Amor de joyería
(Un cuento de los alrededores de la Plaza de Santo Domingo)
No me apena decirlo pero sí me entristece un poco la costumbre: tiendo a las mujeres desgraciadas. ¿Cuándo se inició esto? Para referirme al tiempo en que comencé a disfrazarme de “hombre de mundo”, mi acceso imaginario a la edad adulta, antes solía remitirme a los dieciséis años. Lo fundamental en mi vida había ocurrido entonces: las lecturas fundadoras, las grandes borracheras, los primeros amores profundos...
En la espera de mi ingreso a la preparatoria, en unas largas vacaciones de verano, por un amigo/enemigo —al que aquí llamaré Buck Mulligan— conseguí trabajo en una joyería de la calle República del Brasil, en el centro de la ciudad, a media cuadra de la Plaza Santo Domingo. Llegué yo antes o antes llegó ella, no lo recuerdo. Tengo la imagen como detenida. El cuadro se volvió estable. El rectángulo de la joyería Midas era pequeño, y las horas que pasábamos ahí —de las diez de la mañana a las ocho de la noche— se alargaban. Muy pronto nos hicimos amigos, y en las pausas del “si le agrada algo se lo muestro sin compromiso”, “pase usted, estamos para servirle”, entre el oro de las joyas y el ruido de los relojes, entre los muchos focos de los aparadores y el ruido de la calle, esta mujer —a la que nombraré Molly, aunque también podría referirme a ella como “señora Robinson”— me fue contando su desventura: se estaba divorciando, o mejor: el marido la estaba divorciando. Le había hecho firmar unos papeles en blanco, con lo que le quitó los derechos sobre sus hijos. Había sido él su primer novio, el único con el que se había acostado; vivieron juntos por más de diez años, tuvieron dos niños y una niña... Y de pronto el hombre se cansó de Molly, o se enamoró de otra mujer, y la mandó a volar. Y en su vuelo ella fue a parar a la joyería, pues los dueños eran amigos suyos.
Algo me habrá causado el cuento de la caída —ya lo dije: tiendo a las mujeres desgraciadas— que a los pocos meses la estaba abrazando y besando en el cuartito de atrás de la joyería, donde se guardaban los artículos de limpieza. No me importó que me doblara exactamente la edad: mis dieciséis contra sus treinta y dos. Tampoco hice caso de la estupefacción de mi madre ni del orgulloso asombro de mi padre. Molly y yo formalizamos como novios.
Llegaron los resultados del examen de ingreso a la preparatoria, fui inscrito en San Ildefonso y decidí quedarme en la joyería que estaba a cuadra y media de la escuela. Tomaba clases de siete a once de la mañana; llegaba al trabajo tarde para limpiar el piso pero a tiempo para atender clientes. El pretexto para seguir en la joyería era que estaba juntando dinero para irme a Europa, mas debo confesar que lo malgasté y luego de un año apenas pude comprarme una bicicleta.
Lo que justifica esos tiempos en el 22-B de República del Brasil es que ella, Molly, estaba siempre ahí, esperándome. ¿Era amor de joyería? Pasábamos las horas mirándonos. Una vez, en el arranque de nuestro enamoramiento, en el detenerse el uno en el otro, encontramos que una de las vitrinas había sido abierta y se habían llevado unos relojes... Cuando la visita de clientes se espaciaba, escuchábamos a los clásicos; recuerdo sobre todo que teníamos varias cintas de José José y Camilo Sesto. También el Mercado de Discos, que estaba justo enfrente, proporcionaba soundtrack a nuestro noviazgo.
Hay otros elementos que pueden completar el cuadro. Teníamos en la joyería a un compañero, Baltazar; él fue siguiendo la historia. Una viejita que rengueaba nos vendía libros de madame Blavatsky y Ouspensky, entre otros, y pasaba una semana sí y la otra también a conversar de lo leído...
A las ocho de la noche apagábamos las luces y bajábamos la cortina metálica. Molly y yo nos dedicábamos a pasear por las calles del centro de la ciudad. Una vez, en una plaza, en aguerrido besuqueo, pasaron por ahí algunos compañeros de trabajo de mi padre —que venían de Palacio Nacional o de la cantina El Nivel— y sonrieron al vernos. No sé qué impresión daba el cuadro de la señora y el jovencito. Esas cosas de lo que pensaría la gente en realidad no me importaban y no me siguen importando. Otra vez tomamos un autobús a Garibaldi, y encontré a un compañero de la preparatoria —moreno, cabellera a la afro, flacucho, con tendencia a fósil— que al verme en plan amoroso con Molly también hizo gesto de extrañeza.
