domingo, agosto 28, 2011



La catedral de la salsa y sus budas sonrientes

Poco después de las diez de la noche llegan al Tropicana de Garibaldi, catedral de la salsa y de la rumba, tres chicas jóvenes y guapas acompañadas por una dama algo mayor, que desluce ante ellas. Puede ser la hermana grande o incluso la madre. De rostro mortuorio parecen asistir a un funeral, aunque no visten de negro sino ropa de noche en colores discretos pero alegres. Les dan una mesa cercana a la pista, piden una botella de ron (refrescos y hielos incluidos) y cuando el mesero prepara las bebidas toman del vaso como si fuera una degustación, delicadamente, sin prisa. Así, seriesísimas, aguardan, ¿qué o a quién?, ¿qué es lo que buscan esta noche?, ¿cuáles son sus expectativas sabatinas?

En trance de iluminación

En el escenario, el grupo Azteca’s Show interpreta cumbias y guarachas. “Pedacito de mi vida / te quiero tanto / pedacito de mi vida”, se escucha. Y la actividad en la pista es intensa. Los bailantes no conforman un grupo de edecanes y metrosexuales; se trata de gente de porte común, la que se ve en las calles y en las tiendas, talleres y oficinas, dedicada en la semana a oficios varios y que encuentra el fin de semana un cambio melódico de sus rutinas laborales, un escape alegre y tranquilo.
Las mujeres, en su mayoría de belleza discreta, se embellecen al ser inoculadas por la música; los hombres, algunos de plano panzones, semejan budas sonrientes en trance de iluminación. Lo importante no es verse como de calendario, en ideales imposibles (que son la pauta marcada por la publicidad y los medios electrónicos), sino disfrutar del movimiento y la sensualidad que bulle con las canciones: “Quisiera no sentir / quisiera ser de piedra / y no tener corazón”, “Rumba mi rumba e / rumba mi rumba e”, “Vuelve de donde quiera que estés / de donde quieras que estés”…
Las tres chicas guapas y su acompañante se incorporan a la pista. Concede una bailar con un joven de gimnasio, pantalones de mezclilla y playera pegada; acepta otra con uno que no parece su tipo (¿quién lo sería?), algo mayor y de barriga prominente… Y hasta a la hermana mayor, o la madre joven, le llega su oportunidad. Al fin ellas vienen a lo mismo, a mover el bote, y no esperan a su príncipe azul sino a alguien que las ponga en la pista, en donde podrán florecer. El que esté frente a ellas es la plataforma de despegue; mientras sepa llevarlas y no las pise…
Lo que distingue al cuarteto femenino es su falta de sonrisas, el rostro siempre imperturbable, que puede tener esta explicación: alguien les dijo un día que de esa forma se verían interesantes, que la seriedad les otorgaría cierto misterio, lo que se quedó como sello de la casa. Pero con la música por dentro.

“¿Conocen a un hombre fiel?”

Pasan los grupos, a razón de 45 minutos cada uno. Uno fue Azteca’s Show, otro Afro-son y luego el grupo Kién? (conocidísimos en Ciudad Azteca, San Juan de Aragón y colonias anexas), uno de los estelares y que cubrirá varios turnos. El chistorete, por parte del que tiene el micrófono, no falta: “Y esta va para todos los que dejaron a su señora en la casa”; “Recuerden que aquí nadie los corre y en casa nadie los espera”; “Aplaudan, señores, que el aplauso aumenta el vigor”; “Chicas, ¿alguna de ustedes conoce a un hombre fiel?”; o: “Vamos a tocar canciones del recuerdo… del recuerdo de hace como veinte kilos”.
La noche, o el alcohol, remata a unos, que cabecean en su mesa o caminan en zigzag cuando van o vienen del baño; hay el que se ve sobrio pero de pronto suelta, ahí nomás, la guacareada urgente. Son los caídos en la batalla del trago. No faltan los que al amanecer se caen gordos y pasan del insulto al golpe y del golpe a la plaza Garibaldi, a donde los depositan los meseros. Ese espectáculo lo ofrecen los hombres, rara vez las mujeres.
Hay damas solas, sentaditas en sus mesa, que no van a ligar sino a danzar, y agradecen al que las saca de la inmovilidad con ese gesto entendido del que ofrece la mano y las lleva a la pista. Uno se arriesga al escoger pareja; y ellas tienen el derecho de aceptar o no, según se vea el pretenso y según anden los ánimos o los desánimos. Prácticamente nadie se queda sin saltar a la pista. La noche es generosa.

“Me acabo de separar”

El baile posibilita encuentros y desencuentros.
—Aquí se baila muy rápido —dice una mujer de unos cuarenta años, cabello rubio muy corto. Decía que no sabía bailar, o que lo hacía mal, pero no era cierto.
—¿De dónde eres?
—De Monterrey.
—Ah. ¿Qué haces por acá?, ¿estás de vacaciones?
—Me acabo de separar —pero se ve enterita—, y vine a estar una temporada con mi hermana. Ella me trajo aquí, dijo que me divertiría.
—¿Te estás divirtiendo?
—Sí, claro.
El baile es una forma del encuentro sexual, o su continuación por otros medios. Con tragos y meneos puede ocurrir de todo, ya que para bailar uno es una bomba y a Carmen se le cayó la cadenita o se siente uno como amante a la antigua, y muévela, muévela, sí.
La soledad se diluye, refulge la comunión. Los budas sonrientes danzan como si tuvieran muchos kilos menos y las damas de belleza discreta parecen vírgenes o diosas de pies ágiles. En toda la noche el cuarteto de mujeres de rostro serio no ha abandonado la pista del Tropicana, bailan hasta agotarse, sin mudar la expresión mortuoria.

Después de la batalla

Al salir de la catedral de la rumba y de la salsa se descubre un paisaje inquietante. Pese a la hora hay el bullicio de la francachela, botellas vacías tapizan el suelo de la plaza Garibaldi, se escuchan todo tipo de cantos venidos de mariachis, grupos norteños o marimberos, y en mesas de madera puestas en la plaza, como barra cantinera improvisada y al aire libre, se ofrecen buenos tragos.
No se sale al desierto, las opciones son muchas: la birria del mercado como vuelve a la vida, los muy modernos table-dances con lobas nudistas y lobos meseros que devoran como pueden a la clientela (en donde el baile privado se cobra prácticamente con taxímetro), la caminata que refresca o la huida a casa…
La noche ya no es joven. Y uno tampoco.

Agosto 2011

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