Recuerdo de doña Chayito
Venía corre que corre doña Rosario Iglesias Rocha aquel día de agosto de 1995 en que la visité, en mis tiempos de cronista deportivo. Llegó a su puesto de voceadora en la calle Pennsylvania, colonia Nápoles, con periódicos y revistas que por alguna razón no entregó. Eran las once de la mañana. La jornada de esta mujer de entonces 85 años de edad empezó temprano, pero no tanto como en otros tiempos: antes se levantaba a las tres de la madrugada para ir a recoger los periódicos al centro de la ciudad de México. Eso entonces lo hacía un nieto ya treintón, Conrado Peralta Pérez, que la ayudaba una parte de la mañana y luego salía a trabajar el taxi. Ella, luego de hacer sus entregas diarias de ocho a once por varios kilómetros a la redonda, se quedaba en el puesto hasta las 14 horas, en que salía de nuevo a repartir a sus clientes los diarios de la tarde. Traía siempre un cartón en la mano a manera de libreta con la lista de lo que dejó, para no hacerse bolas y cobrar puntualmente: el dinero no le sobraba.
Todo lo hacía doña Chayito caminando. Era impresionante su vitalidad. Decía de pronto: “Déjeme ir a la esquina a preguntar algo”, y en menos de lo que se daba uno cuenta ya había recorrido cien o doscientos metros en tiempo récord. Se consideraba atleta novata, pues comenzó a correr apenas en 1991 en torneos nacionales de veteranos. No obstante, llevaba dos mundiales de atletismo y tenía en su haber siete medallas. En Japón, en 1993, ganó una medalla de oro, dos de plata y una de bronce. Ese 1995 en que conversé con ella viajó a Estados Unidos donde obtuvo sólo tres medallas, pero las tres de oro.
Sus triunfos como corredora veterana le trajeron fama pero no fortuna. Doña Chayito adquirió un trabajo extra no remunerado, que era atender a la prensa. Empezó en 1993, cuando regresó de Japón. Y siguió con eso: iba a la radio y la televisión, aparecía en la prensa escrita. El único pero que ponía a los reporteros que la buscan era que ella vivía de su trabajo, y la distraían con las entrevistas. Era buena conversadora, pero de platicar sí se cansaba. No sabía estar sentada. Lo suyo era ir de aquí para allá, con sus tenis rojos y sus enaguas, como si la ciudad fuera su pista de entrenamiento.
En esta conversación Rosario Iglesias, doña Chayito (quien falleció en la ciudad de México el viernes 30 de enero de este 2009, a los 98 años), habló de un pasado largo del que iba perdiendo memoria y de sus triunfos deportivos, que la tenían muy contenta. Para dar al texto una secuencia narrativa se eliminaron las preguntas.
“No me casé, me juí”
De mi vida no me acuerdo. Lo único que recuerdo es que sufrí l’hambre, esa sí no se me olvida. Mi familia es de El Chorrito, en Tacubaya. Ahí nací, hace 85 años. Fuimos entre hermanos y hermanas más de doce. Estudié hasta tercer año de primaria porque mi padre, que era albañil, se cayó de una obra y ya no hubo quién nos diera dinero. Mi padre no quedó bien entonces pero luego se alivió; a partir de ese accidente un compañero le puso El Siete Vidas. A mí y a mis hermanas nos mandaron a trabajar muy chicas, de nanas, ¿de qué otra cosa podíamos trabajar?
De El Chorrito nos vinimos a vivir a San Pedro, donde está el mercado de Miraflores. Decían que eran terrenos del señor Lomelí. Había árboles de duraznos, y mi madre se dedicaba a recolectar los frutos para dárselos al dueño de esas tierras. Toda mi vida la he pasado en esta zona de la ciudad de México.
No me casé, ahora sí que nada más me juí. Mis hermanas también agarraron su camino. Trabajé de sirvienta. ¿Qué pagaban antes? Quince pesos al mes. Ahora las sirvientas ganan un montón, pero no vale mucho el dinero. Antes era poquito pero alcanzaba para algo. Tuve dos hijas, gracias a Dios. Un día me dije: ya no quiero ser sirvienta, voy a trabajar por mi cuenta. Y empecé a vender periódicos. Otro día me dije: me voy a comprar un departamentito donde nomás me digan “tanto tiene que pagar” y ya, y compré en Plateros. Decían que si no pagaba uno las mensualidades le quitaban el departamento, y por ese miedo compré nomás de una recámara. Hubiera comprado de dos, ahora estoy arrepentida. Me gustaría tener un terreno, pues eso de estar en condominio como que no se puede.
“En 1991 empecé a correr”
Siempre veía yo que corrían los del maratón, y me preguntaba: ¿cómo le harán?, ¿a quién le pedirán permiso para correr? Me daban ganas de meterme a correr y que me recibieran así vestida, ¡qué es eso de andar encuerados! Me daba vergúenza usar los pantalones cortos y la playera.
Le entregaba periódico a un señor Miguel Ramírez, que trabajaba por aquí, y él me invitó a correr. Fue en 1991, hace no muchos años. Por eso digo que soy una novata. Me inscribió en unas carreras en Jalapa, Veracruz.
—¿Qué necesito llevar? ¿Qué compro?
—Usted nada más pone su persona —me dijo.
Agarré mi rebozo y vámonos. Me llevaron a un centro comercial; era un viernes en la tarde, bien me acuerdo. Me compraron estos tenis que traigo ahora puestos, el pantalón corto y una camiseta. Y ahí vamos en el coche, rumbo a Jalapa. Pero algo le faltaba o tenía mal el coche del señor Ramírez, y que lo detiene la patrulla.
—No pueden seguir —ordenó el patrullero.
