Prólogo a Universo Francisco Tario
El lector no siempre busca a sus autores, a veces son éstos los que provocan el encuentro no con estrategias mercantiles (en donde la relación autor-lector se pervierte, cuando el escritor lo que anhela es encumbrarse, ascender en la pirámide social) sino a través de azares inesperados. Así me ha ocurrido reiteradamente con Francisco Tario, cuya obra me fue presentada tres décadas atrás en un taller de creación literaria que se celebraba los viernes al mediodía en un plantel universitario al norte de la Ciudad de México.
Pudo haber ocurrido que el profesor cargara un día con el tomo amarillo de La noche y nos leyera un par de cuentos, acaso “La noche del féretro” y “La noche del traje gris”. O también: que llevara Una violeta de más para contarnos “El mico”… Pudo haber sido, también, que hiciera él todo eso pero que no estuviera yo ahí para presenciarlo, porque aspiraba a ingresar a Ciudad Universitaria y estaba en trámites de realizar el cambio de escuela. Fue el taller literario el que me ató a esa geografía para mí algo inhóspita, en donde la mayor referencia cultural eran los Torres de Satélite; y por quedarme ahí conocí una escritura con la que he dialogado constantemente.
Según la psicología, uno como individuo se forja en los primeros tres años de vida; hay quien dice, incluso, que el primer año es definitivo en la construcción del carácter. Cree Proust que en la infancia se decide todo, tanto el paraíso como el infierno. Como lector yo me formé en ese tránsito entre la preparatoria y la universidad (alrededor de los dieciocho años), y encontré en esa ínsula de diálogo sobre libros que era el taller de creación literaria una suerte de Ítaca habitada por huéspedes tan distinguidos como Francisco Tario o Felisberto Hernández, dos grandes raros (en la clasificación de Rubén Darío) o cronopios (para decirlo con Julio Cortázar).
La atención a Fesliberto era ya más o menos permanente, gracias a Cortázar e Italo Calvino y a una poeta uruguaya, Ida Vitale, que lo había conocido, ella joven y él viejo, en Montevideo. Vivía entonces Ida Vitale en la Ciudad de México, y su marido, el poeta Enrique Fierro, impartía clases en la escuela en que yo estudiaba y de la que tanto renegaba (por no tener la historia o el prestigio de Ciudad Universitaria)… y que poco a poco se fue poblando de espíritus entrañables.
El tallerista, Humberto Rivas, no sólo nos leyó los cuentos de Tario; un día me encaminó a la librería Robredo, localizada entonces en la glorieta ubicada en el cruce de Paseo de la Reforma y Havre (su última morada), en donde aún podían conseguirse las primeras ediciones de La noche y Aquí abajo, los dos títulos de Tario de 1943. Si uno se esmeraba, peinando las librerías del Centro Histórico podría hacerse de las obras completas de Tario. Lo que estaba más a la mano era Una violeta de más en la edición de Joaquín Mortiz, que demoró alrededor de veinte años en agotarse y hoy es una presa muy cotizada en las librerías de viejo; en ese tomo la información de la contraportada contenía lo poco que podía saberse del personaje: “Su biografía no se asemeja mucho a un currículum vitae académico: persistente viajero mientras subsistió el prestigio de los trasatlánticos y los expresos, futbolista profesional, pianista disciplinado, místico del naturismo, aprendiz de astrónomo y explorador de fantasmas”.
Reforzaba esa imagen extraña el retrato de un hombre calvo y serio de lentes oscuros, con una esclava de oro gruesa, fumando un cigarrillo.
Tario era un nombre arrojado al vacío. Conocerlo implicaba reinventarlo. Sus viejos libros aparecían aquí y allá en la ciudad, pero eran eso: apariciones. Suele creerse que los trabajos literarios de mérito son aquellos que consiguen permanecer en la memoria colectiva; el de Tario era un orbe secreto cuyas piezas estaban dispersas y sólo unos pocos se animaban a recoger, un modelo para armar.
