domingo, septiembre 04, 2011



Memorias del Diablo Azul

En un festival celebrado en el Palacio Negro de Lecumberri, en donde estuvo recluido, Chava Flores estrenó el “Canto del prisionero”, cuyo estribillo sonaba entonces de esta manera: “Un grito rasga la noche / el Diablo Azul grita: ¡Aleeerta!” Fue así como el compositor bautizó a Jorge Toledo Ortiz, que ingresó como celador a la célebre penitenciaría a mediados de los años cuarenta y abandonaría el recinto, con el grado de comandante, trece años más tarde.
“A Chava Flores yo no lo dejaba andar de volada, es decir fuera de la crujía, y por eso me puso el mote del Diablo Azul”, cuenta.
Transitan por la memoria de Jorge Toledo personajes de la nota roja como Goyo Cárdenas (“El estrangulador de Tacuba”), Higinio Sobera de la Flor (“El Pelón Sobera”), Ramón Mercader (asesino de León Trotsky), Enrico Sampietro (el falsificador), Estanislao Urquijo (“El deslenguador”) o Salvador Paz Guerra (ladrón de joyerías que se fugó y fue recapturado). Todos ellos, y muchos más, estuvieron bajo su custodia.
Desde sus 91 años de edad, y casi con nostalgia, observa el Diablo Azul esa etapa oscura de su vida.

Del barrio bravo

Nació el 16 de abril de 1920 en Morelia, Michoacán. La familia se trasladó a la ciudad de México, ubicándose en el barrio de Tepito. El primer empleo de Jorge Toledo fue como vigilante en los ferrocarriles; tuvo un malentendido con el supervisor, con el que se lió a golpes, y lo suspendieron varios meses. Estaba en esa pausa cuando se encontró en la Plaza del Estudiante con el tío Alberto, entonces oficial mayor en el Departamento del Distrito Federal, quien le pidió que lo buscara al día siguiente en su oficina para recomendarlo en un empleo.
—Hay esto —le ofreció—, como inspector de alcoholes o en la penitenciaría como celador, tú escoges.
—A la peni, pues.

Hasta que aflojó la punta

Recuerda su primer día en Lecumberri: “Me entregaron un uniforme viejo, usado, y me mandaron a las murallas. Me dieron un rifle, un mosquetón, que no sabía usar. Así empecé”.
En sus mejores tiempos la penitenciaría llegó a tener más de cuatro mil presos. Las crujías estaban separadas: la A era para ladrones con antecedentes y la E para primerizos, la C era de los sentenciados, la G para delitos de cuello blanco, la D para los chacales, en la F metían a vagos, malvivientes y viciosos… Cuando entró los presos usaban ropa de civil; Jorge Toledo fue de los impulsores del uniforme a rayas.
Estaban en esa mudanza cuando uno al que llamaban Vampiro lo intentó matar: “Ese cabrón era traficante. Traía yo una tablita con la lista de todos los celadores. Me lo llevaron porque no quería entregar su ropa; cuando vi que sacaba una punta, le metí la tablita a la cara, le quité la cadena al celador que estaba ahí y le pegué al Vampiro dos o tres cadenazos hasta que aflojó la punta. Y lo mandé a la jaula de castigo”.
—¿Le tenían miedo los prisioneros?
—Yo no diría miedo, pero sí tenían mucho cuidado en meterse conmigo.

Goyo y el Tragamoscas

En las jaulas estaban los presos peligrosos, Goyo Cárdenas entre ellos. De éste recuerda que tenía una cortina de bolillos en su celda; no se los comía, y los ensartaba como si fueran cuentas. “Goyo fue mayor en los pabellones de psiquiatría y tuberculosos. Llevaba su bitácora; a algunos les tocaba inyección y a otros electrochoques. Había un loco muy famoso entre nosotros, el Tragamoscas, que cuando le programaban los electrochoques se escondía y había que buscarlo por toda la prisión: aparecía en las coladeras o subido en los árboles.”
—Si no bajas te bañamos —le decían, porque también le tenía miedo al agua. Y se bajaba.

El Gordo y el Ratón

Las amenazas eran el pan de cada día, por lo que dentro o fuera del penal Jorge Toledo andaba siempre armado. Tenía la habilidad de percibir cuando lo estaban cazando. Se parapetaba, veía al tipo que se le acercaba y disparaba “para que viera que yo tenía con qué defenderme”. Se preparó una vez a matar a su perseguidor; una mujer se asomó por una ventana y le preguntó:
—¿Qué le pasa?
—Un ratero me viene siguiendo.
—Pásele, métase. Aquí estará seguro.
Ella se llamaba María, era de Guadalajara. Se quedó Jorge Toledo unos días en casa de María; se hicieron amigos, y hasta llegó a tener él un romance con una de sus hijas.
Fue luego a buscar al Ratón, que era el que lo estaba cazando. Sabía que era del rumbo de La Lagunilla. “En medio del baratillo le puse una trompiza. Llegaron los policías, que en ese tiempo eran de planta, estaban asignados a una zona y todos los conocíamos; ese día estaba de servicio el Gordo. Le conté lo ocurrido y se llevó al Ratón a la Cárcel del Carmen.”

Ratero de joyerías

Una vez escapó Salvador Paz Guerra, ratero de joyerías. “En mis días francos me dediqué a buscarlo hasta que por fin, ocho días después de su fuga, lo atrapamos. Iba yo con un sargento. Sabía cuáles eran sus guaridas; tenía una querida en un cabaret. Era septiembre, llovía; se preparaba a robar una joyería de la calle de Allende. Yo tenía en esa época un gran instinto y una vista perfecta. Lo identifiqué a la distancia, mandé al sargento a que le saliera por delante; lo cercamos, le puse la pistola en la cabeza, lo metí a un taxi y lo llevé de regreso a la peni.”
La prensa dio noticia de la reaprehensión.

Pueblo de maleantes

Su historia con Lecumberri termina cuando llega un nuevo director, el general Antonio Nava Castillo, que mandó formar al personal y soltó un discurso de buenos deseos: a partir de ese momento no habría más fugas en el penal ni tráfico alguno de droga. El Diablo Azul intentó explicarle: “Señor, aunque aquí gobernara Dios las cosas no se harían como él quisiera: este es un pueblo de maleantes”, intervención que indignó al funcionario. No hubo química, pues. Así comprendió Jorge Toledo que era tiempo de hacer maletas. Y pidió su baja.
—Como conocía a los criminales, me fui al Servicio Secreto… pero ese es otro cantar.

Septiembre 2011

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