Historia de un fracaso
Por su aparición como finalista del Premio Rómulo Gallegos (fue una de las dos novelas mexicanas consideradas para ese galardón venezolano) me acerqué a un título que se antojaba agradable. El volumen tenía varias cosas a su favor, que me habían impulsado a colocarlo en la pila de los libros pendientes: en primer lugar, su apuesta por lo fantástico; en segundo, el epígrafe de Francisco Tario (que viene de Equinoccio, y funcionó en mi caso como gancho seguro) y diversos entusiasmos recogidos aquí y allá, por ejemplo en las redes sociales. Incluso un mediodía en la colonia Narvarte (entre Universidad y Vértiz, sobre Concepción Béistegui) presencié la epifanía de un joven que llevaba este libro en sus manos, abierto, frente al rostro, leyéndolo mientras caminaba, como si no pudiera dejar de seguir la historia. Compartí el episodio en Twitter con Alberto Chimal, autor de La torre y el jardín (2012), quien consideró el hecho como una maravilla.
Había que leerlo de inmediato, pero… fue precisamente el “pero” el que hizo trabajoso el encuentro, una vez que comencé a pasear por sus páginas. Si después de cien páginas un libro no te acepta, lo mejor es hacerlo a un lado e intentar, acaso, abordarlo en otras circunstancias. Encontré una prosa algo sucia, en donde a mi juicio se abusa y mal usa del “pero”, de a tres o cuatro por página y casi siempre prescindibles; saltan como pulgas a las que hay que aplastar, diría Flaubert. Escribí entonces un par de tuits como eco de ese malestar; en uno calificaba a la novela como peropatética y en otro le diagnosticaba perotonitis.
La pulga inicial está en la página 15: “No carece de instintos, de recuerdos más allá de la memoria, pero ha crecido en los cuartos sin sol donde fue engendrada”. Se me antoja quitarla y poner en su lugar punto y coma. No pasa nada. A vuelta de página hay tres muy juntas: “pero nunca lo ha dicho”, “pero el hombre vuelve a decir” y “pero entonces descubre”, donde quizá también sobran los bichos: nunca lo ha dicho, el hombre vuelve a decir, entonces descubre.
La torre se va llenando de pulgas y al jardín nunca se llega. Habría que hacer un censo para decidir cuáles están en su lugar (al marcar un contraste o una concesión, como dicta la regla) y cuáles pueden ser eliminadas o sustituidas, cuando sea el caso, por sin embargo, al contrario, en cambio, si bien… pero ese no debería ser trabajo del lector (que busca disfrutar una buena novela fantástica) sino del escritor, en primera instancia, y del editor después. Sorprende que un corrector dedicado no haya leído el manuscrito. O no sorprende tanto: hace unos meses se publicó en la misma editorial Océano una antología de ensayos de Gabriel Zaid, Leer (2012), que parece haber ido directamente del capturista al formador, y de éste a la imprenta, sin lectura de planas ni nada similar. Como si los editores ya no leyeran lo que publican, o sólo se consideraran productores o maquiladores de libros. Lo que salga y el que sigue. Son de extrañarse personajes al estilo Joaquín Díez-Canedo, quien hizo en los años sesenta y setenta que la literatura mexicana pareciera bien escrita; se cuidaba al autor señalando y corrigiendo meticulosamente sus yerros. Ahora no, ahora los dejan morir solos.
¿Esta novela mejoraría sin tanto “pero”? Al menos se podría leer, aunque, por otro lado, en mi opinión no plantea una situación fantástica efectiva sino que todo es enteramente absurdo. Para Francisco Tario, el gran reto de la literatura fantástica es que lo inverosímil resulte verosímil; en La torre y el jardín lo inverosímil se vuelve cada vez más inverosímil. Así ocurre hasta la fatídica página 112, que es donde abandoné, por salud mental, porque incluso en mis conversaciones me empecé a llenar de “peros” absurdos, que no venían al caso, como pulgas que viajaran de las páginas a mi lengua. Una pesadilla. Tampoco la historia prometía: era como si se hubiera metido en la licuadora El castillo de Franz Kafka con la cinta Charlie y la fábrica de chocolates de Tim Burton.
Fue un libro que me arrojó de sus páginas, que no me dejó llegar al final. Fracasé con él. Hay libros así, que a uno lo rechazan. Qué pena.
Junio 2013
Etiquetas: Alberto Chimal, Equinoccio, Francisco Tario, Gabriel Zaid, La torre y el jardín, Premio Rómulo Gallegos
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