Prólogo a Sólo cuento II
Casi dos décadas antes de la publicación de sus Doce cuentos peregrinos (1992), refirió Gabriel García Márquez en una entrevista cómo es que se le ocurrió uno de los relatos que incluiría luego en ese libro futuro, entonces apenas prefigurado. El “cuento del cuento” puede ubicarse en Siete voces (1974), de Rita Guibert (para los que, como yo, hayan extraviado ese tomo de conversaciones con escritores, en el que aparecían entre otros, creo, Borges, Neruda y Cortázar, está ahora disponible, aunque fragmentariamente, en la red), y es curioso que en este caso la historia de cómo nace un texto haya antecedido por tantos años a la aparición impresa, o física, de dicho texto. Podría haber sucedido que se perdiera en la anécdota o se gastara en la conversación y quedara sólo como lo que era entonces: una buena idea para escribir, cuando se presentara la ocasión (la pausa, el momento justo o, en términos cinematográficos, “la hora señalada”), un cuento. Alguien habrá pensado entonces que si García Márquez llegaba a olvidar esa historia, podría apropiársela; o que acaso ésta habría naufragado en ese terreno de lo conocido pero inexistente. Encontrarla veinte años más tarde en Doce cuentos peregrinos, aunque un tanto desaliñada, fue un rescate, una resurrección.
A comienzos de los años setenta García Márquez se dedicaba a la escritura de El otoño del patriarca, novela que sería publicada en 1975; a la par, llevaba un cuaderno en el que iba enumerando y tomando notas de cuentos que se le ocurrían. “Ya tengo unos sesenta y me imagino que llegaré a cien”, presumió entonces. Pero no llegó a tal cifra, sólo quedaron doce. Lo curioso entonces para el autor colombiano era el proceso de elaboración interna. “El cuento —que surge de una frase o de un episodio— o se me ocurre completo en una fracción de segundo, o no se me ocurre.”
Y narra así el “cuento del cuento”, en el que vale la pena detenerse, como si se tratara de un descubrimiento científico, para atestiguar el nacimiento de una de esas apariciones literarias súbitas que son el objeto de estas líneas. Dígase brevemente que en Barcelona, una noche, había gente en casa de García Márquez y se fue la luz. Como el daño era local llamaron a un electricista. Mientras éste arreglaba el desperfecto, García Márquez, que alumbraba al hombre con una vela, le preguntó: “¿Cómo diablos es este daño de la luz?” “La luz es como el agua —respondió el técnico—, se abre un grifo, sale, y al pasar marca un contador.” Y en esa fracción de segundo se le ocurrió, completito, juraba García Márquez a Rita Guibert, lo que sigue:
“En una ciudad donde no hay mar —puede ser París, Madrid, Bogotá— vive en un quinto piso un matrimonio joven con dos niños de 10 y 7 años. Un día los niños piden a sus papás que les regalen un bote con remos. ‘¿Cómo vamos a regalarles un bote con remos? —dice el padre—. ¿Qué van a hacer con él en esta ciudad? Cuando vayamos a la playa, en el verano, lo alquilamos.’ Los niños se emperran que quieren un bote con remos hasta que el padre les dice: ‘Si sacan el primer puesto en el colegio se los regalo’. Los niños sacan el primer puesto, el padre compra el bote y cuando lo suben al quinto piso les pregunta: ‘¿Qué van hacer con esto?’ ‘Nada —le contestan— queríamos tenerlo. Lo meteremos allá en el cuarto.’ Una noche, cuando los padres se van al cine, los niños rompen un bombillo de la luz y la luz —como si fuese agua— empieza a chorrear llenando toda la casa hasta un metro de altura. Sacan el bote y empiezan a remar por los dormitorios y la cocina. Cuando ya es hora que regresen los papás lo guardan en el cuarto, abren los sumideros para dejar que la luz se vaya, reemplazan el bombillo y... aquí no ha pasado nada. Ese juego se les vuelve tan formidable que van dejando que el nivel de la luz llegue más alto, se ponen lentes oscuros, aletas y nadan por debajo de las camas, de las mesas, hacen pesca submarina... Una noche, la gente que pasa por la calle al notar que por las ventanas está chorreando luz y que está inundando la calle, llaman a los bomberos. Cuando los bomberos abren la puerta encuentran a los niños —que distraídos con su juego habían dejado que la luz llegara hasta el techo— ahogados, flotando en la luz”.
Quizá alguien fue ya al librero por su ejemplar de los Doce cuentos peregrinos, y localizará con facilidad “La luz es como el agua”, que está hacia el final entre “El verano feliz de la señora Forbes” y “El rastro de tu sangre en la nieve”. Se asombraba García Márquez de cómo ese cuento, tal como se lo narró a Rita Guibert, se le pudo haber ocurrido completo en una fracción de segundo. Como estaba dedicado a la novela y no quería revolver escrituras, para no olvidar la historia fue a su cuaderno y anotó: “Número 7, niños que se ahogan en la luz”.