Sí, la noche era nuestra... Se creerá acaso que gracias a Molly ocurrió mi despertar sexual. Eso lo pensaban mis padres y mis amigos, y me daba cierto prestigio incluso entre mis hermanos: era extraordinario que un muchachito pudiera retener a una mujer tan mayor, había que ser muy hábil en lo sexual para... Debo ser honesto, quiero aclarar que no fue así. En año y medio de relación una sola vez estuvimos en la cama. Fue en el hotel Buenos Aires, de la calle Gante, me parece. Aunque era hotel de paso me pidieron que llenara una ficha de ingreso, y se me ocurrió poner el nombre de mi amigo/enemigo: Buck Mulligan. En los pasillos deambulaban las prostitutas. No supe qué pasó: nos desnudamos, nos metimos entre las sábanas frías... Me ocurrió como si a un aprendiz de pelotero lo pusieran de pronto en la lomita del Parque del Seguro Social en partido de serie final (o en la “guerra civil”), sin outs y casa llena en la séptima entrada. No tenía experiencia en el asunto, hice muy poco. Habría querido una segunda oportunidad, pero... A Molly tampoco le interesaba que cubriéramos bien ese aspecto. Pienso que Leopold, el marido, que entre otras cosas le pagaba el departamento, la seguía visitando. Convirtió a su primera mujer en casa chica.
Molly y yo compartíamos filmes y lecturas. Ella me dio a leer Una mujer descasada, pues había visto la película de Paul Mazursky (An Unmarried Woman, 1978) y se identificaba con Jill Clayburgh; yo la llevé al cine cuando estrenaron Momento a momento (Moment by Moment, 1978), con Lily Tomlin y John Travolta, que reproducía nuestro asunto, es decir el encuentro amoroso de la señora y el jovencito... Fuimos al cine Pedro Armendáriz, que estaba a un lado de los Estudios Churubusco. Al salir, un domingo a media tarde, caminamos hacia el Viaducto y conversamos sobre el final de la película.
—¿Y cómo terminaremos nosotros? —le pregunté.
Aunque suene terriblemente cursi, diré que la respuesta fue un beso.
Mi educación sentimental tiene dos principios. Uno, ya lo dije, es que tiendo a las mujeres desgraciadas. El otro es que cuando logro su felicidad me gusta abandonarlas. No recuerdo bien cómo es que Molly y yo dejamos de vernos. Pienso que la “presión social” aumentó, y todo se resolvió entre las fiestas de Navidad y año nuevo de 1979 o 1980...
De nada de lo que sigue estoy muy seguro. Intento atrapar las ráfagas de la memoria. Creo que al principio no expliqué bien mi llegada a la joyería. Hay que volver entonces a Buck Mulligan, que era mi vecino de enfrente y primo de los dueños de las joyerías Brasil, Francia y Midas. Para la Nochebuena, Molly consiguió que la invitaran a casa de Buck pues quería estar cerca de mí. Pero yo estaba con Gerty (pongámosle así, para no ofender a nadie), una amiga de la secundaria que fue novia de mi hermano, de muchos de mis amigos, pero nunca mía. Gerty sabía de la situación: por una serie de relaciones que no alcanzo a atar ahora, le habían contado que en una discoteque de la Zona Rosa llegué una noche con mi señora en plan de gran romance (lo que escandalizó a los que tenían aún esa capacidad). Por el chisme hasta me había advertido la madre de Gerty, con una frase clásica de película mexicana:
—Esa mujer te va a acabar.
A lo que yo sonreía: que me acabara, sí...
Gerty, pues, insistía en que mi noviazgo con Molly debía terminar. Me lo habrá repetido esa Nochebuena, pero como a la una de la mañana llevé a Gerty a su casa, y al regreso no pude más que detenerme donde Buck: Molly me esperaba. Bebimos, bailamos, nos besamos como si fuera la última noche... Los parientes de Buck observaban esto en el desconcierto. Esa semana Molly y yo habíamos hablado vagamente de estar más cerca, de vivir juntos, quizá, locuras de esas.
Para el año nuevo debía repetirse el numerito. Molly se hizo invitar de nuevo a casa de Buck, Gerty estuvo conmigo... Aunque la tenía enfrente, no crucé esta vez la acera para ir con mi señora. Ella me esperó hasta cierta hora. Por la mañana evité salir. Molly se cansó y se fue.
Ese diciembre (¿sería entonces 1979?) cerré mi historia con la joyería de la calle República del Brasil. Había avisado, me parece, que para enero ya no me esperaran. Me cuenta ahora uno de mis hermanos que Molly estuvo llamando a casa y que mis padres siempre me negaron. A las pocas semanas se fue a Estados Unidos, tal vez allá se enamoró y vivió con alguien, luego regresó a la ciudad y... Muy brumosamente se acerca la memoria a un último encuentro, años más tarde: pienso que nos vimos por casualidad en la joyería Midas, que caminamos por Brasil, luego tomamos Donceles hacia Palma y en la esquina nos despedimos. Ninguno de los dos quiso acercarse demasiado.
Molly anda por ahí, en la ciudad. Tiene cincuenta y dos años, yo treinta y seis. Tal vez ella esté leyendo ahora estas líneas.
1999
Etiquetas: cuento, Espectros de la Plaza de Santo Domingo, Joyería Midas
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