sábado, junio 16, 2012



¡Los Beatles de la narrativa latinoamericana!


En una nota periodística, ofrece Gabriel García Márquez la siguiente postal del Carlos Fuentes de los años sesenta: lo recuerda en su estudio “escribiendo a máquina con un solo dedo de una sola mano, como lo ha hecho siempre, en medio de una densa nube de humo y aislado de los horrores del universo con la música de los Beatles a todo volumen”.
En sus conversaciones con James R. Fortson (ocurridas en París en junio de 1973), reconoce Fuentes acompañar sus jornadas creativas con un disco en la tornamesa, que le proporciona, dice, un ritmo que se trasmite a la prosa, fundiéndose con ella.
¿Qué libros suyos contienen, como melodía silenciosa, la música liverpooliana? Habría que revisar, bajo esta idea, Zona sagrada (1967), Cambio de piel (1967) y Cumpleaños (1969). Hay un guiño beatle temprano en “A la víbora de la mar”, el cuento que cierra Cantar de ciegos (1964): cuando ante la solterona Isabel, que emprende un viaje en crucero de Acapulco a Miami, se presenta un joven rubio (“ese perfil delgado, esos labios finos, esos ojos grises y sonrientes que despojaban de ceremonias la inclinación un poco rígida del cuerpo”), es posible imaginar al escritor en su estudio, fuma que fuma, con el índice derecho listo para teclear en su Remington portátil y con el tocadiscos activo, preguntándose cómo llamaría al personaje. Tendría que ser un nombre algo absurdo, puesto que se trata de un estafador. Se le ocurre entonces:
—My name’s Harrison Beatle.

Los cuatro fabulosos

En los años sesenta Carlos Fuentes, Julio Cortázar, Mario Vargas Llosa y Gabriel García Márquez conformaron un grupo compacto, el de los narradores del boom, que realizó en la literatura hispanoamericana hallazgos equivalentes a los que entonces se llevaban a cabo en la música popular bajo el liderazgo de los Beatles. Los caminos del cuarteto de Liverpool y de esos otros “cuatro fabulosos” (de la letra impresa) pueden considerarse paralelos, incluso en el inevitable rompimiento (la fractura de una amistad) y la obra en solitario.
El juego de las comparaciones fija, a la vez, un marco teórico preciso: Carlos Fuentes sería Paul McCartney, un artista completo, con una carrera esplendorosa en esa época y desigual en las décadas que siguieron, perseverante hasta el último suspiro en el acierto y el error; el John Lennon de los escritores es, sin duda, Julio Cortázar, como figura de gran presencia en la lucha social y aficionado a las vanguardias, lector de Lewis Carroll y James Joyce… Y los roles de George Harrison y Ringo Starr habría que distribuirlos entre Vargas Llosa y García Márquez, aunque acaso para ambos sería injusto verse retratados en el baterista, de limitaciones claras como músico, sostén, sin embargo, de la ligereza y la buena onda. Por su temperamento aéreo, ¿García Márquez sería un buen Ringo Starr?
El colombiano ha confesado su afición a los Beatles; dice no olvidar aquel día memorable del año 1963 en que oyó por vez primera, de modo consciente, una canción del grupo inglés. A propósito de ese encuentro apunta: “Esta tarde, pensando todo esto frente a una ventana lúgubre donde cae la nieve, con mas de cincuenta años encima y todavía sin saber muy bien quién soy, ni qué carajos hago aquí, tengo la impresión de que el mundo fue igual desde mi nacimiento hasta que los Beatles empezaron a cantar. Todo cambió entonces. Los hombres se dejaron crecer el cabello y la barba, las mujeres aprendieron a desnudarse con naturalidad, cambió el modo de vestir y de amar, y se inicio la liberación del sexo y otras drogas para soñar. Fueron los años fragorosos de la guerra de Vietnam y la rebelión universitaria. Pero, sobre todo, fue el duro aprendizaje de una relación distinta entre los padres e hijos, el principio de un nuevo dialogo entre ellos que había parecido imposible durante siglos”.
Reconoce García Márquez como soundtrack de la escritura de Cien años de soledad a los preludios de Debussy y A Hard Day’s Night, banda sonora de la cinta beatle estrenada en México como La noche de un día difícil. La novela de Gabo se publicó en 1967, el año del Sargento Pimienta.

De Elvis Presley a Charlie Parker

Para ser George Harrison, a Vargas Llosa le falta el talante místico, ¿debemos considerarlo, entonces, un segundo Paul McCartney? Su producción es continua, con un par de piezas maestras de carácter polifónico (La casa verde y Conversación en La Catedral), junto a algunos títulos de giro menos exploratorio. En Los cachorros, nouvelle del año 67, la historia se cuenta a ritmo de mambo y rock and roll, ubicándose, rítmicamente, entre Elvis Presley y Dámaso Pérez Prado.
Si hay un tapiz musical en Julio Cortázar, éste es el jazz. En El perseguidor rinde tributo al saxofonista Charlie Parker. Se ha dicho que Cortázar armaba sus cuentos según la técnica de improvisación jazzística. El argentino dio alguna vez la siguiente explicación: “Y entonces, una melodía trivial, cantada tal y como fue compuesta, con sus tiempos bien marcados, es atrapada de inmediato por el músico de jazz con una modificación del ritmo, con la introducción de ese swing que crea una tensión. El músico lo atrapa por el lado del swing, del ritmo, de ese ritmo especial. Y mutatis mutandi, eso es lo que yo he tratado de hacer en mis cuentos”.
¿Hay un quinto Beatle narrador? Ese papel se le otorga a veces a Pete Best, el primer baterista; pero también a Stuart Sutcliffe, amigo de John Lennon, que tocaba el bajo en la primera etapa de la agrupación, cuando viajaron a Hamburgo; o al productor George Martin, que construía con ellos las canciones y aceptaba los desafíos técnicos que le proponían; o a Eric Clapton, que participa en “While my Guitar Gently Weeps”; o a Billy Preston, en los teclados de Let it Be; e incluso a Yoko Ono, siempre por el estudio… En cuanto a la literatura éste podría ser el chileno José Donoso, autor de El lugar sin límites, El obsceno pájaro de la noche (entre otras novelas) y una Historia personal del boom.
¿Y por qué no decir que estos cuatro narradores fueron como los Rolling Stones, pregunta alguien? El símil entonces no se sostendría, y podría en cambio aplicarse ese referente, sin alterar mucho la realidad, a la llamada generación del Medio Siglo, afectos a la fiesta dislocada, el reventón y la orgía, según consta en las novelas de Juan García Ponce (memoria de esos días), que podría ser un buen Keith Richards. Algo diabólicos, además, por lo que tendríamos en Salvador Elizondo al mejor Mick Jagger.
¿Qué hacer, por último, con Gustavo Sáinz y José Agustín? Uno sería César Costa y el otro un perfecto Enrique Guzmán.