La memoria del cuento dependió en principio de esas breves notas, luego extraviadas... porque el cuaderno escolar desapareció. Recuerda García Márquez haberlo tenido sobre su escritorio de México hasta 1978. Un día, buscando otra cosa, cayó en la cuenta de que lo había perdido de vista desde hacia tiempo. “No me importó. Pero cuando me convencí de que en realidad no estaba en la mesa sufrí un ataque de pánico. No quedó en la casa un rincón sin registrar a fondo. Removimos los muebles, desmontamos la biblioteca para estar seguros de que no se había caído detrás de los libros, y sometimos al servicio y a los amigos a inquisiciones imperdonables. Ni rastro. La única explicación posible —¿o plausible?— es que en algunos de los tantos exterminios de papeles que hago con frecuencia se fue el cuaderno para el cajón de la basura.”
Y de lo perdido lo que apareciera o, más bien, lo que pudiera recordarse (en busca del cuento perdido, diría Proust), y de los sesenta o cien relatos planeados sólo quedaron doce.
Un incidente casero común, un sabio electricista y una frase disparadora (mas no disparatada, en términos de la retórica se trata de un buen “símil”), es lo que provocó en este caso la epifanía del cuento, que sobrevivió a los varios caminos de la desmemoria e incluso a una escritura acaso apresurada (aunque salvadora), en donde con una explicación a medias del narrador sobre el asunto lumínico (relacionada vagamente con un seminario sobre la poesía de los utensilios domésticos en el que dice participar) y algunas exageraciones de la trama (como convocar a una fatal sesión de nado en luz a todo un grupo escolar) deslucen un poco una historia que pudo ser contada, por su esencia trágica e incluso en apego al “Decálogo del perfecto cuentista”, a la manera de Horacio Quiroga, y que como travesía marítima en espacios interiores tiene también algo de “La casa inundada” de Felisberto Hernández. El fulgor era tan perfecto, y tan lleno de resonancias, que quizá García Márquez evitó a propósito convertirlo en un cuento perfecto.
Antes de perderme en el laberinto (en esto que es algo así como el preámbulo del prólogo), rescato estas imágenes: unas palabras dichas al paso en un entorno cotidiano, y llevadas por un oído eléctrico a sus últimas consecuencias, sustentan en este caso lo fantástico y crean un universo navegable, en donde será posible observar a buzos infantiles en su reconquista del espacio casero o mirar desde la calle el paisaje maravilloso y terrible de “una cascada de luz que caía de un viejo edificio escondido entre los árboles”. Así es como aparecen, o cobran vida, los cuentos. Además, sin tener probablemente en ese momento conciencia de esto, desde la ocurrencia del cuento el escritor (quien sólo sostenía una vela para alumbrar las ejecuciones del electricista pero era también un pararrayos celeste), asumió una tradición, en la que están inscritos los autores mencionados (Quiroga y Felisberto) y muchos otros que durante el siglo XX exploraron en lengua española este género literario múltiple, narradores tan ilustres como Cortázar, Borges, Bioy Casares, Arreola o Rulfo, o tan deslustrados (aunque igualmente frenéticos) como Efrén Hernández, Francisco Tario, Antonio Di Benedetto o José Félix Fuenmayor (por cierto, maestro de García Márquez), y algunos de cuyos descendientes más conspicuos aparecen en las páginas de este volumen segundo de Sólo cuento.
Pese al continuo anuncio de su probable extinción (por el cierre de suplementos y revistas, espacios naturales para su desarrollo), en el arranque del siglo XXI el cuento muestra la astucia de Sherezada y se mantiene lúcido, vivo y presente, capaz de realizar múltiples metamorfosis en el ánimo de subsistir. Como se verá en esta antología (y como se vio en la anterior, de un peso y volumen similares, dicho sea esto en términos tanto físicos como literarios), al menor descuido salta siempre la liebre de una buena historia breve, porque si el cuento es tan antiguo como el hombre su fecha de caducidad va a quedar signada, pese a las adversidades (o por las adversidades mismas), acaso por el suspiro final del último ser en la Tierra… si no es que en el futuro más lejano, como probablemente imaginó Ray Bradbury, alguien sentado en el prado de alguna aldea marciana admire en el cielo el espectro de un viejo planeta abandonado, mientras reconstruye con su imaginación relatos fabulosos que le contaron sus ancestros terrícolas.
