domingo, noviembre 14, 2010

Bob Fosse cifrado 

El arte es, entre otras cosas, un modo de prolongar la infancia. Lo fue así para Robert Louis Fosse (1927-1987), que tanto en su trabajo coreográfico como en su no muy extensa filmografía dibujó un paisaje en muchos sentidos familiar (aunque a la vez reinventado), el del teatro de variedad, patio de recreo en donde se movió en su natal Chicago.
Sin embargo, cuando hablaba Fosse de su padre como un “antiguo artista de vodevil” no se refería a su padre biológico (Cy Fosse, vendedor de seguros) sino a Fred Weaver, director de la Academia de Artes Escénicas de Chicago, quien lo protegió e incorporó a un dúo temprano de bailarines de tap, el de los Riff Brothers, en donde Bob hacía pareja con Charles Grass. Se presentaban no sólo en competiciones amateurs sino también en centros nocturnos y clubes de striptease como el Silver Cloud, en la avenida Milwaukee, o el Gaiety Village, en la calle Western. Es cierta, aunque con algunas variaciones, la anécdota recreada en la cinta El show debe seguir (All That Jazz, 1979), del muchacho que intenta leer sus libros de latín en los vestidores de las desnudistas, quienes le coquetean y le provocan una eyaculación que le deja mancha en los pantalones, lo que causa risa al público cuando el joven sale a presentar su número y los reflectores muestran la huella de su desconcierto.
En el libro Bob Fosse: vida y muerte (All His Jazz: The Life an Death of Bob Fosse, 1990; edición española, 2006), ofrece Martin Gottfried detalles de esa velada, apoyado en la memoria de Grass, quien recuerda a las chicas paseándose desnudas por los camerinos mal aireados. “Se tomaban su tiempo para maquillarse y subirse las medias de rejilla, hacían que Charles y Bob se sentaran en su regazo, y allí les susurraban cosas al oído, les besaban las orejas, les dedicaban arrumacos, con los pechos pegados a sus mejillas y los pezones, a sus labios.”
Una de esas noches, en efecto, una chica le provocó al joven Bob Fosse una erección justo antes de salir a escena. Él trataba de ocultarla cuando se escuchó un redoble de tambor y el graznido del saxofón. “En cuanto los chicos salieron a escena deslizándose, todos notaron el bulto de los pantalones de Bob.” Se llenó el local de risas, que amainaron conforme la erección cedía, tiempo que para el joven Fosse fue toda una eternidad.
En los retratos melancólicos de las bailarinas y su soledad perenne, tanto en el teatro como en la pantalla una y otra vez acude el coreógrafo a esa imagen primera del cabaret como espacio original o paraíso perdido. En cuanto al cine, es la instantánea que se revela en la dulce y atormentada Caridad Esperanza Valentina del neoyorquino salón de bailes Fandango de Sweet Charity (1969); en la triste Sally Bowles del Kit Kat Club berlinés en Cabaret (1972); en el ácido comediante Lenny Bruce que extiende su monólogo contra las convenciones entre las luces del escenario y el humo de cigarrillos y vapores alcohólicos de Lenny (1974); en las vidas sin rumbo sentimental pero con pasión por las tablas y sus ritmos precisos y alocados de la autobiográfica All That Jazz; e incluso en el tortuoso destino de Dorothy Stratten, la chica Playboy de Star 80 (1983).
Con excepción de esta última cinta y de Lenny, que se alejan de lo musical y reflejan un lado extremadamente oscuro del mundo del espectáculo, hay en los filmes de Fosse uno o varios “números” (dicho esto en términos coreográficos) que se pueden considerar como de antología, y de hecho con varios ellos se creó en Broadway, en su memoria, el espectáculo Fosse (1999). Uno que lo retrata por entero es el del “Big Spender” o “El despilfarrador” en Dulce Caridad, que es una gran síntesis del estilo del coreógrafo (incluido el “ómnibus”, en donde los bailarines agrupados se desplazan por el escenario); mientras que en Cabaret cada pieza bailable comenta el drama de los protagonistas (y el drama de un país, o de un planeta, en donde el nazismo va en ascenso) y no puede en este caso juzgarse una sola parte aislada sino en relación con el conjunto, aunque en su tiempo el número de “Money, Money” se volvió (acaso excesivamente) célebre. Lo mismo puede decirse de El show debe seguir sólo que este vez, por tratarse de un asomo a la cocina del coreógrafo (una suerte de 8 ½, retrato del artista en su proceso creativo), Fosse marca con un caso ejemplar ahí incluido las fases por las que solía atravesar su trabajo creativo, y se revela también su manera de provocar desconcierto tanto en los productores como en los músicos y bailarines inmiscuidos en el proyecto, debido a los hallazgos que va encontrando en el camino.