Ella entró por la ventana del baño

Las mujeres son parte del paisaje: Silvia Lemus es Linda McCartney; Mercedes Barcha (de García Márquez) es Barbara Bach (hasta por el sonido de sus nombres), la mujer de Ringo; la primera esposa de Julio Cortázar, Aurora Bernárdez, es Cynthia, y la segunda, Carol Dunlop, es Yoko Ono; y Vargas Llosa, en el papel de Harrison, tuvo a su Patty Boyd, de nombre Julia Urquidi, la tía Julia, y a su Olivia Trinidad Arias, que es Patricia Llosa.
Patty Boyd, por cierto, pasó de los brazos de Harrison a los de Eric Clapton, situación que pudo haber terminado con esa amistad… pero fue más fuerte la pasión por la música de estos dos extraordinarios guitarristas. Distinto a lo ocurrido con García Márquez y Vargas Llosa, luego de aquel famoso desencuentro del 12 de febrero de 1976 en que el colombiano perdió por nocaut al recibir en el Palacio de Bellas Artes un golpe recto de derecha que lo dejó en la lona.
—Por lo que le hiciste a mi esposa Patricia —fue la parca explicación de Vargas Llosa, según algunos testigos del hecho.
A los dos días, García Márquez acudió al estudio del fotógrafo Rodrigo Moya y le pidió tomas de su rostro, con el ojo izquierdo aún morado.

En el hit parade internacional

Ambos cuatro, diría el tartamudo, han bordeado las alturas. Ya se habló de los “éxitos” de Vargas Llosa y García Márquez; refiéranse ahora, para completar el cuadro, los títulos La región más transparente, La muerte de Artemio Cruz, Aura y Rayuela, en el hit parade internacional, tan sorprendentes como Revolver, Rubber Soul o Abbey Road.
En cuanto a la atmósfera de la época circula en Internet un documento fílmico de Julio Pliego con tomas del cumpleaños 37 de Fuentes, en noviembre de 1965, para el que se eligieron como fondo musical, en una edición posterior, un par de canciones de los Beatles: “In my life” e “If I needed someone”; se ve a Fuentes bailando twist, rodeado de figuras del espectáculo (Enrique Álvarez Félix, Julisa, Lucha Villa, Jacqueline Andere y Rita Macedo, entre otros) y del ámbito cultural (José Luis Cuevas, Héctor Azar, La China Mendoza, Sergio Magaña o Margo Glantz), como un príncipe de las letras. Participa en esa fiesta García Márquez, de saco a cuadros y con gazné.
La presencia más regular de este cuarteto de narradores fue en los años sesenta, en donde no podría pensarse en uno sin mencionar a los otros, coincidiendo sus destinos en algunas ciudades europeas, como Barcelona y París, además de la ciudad de México. Si hubo en lo musical una Invasión Británica, de Inglaterra hacia los Estados Unidos, hubo además en la narrativa una Invasión Latinoamericana, de este continente hacia (por lo menos) España.
Según Fuentes, en los años sesenta “se cimentó y desplegó una nueva novela hispanoamericana que por primera vez, como movimiento general, superó la atención parroquial y encontró públicos nacionales e internacionales. Agotados sus viejos recursos anecdóticos, la nueva novela hispanoamericana, ejemplarmente, se abocó a una multiplicidad de exploraciones verbales. Nuestros mejores escritores entendieron que entre nosotros todo está por decirse, todo está por imaginarse. Porque nuestra vida personal y colectiva se sostiene sobre lenguajes históricamente falsos, la escritura de creación es, de manera inmediata, la forma y la materia de una nueva convivencia” (Diorama de la Cultura, Excélsior, 7 de diciembre de 1969).
En Terra Nostra, Fuentes rinde tributo a esa amistad al incluir en la novela a personajes emblemáticos de los libros de sus compañeros: están ahí, con Polo Febo (el protagonista manco, con un solo brazo útil, como Fuentes cuando escribía), en una partida de naipes que sucede en una vieja casa de la rue Savoie en París, el argentino Oliveira, el limeño Santiago Zavalita y el colombiano Buendía.
París era ya, para el mexicano, la última ciudad, la morada final; se lee en Terra Nostra: “Todos los buenos latinoamericanos vienen a morir a París”. Y hacia allá viajan sus cenizas. En el cementerio de Montparnasse, por cierto, tendrá como vecino a Julio Cortázar.
Carlos, Julio, Mario y Gabo en los años sesenta: los fab four de la narrativa latinoamericana.

Junio 2012

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