Las reglas del juego son similares a las fijadas en el tomo anterior: se trató de armar una buena antología de cuentos en lengua española, “cuentos excepcionales de autores vivos, de distintas tendencias, edades, intereses temáticos y estilísticos cuya única vinculación es la lengua en que están escritos”, como apuntó en su momento Rosa Beltrán. También, como en su precedente, se estructuró la antología por “atmósferas” (límites, aprendizajes, revelaciones, criaturas, etcétera), que son fronteras subjetivas construidas en este caso por Ana García Bergua (artífice de la selección y ella misma notable practicante del género), y que funcionan como posible guía del lector en esta summa hispanoamericana de ficciones portátiles cuya lectura continua (corrida, sin pausas) podría provocar delirios extremos, por lo que se recomienda aplicar los cuentos en dosis reducidas: uno o dos o hasta tres por día. No más. A riesgo de contraer una severa, aunque gozosa, intoxicación narrativa.
Si en toda colección de historias cortas hay la dificultad para el creador por definir su secuencia, pues el acomodo crea ya una figura, traza un camino (como bien lo vio James Joyce en la construcción de Dublineses, que va de la niñez a la vida adulta, o como lo sufrió Juan Rulfo, siempre a disgusto con el orden de El Llano en llamas), tratándose de una reunión de espíritus diversos deben percibirse al mismo tiempo tanto las líneas más constantes como sus rupturas. En estos casos el ejercicio del antólogo (antóloga aquí) tiene algo de esas máquinas reproductoras de música que se programan aleatoriamente y que unen a Mozart con Pink Floyd, a Björk con los Rolling Stones o a César Frank con Miles Davis… lográndose en muchos casos secuencias sorpresivas y sorprendentes.
El espacio común, ya se dijo, es el idioma. Fuera de eso pueden realizarse, como diría Strindberg, combinaciones múltiples. Ocurrirá en ocasiones que se cree la sensación de que una misma mano (o si se quiere, una misma mirada) es la que fija el trazo. O de que es un solo personaje, o una pareja original (pues el desencuentro amoroso es una de las raíces que sostienen esta antología), la que pasa de una a otra historia.
En la sección inicial, “Límites”, en los primeros cuentos (“Una raya en el agua” de Andrés Neuman, “Fin del mundo” de Héctor Manjarrez y “Ley de costas” de Lola López Mondéjar), las fronteras son tanto geográficas (los tres están ubicados en zonas de playa o acantilados) como personales: los lazos de los amantes son puestos a prueba y los paisajes exteriores se vuelven reflejo de un malestar interior conjunto. Luego (en “Ángeles caídos” de Alondra Badano Gaona y “El jardín de los ciegos” de Guillermo Fadanelli) se visita a la infancia y a la vejez, que son las playas, digámoslo así, entre la nada y la vida, una, y entre la vida y la nada, la otra. Y al fin (en “La sonrisa en el vacío” de Ángel Santiesteban-Pratts) el personaje de una historia de ficción salta a lo Zelig de las páginas de un manuscrito, que son la isla en que vive, hacia el mar de la vida real, para intentar salvarse (y salvar el universo de que forma parte), aunque sabe que su gesto será inútil pues pertenece a un libro al que, en el contexto autoritario en el que fue escrito, se le califica como extraordinario pero también “impublicable” y por ello condenado a la destrucción, el fuego de la censura.
La apertura de la antología dicta un interés por fijar destinos o trazar instantáneas espirituales de una o dos vidas (soledad de uno o soledad de dos), entrever los fantasmas íntimos, lejos del esquema clásico de una historia que corre presurosa hacia un final que sorprenda. Esta sección resulta, además, una suerte de mapa a escala de lo que vendrá, en donde se anticipa, por ejemplo, “Aprendizajes”, sección situada en esa infancia que Francisco Tario definió como “el espejo en donde nos seguiremos mirando”, aunque ésta corra a la “Velocidad de los jardines” (en el cuento de Eloy Tizón), o haya sido truncada (como en “Un hombre pone un cuadro” de Javier Sáez de Ibarra), o confronte en el espejo trágico a madre e hija (en “TomaTe” de Sabina Berman), o fije en el entorno escolar un “Principio de incertidumbre” (de Carmen Peire) y se decante, al fin, en una compleja, extraña y transparente “Romanza de la niña y el pterodáctilo” (de Ignacio Padilla).
La niñez ahí no se agota, y dispara todavía un par de “Revelaciones”, como se titula el apartado número tres, integrado por dos cuentos, uno español y otro mexicano, construidos ambos bajo la mecánica del adulto que revisa pasajes oscuros del pasado: una abuela que anticipa las malas jornadas (en “Los días torcidos” de José María Merino) o un quinto hermano que se desvanece de la foto familiar (en “Michoacán” de Álvaro Enrigue) como si nunca hubiese existido, y del que sólo uno tiene el recuerdo (acaso variación consciente del “Langerhaus” de José Emilio Pacheco).