Según esa anécdota extraída de El show debe seguir, el “número” en Fosse atravesaba por lo menos tres etapas. En la primera, el compositor de la compañía presenta una nueva canción, realizada según las tradiciones de un musical ortodoxo y concebida para que en el futuro la interpete el crooner de moda (Frank Sinatra, Tonny Bennett o Dean Martin, por ejemplo). En la segunda etapa, el coreógrafo empieza a imaginar momentos aislados del baile, obliga a los bailarines a rutinas técnicamente arduas (lo que lo convierte en una especie de torturador, pues trabaja en el cuerpo imágenes mentales de difícil ejecución en el mundo real, lo que a cada tanto genera en la compañía crisis nerviosas), pasa por un momento en que todo es confuso (porque parece no ocurrírsele nada para salvar el obstáculo de una melodía sin riesgos, aunque en esa “nada” ya hay un todo naciente) y huye de bailarines y músicos que lo buscan para saber hacia dónde los está llevando. Mientras tanto, para sobrevivir (o para tentar a la muerte, con la que dialoga todo el tiempo) él acude a su dieta de cigarros, alcohol, anfetaminas y sexo furtivo, lo que da una atmósfera más de enrarecimiento a la nebulosa creativa (y autodestructiva) en que se halla envuelto.
En la tercera etapa el rompecabezas se empieza a armar, y aquella canción inofensiva, “Take off With Us” en El show debe seguir, que invita a emprender un viaje en avión, se transforma en un sorprendente ejercicio coreográfico llamado “Aerótica”, en donde las palabras inocentes de la letra (pues también ellas empiezan a moverse) han adquirido un doble sentido que encarna en el roce de los cuerpos y sus desfiguros, y la invitación ahora es a viajar en los brazos de un Eros que acepta todas las combinaciones posibles.
Como se sabe, El show debe seguir recrea una serie de sucedidos reales que ocurrieron a Fosse a mediados de los años setenta del siglo pasado mientras emprendía el montaje de Chicago y daba los toques finales a Lenny. Si se lee la biografía del coreógrafo sorprenderá que cada acontecimiento ahí relatado tiene su expresión directa en la pantalla, e incluso llegó al extremo de pedir a una de sus novias-bailarinas, Ann Reinking, que se actuara a sí misma. La canción y el número de apertura de Chicago sería “All That Jazz”, que a Fosse incomodó e intentaba adecuar a su forma de entender el musical cuando le sobrevino un infarto. Así, el espectáculo siguió en el hospital y en la sala de operaciones; y en el filme el momento de la muerte (que Fosse libró entonces pero aplica a Joe Gideon, su alter ego) se transforma en el número final, una delirante fiesta mortuoria que termina cuando la bolsa plástica del difunto es sellada.
En el trance, Fosse le comentó a alguien que “morir iba a ser el primer acontecimiento honesto de mi vida”; al recuperarse, pensó convertir esas jornadas tragicómicas en una película que puede ser calificada como brutalmente honesta. Y eso es El show debe seguir, una cinta en donde se dibuja al genio en sus desajustes emocionales (adicto al trabajo, las anfetaminas, el alcohol, el cigarro y las mujeres), sí, pero también en la increíble capacidad del coreógrafo para provocar, número a número, el asombro.
Con sus audacias, Fosse no sólo renovó el musical en Broadway; a partir de Cabaret convirtió el musical hollywoodense en algo que él llamó “drama con canciones”, confiriendo profundidad a un género que parecía atrapado en sí mismo.

Noviembre 2010

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