miércoles, diciembre 02, 2015


Algunas líneas sobre la crónica

Es oportuno hablar hoy de la crónica. Y apropiado, me parece, el que se le haya considerado en un ciclo de charlas alrededor de los géneros literarios, cuando es una forma de escritura situada en ese margen complejo que se crea entre el periodismo y la literatura.
Oportuno, decía, porque hace unas semanas, en un hecho que fue considerado inédito, la Academia Sueca concedió el máximo galardón literario a una periodista, la bielorrusa Svetlana Alexiévich. Y algunos pensaron que esa acción no tenía sentido, que los caminos de la literatura y el periodismo pueden ser paralelos pero no iguales; y aunque esos orbes se tocan (en un punto que quizá hoy podamos señalar), no hay manera de valorarlos del mismo modo.
Un narrador amigo, Marcial Fernández (quien para ejercer de cronista taurino se hace llamar Pepe Malasombra, quizá eco del Pepe Faroles con que se disfrazaba para escribir sobre los ruedos la novelista Josefina Vicens), escribió un artículo malhumorado en el que lamentaba que el sacrosanto Nobel hubiera recaído en una periodista. El texto de Marcial, no obstante sus carencias (la principal, el desconocimiento de la obra de la autora), proponía algunas definiciones interesantes. Abría con aquello de que “el periodismo es literatura bajo presión”, que dijo Fernando Benítez a los estudiantes de la Universidad Nacional, para considerarlo Marcial como una mentira, según este argumento: “Si bien ambos oficios, el del periodista y el del escritor, utilizan la palabra como vehículo de expresión, sus medios y fines son absolutamente distintos. El primero se vale del empirismo para encontrar certezas, mientras que el segundo recurre a la ficción para descubrir epifanías”.