La cuarta sección, “Criaturas”, se inicia con un cuento fantástico al viejo estilo (“Al final del pasillo” de Ginés S. Cutillas), un cuento de fantasmas en toda la línea. Luego, se crean o imitan viejas escrituras (en “La mirada del pájaro transparente” de Mario Bellatin y “La mujer de Lot” de Verónica Murguía), en la persecución de leyendas, y se abre (en “La audiencia de los pájaros” de Álvaro Uribe) el expediente de un accidente o suicidio ocurrido en la ciudad de México en los años sesenta, y que entre comentarios de la autoridad y declaraciones de los testigos deja entrever un mundo de aves, como si todos los participantes se cubrieran de plumas y apareciera entre ellos el Ave Fénix.
La antología da entonces un salto de lo impalpable a lo corpóreo con dos apartados, “(Des)Encuentros” y “Perversiones”, y se transita en ellos de manera peculiar, como si se pasara de la primera cita (o ni siquiera eso, de la primera vez que dos miradas se funden) al develamiento no instantáneo pero sí consecuente de las honduras del Eros. Ya se ha dicho que la construcción de una antología implica el riesgo de atar lazos de un modo que no estaba previsto: riesgo o fortuna, porque se crean por azar comunidades. Y de esa forma funciona, más o menos, la vida en sociedad.
En cuanto a “(Des)Encuentros”, una recurrencia es el observar a dos personajes que podrían estar juntos y atender con mirada científica el modo como se atraen o se repelen: pasa entre un melómano y una deportista (“La corredora de Cuemanco y al aficionado a Schubert” de Mónica Lavín), o entre los que pacientemente se forman en el banco (“En la fila” de Enrique Jaramillo Levi), o cuando se pasa de las virtualidades al conocimiento concreto (“Emoticons” de Aurora Arias), o entre dos que viven juntos pero no cumplen la sentencia de Antonio Porchia de que “estar en compañía no es estar con alguien sino estar en alguien” (en “Pie sucio” de Hernán Ronsino), como homenajes también a las inevitables disonancias (“Las notas falsas” de Karla Suárez) o al falsete (a lo Shakira, la cantante colombiana) del amor, éste visto como enfermedad (en “Avalancha” de Yolanda Arroyo Pizarro).
El sexto y penúltimo apartado se titula “Perversiones”. Quítesele la “t” a sexto y queda “sexo”. Piénsese no en dos sino en tres, lo que recuerda a Pierre Klossowski y “las leyes de la hospitalidad”, en donde se apela a la conjunción trinitaria como única posibilidad de realización plena de lo erótico, puede ser uno entre dos mujeres (“Una y otra” de Patricia Esteban Erlés y “La oscura, la maligna” de Adriana Díaz Enciso), uno transformado en bestia sexual de circo que se ofrece a la mejor postora (“Sun-Woo” de Oliverio Coelho) o uno multiplicado en rostros anónimos (porque Adán es nada), caprichoso alimento de una Eva devoradora (“Cinco hombres y un desnudo” de Ana Clavel). Llama la atención que en estas cuatro historias el hombre quede reducido a papeles pasivos.
Y al séptimo día… El cierre es carnavalesco o carnovelesco. “Sangre, sudor y lágrimas” es el último apartado y en él hay fiesta, sea en la sofisticada y divertida recreación de un corrido (“El gusto por los bailes” de Daniel Sada), en la nouvelle de una matrona entrañable (“Cuerpo presente” de Eduardo Antonio Parra), en los viajes sinsentido por una ciudad violenta y desarticulada (“Cementerio de carros” de Rafael Menjívar Ochoa), en el gozo del dolor (“La cita” de Claudia Guillén) o en la derrota entre aplausos en un estadio frenético (“Merzapoyera” de Elmer Mendoza).
Así se cierra el caleidoscopio. Los registros son amplios, muestra de la vitalidad de un género que ha perdido en las últimas décadas, no obstante y como se dijo arriba, los espacios naturales para su difusión. Y que acaso halla en Sólo cuento su Ítaca provisional.
Ya se sabe la penuria del cuentista: se le trata con desdén cuando se presenta en las editoriales para ofrecer un libro de relatos, y si persiste en el oficio es porque presiente que hay en la ficción corta destellos que la novela no convoca y a ratos necesita la contundencia emocional, el gancho a la mandíbula, de un buen cuento. Ante el editor ofuscado, hará el cuentista algo inverosímil: romperá un foco, abrirá el grifo de la luz y dejará que ésta fluya por un rato, sin que la habitación se inunde del todo, para embarcarse, o incluso sólo bracear, entre esas corrientes lumínicas. Así se verá al cuentista navegar rumbo a la puerta de salida con su manuscrito de historias breves y extraordinarias, agarrado a éste como si fuera una tabla salvavidas, buscando a toda costa resguardarlo del naufragio.
