jueves, noviembre 19, 2015


Svetlana Alexiévich, entre víctimas y verdugos

“Necesito almas que reflexionen. Lo que más teme el ser humano es que su vida carezca de sentido. Después de todo, nuestra vida es una constante búsqueda de significado”, escribe Svetlana Alexiévich, Premio Nobel de Literatura 2015, a quien publicar testimonios de la Segunda Guerra Mundial y del desastre de Chernobil le valió ser perseguida.
Conversé con ella en marzo de 2003 en la Casa Refugio Citlatlépetl. Pocos periodistas la buscaron entonces. La versión que aquí presento de esa entrevista es más extensa de la que entonces apareció en El Universal.
Por su frecuentación del horror acaso más cercana a Dostoievski que a Tolstoi, con el autor de Crimen y castigo se pregunta Svetlana Alexiévich: ¿cuánto de humano hay en el ser humano? La respuesta es ardua: “He llegado a pensar que el hombre tiene muy poco de humano, sólo una pequeñísima capa, pero hay que defenderla, protegerla en esta época de tantos horrores”.
A través de sus libros, Svetlana Alexiévich ha construido un gran mosaico de la cultura rusa del siglo XX con las siguientes estancias: la Segunda Guerra Mundial, la invasión a Afganistán, la caída de la Unión Soviética, Chernobil, el amor y la muerte... “Me entristece que mis libros sigan siendo actuales y se sigan vendiendo en todo el mundo, porque los escribí para que no hubiese más guerra”, dice. “Uno siente cómo que se le oprime el corazón.”
De los campos de batalla pasó a las luchas cotidianas: ¿qué hace la gente cuando deja las barricadas, cómo se relaciona con los otros y cómo enfrenta su destino final?
—Usted ha escrito que el hombre busca en el amor lo mismo que en la guerra o en el crimen. ¿Cuál es esa búsqueda?
—Pienso que tanto en el amor como en la guerra el hombre cae sobre sí mismo y encuentra algo más que le ayuda a conocerse. No quisiera que se clasificara a mis libros como una literatura que busca el horror por el horror. En ellos veo cómo el hombre crece y se reconoce en estas circunstancias difíciles. El amor también es una situación extrema. Por amor podemos elevarnos a todo lo alto o caer en el abismo.
Los libros de Svetlana Alexiévich (La guerra no tiene rostro de mujer, Voces de Chernobil y Los niños del zinc, entre otros) siguen el mismo método: cientos de entrevistas grabadas, un enorme trabajo de edición... Aunque en distintos frentes, la autora bielorrusa define a la guerra y al horror como su campo de trabajo.
“Pero yo no describo la guerra como tal, con el dato cierto exacto, lo que es útil para la historia, sino que busco el sentimiento humano. Voy siguiendo las huellas de la vida espiritual de las personas. Trato de sacar los nuevos conocimientos que el individuo con el que conversé ha podido añadir a su acervo, cosas que no suelen estar en los archivos. Soy como el buscador de oro, que va tras las pequeñas vetas que aparecen en el río.”
—También ha dicho que busca un doble retrato: el del ser humano en su época y el del universal o eterno, que busca “hechos que funcionen como signos”.
—Si sólo me ocupara del hombre en su tiempo, no sería otra cosa que periodista. Hay que elevarse sobre esto para llegar al arte, porque también existe el hombre como tal, que constantemente añade experiencias a su vida.

Media cubeta

Son muchas las anécdotas duras de Svetlana Alexiévich. Ella las cuenta como quien revisa un relato infantil.
Una: “En Afganistán los militares rusos me presumían su armamento modernísimo, precioso, por ejemplo una mina de fabricación italiana. Un hombre me dijo: ‘Pero si usted pisa sobre esta mina, quedará de usted media cubeta’. Al día siguiente me llamaron para que viera a alguien que había pisado una de esas minas, o lo que quedaba de él, pues lo estaban recogiendo prácticamente con cucharas”.
Dos: “En Afganistán, una enfermera me contaba cómo va cambiando la sangre de un muerto que se queda al sol: primero es roja, luego amarillenta y al fin se pone azul... En mis libros trato de acercarme a esto que es el hombre, cómo una nueva realidad, por dura que sea, lo transforma”.