Empirismo y epifanía

Habría que detenerse en esto. Primero, define Marcial: el periodista se vale del empirismo para encontrar certezas. ¿Es cierto? Supongo que con ello se refiere al reporteo directo de la realidad. El periodista debe mirar de frente aquello de lo que va a escribir. Hay que salir a la calle y contar lo que ahí está ocurriendo. No podría imaginar un suceso y presentarlo a un diario como si fuera cierto, se estaría incurriendo en una gran falta… Aunque esto me lleva a pensar en un reportero deportivo que cubrió una vuelta ciclista; la mayoría de sus compañeros seguían el recorrido en autobuses adecuados para el evento, anotando en sus cuadernos lo que pasaba metro a metro, kilómetro a kilómetro; la agotadora jornada los llevaba inevitablemente a descansar al bar del hotel en que se detenían, en donde ese viejo reportero, whisky en mano, los aguardaba; y les preguntaba, como por socializar, cómo les había ido y qué había pasado. ¿Quién creen ustedes que escribía la mejor crónica?
(Esto me recuerda, al paso, a aquel otro reportero que le tenía miedo a la guerra, y cuando lo enviaron a cubrir una no salió nunca del hotel, y se valía del mismo método del cronista deportivo: al atardecer, reporteaba a sus fatigados compañeros, quienes con espanto le describían lo visto y lo vivido.)
((O pienso también en el Mago Septién, del que se dice adquirió su alias precisamente por la crónica radiofónica de un encuentro de Serie Mundial que tuvo que narrar desde el cuarto de un hotel, con la pura tira de resultados que a cada tanto le actualizaban. Para los escuchas, esa debió ser una gran Serie Mundial.))
El empirismo es eso: ir a la realidad y confrontarla. Decir que se estuvo ahí y que no sea cierto es una falta a la ética periodística. Se trata, principalmente, de observar y describir… Aunque los ejemplos en contrario agregan una paradoja: estar ahí no siempre significa entender; a veces comprende más, captura mejor la situación, el que se quedó afuera del que estuvo presente.
Pero estas desviaciones no se entenderían en una redacción, en donde el principio empírico es teóricamente irrenunciable, aunque con frecuencia no se cumpla esa exigencia. A los reporteros de las agencias noticiosas les piden notas con taxímetro, y reportean como pueden, desde la redacción, por teléfono, malentendiendo aquello de lo que escriben y muchísimas veces, la mayor parte de las veces, confundiendo a los lectores.
Digamos que el gran atractivo del periodismo, del buen periodismo, es esa posibilidad de visitar la realidad y apuntarla, apuntalarla. Los géneros periodísticos ofrecen formas diversas de acercarse al mundo. La nota, que es la semilla del diario, se hace las preguntas básicas del qué ocurrió, cómo, cuándo, dónde y por qué. La fotografía ilustra el suceso. Luego, los opinadores (editorialistas, columnistas, articulistas o figuras entrevistadas) dan una primera explicación razonada de lo que ha significado el hecho para la vida nacional o internacional… Incluso el cartón político es una opinión, un comentario: ofrece un punto de vista. Cuando un periódico hace uso de todas estas herramientas está intentando brindar una imagen plural del mundo. Ese ideal se pone a prueba cuando además en sus páginas da un lugar de privilegio a la crónica y el reportaje. Esto significa que cree dirigirse a un lector inteligente que atenderá esos distintos acercamientos, como posibilidades de lo real, y se creará una idea personal de lo sucedido.
El empirismo consiste, así, en salir del estudio o la biblioteca y asomarse a la banqueta a ver qué está pasando. En cambio el escritor, a diferencia del periodista, dice Marcial, recurre a la ficción para encontrar epifanías.
No sé qué haya querido decir exactamente mi amigo (porque es una frase bella y hueca), mas la palabra “epifanías” me recuerda al irlandés James Joyce, quien desde joven apuntaba en sus cuadernos ciertas impresiones en torno a sucesos cotidianos en las que, él sentía, algo se revelaba. Se convirtió así en un coleccionador de epifanías. Luego ese concepto pasó al relato, en su libro Dublineses; y a la novela, en Retrato del artista adolescente, Ulises y Finnegans Wake. Hay dos grandes epifanías en Joyce, una al final de “Los muertos”, cuando a partir de una canción a la esposa de un hombre se le aparece el recuerdo de un amante muerto, y esto lleva al marido a pensar en su pequeñez por esa sombra con la que ella convive y a la que él no podrá vencer; la otra enorme epifanía es el monólogo de Molly Bloom, que cierra el Ulises, con ese río de palabras que nos conducen hacia una afirmación total, definitiva: “Sí quiero sí me gusta Sí”.
Joyce no fue buen periodista. Cuando vivía en París, intentó ejercer el oficio y ganarse con ello la vida; envió algunos colaboraciones a un diario de su ciudad, por ejemplo entrevistando a un piloto de carreras, mas su cuestionario es de lo más absurdo. Yo lo he mostrado como modelo de mal periodismo. Parece no tener idea de lo que se está conversando. Luego escribió un cuento, “Después de la carrera”, que es una buena narración, alguien diría una buena crónica, vertiginosa, de ese evento deportivo. Y ahí se mueve ya como especialista en el tema.
Esencialmente, me parece, lo que a Joyce le interesaba como escritor era entender, y plasmar en las páginas de sus libros, el alma irlandesa. Le intrigaban sus compatriotas: quería describirlos exactamente como eran, retratarlos de la mejor manera posible. Para recrear una sola jornada, la del 16 de junio de 1904, se vale de todo tipo de instrumentos: sus recuerdos de ese día, periódicos, por supuesto, mapas, y consulta constantemente a una tía que se convierte en su informante. Pienso que reporteaba Dublín; y aunque lo que se cuenta en Ulises no ocurrió en la vida real, digamos, sí transcurre en una realidad posible. Lleva al autor, y con él a sus lectores, a entender cómo son los irlandeses y por qué son así. Hay una verdad a la que se acerca Joyce: la verdad del ser irlandés.
Su acercamiento es también empírico: aunque ya no vive en la ciudad de Dublín, hace la relación de una jornada que sí fue vivida por él. Se inspira en personajes conocidos: el señor Hunter, un judío que ayudó a Joyce cuando unos marineros lo golpearon en el parque; y él mismo es Stephen Dedalus, seudónimo con el que publica sus primeros relatos.
Pero hace ficción, es cierto. No pretendo hacer pasar una novela tan compleja, con grandes destrezas literarias, como un gran reportaje, pero tiene la esencia, sí, de un gran reportaje. La epifanía para Joyce, en tal caso, es un camino para acercarse a la verdad.
(Similares métodos utilizaba Juan García Ponce, novelista mexicano, quien llamaba por teléfono a sus amigos, participantes de alguna fiesta de los años sesenta, por ejemplo, para saber tal o cual detalle de esas reuniones, pues quería que fueran descritas, en sus libros de ficción, con estricto apego a la verdad. Uno de ellos se llama, por cierto, Crónica de la intervención.)

