jueves, abril 14, 2016


Efrén Hernández y los escritores raros

1. Según un dicho popular, lo raro es hermano, o primo hermano, de lo feo. La noción literaria de “raro” proviene, claro está, del poeta nicaragüense Rubén Darío, quien así, aunque en plural (Los raros, 1896), llamó a un libro suyo de semblanzas. En un breve prólogo a la edición española de 1905, aclaraba Darío que la mayor parte de esas notas habían sido escritas doce años atrás cuando en Francia estaba el simbolismo en pleno auge. El norte y el sur de Darío lo marcaron entonces Paul Verlaine y Los poetas malditos (1884), y acaso también Théophile Gautier y Los grotescos (1844). El primero de ellos está en la nómina de Los raros, no con una revisión de su obra sino con una nota necrológica. Otros que figuran son Edgar Allan Poe, Leconte de Lisle, Villiers de l’Isle Adam, León Bloy y el conde de Lautréamont, por señalar sólo algunos. Como marcando una distancia consigo mismo, en ese prólogo de 1905 advierte Darío: “Hay en estas páginas mucho entusiasmo, admiración sincera, mucha lectura y no poca buena intención. En la evolución natural de mi pensamiento, el fondo ha quedado siempre el mismo. Confesaré, no obstante, que me he acercado a algunos de mis ídolos de antaño y he reconocido más de un engaño de mi manera de percibir”.
No hay en la obra, como acaso pediría la academia, alguna definición de lo “raro” o los “raros”; ésta se conformará a partir de los retratos que hace Darío de esas personalidades, y ciertas señas puestas aquí y allá. Sin embargo, el primer texto revisa El arte en silencio de Camille Mauclair, un “sano volumen”, escribe el nicaragüense, en el que el crítico francés ha agrupado “a varios artistas aislados”, entre los que se encontrará, de nuevo, Poe.
Lo raro se manifiesta, pues (según lo que llevamos expuesto, con la bandera ondeante de Darío), por el aislamiento artístico, la decisión de realizar su oficio sin gran ruido: un arte que se crea en el silencio.
El caso prototípico de lo raro, el punto en el que coinciden Darío y Mauclair, es Edgar Allan Poe. ¿Qué dice de él Rubén Darío? Lo llama “el cisne desdichado que mejor ha conocido el ensueño y la muerte”, “el pálido y melancólico visionario”, “el soñador infeliz, príncipe de los poetas malditos”, o el “lírico Prometeo amarrado a la montaña Yankee, cuyo cuervo, más cruel aún que el buitre esquiliano, sentado sobre el busto de Palas, tortura al corazón del desdichado, apuñalándole con la monótona palabra de la desesperanza”… Describe, luego: “Era un sublime apasionado, un nervioso, uno de esos divinos semilocos necesarios para el progreso humano, lamentables cristos del arte, que por amor al eterno ideal tienen su calle de la amargura, sus espinas y su cruz”.
Julio Cortázar, traductor de Edgar Allan Poe, publica en 1962 una colección de brevedades titulada Historias de cronopios y de famas. Hay ahí una sección, “Ocupaciones raras”, que parece recordar a Darío, en la que se apunta: “Somos una familia rara. En este país donde las cosas se hacen por obligación o fanfarronería, nos gustan las ocupaciones libres, las tareas porque sí, los simulacros que no sirven para nada”.
Cortázar aplicó algunas veces el término “cronopio” a personajes queridos por él, como Louis Armstrong o Felisberto Hernández… Diríase que uno y otro, el raro de Darío y el cronopio cortazariano, son básicamente la misma especie. A propósito de Felisberto y Macedonio Fernández, también se habla (en el volumen Desencuadernados: vanguardias excéntricas en el Río de la Plata, Julio Prieto, 2002) de “la ex-centricidad como opción deliberada de quedarse fuera —o en un ambiguo borde— de la escena cultural, y de proyectar, en consecuencia, un tipo de discurso encaminado al objetivo aparentemente contradictorio de retirarse, de salir de escena o, cuando menos, de quedarse al fondo, en la penumbra de un segundo término”.
Para encontrar a los raros, hay que hacer a un lado a las figuras centrales del hit parade literario, aquellas que parecen mandar (uso el término taurino) en la República de las Letras, y atisbar en la sombra acaso al espontáneo que aguarda, oculto en el callejón, el instante en que irrumpirá en el ruedo, no para llamar la atención sino para provocar una ruptura… O hacia aquel que torea en plazas de mala muerte y lo hace sólo por el gusto de armar, ante el asombro de sólo unos cuantos (y quizá no con toros reales sino con carretones, estos artefactos construidos con fierros y cuernos), su propia fiesta brava.