Como Tario, uno de los asistentes al taller también parecía convivir con los fantasmas. Un día nos leyó un texto alucinado de una visita a un cementerio en donde presenciaba una gran fiesta de medianoche entre cadáveres. Sólo que pasadas unas semanas, luego de mostrar otros relatos similares, preguntó al coordinador:
—Oiga, maestro, ¿también se puede escribir de cosas que no hayan ocurrido, que no sean reales?
Consideraba que lo que había llevado hasta entonces era cierto, en verdad vivía en ese mundo en donde los muertos despertaban al sonar las doce campanadas para bailar y divertirse. Y habrá escuchado los cuentos de Tario como narraciones naturalistas, sin valor alguno para él que sobrevolaba esos ámbitos.
El lector no siempre busca a sus autores, a veces son éstos los que provocan el encuentro no con estrategias mercantiles (en donde la relación autor-lector se pervierte, cuando el escritor lo que anhela es encumbrarse, ascender en la pirámide social) sino a través de azares inesperados. Así me ha ocurrido reiteradamente con Francisco Tario, cuya obra me fue presentada tres décadas atrás en un taller de creación literaria que se celebraba los viernes al mediodía en un plantel universitario al norte de la Ciudad de México.
Pudo haber ocurrido que el profesor cargara un día con el tomo amarillo de La noche y nos leyera un par de cuentos, acaso “La noche del féretro” y “La noche del traje gris”. O también: que llevara Una violeta de más para contarnos “El mico”… Pudo haber sido, también, que hiciera él todo eso pero que no estuviera yo ahí para presenciarlo, porque aspiraba a ingresar a Ciudad Universitaria y estaba en trámites de realizar el cambio de escuela. Fue el taller literario el que me ató a esa geografía para mí algo inhóspita, en donde la mayor referencia cultural eran los Torres de Satélite; y por quedarme ahí conocí una escritura con la que he dialogado constantemente.
Según la psicología, uno como individuo se forja en los primeros tres años de vida; hay quien dice, incluso, que el primer año es definitivo en la construcción del carácter. Cree Proust que en la infancia se decide todo, tanto el paraíso como el infierno. Como lector yo me formé en ese tránsito entre la preparatoria y la universidad (alrededor de los dieciocho años), y encontré en esa ínsula de diálogo sobre libros que era el taller de creación literaria una suerte de Ítaca habitada por huéspedes tan distinguidos como Francisco Tario o Felisberto Hernández, dos grandes raros (en la clasificación de Rubén Darío) o cronopios (para decirlo con Julio Cortázar).
La atención a Fesliberto era ya más o menos permanente, gracias a Cortázar e Italo Calvino y a una poeta uruguaya, Ida Vitale, que lo había conocido, ella joven y él viejo, en Montevideo. Vivía entonces Ida Vitale en la Ciudad de México, y su marido, el poeta Enrique Fierro, impartía clases en la escuela en que yo estudiaba y de la que tanto renegaba (por no tener la historia o el prestigio de Ciudad Universitaria)… y que poco a poco se fue poblando de espíritus entrañables.
El tallerista, Humberto Rivas, no sólo nos leyó los cuentos de Tario; un día me encaminó a la librería Robredo, localizada entonces en la glorieta ubicada en el cruce de Paseo de la Reforma y Havre (su última morada), en donde aún podían conseguirse las primeras ediciones de La noche y Aquí abajo, los dos títulos de Tario de 1943. Si uno se esmeraba, peinando las librerías del Centro Histórico podría hacerse de las obras completas de Tario. Lo que estaba más a la mano era Una violeta de más en la edición de Joaquín Mortiz, que demoró alrededor de veinte años en agotarse y hoy es una presa muy cotizada en las librerías de viejo; en ese tomo la información de la contraportada contenía lo poco que podía saberse del personaje: “Su biografía no se asemeja mucho a un currículum vitae académico: persistente viajero mientras subsistió el prestigio de los trasatlánticos y los expresos, futbolista profesional, pianista disciplinado, místico del naturismo, aprendiz de astrónomo y explorador de fantasmas”.