Septiembre 2010
Casi dos décadas antes de la publicación de sus Doce cuentos peregrinos (1992), refirió Gabriel García Márquez en una entrevista cómo es que se le ocurrió uno de los relatos que incluiría luego en ese libro futuro, entonces apenas prefigurado. El “cuento del cuento” puede ubicarse en Siete voces (1974), de Rita Guibert (para los que, como yo, hayan extraviado ese tomo de conversaciones con escritores, en el que aparecían entre otros, creo, Borges, Neruda y Cortázar, está ahora disponible, aunque fragmentariamente, en la red), y es curioso que en este caso la historia de cómo nace un texto haya antecedido por tantos años a la aparición impresa, o física, de dicho texto. Podría haber sucedido que se perdiera en la anécdota o se gastara en la conversación y quedara sólo como lo que era entonces: una buena idea para escribir, cuando se presentara la ocasión (la pausa, el momento justo o, en términos cinematográficos, “la hora señalada”), un cuento. Alguien habrá pensado entonces que si García Márquez llegaba a olvidar esa historia, podría apropiársela; o que acaso ésta habría naufragado en ese terreno de lo conocido pero inexistente. Encontrarla veinte años más tarde en Doce cuentos peregrinos, aunque un tanto desaliñada, fue un rescate, una resurrección.
A comienzos de los años setenta García Márquez se dedicaba a la escritura de El otoño del patriarca, novela que sería publicada en 1975; a la par, llevaba un cuaderno en el que iba enumerando y tomando notas de cuentos que se le ocurrían. “Ya tengo unos sesenta y me imagino que llegaré a cien”, presumió entonces. Pero no llegó a tal cifra, sólo quedaron doce. Lo curioso entonces para el autor colombiano era el proceso de elaboración interna. “El cuento —que surge de una frase o de un episodio— o se me ocurre completo en una fracción de segundo, o no se me ocurre.”
Y narra así el “cuento del cuento”, en el que vale la pena detenerse, como si se tratara de un descubrimiento científico, para atestiguar el nacimiento de una de esas apariciones literarias súbitas que son el objeto de estas líneas. Dígase brevemente que en Barcelona, una noche, había gente en casa de García Márquez y se fue la luz. Como el daño era local llamaron a un electricista. Mientras éste arreglaba el desperfecto, García Márquez, que alumbraba al hombre con una vela, le preguntó: “¿Cómo diablos es este daño de la luz?” “La luz es como el agua —respondió el técnico—, se abre un grifo, sale, y al pasar marca un contador.” Y en esa fracción de segundo se le ocurrió, completito, juraba García Márquez a Rita Guibert, lo que sigue:
“En una ciudad donde no hay mar —puede ser París, Madrid, Bogotá— vive en un quinto piso un matrimonio joven con dos niños de 10 y 7 años. Un día los niños piden a sus papás que les regalen un bote con remos. ‘¿Cómo vamos a regalarles un bote con remos? —dice el padre—. ¿Qué van a hacer con él en esta ciudad? Cuando vayamos a la playa, en el verano, lo alquilamos.’ Los niños se emperran que quieren un bote con remos hasta que el padre les dice: ‘Si sacan el primer puesto en el colegio se los regalo’. Los niños sacan el primer puesto, el padre compra el bote y cuando lo suben al quinto piso les pregunta: ‘¿Qué van hacer con esto?’ ‘Nada —le contestan— queríamos tenerlo. Lo meteremos allá en el cuarto.’ Una noche, cuando los padres se van al cine, los niños rompen un bombillo de la luz y la luz —como si fuese agua— empieza a chorrear llenando toda la casa hasta un metro de altura. Sacan el bote y empiezan a remar por los dormitorios y la cocina. Cuando ya es hora que regresen los papás lo guardan en el cuarto, abren los sumideros para dejar que la luz se vaya, reemplazan el bombillo y... aquí no ha pasado nada. Ese juego se les vuelve tan formidable que van dejando que el nivel de la luz llegue más alto, se ponen lentes oscuros, aletas y nadan por debajo de las camas, de las mesas, hacen pesca submarina... Una noche, la gente que pasa por la calle al notar que por las ventanas está chorreando luz y que está inundando la calle, llaman a los bomberos. Cuando los bomberos abren la puerta encuentran a los niños —que distraídos con su juego habían dejado que la luz llegara hasta el techo— ahogados, flotando en la luz”.
Quizá alguien fue ya al librero por su ejemplar de los Doce cuentos peregrinos, y localizará con facilidad “La luz es como el agua”, que está hacia el final entre “El verano feliz de la señora Forbes” y “El rastro de tu sangre en la nieve”. Se asombraba García Márquez de cómo ese cuento, tal como se lo narró a Rita Guibert, se le pudo haber ocurrido completo en una fracción de segundo. Como estaba dedicado a la novela y no quería revolver escrituras, para no olvidar la historia fue a su cuaderno y anotó: “Número 7, niños que se ahogan en la luz”.
