La parálisis y el vuelo
La percepción de que algo en la atmósfera irlandesa (acaso esa doble servidumbre a la corona británica y la iglesia católica) provoca en los habitantes de la isla una aguda parálisis, es común en las primeras obras narrativas de James Joyce. En el relato “Eveline”, de Dublineses (1914), por ejemplo, ante una oferta de matrimonio la protagonista se enfrenta a la posibilidad de abandonar la isla y asume esto como una salvación… Pero en el muelle de North Wall, antes de abordar con su prometido el buque nocturno que los llevaría a Liverpool —escala inicial de un largo viaje hacia Buenos Aires—, Eveline se detiene cuando una náusea estremece su cuerpo y todos los mares del mundo se agitan en su corazón. “Él la conducía hacia ellos: él la iba a ahogar”, piensa la muchacha, que se aferra a la barandilla de hierro, y ante el asombro del novio se queda paralizada como un animal desvalido; y al alejarse Frank en el buque, leemos, sus ojos “no tuvieron para él signo de amor o de adiós o de reconocimiento”, en un vacío profundo, como si en efecto Eveline se hubiera transformado en una estatua, un ser impedido para la movilidad.
Se vuelve a la estación de North Wall en el arranque del cuento “Una pequeña nube”: recuerda el protagonista Little Chandler que ocho años atrás despidió ahí a su amigo Ignatius Gallaher, de visita ahora en la ciudad. Por su aire desenvuelto, el traje tweed bien cortado y el aplomo de su acento, para Little Chandler es claro que Gallaher “lo había conseguido”, ¿conseguir qué? Salió de la isla y logró colocarse en Londres como una brillante figura de la prensa, mientras que Little Chandler, con una pequeñez infinita que va más (o menos) allá de su estatura y de su alias, ha abandonado sus sueños de literato y se desempeña como escribano en una oficina pública, como una especie de Bartleby dublinés. La cita en que se reencuentran los amigos pone en evidencia los contrastes, y perfila una conclusión: “No había la menor duda: si quieres triunfar has de irte. En Dublín no hay nada que hacer”. Considera Little Chandler que a sus treinta y dos años todavía tiene tiempo de replantear su vida mas por la noche, cuando vuelve a casa luego del encuentro con Gallaher, vuelve también a ser consciente de sus ataduras: apenas llega, la mujer deposita en sus brazos a un bebé para salir ella a comprar un cuarto de té y dos libras de azúcar que hacen falta para la cena. Así, paralizado, se encuentra con un volumen de poemas de Byron, que toma con dificultad de una mesita, cuidándose de no molestar al bebé, e intenta leer; planea aun retomar el impulso escritural de su juventud, pero cuando medita en estos asuntos de pronto el niño llora y él no sabe cómo callarlo. Regresa la esposa asustada, le arrebata al niño para consolarlo diciéndole: “¡No pasa nada, mi vida”. En efecto, nada pasa; ante este espectáculo Little Chandler, diminuto al final del cuento, siente que sus mejillas se cubren de vergüenza y rehúye la luz de la lamparilla. Sabemos que volverá irremediablemente a su oscuridad de todos los días.
En este par de relatos el autor exorciza sus fantasmas. Se pregunta el lector de Dublineses: ¿Qué habría pasado si Nora Barnacle hubiera reaccionado como Eveline cuando Joyce le propuso escapar con él hacia el Continente?, ¿o qué habría sido de la pareja si hubieran continuado su noviazgo sin salir de la isla?, ¿el letargo irlandés los habría hecho presas?
La lucha por no sucumbir a esa parálisis es lo que da un carácter heroico a Stephen Dedalus, alter ego de Joyce, y ello se presenta quizá de modo más explícito en lo que ha quedado de Stephen el héroe (1944), el primer borrador de Retrato del artista adolescente (1916), a partir de un dictum que recibe el hermano menor, Maurice (al que identificamos como Stanislaus), en el capítulo XVI: “El aislamiento es el primer principio de la economía artística”.