Reforzaba esa imagen extraña el retrato de un hombre calvo y serio de lentes oscuros, con una esclava de oro gruesa, fumando un cigarrillo.
Tario era un nombre arrojado al vacío. Conocerlo implicaba reinventarlo. Sus viejos libros aparecían aquí y allá en la ciudad, pero eran eso: apariciones. Suele creerse que los trabajos literarios de mérito son aquellos que consiguen permanecer en la memoria colectiva; el de Tario era un orbe secreto cuyas piezas estaban dispersas y sólo unos pocos se animaban a recoger, un modelo para armar.
Como Tario, uno de los asistentes al taller también parecía convivir con los fantasmas. Un día nos leyó un texto alucinado de una visita a un cementerio en donde presenciaba una gran fiesta de medianoche entre cadáveres. Sólo que pasadas unas semanas, luego de mostrar otros relatos similares, preguntó al coordinador:
—Oiga, maestro, ¿también se puede escribir de cosas que no hayan ocurrido, que no sean reales?
Consideraba que lo que había llevado hasta entonces era cierto, en verdad vivía en ese mundo en donde los muertos despertaban al sonar las doce campanadas para bailar y divertirse. Y habrá escuchado los cuentos de Tario como narraciones naturalistas, sin valor alguno para él que sobrevolaba esos ámbitos.
***
Unos años después de ese primer encuentro con la obra de Tario, planeamos Daniel González Dueñas y yo un libro de conversaciones en torno a algunos escritores secretos; primordialmente, se trataba de acercarse a quienes hubieran tenido trato con ellos. Daniel propuso a Efrén Hernández y Antonio Porchia; yo a Felisberto Hernández y Francisco Tario.
En cuanto a Efrén, Daniel había conocido por esos años al poeta Marco Antonio Millán, que dirigió la revista América, codirigida un tiempo con Hernández, y quien era el mejor artífice de un retrato hablado del autor de La paloma, el sótano y la torre y Cerrazón sobre Nicomaco. Para hablar de Antonio Porchia nos acercamos al argentino Roberto Juarroz, de visita en la Ciudad de México para participar en un encuentro de poetas; la mención de Porchia, en un diálogo ocurrido en medio de la multitud, entre el ir y venir de escritores y reporteros, nos aisló en una de las esquinas de un looby por casi dos horas, como si lo demás se hubiera desvanecido, y precipitó una generosa cascada de recuerdos.
Respecto a Felisberto, tenía yo el dato de Enrique Fierro, profesor de literatura en Acatlán, quien nos remitió con Ida Vitale. Regalé a ambos un ejemplar de La noche; y encontraron una comunión secreta, de temperamentos e intuiciones, entre Felisberto Hernández y Francisco Tario. Ambos fueron pianistas, por cierto; e interesados en esa franja de la realidad en la que los objetos adquieren alma y los sujetos se funden con lo inerte. En su prólogo a la traducción italiana de Nadie encendía las lámparas, Italo Calvino dijo de Felisberto que era un escritor que no se parecía a nadie… pero se parece, sí, a Tario.
La última pieza de ese libro planeado era, precisamente, Francisco Tario. ¿Quién lo había tratado?, ¿a quién buscar? La primera opción fue el crítico e historiador José Luis Martínez, que lo frecuentó en los años cuarenta al publicar Tario sus primeros libros, y lo seguiría críticamente en el trayecto hasta el final, cuando anunció en la revista Vuelta su fallecimiento. Nos recibió en su estudio y conversamos alrededor de una mesa de caoba recién pulida (con la advertencia de casi no tocarla), en una plática que no configuró aún el perfil que intentábamos porque hizo aparecer episodios que se podían ampliar (como la relación de Tario con Llanes, el pueblo español de sus ancestros) y nuevos figurantes, en especial quienes asistían a las tertulias en la calle de Etla (en donde se improvisaban puestas teatrales o radioteatros de consumo casero, algunos de los cuales fueron grabados en acetatos), entre ellos la actriz Rosenda Monteros.