La memoria del cuento dependió en principio de esas breves notas, luego extraviadas... porque el cuaderno escolar desapareció. Recuerda García Márquez haberlo tenido sobre su escritorio de México hasta 1978. Un día, buscando otra cosa, cayó en la cuenta de que lo había perdido de vista desde hacia tiempo. “No me importó. Pero cuando me convencí de que en realidad no estaba en la mesa sufrí un ataque de pánico. No quedó en la casa un rincón sin registrar a fondo. Removimos los muebles, desmontamos la biblioteca para estar seguros de que no se había caído detrás de los libros, y sometimos al servicio y a los amigos a inquisiciones imperdonables. Ni rastro. La única explicación posible —¿o plausible?— es que en algunos de los tantos exterminios de papeles que hago con frecuencia se fue el cuaderno para el cajón de la basura.”
Y de lo perdido lo que apareciera o, más bien, lo que pudiera recordarse (en busca del cuento perdido, diría Proust), y de los sesenta o cien relatos planeados sólo quedaron doce.
Un incidente casero común, un sabio electricista y una frase disparadora (mas no disparatada, en términos de la retórica se trata de un buen “símil”), es lo que provocó en este caso la epifanía del cuento, que sobrevivió a los varios caminos de la desmemoria e incluso a una escritura acaso apresurada (aunque salvadora), en donde con una explicación a medias del narrador sobre el asunto lumínico (relacionada vagamente con un seminario sobre la poesía de los utensilios domésticos en el que dice participar) y algunas exageraciones de la trama (como convocar a una fatal sesión de nado en luz a todo un grupo escolar) deslucen un poco una historia que pudo ser contada, por su esencia trágica e incluso en apego al “Decálogo del perfecto cuentista”, a la manera de Horacio Quiroga, y que como travesía marítima en espacios interiores tiene también algo de “La casa inundada” de Felisberto Hernández. El fulgor era tan perfecto, y tan lleno de resonancias, que quizá García Márquez evitó a propósito convertirlo en un cuento perfecto.
Antes de perderme en el laberinto (en esto que es algo así como el preámbulo del prólogo), rescato estas imágenes: unas palabras dichas al paso en un entorno cotidiano, y llevadas por un oído eléctrico a sus últimas consecuencias, sustentan en este caso lo fantástico y crean un universo navegable, en donde será posible observar a buzos infantiles en su reconquista del espacio casero o mirar desde la calle el paisaje maravilloso y terrible de “una cascada de luz que caía de un viejo edificio escondido entre los árboles”. Así es como aparecen, o cobran vida, los cuentos. Además, sin tener probablemente en ese momento conciencia de esto, desde la ocurrencia del cuento el escritor (quien sólo sostenía una vela para alumbrar las ejecuciones del electricista pero era también un pararrayos celeste), asumió una tradición, en la que están inscritos los autores mencionados (Quiroga y Felisberto) y muchos otros que durante el siglo XX exploraron en lengua española este género literario múltiple, narradores tan ilustres como Cortázar, Borges, Bioy Casares, Arreola o Rulfo, o tan deslustrados (aunque igualmente frenéticos) como Efrén Hernández, Francisco Tario, Antonio Di Benedetto o José Félix Fuenmayor (por cierto, maestro de García Márquez), y algunos de cuyos descendientes más conspicuos aparecen en las páginas de este volumen segundo de Sólo cuento.
Pese al continuo anuncio de su probable extinción (por el cierre de suplementos y revistas, espacios naturales para su desarrollo), en el arranque del siglo XXI el cuento muestra la astucia de Sherezada y se mantiene lúcido, vivo y presente, capaz de realizar múltiples metamorfosis en el ánimo de subsistir. Como se verá en esta antología (y como se vio en la anterior, de un peso y volumen similares, dicho sea esto en términos tanto físicos como literarios), al menor descuido salta siempre la liebre de una buena historia breve, porque si el cuento es tan antiguo como el hombre su fecha de caducidad va a quedar signada, pese a las adversidades (o por las adversidades mismas), acaso por el suspiro final del último ser en la Tierra… si no es que en el futuro más lejano, como probablemente imaginó Ray Bradbury, alguien sentado en el prado de alguna aldea marciana admire en el cielo el espectro de un viejo planeta abandonado, mientras reconstruye con su imaginación relatos fabulosos que le contaron sus ancestros terrícolas.
