Déjame que te diga, morena
No “del puente a la alameda”, como dice el vals peruano de Chabuca Granda, sino del Paseo de la Reforma a la Alameda, para luego enfilarse hacia el Palacio Postal y doblar a la derecha, o dar la vuelta a la manzana (en tres décadas las calles, y las cosas, han cambiado de sentido), para arribar al Palacio de Minería. El señor Vargas conducía el automóvil negro. Y al detenerse el coche descendía de él una mujer esplendorosa que parecía salida de una película de Fellini, con un vestido largo colorido, lentes oscuros, collares y brazaletes extravagantes, cual diva cinematográfica. Como reina rumbera se introducía al viejo edificio, subía rítmicamente las escaleras y llegaba al salón en el que Ignacio Trejo Fuentes impartía el taller de crítica literaria, quizá los miércoles de cuatro a seis de la tarde, ¿o era los viernes? Podría ser. La memoria construye realidades, barajea los naipes del recuerdo y les da una disposición no exacta sino posible.
¿Nedda, te llamas Nedda? Algo explicaba ella, seguro, de la ópera Pagliacci, de Ruggero Leoncavallo, que le gustaba mucho a sus padres, de donde surge su nombre de pila. ¿Habrá mencionado a la actriz argentina Nedda Francy? No sé, no creo. Se hablaba, sobre todo, de libros. El coordinador nos hacía leer uno por semana, por lo común novedades de tamaño medio (no más de 200 páginas); aunque un día, enfurecido por aquellos que sólo iban a calentar la banca, nos asestó La vida exagerada de Martín Romaña, obra original, esa sí, de Alfredo Bryce Echenique, de 631 páginas exactas, y dijo que quien no llegara a la siguiente clase con la lectura completa mejor ni se presentara. Y sólo tres tristes tigres, quizá, entre ellos Nedda, por supuesto, nos presentamos, exhaustos aunque felices, con la tarea cumplida. Por lo menos habíamos llegado al punto final, aunque no todos trajéramos la reseña escrita.
Hablábamos de los libros nuevos, lo que se cocinaba entonces en la literatura mexicana. No siempre coincidíamos, lo que uno consideraba brillante para otro era un fracaso rotundo. De eso se trataba, y se trata aún; buscábamos entre nosotros ser muy sinceros en cuanto a nuestros gustos, lo que llegó a provocar amenas discusiones. La práctica de vuelo consistía en argumentar, dar una explicación de por qué aquellas obras nos habían sorprendido, para bien o para mal. Puedo dar con el año exacto de esas reuniones al recordar uno de los títulos que leímos: Los años falsos, de Josefina Vicens, que editó Martín Casillas en 1982. Al cerrar el primer ciclo a Nacho Trejo se le ocurrió que podíamos avanzar, y dedicarnos no ya a lo más reciente, que a veces nos exasperaba, sino detenernos en un solo título que a todos causara entusiasmo. Este fue Palinuro de México, de Fernando del Paso.
Entre un taller y el otro fuimos conociendo la historia de Nedda, quien no sólo era buena lectora sino, también, amiga de los escritores. Algo decía al paso de sus cuates Mario, Octavio o Guillermo, que eran, en ese orden, Vargas Llosa, Paz y Cabrera Infante. Meses después, en el baño de invitados de su casa podía confirmarse esa cercanía por una fotografía de grupo que se contemplaba sentado en el retrete, lo que alargaba el momento; en la imagen enmarcada aparecían aquellos que mencionaba en el taller, no sé si todos ellos o sólo algunos y otros más.
Era, pues, una mujer de libros que trataba a los autores de la más alta sociedad literaria. Como para envidiarla y querer estar cerca de ella. Por razones que aún no entiendo (y quizá hoy quiera explicar), se asumía como huésped ocasional de la República de las Letras. No ejercía la escritura o no se había animado, hasta entonces, a mostrar sus escritos. Fue quizá un comenzar a hacerlo, ejercicio en el que andábamos varios de nosotros.