2. ¿Cómo aplicar estas raras nociones a la literatura mexicana? El lector, a su manera, también puede ser un cronopio; y no mira en el teatro a los que están al frente de la puesta sino a quienes parecen fungir como extras, pero que desde su perspectiva algo dislocada (aunque exacta) dan a la obra su razón de ser o su contexto. Mas seguramente ocurriría que lo que un lector-cronopio considere significativo a otro lector-cronopio, sentado así nomás a un lado, en el asiento de junto, le parezca intrascendente, y observe hacia otra parte o simplemente se aburra y vaya a conversar con el acomodador o el que vende las entradas.
Hace más de dos décadas, Daniel González Dueñas y yo publicamos un libro (Aperturas sobre el extrañamiento, Conaculta, 1993) en el que reuníamos a cuatro figuras marginales, dos de Sudamérica (Felisberto Hernández y Antonio Porchia) y dos de México (Efrén Hernández y Francisco Tario). Se buscaba retratar, leo en el preámbulo, “cuatro formas del exilio desde sus mismos ámbitos —los territorios menos frecuentados—, desde su renunciamiento —ante todo a las definiciones convencionales— y también desde sus hallazgos —conjunción de rebeldías y subversiones—.”
¿Por qué Efrén Hernández y Francisco Tario son raros? En estas explicaciones la pluma se pierde un poco. Según la frase de Tolstoi que abre Ana Karenina, todas las familias felices son iguales pero las infelices lo son cada una a su manera. Así pasa con los cronopios: cada uno es raro a su modo, y esa sensación de excentricidad puede ser parte del personaje y su escritura pero también se agrega algo de aquel que lo separa del paisaje. Es decir: cada quien, cada lector, arma su propia lista de escritores raros.
En aquel libro, González Dueñas y yo consideramos a Efrén Hernández, cuya obra no es muy conocida por el “gran público” (¿otra condición de lo raro?), que hizo de la distracción o la divagación un método; y a Tario, arquero de futbol y pianista, uno de los precursores del relato fantástico en nuestro país. El primero, divagante en sus narraciones, constructor en el aire de castillos imposibles; y el segundo, animador de objetos (el traje gris, el féretro) y animales (el perro o la gallina), artífice además de algunos cuentos magistrales (como “La noche de Margaret Rose” o “Entre tus dedos helados”)…
Cuando Daniel González Dueñas y yo hicimos Aperturas sobre el extrañamiento, lo que nos inspiraba no era el rescate de estos seres sino la simple manifestación de nuestro gusto por sus obras. A veces se considera la recuperación de los raros como un acto de caridad; y no es eso. Se trata de labores inevitables porque uno encuentra ahí algo esencial que debe ser “sacado a la luz”, o por lo menos aireado un poco, y que a algunos otros les podría parecer también esencial.
No obstante, luego de ese arranque (como acto de fidelidad a esos personajes) preparamos las Voces reunidas de Antonio Porchia (que circula en España y Argentina, editada por Pre-Textos y Alción); y yo me hice cargo, en distintos momentos (en el Fondo de Cultura Económica), de las obras completas de Efrén Hernández y de Tario.
Sigo con preguntas que acaso no reciben la respuesta adecuada, porque la catalogación de los raros suele provocar, más bien, descatalogaciones. Si se piensa en Tario y Hernández como parte de una familia rara, ¿qué otros escritores mexicanos podrían acompañarlos en el camino? En una antología (El hilo del minotauro: cuentistas mexicanos inclasificables, FCE, 2006), propuse a los siguientes: Guadalupe Dueñas, Amparo Dávila, Inés Arredondo, Salvador Elizondo, Pedro F. Miret, José de la Colina, Gerardo Deniz, Angelina Muñíz-Huberman, Jesús Gardea, Esther Seligson, Adela Fernández, Hugo Hiriart, Guillermo Samperio, Daniel Sada, Samuel Walter Medina, Emiliano González, Humberto Rivas, Daniel González Dueñas, Verónica Murguía, Luis Ignacio Helguera, Javier García-Galiano, Cristina Rivera Garza y Pablo Soler Frost.
Tómense al azar algunos de los nombres; por ejemplo, Adela Fernández, cuyo cuento “La jaula de la tía Enedina” conocí en una lectura pública de la autora, afuera de la librería del Palacio de Bellas Artes. Ella era una mujer de energía poderosa y un ser atormentado, se diría que heredera no sólo de las extravagancias del padre, el cineasta Emilio “El Indio” Fernández, sino también de los poetas malditos.
¿Por qué Salvador Elizondo, un autor casi canónico, puede ser parte de este grupo? De nuevo, el panorama se construye por lo que se mira y por el que lo mira. Elizondo lamentaba a ratos ser más conocido que leído… y los famas cortazarianos, pensaría uno, eso es exactamente lo que buscan: los reflectores, apariciones públicas continuas (radio y televisión, presentaciones con auditorios llenos y asistencia constante a ferias del libro), sin importar si sus obras son valoradas o no. Y Elizondo no. Para él era más importante ser leído. Por otro lado, Farabeuf o la crónica de un instante, novela que en 2015 celebró medio siglo, tiene aún entre nosotros un carácter excepcional.
¿En esta vía excéntrica puede ser considerado un autor con múltiples galardones como Fernando del Paso? No lo sé. En mi juventud, cuando descubrí a Francisco Tario, al mismo tiempo me encontré con James Joyce y Del Paso. Para mí, el autor de José Trigo, Palinuro de México y Noticias del Imperio sigue esa senda de la novela experimental iniciada por Cervantes y El Quijote, seguida por Laurence Sterne y su Tristram Shandy, que pasa inevitablemente por Joyce y el Ulises, y llega hasta Del Paso y el español Julián Ríos (con su serie narrativa Larva).
Es cierto, Del Paso se aísla para escribir. Tarda casi diez años en terminar cada una de sus novelas importantes. Sin embargo, el impacto de sus obras lo ha transformado en un referente. Desde su aparición, Noticias del Imperio se convirtió en best seller… Aunque lo raro, en su carácter heterogéneo, puede convocar formas narrativas muy diversas, y no dudo que alguien, en algún momento, así lo considere. Who knows?