El cartel se fue ampliando: luego de conversar con José Luis Martínez buscamos a Rosenda Monteros, y acaso ésta nos encaminó a la colonia Nápoles, en donde vivía el pintor Antonio Peláez, hermano de Tario. Fuimos invitados a una cena a la que asistieron, entre otros, Sergio Peláez Farell, hijo mayor del escritor, y Esther Seligson.
Fluyeron las anécdotas: la infancia entre la Ciudad de México y Llanes, el futbol como pasión juvenil, Chopin y el piano, el encuentro con Carmen Farell, el descubrimiento de Acapulco, el exilio madrileño, la viudez y el abandono. Más el desarrollo paralelo de una escritura singular.
Con ese elenco sorprendente González Dueñas y yo armamos un “retrato a voces”, aparecido entonces en la revista Casa del Tiempo y que se publicaría luego en el libro Aperturas sobre el extrañamiento (1993), mosaico de testimonios al que agregamos recientemente la voz de Julio Peláez Farell, hijo menor de Tario, entonces en España. Incluyo la versión final de ese texto (aumentado y corregido) en la tercera parte de este libro.
También supimos, en esa cena en la calle Nebraska, que Tario había concluido en sus últimos años de vida una novela y tres obras de teatro.
Este movimiento en busca del personaje despertó al fin un interés más general en Francisco Tario (por parte del Instituto Nacional de Bellas Artes y la Universidad Autónoma Metropolitana) y generó varias ediciones: la antología Entre tus dedos helados (1988, selección de AT y prólogo de Esther Seligson), el volumen El caballo asesinado y otras piezas teatrales (1988), una reedición de circulación limitada de Equinoccio (1989, con prólogo de Salvador Espejo Solís) y Jardín secreto (1993), la novela perdida.
***
No es fácil olvidar a Francisco Tario, aunque uno pretenda hacerlo. Me convertí en cronista deportivo, empecé a frecuentar gimnasios y arenas, campos de entrenamiento y estadios. Por inverosímil que parezca, en esos territorios reencontré a Sergio Peláez Farell, directivo del Club de Futbol Toluca. Era un espacio no del todo ajeno a la familia ya que, como se sabe, Tario había sido portero del Club Asturias; era tal su afición que en Europa había llevado a Carmen y a sus hijos a algunos encuentros mundialistas. Sergio me informó que su hermano Julio se estaba instalando en la Ciudad de México, y me dio sus señas para que lo buscara.
En la mudanza éste cargó con una cómoda antigua, de frente barroco y laterales coloniales, adquirida por su padre en el remate del mobiliario de una iglesia. En los años cincuenta ese mueble emprendió el viaje de la familia Peláez-Farell a España; fue heredado por Julio, quien lo conservó en Madrid y en los años noventa lo trajo de regreso a México. Ahí se aloja aún el archivo del escritor, de ahí habían brotado las obras de teatro y la novela inédita; y en lo que parecía un último hallazgo apareció ahí el cuento infantil “Jacinto Merengue”, incorporado en el 2002 a una edición desafortunadamente incompleta de sus Cuentos completos.
Había más: álbumes fotográficos, los acetatos grabados por Tario en sus noches de ocio y fiesta, dibujos eróticos, recortes periodísticos de comentarios sobre la obra, cartas y originales mecanográficos que podían esconder algunos inéditos. Para lograr el paisaje completo debía uno sumergirse en ese mueble; y para hacerlo había que tener paciencia. Julio venía de una trasatlántica separación conyugal; tardaría años en serenarse para permitir un examen sosegado de la vieja cómoda. En la misma Ciudad de México se sometió a dos o tres mudanzas, por lo que le perdí la pista.
Nos despistamos ambos. Dos mudanzas mías más tarde, y otras tantas suyas, nos reencontramos como vecinos. Y fue el momento de hurgar en los archivos del escritor, un trabajo que ha sido a largo plazo porque la cómoda es amplia y caprichosa.