Rehén de su historia

—¿De dónde viene este interés por el dolor humano?
—No es que yo sea masoquista, simplemente ésta es nuestra historia, y yo soy un rehén de mi propia historia. Nací en una aldea, mis padres eran maestros rurales, y lo que escuché en mi infancia fueron esas historias sobre la guerra que luego convertí en el proyecto de un libro.
—Podría pensarse que le fascina el horror...
—No, no. Cuando terminé mis libros sobre la Segunda Guerra Mundial, uno a los ojos de las mujeres y el otro siguiendo la mirada de los niños, ya no quería escribir más. Algo similar me ocurrió con la guerra de Afganistán, de la que no quería escribir. Un día trajeron unos féretros con soldados muertos, que fueron tratados como héroes, y a una mujer que les lloraba la hicieron a un lado y la llevaron a un automóvil, como para esconder el dolor: ella rompía ese compromiso del silencio. Yo ahí me dije: “No puedo callar”. Y viajé para saber qué era esa guerra.
—Esta exploración de la vida espiritual, como usted la llama, ¿a qué conclusiones la ha llevado sobre la humanidad? ¿Es usted pesimista con respecto al hombre?
—Es difícil ser optimista. El horror es parte de la historia. Mi manera de vivir es ser honesta con el mundo en el que vivo en cuanto a cómo lo estoy percibiendo. Lo que busco es verle los ojos a la realidad. La historia rusa es una historia de horrores, y por eso se nos ha creado una suerte de piel gruesa. Sin embargo, el constante testimonio del dolor lo hace a uno empezar a defenderse de ello. Me educaron con la idea de que hay que ir hasta el fin, y por ir hasta el fin también hay que pagar un precio. Por ejemplo cuando me hablaron de ese soldado que había pisado la mina y me invitaron a verla, me pregunté: “¿Voy o no voy?” Como entiendo que hay que asumir las cosas hasta sus últimas consecuencias, fui... Y me desmayo ante tanta locura que golpea al ser humano.
—Escribe usted: “Todo lo ruso es triste”. ¿Diría, Svetlana, que su vida es triste?
—Mi vida es interesante. Soy una persona feliz porque hago lo que quiero hacer. A veces me canso o me siento desencantada, pero nunca pierdo esa curiosidad por vivir.
—¿Sufre el exilio?
—Por supuesto, pero el exilio para mí es tan sólo algo temporal. Sé que en el futuro podré volver a mi país, pues ningún dictador es eterno.