La ruptura inicial de ese ente que forman Joyce y Dedalus es imaginaria, y se da a partir de la lectura. Se dice que cuando iba en el primer año de la universidad Stephen sufrió la influencia más duradera de su vida al encontrarse, por medio de traducciones difícilmente obtenidas, con el espíritu del dramaturgo noruego Henrik Ibsen, e “instantáneamente comprendió ese espíritu”, lo que configuró una epifanía, ya que “las mentes del viejo poeta noruego y del perturbado joven celta se reunieron en un momento de radiante simultaneidad”. A tal punto lo sorprendió Ibsen, por su profunda aprobación de sí mismo, su altanera valentía desilusionada, su menuda y voluntariosa energía, dice, que empezó a estudiar danés. Esta temprana especialización en Ibsen lo aísla, y se vuelve una misteriosa novedad en el entorno intelectual y familiar en que Dedalus se mueve. Cuando la madre le pregunta por Ibsen, él cree que lo hace para saber si es uno de esos autores “peligrosos” que dicen en la ciudad que frecuenta; el diálogo cierra con una disertación de Stephen sobre el arte y la vida: “El arte no es una escapatoria de la vida. El arte, al contrario, es la misma expresión central de la vida. Un artista no es un tío que cuelga un paraíso mecánico delante del público. Eso lo hace el cura. El artista afirma la plenitud de su propia vida y crea… ¿Entiendes?”
Por su hijo la señora Dedalus lee, pues a Ibsen; encuentra que la Nora de Casa de muñecas es un personaje encantador, pero su obra preferida es El pato salvaje…
—¿Crees que es inmoral? —pregunta Stephen.
—Claro, ya sabes, Stephen, trata temas… de los que yo entiendo muy poco… unos temas…
—¿Unos temas que crees que no se debería hablar nunca de ellos?
—Bueno, esa es la opinión de los viejos pero no sé si tenían razón. No sé si es bueno para la gente estar en una ignorancia completa.
—Entonces, ¿por qué no tratarlos abiertamente?
—Creo que le podría hacer daño a cierta gente… gente poco instruida, desequilibrada. La naturaleza de cada cual es muy diferente. Tú quizás…
—Ah, no te preocupes de mí… ¿Crees que estas obras no sirven para que las lea la gente?
—No, creo que son unas obras magníficas, realmente.
—¿Y no inmorales?
—Creo que Ibsen… tiene un conocimiento extraordinario de la naturaleza humana… Y creo que la naturaleza humana a veces es una cosa extraordinaria —dice entre balbuceos la señora Dedalus.
Si con su madre avanza Stephen en acercarla un poco a Ibsen, con su padre fracasa del todo. Con el rector de la Universidad conversa también sobre el escritor noruego; el jesuita en principio descalifica a Ibsen por lo que se dice de él en la prensa, mas confiesa no haberlo leído nunca; promete entonces Stephen prestarle algunas de sus obras. “Ya verá”, le dice, “que es un gran poeta y un gran artista.”
Ibsen es, quizá, el primer exilio; el segundo es la pérdida de la fe. Maldice Stephen la farsa del catolicismo de Irlanda; entiende que vive en una isla “cuyos habitantes confían a otros sus voluntades y sus mentes para poder asegurarse una vida de parálisis espiritual; una isla en que todo el poder y las riquezas están al cuidado de aquellos cuyo reino no es de este mundo; una isla en que César confiesa a Cristo y Cristo confiesa a César al mismo tiempo, para engordar juntos a costa de una famélica plebe”.
Con Ibsen y sin Dios, en el amor tampoco encontrará Stephen asidero alguno; y su actitud franca o grosera con Emma Clery lo despojará acaso una de las últimas ataduras posibles, la del amor. Pierde, además, a una hermana; y se perfila el futuro de una vida errante, ante el extrañamiento de los jesuitas que quieren encontrarle oficio y asegurarle un futuro, en lo que él califica como un intento por hacerlo “marchar sin avanzar”. Reacciona Stephen: “Mi arte surgirá de una fuente libre y noble.”
A los ojos de los demás el camino en solitario por el que se define el joven artista es el mal camino. Tampoco le atraerá el nacionalismo, al que ve como otra religión. Se consagra a Thoth, el dios de los escritores y decide que es tiempo de partir. Pretende así descubrir una manera de vida o de arte en la cual su alma pueda expresarse a sí misma con ilimitada libertad. “Te voy a decir lo que haré y lo que no haré”, le dice Stephen a Cranly en las páginas finales de Retrato del artista adolescente. “No serviré por más tiempo a aquello en lo que no creo, llámese mi hogar, mi patria o mi religión. Y trataré de expresarme de algún modo en vida y arte, tan libremente como me sea posible, tan plenamente como me sea posible, usando para mi defensa las únicas armas que me permito usar: silencio, destierro y astucia”.
El antepasado al que Stephen pide amparo, antiguo artífice, es sin duda Dédalo, el arquitecto constructor del laberinto de Creta. Y con ese apoyo sale entonces a buscar por millonésima vez la realidad de la experiencia y a forjar en la fragua de su espíritu la conciencia increada de su raza.