La nube metafísica

Svetlana Alexiévich, a quien me referí al comienzo de esta charla, supo de la explosión en Chernobil, escuchaba historias sobre ello, y le pareció que algo de su circunstancia se revelaba en ese suceso terrible que pudo haber devastado Europa. Por años se dedicó a buscar a personas que habían estado ahí, sobrevivientes de la catástrofe: la esposa del bombero, los aldeanos que fueron evacuados y aquellos que decidieron no irse, los soldados que eran llevados a la central como arena para apagar el incendio (sin conciencia del daño físico que esa aventura les provocaría) o quienes venían huyendo de otros conflictos y se instalaron en la zona contaminada por su aparente tranquilidad… Y con ello arma Voces de Chernobil. Podría aplicársele lo que dice Octavio Paz de Elena Poniatowska (en el prólogo a la edición en inglés de La noche de Tlatelolco): “Para el cronista de una época saber oír no es menos sino más importante que saber escribir. Mejor dicho: el arte de escribir implica dominar antes el arte de oír. Un arte sutil y difícil, pues no sólo exige finura de oído sino sensibilidad moral: reconocer, aceptar la existencia de los otros”.
(Ya hablamos del monólogo de Molly Bloom en Ulises; y es curioso que Svetlana Alexiévich prefiera llamar así, monólogos, a los testimonios que recopila, pensado cada uno de ellos como una redonda pieza literaria.)
Dice ahí: “Este libro no trata sobre Chernobil sino sobre el mundo de Chernobil. Sobre el suceso mismo se han escrito ya miles de páginas y se han sacado centenares de miles de metros de película. Yo, en cambio, me dedico a lo que he denominado la historia omitida, las huellas imperceptibles de nuestro paso por la tierra y por el tiempo. Escribo y recojo la cotidianidad de los sentimientos, los pensamientos y las palabras. Intento captar la vida cotidiana del alma. La vida de lo ordinario en unas gentes corrientes. Aquí, en cambio, todo es extraordinario: tanto las inhabituales circunstancias como la gente, tal como les han obligado las circunstancias, elevándolos a una nueva condición al colonizar este nuevo espacio. Chernobil para ellos no era una metáfora ni un símbolo, era su casa. Cuántas veces el arte ha ensayado el Apocalipsis, ha probado las más diversas versiones tecnológicas del final del mundo, pero ahora sabemos positivamente que la vida es incomparablemente más fantástica”.
Es algo que suelen decir los periodistas: que la realidad a veces es más fantástica que la ficción. Más terrible, también.
Vuelvo al artículo periodístico de Marcial Fernández en el que se incomoda por el Nobel otorgado a Svetlana Alexiévich. Cita en él a Gabriel García Márquez, que ejerció ambas actividades, las de periodista y escritor, y quien dijo: “Siempre he estado convencido de que mi verdadera profesión es ser periodista. No creo que exista ninguna diferencia [entre periodismo y literatura]. Las fuentes son las mismas, el material es el mismo, los recursos y el lenguaje son los mismos. En periodismo un sólo hecho falso perjudica toda la obra. Por el contrario en la ficción, un sólo hecho verdadero da legitimidad a toda la obra. Esa es la única diferencia, y depende del grado de compromiso del escritor. Un novelista puede hacer lo que se le antoje siempre que consiga que la gente le crea. Creo que la influencia es recíproca. La ficción ha mejorado mi trabajo periodístico porque le ha dado valor literario. El periodismo ha mejorado mi trabajo de ficción porque ha servido para mantenerme en contacto con la realidad”.
Reacciona Marcial: “Pero a nadie se le hubiera ocurrido darle el premio Nobel a García Márquez por su trabajo periodístico, así aclamara que el periodismo es el mayor de los géneros literarios”.
Y es cierto: el Nobel a García Márquez se le otorgó básicamente por su obra novelística, que en su caso tiene mayor peso que el trabajo periodístico. En Svetlana Alexiévich el equilibrio es otro… Pero hay que seguirla leyendo. Por desgracia, el único libro suyo que circula por ahora en español es Voces de Chernobil. Ha explicado ella que, en rigor, su trabajo no sigue los relojes del periodismo; no es algo escrito hoy para publicarse al día siguiente. Se vale de los recursos del oficio, como el ir a la realidad y reportearla, en la realización de proyectos escriturales… Sólo que las realidades que suele visitar, con el horror como presencia constante, suelen romper las fronteras de lo que comúnmente consideramos como real, por lo que hay, en el fondo de esas páginas, de esa irrealidad que nace de la realidad por medio del espanto, una nube metafísica, digamos (la pregunta constante de qué hace el hombre en su paso por la tierra), tan poderosa como la nube radioactiva que emergió de Chernobil.

