos. Se anuncia:
—El combate no tiene ganador: no contest. El título no es asignado.
La arena se alebresta. En una salita reservada, la comisión de boxeo discute. Creen que al Führer le molestaría un campeón gitano. Al fin, van a las tarjetas de los jueces y dan esa noche el título a Trollmann… para arrebatárselo, con un anuncio en los diarios (por supuestas carencias boxísticas), ocho días más tarde.
Esto es, en parte, lo que relata Dario Fo: la vida de un peleador de grandes cualidades que fue vencido por la historia. Un tiempo concentrado en el espacio siempre amplio del cuadrilátero.
Diciembre 2017
Etiquetas: Dario Fo, Jake LaMotta, Johann Trollmann, Joyce Carol Oates, Martin Scorsese, Sugar Ray Robinson, Ultiminio Ramos
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