Septiembre 2009
La percepción de que algo en la atmósfera irlandesa (acaso esa doble servidumbre a la corona británica y la iglesia católica) provoca en los habitantes de la isla una aguda parálisis, es común en las primeras obras narrativas de James Joyce. En el relato “Eveline”, de Dublineses (1914), por ejemplo, ante una oferta de matrimonio la protagonista se enfrenta a la posibilidad de abandonar la isla y asume esto como una salvación… Pero en el muelle de North Wall, antes de abordar con su prometido el buque nocturno que los llevaría a Liverpool —escala inicial de un largo viaje hacia Buenos Aires—, Eveline se detiene cuando una náusea estremece su cuerpo y todos los mares del mundo se agitan en su corazón. “Él la conducía hacia ellos: él la iba a ahogar”, piensa la muchacha, que se aferra a la barandilla de hierro, y ante el asombro del novio se queda paralizada como un animal desvalido; y al alejarse Frank en el buque, leemos, sus ojos “no tuvieron para él signo de amor o de adiós o de reconocimiento”, en un vacío profundo, como si en efecto Eveline se hubiera transformado en una estatua, un ser impedido para la movilidad.
Se vuelve a la estación de North Wall en el arranque del cuento “Una pequeña nube”: recuerda el protagonista Little Chandler que ocho años atrás despidió ahí a su amigo Ignatius Gallaher, de visita ahora en la ciudad. Por su aire desenvuelto, el traje tweed bien cortado y el aplomo de su acento, para Little Chandler es claro que Gallaher “lo había conseguido”, ¿conseguir qué? Salió de la isla y logró colocarse en Londres como una brillante figura de la prensa, mientras que Little Chandler, con una pequeñez infinita que va más (o menos) allá de su estatura y de su alias, ha abandonado sus sueños de literato y se desempeña como escribano en una oficina pública, como una especie de Bartleby dublinés. La cita en que se reencuentran los amigos pone en evidencia los contrastes, y perfila una conclusión: “No había la menor duda: si quieres triunfar has de irte. En Dublín no hay nada que hacer”. Considera Little Chandler que a sus treinta y dos años todavía tiene tiempo de replantear su vida mas por la noche, cuando vuelve a casa luego del encuentro con Gallaher, vuelve también a ser consciente de sus ataduras: apenas llega, la mujer deposita en sus brazos a un bebé para salir ella a comprar un cuarto de té y dos libras de azúcar que hacen falta para la cena. Así, paralizado, se encuentra con un volumen de poemas de Byron, que toma con dificultad de una mesita, cuidándose de no molestar al bebé, e intenta leer; planea aun retomar el impulso escritural de su juventud, pero cuando medita en estos asuntos de pronto el niño llora y él no sabe cómo callarlo. Regresa la esposa asustada, le arrebata al niño para consolarlo diciéndole: “¡No pasa nada, mi vida”. En efecto, nada pasa; ante este espectáculo Little Chandler, diminuto al final del cuento, siente que sus mejillas se cubren de vergüenza y rehúye la luz de la lamparilla. Sabemos que volverá irremediablemente a su oscuridad de todos los días.
En este par de relatos el autor exorciza sus fantasmas. Se pregunta el lector de Dublineses: ¿Qué habría pasado si Nora Barnacle hubiera reaccionado como Eveline cuando Joyce le propuso escapar con él hacia el Continente?, ¿o qué habría sido de la pareja si hubieran continuado su noviazgo sin salir de la isla?, ¿el letargo irlandés los habría hecho presas?
La lucha por no sucumbir a esa parálisis es lo que da un carácter heroico a Stephen Dedalus, alter ego de Joyce, y ello se presenta quizá de modo más explícito en lo que ha quedado de Stephen el héroe (1944), el primer borrador de Retrato del artista adolescente (1916), a partir de un dictum que recibe el hermano menor, Maurice (al que identificamos como Stanislaus), en el capítulo XVI: “El aislamiento es el primer principio de la economía artística”.
La ruptura inicial de ese ente que forman Joyce y Dedalus es imaginaria, y se da a partir de la lectura. Se dice que cuando iba en el primer año de la universidad Stephen sufrió la influencia más duradera de su vida al encontrarse, por medio de traducciones difícilmente obtenidas, con el espíritu del dramaturgo noruego Henrik Ibsen, e “instantáneamente comprendió ese espíritu”, lo que configuró una epifanía, ya que “las mentes del viejo poeta noruego y del perturbado joven celta se reunieron en un momento de radiante simultaneidad”. A tal punto lo sorprendió Ibsen, por su profunda aprobación de sí mismo, su altanera valentía desilusionada, su menuda y voluntariosa energía, dice, que empezó a estudiar danés. Esta temprana especialización en Ibsen lo aísla, y se vuelve una misteriosa novedad en el entorno intelectual y familiar en que Dedalus se mueve. Cuando la madre le pregunta por Ibsen, él cree que lo hace para saber si es uno de esos autores “peligrosos” que dicen en la ciudad que frecuenta; el diálogo cierra con una disertación de Stephen sobre el arte y la vida: “El arte no es una escapatoria de la vida. El arte, al contrario, es la misma expresión central de la vida. Un artista no es un tío que cuelga un paraíso mecánico delante del público. Eso lo hace el cura. El artista afirma la plenitud de su propia vida y crea… ¿Entiendes?”