Un pequeño cuento

En los diarios, decía arriba, hay notas informativas, editoriales, artículos de opinión, fotografías y cartones… El talento narrativo puede ejercitarse en la crónica, que es un pequeño cuento basado en un suceso real. También el gran reportaje puede contener momentos narrativos, como parte de un andamiaje más complejo.
(Prefiere Monsiváis esta definición de la crónica: “reconstrucción literaria de sucesos o figuras, género donde el empeño formal domina sobre las urgencias informativas”. Yo cambiaría la palabra “literaria” por “narrativa”, porque la crónica es esencialmente una narración… no en Monsiváis, por cierto, en quien el caos genérico se convirtió en un estilo.)
Hacia los veinte años de edad encontré en la Universidad Nacional a un profesor argentino de nombre Máximo Simpson, estudioso de la crónica. Con él leímos en voz alta, cada miércoles de 6 a 8 de la noche, todo México insurgente de John Reed; y revisamos a detalle A ustedes les consta de Carlos Monsiváis, una antología de la crónica en México en la que hay de todo, incluso buenas crónicas. En ese especie de seminario que duró un par de años considerábamos como requisito para la crónica la presencia del reportero, el testimonio directo de lo ocurrido, lo que otra vez, como mencioné antes, no siempre se cumple. Sí con John Reed, que cuenta lo que ve en su paso por este país durante la Revolución. No en la crónica que cierra la antología de Monsiváis: una investigación de Ramón Márquez en torno a un crimen policial. A ese texto le llamábamos “reportaje de acción”… pero no estoy ya muy seguro de que esa condición del testimonio, como elemento básico de la crónica, haya permanecido, porque la crónica evolucionó.
Y me desmienten ejemplos propios: la Antología de crónica latinoamericana actual, de Darío Jaramillo Agudelo, incluye un texto mío hecho bajo circunstancias especiales. Sucedió que en la lectura pública que dio Jaime Sabines en la Sala Nezahualcóyotl, su última gran presentación, me encontré con la boxeadora Laura Serrano, que se declaró fan absoluta del escritor chiapaneco. Decía Laura tener la ilusión de conocerlo y charlar un rato con él. Para entender esto hay que recordar que a ella la apodaban La Poeta del Ring, porque además de aplicar jabs y uppercuts hacía versos. Yo le prometí buscar una entrevista con Sabines; y al conseguirla, pues resultó que Sabines era admirador de la boxeadora, le pedí a Laura Serrano que grabara ese encuentro y me diera el casette. Y así fue: transcribí la cinta y armé “El poeta y la boxeadora”, publicado originalmente en El Universal. ¿Es una crónica? El editor de la antología cree que sí. Máximo Simpson diría que no, porque falta la presencia física del periodista.
También de modo indirecto, con investigaciones bibliográficas y hemerográficas, construí Todo es posible en la paz, que es una suerte de crónica, o colección de ellas, de los Juegos Olímpicos de 1968, con el día a día de esa gesta deportiva que se realizó bajo la sombra de una matanza. Cierro ese libro con una crónica sin peros, que es el relato de los funerales del sargento Pedraza (quien obtuvo la medalla de plata en caminata). Cumple todos los requisitos, me parece: fue literatura escrita bajo presión, como diría Fernando Benítez, pues aquel 2 de junio de 1998 estuve en Uruapan, vi lo que tenía que ver y redacté el texto en menos de una hora porque lo esperaban ya en el periódico.
No obstante, al escribir la crónica pensaba en otro libro leído en el taller de Máximo Simpson: El corto verano de la anarquía: vida y muerte de Durruti, de Hans Magnus Enzensberger, que abre con una crónica de H. E. Kaminski sobre los funerales del líder anarquista: la muerte como concentración, o cifra, de una vida. Y pensé además, al teclear con rapidez esa nota para que apareciera por la mañana en el diario, en el funeral de un personaje de ficción, la madre del protagonista de Palinuro de México, de Fernando del Paso, cuando la gente de la ciudad, al ver el cortejo y distrayéndose un instante de sus ocupaciones, saluda a la desconocida (pero muy querida) Clementina.
Lo sucedido ese día en Uruapan me sorprendió: el destino le jugó una nueva mala pasada al sargento Pedraza, quien volvió a llegar a la meta (en este caso el cementerio) en segundo lugar. La crónica encontró ahí su epifanía.

Octubre 2015

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