Las reglas del juego son similares a las fijadas en el tomo anterior: se trató de armar una buena antología de cuentos en lengua española, “cuentos excepcionales de autores vivos, de distintas tendencias, edades, intereses temáticos y estilísticos cuya única vinculación es la lengua en que están escritos”, como apuntó en su momento Rosa Beltrán. También, como en su precedente, se estructuró la antología por “atmósferas” (límites, aprendizajes, revelaciones, criaturas, etcétera), que son fronteras subjetivas construidas en este caso por Ana García Bergua (artífice de la selección y ella misma notable practicante del género), y que funcionan como posible guía del lector en esta summa hispanoamericana de ficciones portátiles cuya lectura continua (corrida, sin pausas) podría provocar delirios extremos, por lo que se recomienda aplicar los cuentos en dosis reducidas: uno o dos o hasta tres por día. No más. A riesgo de contraer una severa, aunque gozosa, intoxicación narrativa.
Si en toda colección de historias cortas hay la dificultad para el creador por definir su secuencia, pues el acomodo crea ya una figura, traza un camino (como bien lo vio James Joyce en la construcción de Dublineses, que va de la niñez a la vida adulta, o como lo sufrió Juan Rulfo, siempre a disgusto con el orden de El Llano en llamas), tratándose de una reunión de espíritus diversos deben percibirse al mismo tiempo tanto las líneas más constantes como sus rupturas. En estos casos el ejercicio del antólogo (antóloga aquí) tiene algo de esas máquinas reproductoras de música que se programan aleatoriamente y que unen a Mozart con Pink Floyd, a Björk con los Rolling Stones o a César Frank con Miles Davis… lográndose en muchos casos secuencias sorpresivas y sorprendentes.
El espacio común, ya se dijo, es el idioma. Fuera de eso pueden realizarse, como diría Strindberg, combinaciones múltiples. Ocurrirá en ocasiones que se cree la sensación de que una misma mano (o si se quiere, una misma mirada) es la que fija el trazo. O de que es un solo personaje, o una pareja original (pues el desencuentro amoroso es una de las raíces que sostienen esta antología), la que pasa de una a otra historia.
En la sección inicial, “Límites”, en los primeros cuentos (“Una raya en el agua” de Andrés Neuman, “Fin del mundo” de Héctor Manjarrez y “Ley de costas” de Lola López Mondéjar), las fronteras son tanto geográficas (los tres están ubicados en zonas de playa o acantilados) como personales: los lazos de los amantes son puestos a prueba y los paisajes exteriores se vuelven reflejo de un malestar interior conjunto. Luego (en “Ángeles caídos” de Alondra Badano Gaona y “El jardín de los ciegos” de Guillermo Fadanelli) se visita a la infancia y a la vejez, que son las playas, digámoslo así, entre la nada y la vida, una, y entre la vida y la nada, la otra. Y al fin (en “La sonrisa en el vacío” de Ángel Santiesteban-Pratts) el personaje de una historia de ficción salta a lo Zelig de las páginas de un manuscrito, que son la isla en que vive, hacia el mar de la vida real, para intentar salvarse (y salvar el universo de que forma parte), aunque sabe que su gesto será inútil pues pertenece a un libro al que, en el contexto autoritario en el que fue escrito, se le califica como extraordinario pero también “impublicable” y por ello condenado a la destrucción, el fuego de la censura.
La apertura de la antología dicta un interés por fijar destinos o trazar instantáneas espirituales de una o dos vidas (soledad de uno o soledad de dos), entrever los fantasmas íntimos, lejos del esquema clásico de una historia que corre presurosa hacia un final que sorprenda. Esta sección resulta, además, una suerte de mapa a escala de lo que vendrá, en donde se anticipa, por ejemplo, “Aprendizajes”, sección situada en esa infancia que Francisco Tario definió como “el espejo en donde nos seguiremos mirando”, aunque ésta corra a la “Velocidad de los jardines” (en el cuento de Eloy Tizón), o haya sido truncada (como en “Un hombre pone un cuadro” de Javier Sáez de Ibarra), o confronte en el espejo trágico a madre e hija (en “TomaTe” de Sabina Berman), o fije en el entorno escolar un “Principio de incertidumbre” (de Carmen Peire) y se decante, al fin, en una compleja, extraña y transparente “Romanza de la niña y el pterodáctilo” (de Ignacio Padilla).
La niñez ahí no se agota, y dispara todavía un par de “Revelaciones”, como se titula el apartado número tres, integrado por dos cuentos, uno español y otro mexicano, construidos ambos bajo la mecánica del adulto que revisa pasajes oscuros del pasado: una abuela que anticipa las malas jornadas (en “Los días torcidos” de José María Merino) o un quinto hermano que se desvanece de la foto familiar (en “Michoacán” de Álvaro Enrigue) como si nunca hubiese existido, y del que sólo uno tiene el recuerdo (acaso variación consciente del “Langerhaus” de José Emilio Pacheco).