3. Vuelvo a Efrén Hernández (1904-1958), cuya obra nos fue presentada (a Daniel González Dueñas y a mí) hace ya varias décadas por Marco Antonio Millán, quien dirigió la revista América, y un tiempo tuvo al propio Hernández como subdirector. De forma espontánea, cuando lo visitábamos en su casa, Millán solía recitar poemas de Efrén Hernández; y hacia el final de nuestras largas conversaciones le gustaba decir estos versos:


De una vez despidámonos, no fuera
a acontecer, después, que como vino,
sin saludar, marchárase el destino,
cuando decir ni adiós ya se pudiera.

Al encontrar este poema en las Obras (1965) de Hernández, editadas por Alí Chumacero, me sorprendió la variación en el último verso, en donde el “decir ni adiós” se convertía en “decir mi adiós”, que lo oscurece. Leámoslo así:

De una vez despidámonos, no fuera
a acontecer, después, que como vino,
sin saludar, marchárase el destino,
cuando decir mi adiós ya se pudiera.

Si convertimos estos versos en prosa, cual si se tratara de un ejercicio de traducción, queda claro que es mejor despedirse de una vez porque el destino, así como vino, sin saludar, puede marcharse, cuando ya ni adiós se pueda decir. Bajo estas reflexiones, y sobre todo con el recuerdo de la recitación de Millán, consideré que había ahí una errata, la eme por la ene; y me permití corregirla en el volumen I de las Obras completas (2007).
De esa experiencia de escuchar a Millán hablar de Efrén Hernández González Dueñas y yo armamos el retrato “Una figura en el paisaje”, incluido en Aperturas sobre el extrañamiento, a la vez base de La invención de sí mismo, que son las memorias de Millán (Conaculta, Memorias Mexicanas, 2009); y de oírlo recitar esos textos pasé, claro, a la búsqueda de las páginas impresas. Fue de nuevo por Millán, quien me regaló la primera edición del poemario Entre apagados muros (1943), espléndido trabajo de la Imprenta Universitaria, entonces bajo la dirección de Francisco Monterde (como se lee en el colofón), con grabados en madera ejecutados por Julio Prieto.
Ahora que tomo ese libro entre mis manos se desprende una hoja suelta con tres párrafos que firma Octavio Blanco, hoja de la que no tenía recuerdo. Leo ahí:

Una extraña emoción sobrecoge al leer este libro. Algo como una inmersión en una atmósfera apagada, de misteriosas esencias recónditas. Estos poemas, bañados en linfas clásicas corriendo, circulares, hasta fundirse en las sombras vírgenes, dan, paralelamente, un gusto desconocido y turbador, a sueño sin dormir y una emoción antigua, como el temblor de aquellas fuentes “de semblantes plateados” nacidas en la lengua original de San Juan de la Cruz.
Ya por la pura parte formal de sencilla elegancia, de solemne trazo, por la calidad y riqueza en sordina de sus palabras, ganaría el autor un sitio eminente entre los poetas de México y América.
Frente a esa poesía híbrida y descoyuntada, desabrida y peligrosa, asentada sobre suelos extraños, nace, ejemplificando, la nueva voz de Efrén Hernández. Su pequeño libro pulcro, sus diecisiete poemas verticales se levantan para señalar un nuevo rumbo y oriente.

La hojita fue impresa con posterioridad e insertada en el volumen, con párrafos entresacados de un artículo aparecido en la revista Tiras de Colores el 16 de julio de 1943.
No soy bibliófilo, no ando a la caza de primeras ediciones, pero conservo en mi biblioteca algunas muy apreciables, y casi todas me han sido obsequiadas. De Efrén Hernández tengo, además de Entre apagados muros, la edición de autor de Cerrazón sobre Nicomaco (1946), labor de la Imprenta Claridad, de los Hermanos Ramírez, con portada e ilustraciones del propio Efrén; y La paloma, el sótano y la torre (1949), edición de la Secretaría de Educación Pública, con portada e ilustraciones de Gabriel Fernández Ledesma.
No es toda la bibliografía original de Hernández. Si vamos al listado que de ella hizo Luis Mario Schneider, actualizado por Yanna Hadatty Mora para el tomo II de las Obras completas (2012), el comienzo es Tachas (1928), edición de la Secretaría de Educación Pública, con epílogo de Salvador Novo, al que le sigue El señor de palo (1932), editado por Acento.
El tercer libro en la bibliografía de Efrén Hernández es el volumen Cuentos (1941), edición de la Universidad Nacional Autónoma, cuyo colofón es ya un ejercicio efreniano. Dice:

El Lic. Andrés Serra Rojas pidió al autor la colección de sus cuentos, y gestionó y obtuvo el amparo e impresión de este volumen, de la UNAM. Límites de entendimiento y medios —el insuperable Nadie puede añadir un codo a su estatura— han obligado al propio autor a resignarse a compensar tan desusado acto de generosidad, con este vulgarísimo de hacer de su gratitud un documento de dominio público; pues está convencido de que el medio de expresión por excelencia son los hechos, y que si un renglón sincero es edificante, lo es inmensamente más un hecho asimismo sincero, y lo supera, con ventaja que no puede encarecerse, en fecundidad. —Se imprimió en la Imprenta Universitaria, bajo la dirección de Francisco Monterde, y lo ilustró Julio Prieto con la portada y nueve grabados en madera.