La costumbre del horror

Su preocupación es “buscar nuevas palabras, nuevas formas de referencia a esta locura que se llama guerra. Si no reflexionamos sobre la guerra corremos el peligro de convertirnos poco a poco en fieras”.
En sus libros figuran imágenes que van desde la Segunda Guerra Mundial, la invasión soviética a Afganistán, la caída de la Unión Soviética hasta la tragedia de Chernobil. “Resulta difícil hallar nuevas palabras porque veo que el horror ha devenido en una cosa banal. La gente se ha ido acostumbrando a ver escenas de guerra mientras toma su café: actualmente muchos miran la televisión como si lo que ocurre en Irak se tratara de un videojuego.”
En La guerra no tiene rostro de mujer, su primer libro, cuenta cómo una mujer vive atormentada por sus vivencias: “La protagonista confiesa que después de la guerra ya no podía entrar a las carnicerías, no podía ver carne porque le recordaba los restos humanos. Esta mujer tuvo que sacar a gente del fuego y le quedó un trauma relacionado con el color rojo: cada vez que su piel tocaba hilo o alguna tela roja, inmediatamente se cubría de una alergia. Lo que he hecho en mis libros es ver la guerra con toda su crudeza y horror”.
Para Svetlana Alexiévich, al observar la guerra en los medios de comunicación nos hemos convertido en rehenes de la información. “Cuando veía imágenes de la guerra en Afganistán a través de la televisión soviética, y cuando tuve oportunidad de ir a la zona de conflicto, me percaté de que se trataba de otra guerra. En la televisión mostraban cómo las tropas soviéticas ayudaban a la población a plantar árboles, a atender a sus hijos, a construir sus viviendas; en mi viaje a Afganistán observé lo contrario. Recuerdo que llegué a un hospital, en realidad una cabaña grande, que tenía capacidad para 200 y había 600 personas. Había mujeres, niños y ancianos. De pronto un niño tomó con los dientes uno de los muñecos de peluche que yo llevaba para ellos, y le pregunté a su madre por qué su hijo había hecho eso. Ella dijo: ‘Es que no tiene brazos ni piernas, y eso se lo hicieron ustedes, los rusos’, y me mostró el bultito que llevaba en sus brazos. Lo que trato de mostrar en mis libros es el rostro de los personajes que participaron de manera indirecta en la guerra. Busco darle voz a esos testigos de guerra, a esas madres que perdieron a sus hijos y a esos hijos que ahora son huérfanos. Hay que escuchar a toda la gente real, tanto a las víctimas como a los verdugos, pues incluso los verdugos son personas reales lo que pasa es que no sabemos qué ha ocurrido en su cabeza para llevar a cabo todas esas atrocidades”.

Los riesgos de la escritura

—Al mostrar la realidad de lo que ocurrió en la guerra entre Rusia y Afganistán usted fue calificada como traidora en su propio país. ¿No le importó correr ese riesgo?
—El problema es que nadie necesita la verdad. En mi país no le era necesaria a las autoridades. Si tomamos la literatura rusa como referencia, desde Pushkin hasta Solyenitzin, vemos que la literatura siempre reflejó una lucha y una oposición al poder. Ni siquiera este conflicto es lo que más me preocupa, lo que a mí me inquieta es el enfrentamiento con la conciencia de las masas, el que la gente ame a su propio dictador y estén como hipnotizados. Los militares comunistas comenzaron a tenerle odio a mi libro y todo lo que yo escribía, les incomodaba mucho que yo fuera por la vida diciendo que eran asesinos por lo ocurrido en Afganistán. Soy bielorrusa, vivo en una dictadura en donde la gente también es encarcelada, en donde las personas desaparecen sin dejar rastro. La persona que da su alma a un Estado, a una idea, genera para mí un mayor conflicto que la lucha por el poder.
Y recuerda al fin: “Los militares, para apoyar su acusación en mi contra, llevaron a muchas personas que decían que sus hijos habían muerto en la guerra con Afganistán siendo héroes. Y repentinamente se apareció una escritora diciendo que en realidad eran asesinos. Eso me sorprendió mucho y más cuando vi a una de las madres de los difuntos, yo la conocía, había platicado en varias ocasiones con ella; era la madre de un soldado que murió en Afganistán. La mujer había criado a su hijo sola y un día llegó a su casa un ataúd con los restos de su hijo. Ella estaba muy desconcertada porque el féretro era muy pequeño para ser de su hijo, y es que en Oriente matan con mucha fiereza, los cortan en pedazos, por eso el ataúd era de ese tamaño. El día que vi a la madre entrar a declarar en mi contra, le pregunté: ‘¿Qué haces aquí? Tú te quejaste conmigo del dolor que te causó perder a tu hijo’. Y ella respondió: ‘Sí, lo lloré mucho, pero más lloré cuando leí en el libro que lo considerabas asesino de guerra y no un héroe’ ”.

Octubre 2015

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