lunes, julio 11, 2011



El biógrafo no tiene quien le escriba 

En la lista de los escritores fallecidos en el 2010 no suele incluirse a José Ramón García Manzano Abella (n. 1945), cuyo nombre de pluma era José Ramón Garmabella, acaso por haber cometido en vida el pecado de aparecer, sobre todo, en las secciones deportivas de los diarios, la radio y la televisión. Se deben a él ensayos biográficos o vidas contadas de personajes como Renato Leduc, Pepe Alameda, El Güero Téllez, la Pasionaria, Alfonso Quiroz Cuarón y Ramón Mercader, entre otros. La paradoja es que a varios meses de su muerte, ocurrida el 6 de noviembre de 2010, uno de nuestros biógrafos más constantes no ha tenido hasta ahora quien escriba su historia.
“El mérito de Garmabella”, dice Rafael Cardona, “es que asumió una forma propia de llevar adelante su oficio. Se puso a trabajar en un género tradicional como la biografía, y lo hizo muy bien. Era muy buen cronista, tenía una gran facilidad de palabra.”
Eduardo Camarena compartió micrófonos con Garmabella en la radio; hacían juntos el programa Esquina neutral. Recuerda haberle comentado un día: “Tú eres un intelectual, y para el deporte es un privilegio que alguien como tú esté metido en estos asuntos, para que quede claro que la cultura no está peleada con el deporte”.
Por su parte, Marcial Fernández lo evoca como “un erudito en la vida de otros que hizo de esas vidas su propia vida, y que pasaba meses pensando cómo pensarían un boxeador, un criminólogo, un asesino, una revolucionaria, un torero o un periodista para, al cabo de un tiempo, escribir sus biografías, ya en términos literarios, ya en términos periodísticos”.

Con Quiroz Cuarón, el criminólogo 

En la mayor parte de la obra de Garmabella sus herramientas básicas son la grabadora y, al transcribir, un oído atento a las peculiaridades de la voz narrativa del personaje con el que conversaba. Sabía ganarse la confianza de aquellas figuras que le llamaron la atención; o mejor aún: al hacer amistad con ellas, esa cercanía solía provocar largos diálogos y libros sustanciales.
Va un ejemplo: a Alfonso Quiroz Cuarón lo conoció en 1969 siendo Garmabella estudiante en la escuela de periodismo Carlos Septién García. Una invitación a dar una conferencia para alumnos y profesores de la Septién fue la llave que le abrió las puertas a la casa del criminólogo en el número 54 de la calle Valerio Trujano, en el inicio de una larga serie de conversaciones en la que Quiroz Cuarón se sentaba en su sillón favorito y relataba los pormenores de sus casos más impactantes.
“Sí, José Ramón fue gran amigo de Quiroz Cuarón”, confirma Cardona, “lo acompañaba, lo cuidaba. El viejo de repente se ponía unos pedos descomunales y José Ramón, que no se los ponía menores, lo andaba cargando: era como su escudero, le tenía respeto y cariño.”

Una voz autorizada 

Es de suponer que a través de Quiroz Cuarón se acercó Garmabella a Renato Leduc. Y acaso por ambos se contagió de taurofilia.
Apunta Marcial Fernández: “Lo conocí en el ambiente taurino en los muchos años en que fuimos cronistas y críticos de lo que sucede en ese mundo de sangre, oro y fracasos. José Ramón era, pues, un memorioso apasionado, un intelectual entre carniceros, y su fama en ese medio se deslizaba dual: se le atribuían oscuras fábulas nacidas por su gusto al trago, pero se le recuerda como una voz autorizada, argumentativa, llena de anécdotas, capaz de llenar de luces las aparentes sombras”.
Y recuerda Cardona un día en que él y Garmabella se encontraron en la plaza: “José Ramón andaba crudo, y creo que yo también. Nos sentamos por ahí, vimos unos lugares vacíos y nos acomodamos. Él traía una licorera; compramos unas cocacolas y él decía: ‘Vamos a darle un puyazo’, que era el chorro de la licorera en la cocacola. Y agregaba: ‘Aquí hay que pegarle como en la plaza de Madrid o en Bilbao: tres completos y sin bombear’. Entre puyazo y puyazo volvimos a agarrar la jarra y al sexto toro nos salimos. De repente, ya estando en el túnel, empezamos a oír unos gritos y nos regresamos: fue una de las grandes faenas de la temporada, que toreó Finito de Córdoba. ‘¡Coño, Flaco, estás viendo!’, me dice, “¡Nos habíamos salido y este cabrón toreando como los ángeles!’”
Marcial Fernández guarda la imagen precisa de Garmabella en la redacción de un diario terminando a máquina sus dos cuartillas de crónica taurina y entregándoselas al editor:
—Aquí, una pequeña obra literaria —decía.

Memoria fotográfica 

Pertenecía Garmabella a esa especie en peligro de extinción de la “crítica especializada”; sus dominios eran los toros y el boxeo.
Para Eduardo Camarena se trataba de un hombre con una memoria fotográfica increíble. “Tenía detalles de situaciones boxísticas que él vio o vivió en el lugar o a través de la televisión, y tenía la gran virtud de explicarte perfectamente esos detalles. El libro Grandes leyendas del boxeo, el último que hizo, surgió porque en el estudio de radio entrevistábamos para Esquina neutral a los peleadores, y en alguna charla él me propuso: ‘Vamos a hacer un librito’. Y yo le dije: ‘Hazlo tú, eres el bueno para eso’. Le insistí que en México no había mucha literatura deportiva, y mucho menos literatura boxística.”
En los libros de Garmabella suele incluirse la frase de que el autor ha respetado el lenguaje propio de las personalidades con las que conversa. Respeta el lenguaje personal, o se basa en él, para crear historias con la consistencia literaria suficiente para mantener el interés de los lectores. Garmabella no sólo transcribía, creaba al escuchar, concentraba biografías en anécdotas significativas, con un buen trabajo de edición daba forma a las vidas con las que se encontraba.

“Me voy a levantar” 

Con la enfermedad, la presencia de Garmabella en el estudio de radio se fue espaciando. “En los últimos meses conversábamos por teléfono”, dice Eduardo Camarena. “Él ya no podía ir a la estación y a veces tampoco podía ver las peleas. En cuanto al pasado no tenía problemas, podía habar con soltura de Alí, Frazer o la Chiquita González, pero con respecto al presente ocurría que las funciones eran tarde y ya no le alcanzaba la condición física para desvelarse y verlas por televisión. Un día lloramos los dos cuando le dije: “No te preocupes, cabrón, eres de buena madera”, y él respondió: “Sí, estoy tirado pero no estoy noqueado: me voy a levantar”. Fue una de las últimas pláticas que tuvimos.”
No sabe Marcial Fernández cuántos libros biográficos escribió Garmabella. “Lo que sí sé es que gocé las lecturas de las personalidades que convirtió en personajes dignos de la mejor literatura, nombres que José Ramón resucitó con todas sus ficciones y realidades.”
Y cierra Cardona: “Era un hombre entretenido, amable. Era un tertuliano: le gustaba sentarse con un grupo de amigos y hablar, contar cosas. Era un especie de juglar, le gustaba platicar, tomar la copa y, por desgracia, fumar como si se fuera a acabar el mundo, y de ahí le vino la enfermedad que lo mató. Era un hombre de comunicación, todo lo que fuera un micrófono le venía bien. Y creo que era mejor hablando que escribiendo, aunque no escribía mal; era un periodista culto que se expresaba bien por escrito y mucho mejor todavía con la palabra hablada”.

Julio 2011

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