Son nueve relatos: “Tachas”, “Santa Teresa”, “Un gran escritor muy bien agradecido”, “El señor de palo”, “Un clavito en el aire”, “Incompañía”, “Sobre causas de títeres”, “Unos cuantos tomates en una repisita” y “Una historia sin brillo”.
En la edición de 1965 de las Obras de Efrén Hernández vienen esos mismos cuentos, en ese orden, más “Don Juan de las Pitas habla de humildad”, “Carta tal vez de más”, “Trabajos de amor perdidos” y “Toñito entre nosotros (Estampa)”. Yo agregué, en el tomo I de las Obras completas de 2007, “Animalita”, hallado en sus papeles.
Por razones que desconozco, en 1965 el tercer cuento cambió su título. Se llamaba, en 1941, “Un gran escritor muy bien agradecido” y perdió el gran en el camino para ser simplemente “Un escritor muy bien agradecido”… Podría ser una decisión de autor o de editor. Sería consecuente con Efrén, afecto a las cosas mínimas, restarle grandiosidad a su protagonista, Jacinto José Pedro. Habría que apoyarse, para sopesar bien el asunto, en el tomo Sus mejores cuentos (1956), de la Editorial Novaro, que se publicó con Efrén aún vivito y coleando.
Éste trata de un joven poeta que al anochecer, para espantar el hambre, sale a caminar por el ahora llamado Centro Histórico de la Ciudad de México. Ese día, o esa noche, se distrae y llega a deshoras a la casa en que vive para descubrir que olvidó o perdió la llave; por abrir la puerta la portera tiene fijada una cuota de diez centavos, que en ese momento el protagonista no puede pagar. Esto lo obliga a quedarse fuera y recorrer, hasta que amanece, las calles de la ciudad, apesadumbrado por esa tragedia menor, ruda para él, al percibir la soledad y la miseria, incluso con la intención, en algún instante, de hacerse daño, de atravesarse el corazón con su navaja.
Irrumpe aquí una curiosa comunión de “haches”: en cuentos como éste, Hernández nos recuerda a Knut Hamsun, el autor noruego, sobre todo en sus novelas iniciales, Hambre (1890) y Pan (1894), sobre seres que pasan noches en vela y rondan por las calles, pues en su caída social han perdido los espacios habituales para vivir. Y en “Un escritor muy bien agradecido”, precisamente en esta parte en la que el abatimiento parece vencer a Jacinto José Pedro, de pronto Efrén se refiere además al violinista ruso Jascha Heifetz, que le da una base musical a su escritura. ¿A qué suena la obra de Efrén Hernández? Suena a Jascha Heifetz. La “trinidad de la hache” estaría integrada, pues, por Hernández, Hamsun y Heifetz.
Mucho de lo que escribe Efrén tiene una base autobiográfica. La paloma, el sótano y la torre describe su infancia en León. En Cerrazón sobre Nicomaco refiere sus extrañamientos de la burocracia posrevolucionaria, tan corrompida entonces como ahora. Y en sus narraciones suelen aparecer, además, quienes lo acompañaron en su tránsito por el mundo. En “Tachas”, por ejemplo, se nombra al Tlacuache César Garizurieta, quien como juez de paz transformó el enamoramiento de Efrén por Beatriz Ponzanelli, una muchacha de la alta sociedad, y un romance que parecía imposible para el muchacho pobre, en un matrimonio legal (realizado en el balcón, con el Tlacuache y Efrén apoyados en una escalera de madera), que es aquello que subyace a “Una historia sin brillo”, el último cuento del volumen.
En “Un escritor muy bien agradecido” surge la pregunta: “¿Cómo había de quererlo alguien, si no tenía ni los diez centavos para pagar la puerta?” Y en “Una historia sin brillo”, aún en sus brujeces, el héroe logra sacar a la dama del castillo y la instala en su muy humilde morada, como se lee al final de ese tomo universitario:

Pues ésta es la verdad: que ahora estoy casado, que mi mujer dejó, por mí, un palacio; que la mujer con quien me he casado es rica, y rica en forma tal, que desde que la saqué de la casa de sus padres y la traje a la mía, ésta, tan pobrecita siempre, amaneció a ser un palacio, y aquélla, tan soberbia, tan alzada, quedó sumida en sombra, empobrecida, y llena de toda suerte de ansias, hambres, desazones y miserias.

Así que en Cuentos, en esas nueve narraciones que lo conformaron, está dibujada su historia, desde su paso por la escuela (con Orteguita, “el paciente maestro que dicta en la cátedra de procedimientos”), sus extravíos citadinos como poeta novel, hasta el momento en que logra sentar cabeza, como suele decirse. Brilla ahí Efrén Hernández con sus rarezas.

Abril/noviembre 2016


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1 Comentarios:

Blogger culturacentral dijo...

Saludos. Sobre la novela experimental, creo que nos asentamos en "El Quijote", que está muy bien por supuesto, sin embargo olvidamos -considero- su verdadera novela experimental y, por demás genial, hablo de "Los trabajos de Persiles y Sigismunda", una odisea propia del barroco.

6:16 p.m.  

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