La cuarta sección, “Criaturas”, se inicia con un cuento fantástico al viejo estilo (“Al final del pasillo” de Ginés S. Cutillas), un cuento de fantasmas en toda la línea. Luego, se crean o imitan viejas escrituras (en “La mirada del pájaro transparente” de Mario Bellatin y “La mujer de Lot” de Verónica Murguía), en la persecución de leyendas, y se abre (en “La audiencia de los pájaros” de Álvaro Uribe) el expediente de un accidente o suicidio ocurrido en la ciudad de México en los años sesenta, y que entre comentarios de la autoridad y declaraciones de los testigos deja entrever un mundo de aves, como si todos los participantes se cubrieran de plumas y apareciera entre ellos el Ave Fénix.
La antología da entonces un salto de lo impalpable a lo corpóreo con dos apartados, “(Des)Encuentros” y “Perversiones”, y se transita en ellos de manera peculiar, como si se pasara de la primera cita (o ni siquiera eso, de la primera vez que dos miradas se funden) al develamiento no instantáneo pero sí consecuente de las honduras del Eros. Ya se ha dicho que la construcción de una antología implica el riesgo de atar lazos de un modo que no estaba previsto: riesgo o fortuna, porque se crean por azar comunidades. Y de esa forma funciona, más o menos, la vida en sociedad.
En cuanto a “(Des)Encuentros”, una recurrencia es el observar a dos personajes que podrían estar juntos y atender con mirada científica el modo como se atraen o se repelen: pasa entre un melómano y una deportista (“La corredora de Cuemanco y al aficionado a Schubert” de Mónica Lavín), o entre los que pacientemente se forman en el banco (“En la fila” de Enrique Jaramillo Levi), o cuando se pasa de las virtualidades al conocimiento concreto (“Emoticons” de Aurora Arias), o entre dos que viven juntos pero no cumplen la sentencia de Antonio Porchia de que “estar en compañía no es estar con alguien sino estar en alguien” (en “Pie sucio” de Hernán Ronsino), como homenajes también a las inevitables disonancias (“Las notas falsas” de Karla Suárez) o al falsete (a lo Shakira, la cantante colombiana) del amor, éste visto como enfermedad (en “Avalancha” de Yolanda Arroyo Pizarro).
El sexto y penúltimo apartado se titula “Perversiones”. Quítesele la “t” a sexto y queda “sexo”. Piénsese no en dos sino en tres, lo que recuerda a Pierre Klossowski y “las leyes de la hospitalidad”, en donde se apela a la conjunción trinitaria como única posibilidad de realización plena de lo erótico, puede ser uno entre dos mujeres (“Una y otra” de Patricia Esteban Erlés y “La oscura, la maligna” de Adriana Díaz Enciso), uno transformado en bestia sexual de circo que se ofrece a la mejor postora (“Sun-Woo” de Oliverio Coelho) o uno multiplicado en rostros anónimos (porque Adán es nada), caprichoso alimento de una Eva devoradora (“Cinco hombres y un desnudo” de Ana Clavel). Llama la atención que en estas cuatro historias el hombre quede reducido a papeles pasivos.
Y al séptimo día… El cierre es carnavalesco o carnovelesco. “Sangre, sudor y lágrimas” es el último apartado y en él hay fiesta, sea en la sofisticada y divertida recreación de un corrido (“El gusto por los bailes” de Daniel Sada), en la nouvelle de una matrona entrañable (“Cuerpo presente” de Eduardo Antonio Parra), en los viajes sinsentido por una ciudad violenta y desarticulada (“Cementerio de carros” de Rafael Menjívar Ochoa), en el gozo del dolor (“La cita” de Claudia Guillén) o en la derrota entre aplausos en un estadio frenético (“Merzapoyera” de Elmer Mendoza).
Así se cierra el caleidoscopio. Los registros son amplios, muestra de la vitalidad de un género que ha perdido en las últimas décadas, no obstante y como se dijo arriba, los espacios naturales para su difusión. Y que acaso halla en Sólo cuento su Ítaca provisional.
Ya se sabe la penuria del cuentista: se le trata con desdén cuando se presenta en las editoriales para ofrecer un libro de relatos, y si persiste en el oficio es porque presiente que hay en la ficción corta destellos que la novela no convoca y a ratos necesita la contundencia emocional, el gancho a la mandíbula, de un buen cuento. Ante el editor ofuscado, hará el cuentista algo inverosímil: romperá un foco, abrirá el grifo de la luz y dejará que ésta fluya por un rato, sin que la habitación se inunde del todo, para embarcarse, o incluso sólo bracear, entre esas corrientes lumínicas. Así se verá al cuentista navegar rumbo a la puerta de salida con su manuscrito de historias breves y extraordinarias, agarrado a éste como si fuera una tabla salvavidas, buscando a toda costa resguardarlo del naufragio.
Septiembre 2010
Etiquetas: prólogo, Sólo cuento II, UNAM
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