El mismo Ignacio Trejo generosamente nos empujó a publicar, llevando nuestras reseñas al suplemento sábado, del diario unomásuno, que todavía contaba con su formación estelar: Fernando Benítez, como jefe de la nave; Cristina Pacheco y Huberto Batis, segundos a bordo.
No sé si invento o recuerdo: Nedda y yo nos encontrábamos en un Sanborns de Reforma, donde estaba el cine Chapultepec, revisábamos lo escrito, lo corregíamos, para encaminarnos al diario, en la difícil faena de entregar una colaboración. Era una forma de protegernos o acompañarnos. Batis había tomado ya las riendas del suplemento, y tenía fama de irascible. Éramos dos o tres, porque en ocasiones también se agregaba Daniel González Dueñas. O pasaba que íbamos sólo Daniel y yo. Al hacer la visita, uno sólo se volvía presa fácil del ogro Batis.
Así empezó Nedda a escribir. Ella lo sabrá mejor que yo, a mí me parece que las cosas fueron de esta manera. Es el relato que uno arma. Con conjeturas ciframos lo que ha sido nuestra vida y lo que ha sido la existencia de aquellos que se han topado con nosotros. ¿Fue en verdad así, Nedda? La memoria es buena para inventar. Por otro lado, el cegato “lo vi con estos ojos”, asegura Salomón de la Selva, es enemigo del recuerdo.
Un ancla son las fechas. En esta edición del Fondo de Cultura Económica los cuentos de El correo del azar están fechados en 1980, pero la plaqueta se publicó en 1984: fue el número 50 de Los Libros del Fakir, de la editorial Oasis, con un tiraje de 400 ejemplares, al cuidado de Luis Mario Schneider. Quizá el motivo secreto de que ella apareciera en el taller de crítica literaria de Minería, especulo ahora, fue que poco antes le había picado el gusanillo de la escritura. Y el aguijón fue tan potente que de entonces a la fecha, tres décadas más tarde, no se ha detenido.
Los que presentamos el libro en el 84, en la sala Ponce de Bellas Artes, estamos hoy aquí, aunque, como dice Neruda, “ya no somos los mismos”. Con algunos de nosotros Nedda intentó armar en su casa un taller particular de cuento, que adoptó sus propios rituales. Estuvimos ahí Josefina Estrada, Vicente Quirarte, Carmen Carrara, Daniel González Dueñas, Adriana Pacheco y el que esto escribe. Entre otros. Se revisaban las obras con mirada severa, éramos rudos a la hora de exponer nuestros puntos de vista. La coronación, y el fin de los conflictos, era el momento en que aparecían los postres, pequeñas obras de arte que inundaban la sala y con las que nos transportábamos de inmediato a un salón proustiano. Luego llegaba Enrique, el marido de Nedda (auténtico anhalito), que venía de la oficina; era un hombre dulce, afable, enteramente luminoso. Quizá en aquella época empezó a escribir Nedda El banquete, publicado en 1991 por la Universidad Nacional.
Y luego cada quien siguió su camino, en solitario, o con otros acompañamientos. Nedda no cejó, su vida se convirtió en una selva de palabras; uno de los frutos de esa constancia es Déjame que te cuente (FCE, 2013), que reúne lo publicado en el género del cuento y algo más, lo hasta ahora inédito. Es la suma de sus ficciones y de sus fricciones, tanto políticas como amorosas. Sus duelos, también. Es memoria y creación, recuerdo de una infancia dichosa y perdida o reinvención de sus experiencias como espectadora cinematográfica, lectora voraz y hasta fanática del beisbol; un tomo lleno de musicalidad y de ritmo, que a ratos se lee como quien escucha y canta, y hasta baila, a la vez, un bolero habanero o un vals peruano: “Déjame que te cuente, limeña; déjame que te diga, morena”.
Agosto 2013
Etiquetas: Déjame que te cuente, Nedda G. de Anhalt
0 Comentarios:
Publicar un comentario
Suscribirse a Comentarios de la entrada [Atom]
<< Página Principal