De niña, los padres de Paulina Lavista jugaban con ella a algo que llamaban Los Toritos: “Mi papá ponía un disco y hacía que adivinara, en unas pocas frases, de quién era la pieza; algo similar ocurría con mi mamá, quien me mostraba fragmentos de cuadros: tenía que adivinar el nombre del artista y la escuela a la que pertenecía. Eso me sirvió mucho. Un fotógrafo debe tener cultura, sobre todo cultura visual, para saber si lo que está haciendo es nuevo o ya se hizo; o, si alude a algo anterior, saber que se trata de un homenaje. En mi educación, le debo mucho a mis padres”.
Al celebrar su cumpleaños 70 (nació el 18 de junio de 1945), la fotógrafa y documentalista se asoma a algunos pasajes de su vida. “Nací con una estrella extraña”, dice, “porque mi hermana mayor murió cuando tenía siete años, y mis padres tuvieron la mala idea de ponerme a mí también Paulina Esther. Y nunca llené las expectativas de mis padres porque se había muerto su niña adorada, la primera.”
Recuerda una niñez maravillosa en la colonia Del Valle. Su padre, Raúl Lavista, era compositor de cine; y su madre, Elena Pimienta, artista plástica, firmaba como Helen Lavista. Luego se mudaron a Coyoacán. Ella tenía diez años. Descubrió entonces la cámara fotográfica, préstamo paterno, y un sitio en el barrio, la Casa Rivas, en donde revelaba los rollos. Su primer retratado fue el tenor José Mojica, que apareció un día por la casa, pues su padre hizo la música de Yo pecador (1959). Luego también fotografió al pianista chileno Claudio Arrau, que cuando se presentaba en México ensayaba en el piano del padre de Paulina.
A los dieciocho años puso su primer cuarto oscuro. Le prestaron una Leica, como la de Cartier Bresson, con la que hacía experimentos en los Viveros de Coyoacán. Creyó así que esa sería su carrera. “Era muy inquieta, me gustaba la fiesta y el rocanrol; pero los amigos de mi padre, que se reunían a escuchar música, empezaron a invitarme a oír con ellos buenas interpretaciones, y a veces prefería quedarme con ese grupo. Sentí perfectamente la diferencia entre la música popular y la gran música, y me hice melómana.”
Se inscribió al CUEC. Conoció a Rafael Corkidi y Antonio Reynoso, que tenían una compañía, Cinefoto, en la que hacían comerciales y documentales de artistas. “Yo era muy entusiasta de todo, y además la minifalda provocaba ciertos efectos.” Le ofrecieron trabajo como asistente de producción.
En lo visual, considera a Antonio Reynoso como su maestro. “Con él aprendí quién era Álvarez Bravo, quién Cartier Bresson, cómo manejar la luz… Me prestaba libros de fotografía. Y tenía yo el sueño de comprarme una Nikon.”
Un día le habló Salvador Elizondo, que era de los frecuentadores de la casa paterna y quien asistió incluso, con su esposa Michelle Alban, a los quince años de Paulina. Lo había reencontrado como maestro del CUEC. “Me parecía el hombre más fascinante de México.” Le pidió Elizondo que le tomara unas fotografías. Y así se hizo esa sesión, en la casa de Tata Vasco, donde vivía Elizondo con su madre. Y allá fue también Paulina, con don Raúl Lavista como guardaespaldas, pues Elizondo tenía mala fama, a entregar las impresiones y recibir el pago. Formalmente, fue su primer cliente.
A los veinte años fue jefa de producción de Publicidad Ferrer y tenía secretaria propia. Ganaba tres mil quinientos pesos mensuales. No duró mucho tiempo. El proyecto de una cinta experimental de Carlos Lozano la jaló, y un día ya no se presentó a trabajar. “Yo no quería ser publicista, quería ser artista.” Produjo luego Mariana (1968), de Juan Guerrero. Y la contrataron como gerente de producción de la película de las Olimpiadas. Con esos logros laborales se compró su primera Nikon. “Dormí con ella. Comprarme esa cámara me dio la libertad. Y me permitió tomar lo que yo quería.”
De nuevo apareció Salvador Elizondo. Fue una llamada telefónica. “Te hablo porque quiero que seas mi chamaca”, le dijo. “¿De veras? ¡Pero si eres terrible!” “Quiero que seas mi chamaca.” Fueron novios un año. Luego ya vivieron juntos, en un departamento frente al Parque México. Nunca se separaron.
Paulina Lavista se dedicó por entero a tomar fotos. Tiene buenas imágenes de un viaje a Colombia. En 1970 montó su primera exposición en Bellas Artes, Photemas, con 115 fotografías, entre instantáneas y retratos, curada por el mismo Elizondo.
La fotografía ha sido su vida. Tomó fotos de mujeres desnudas para la revista Su otro yo. También se ha dedicado, en los últimos años, a hacer programas televisivos como Luz propia, para TV UNAM, en donde retrata a escritores. Antes hizo, para Canal 22, Ciudad instantánea.
“Para mi carácter, la fotografía es idónea. La instantaneidad me interesó mucho desde niña. He hecho experimentos visuales, como los Photo-textos… La foto que más he vendido es la de Borges en Teotihuacán. Es una carrera muy larga, tengo cien mil negativos. Cada trabajo ha sido una experiencia. En 2013 hice una exposición, Momentos dados, para mí significativa. El título viene de Mallarmé, aquello de que un golpe de dados jamás abolirá el azar, e implicó mostrar los momentos que me fueron dados. Siempre he pensando que el fotógrafo tiene la técnica, el equipo, pero hay otro elemento: el azar. En un segundo, hay que resumir un concepto, ver la composición, los medios tonos, todo concentrado. Y hay que tener la habilidad, claro, para capturar ese instante.”
Junio 2015
Etiquetas: Antonio Reynoso, Claudio Arrau, Helen Lavista, José Mojica, Luz propia, Paulina Lavista, Rafael Corkidi, Raúl Lavista, Salvador Elizondo, Su otro oyo
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