Con fotografías contenidas en ese viejo mueble se montó en noviembre de 2011, con motivo del centenario del nacimiento del escritor, una exposición en el Centro de Creación Literaria Xavier Villaurrutia (que en el 2013 encalló en Acapulco). Y estaban ahí los 17 discos de gramófono, en donde se escucha a Francisco Tario al piano y de los que surgen también voces como las del poeta Octavio Paz y la narradora Elena Garro (que eran sus vecinos), o adaptaciones de obras clásicas de terror como Drácula, radioteatros que se grababan en la casa de la calle de Etla como parte de la tertulia. Esos discos fueron donados a la Fonoteca Nacional, que digitalizó ya las grabaciones.
En cuanto al material literario, aparecieron primero dos relatos que Tario publicó en el suplemento México en la Cultura del diario Novedades: uno es “Jud, el mediocre” (14 de octubre de 1951) y el otro “Septiembre” (20 de abril de 1952), no considerados en Tapioca Inn: mansión para fantasmas (1952) y que Tario olvidó en la confección de Una violeta de más (1968).
Con esos y otros hallazgos armé en 2013 un volumen de textos recuperados, que incluyó los siguientes inéditos: “La desconocida del mar”, “Contraluz”, “Dos guantes negros” y “Diario de un guardameta”. Agréguese al material aparecido una partitura para piano (“Fantasía del amor”), no terminada y, según la pianista Silvia Navarrete, de casi imposible ejecución.
Uno de los propósitos paralelos de este libro, cuaderno de lectura de una escritura aún móvil, fue agotar el examen de los archivos y preparar el terreno para sus obras completas. En la exploración han aparecido las cartas de Antonio Peláez a su hermano, que cifran una época (años cincuenta y sesenta); por desgracia, aún no encuentro las cartas de Tario a Toño, con las que el diálogo epistolar estaría completo. Y, sobre todo, hay un gran tesoro: las cartas de Tario a Carmen Farell, su “mágico fantasma”, que también transcribo en este libro, concentración de muchas cosas. Esos textos tempranos, que van de 1930 a 1935, por la constancia en su ejercicio son una suerte de escuela de escritura para Tario, y fuente primaria para conocerlo en esa etapa juvenil.
***
Como referí al principio de estas notas, conocí casualmente la obra de Francisco Tario a comienzos de los ochenta y tres décadas más tarde descubro que el personaje y su escritura no me han abandonado todo este tiempo.
En algunas regiones de México hay la creencia de que el muerto se sube a la espalda del vivo y queda pegado a él, como una carga, hasta que alguna “limpia” logra expulsarlo. Yo tengo al fantasma de Francisco Tario alojado en mi casa; lo escucho a ratos tocar al piano algunas piezas de Chopin, oigo su voz en los fragmentos que han quedado de su adaptación de Drácula, lo veo andar por la playa en la recuperación de una cinta de 16 mm. filmada en la isla de La Roqueta en 1952… Como un espectro disciplinado, Tario ha seguido escribiendo y a cada tanto me entrega sus textos para que los pase a la computadora; también, para que decida si vale o no la pena incorporarlos al cuerpo de sus escritos. Lo que busca, supongo, es cerrar la obra y despedirse, proceso que nos ha llevado algunos años. El fantasma impone sus reglas; y sólo resta acompañarlo en esa labor.
Noviembre 2014
Etiquetas: Antonio Porchia, Daniel González Dueñas, Efrén Hernández, Felisberto Hernández, Francisco Tario, Humberto Rivas, Julio Farell, La noche, Una violeta de más. José Luis Martínez
1 Comentarios:
Ahora que mencionas la tarea del escritor moderno que usa el arte para ascender en la pirámide parece casi una reinvindicación del verdadero artista el que Tario cobre seguidores con el paso del tiempo. Su obra es oscura, fantástica e imperdible.
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