Por su hijo la señora Dedalus lee, pues a Ibsen; encuentra que la Nora de Casa de muñecas es un personaje encantador, pero su obra preferida es El pato salvaje…
—¿Crees que es inmoral? —pregunta Stephen.
—Claro, ya sabes, Stephen, trata temas… de los que yo entiendo muy poco… unos temas…
—¿Unos temas que crees que no se debería hablar nunca de ellos?
—Bueno, esa es la opinión de los viejos pero no sé si tenían razón. No sé si es bueno para la gente estar en una ignorancia completa.
—Entonces, ¿por qué no tratarlos abiertamente?
—Creo que le podría hacer daño a cierta gente… gente poco instruida, desequilibrada. La naturaleza de cada cual es muy diferente. Tú quizás…
—Ah, no te preocupes de mí… ¿Crees que estas obras no sirven para que las lea la gente?
—No, creo que son unas obras magníficas, realmente.
—¿Y no inmorales?
—Creo que Ibsen… tiene un conocimiento extraordinario de la naturaleza humana… Y creo que la naturaleza humana a veces es una cosa extraordinaria —dice entre balbuceos la señora Dedalus.
Si con su madre avanza Stephen en acercarla un poco a Ibsen, con su padre fracasa del todo. Con el rector de la Universidad conversa también sobre el escritor noruego; el jesuita en principio descalifica a Ibsen por lo que se dice de él en la prensa, mas confiesa no haberlo leído nunca; promete entonces Stephen prestarle algunas de sus obras. “Ya verá”, le dice, “que es un gran poeta y un gran artista.”
Ibsen es, quizá, el primer exilio; el segundo es la pérdida de la fe. Maldice Stephen la farsa del catolicismo de Irlanda; entiende que vive en una isla “cuyos habitantes confían a otros sus voluntades y sus mentes para poder asegurarse una vida de parálisis espiritual; una isla en que todo el poder y las riquezas están al cuidado de aquellos cuyo reino no es de este mundo; una isla en que César confiesa a Cristo y Cristo confiesa a César al mismo tiempo, para engordar juntos a costa de una famélica plebe”.
Con Ibsen y sin Dios, en el amor tampoco encontrará Stephen asidero alguno; y su actitud franca o grosera con Emma Clery lo despojará acaso una de las últimas ataduras posibles, la del amor. Pierde, además, a una hermana; y se perfila el futuro de una vida errante, ante el extrañamiento de los jesuitas que quieren encontrarle oficio y asegurarle un futuro, en lo que él califica como un intento por hacerlo “marchar sin avanzar”. Reacciona Stephen: “Mi arte surgirá de una fuente libre y noble.”
A los ojos de los demás el camino en solitario por el que se define el joven artista es el mal camino. Tampoco le atraerá el nacionalismo, al que ve como otra religión. Se consagra a Thoth, el dios de los escritores y decide que es tiempo de partir. Pretende así descubrir una manera de vida o de arte en la cual su alma pueda expresarse a sí misma con ilimitada libertad. “Te voy a decir lo que haré y lo que no haré”, le dice Stephen a Cranly en las páginas finales de Retrato del artista adolescente. “No serviré por más tiempo a aquello en lo que no creo, llámese mi hogar, mi patria o mi religión. Y trataré de expresarme de algún modo en vida y arte, tan libremente como me sea posible, tan plenamente como me sea posible, usando para mi defensa las únicas armas que me permito usar: silencio, destierro y astucia”.
El antepasado al que Stephen pide amparo, antiguo artífice, es sin duda Dédalo, el arquitecto constructor del laberinto de Creta. Y con ese apoyo sale entonces a buscar por millonésima vez la realidad de la experiencia y a forjar en la fragua de su espíritu la conciencia increada de su raza.
Septiembre 2009
Etiquetas: Dublineses, James Joyce, Retrato del artista adolescente
1 Comentarios:
En el panorama do finnegans wake de los hermanos de Campos viene una frase que quizá te agrade: "por um comôdo vício de recursaçao île volta a circular em mossa nos textos dos Beatles"
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