—Oiga no sea malo, va a correr la señora.
—¿Cómo que va a correr?
El señor Ramírez y el patrullero conversaron. Yo me quedé en el coche. Vino de pronto el policía hacia mí.
—Entonces va a correr, señora?
—Pues sí, señor.
—¿Y va a ganar?
—Voy a hacer la lucha.
Y nos dejó pasar. Llegamos por la noche a Jalapa. Corrí tres veces y me dieron tres trofeos por el primer lugar. Terminaba de correr y me ponía mis enaguas, pues me daba vergüenza andar así vestida como deportista. Ahora estoy entrando en la onda.
“Ya me había quedado”
En Japón, en 1993, corrí en cuatro carreras. Gané una medalla de oro en 400 metros, dos de plata en 800 y 1,500 y una de bronce en 200. Son medallas bonitas, grandotas. Y a ese viaje no iba a ir, ya me había quedado. Tanto entrenar todos los días para...
Le cuento: hubo unas carreras en Querétaro para seleccionar a los que viajarían a Japón. Quedé en los primeros lugares y puestísima para el viaje. Entonces me aconsejaron que a la gente que le entregaba periódicos pidiera ayuda para el boleto de avión. ¿Cómo iba yo a pedir? ¡Me daba vergüenza! No junté nada, no junté nada. El señor Miguel Ramírez me dijo:
—¡Ay, Chayito, no sabemos pedir dinero!
—Pues ni modo, no vamos. Ya iremos otro día.
Se fueron un lunes los demás competidores. Pasó por el puesto un compañero de los expendios, de los que nos surten las revistas, y me dijo:
—¿Qué pasó Chayito, no se fue?
—No, no tenemos dinero.
—Vamos con mi hermano.
Y me fui con él. El hermano y otro señor, de la Unión de Voceadores ambos, nos dieron para el pasaje. ¡Ha de ser caro! ¡Imagínese, de aquí a Japón! Desde esa fecha ellos me siguen apoyando. Del gobierno nunca he recibido ayuda.
Hice el viaje en avión. Los que ya estaban ahí me preguntaron al llegar al hotel que cómo me sentía.
—¿Cómo me siento de qué?
—¿No le cayó mal el viaje? ¿No le dieron ganas de vomitar?
A otros sí les ocurrió, pero yo no sentí nada, para mí era lo mismo estar aquí que allá. Extrañé a mi país porque no había tortillas, no había chile, no había frijoles... De eso sufrí. El arroz creo que nomás lo hierven, y no le ponen sal. Lo que sí había era muchas papitas fritas, y eso comí. Todo era diferente. Fueron dos semanas sin tortillas, fíjese.
“¡A rajarme a mi tierra!”
En Búfalo, este año, perdí una carrera. Nada más traje tres medallas pero de tres primeros lugares. Este viaje fue diferente, no supe quiénes eran los de ahí; en Japón sí los pude identificar, por los ojos rasgados.
Al correr no me siento menos ni me pongo nerviosa. Ahora corrí primero la de ochocientos metros y la gané. Luego la de doscientos y la perdí. Me faltaban la de mil quinientos y la de cuatrocientos. “Si no pude en la de doscientos”, pensé, “menos voy a poder en las otras: ya no corro.” Pero estaba fuera de mi país. “¡A rajarme a mi tierra!”, me dije. Y que voy ganando.
Siento gusto cuando llego a la meta. Todos me aplauden. Dicen que en la pista parezco una muñeca corriendo, como me ven chiquita. Por eso me dicen Chayito, por pequeña. A mí me da igual que me digan de un modo u otro, Rosario o Chayito.
Debo prepararme para 1997, porque las salidas en avión son cada dos años. Esta vez vamos a Sudamérica o África, ¡es más lejos! Ya estamos avisados.
Esto de las entregas del periódico es lo que me mantiene sana. Todos los días vengo desde Plateros hasta la Nápoles andando. Cuando voy a entrenar bajo de Plateros al cine Manacar, pues allá me recoge el señor Miguel Ramírez: y vamos a Los Viveros de Coyoacán o a la pista de la delegación Benito Juárez. Caminar me sirve de ejercicio. A mí no me duele ni una uña. No se me sube ni esa que llaman la presión. Así estoy, sana. Me siento como una quinceañera.
Vivo feliz, aunque sea pobremente. Me dicen: “¿Qué come o cómo le hace para estar tan bien?” Como lo que come el pobre: nopales, salsa y sus tortillas que no les falten. Con eso soy feliz.
Febrero 2009
Venía corre que corre doña Rosario Iglesias Rocha aquel día de agosto de 1995 en que la visité, en mis tiempos de cronista deportivo. Llegó a su puesto de voceadora en la calle Pennsylvania, colonia Nápoles, con periódicos y revistas que por alguna razón no entregó. Eran las once de la mañana. La jornada de esta mujer de entonces 85 años de edad empezó temprano, pero no tanto como en otros tiempos: antes se levantaba a las tres de la madrugada para ir a recoger los periódicos al centro de la ciudad de México. Eso entonces lo hacía un nieto ya treintón, Conrado Peralta Pérez, que la ayudaba una parte de la mañana y luego salía a trabajar el taxi. Ella, luego de hacer sus entregas diarias de ocho a once por varios kilómetros a la redonda, se quedaba en el puesto hasta las 14 horas, en que salía de nuevo a repartir a sus clientes los diarios de la tarde. Traía siempre un cartón en la mano a manera de libreta con la lista de lo que dejó, para no hacerse bolas y cobrar puntualmente: el dinero no le sobraba.
Todo lo hacía doña Chayito caminando. Era impresionante su vitalidad. Decía de pronto: “Déjeme ir a la esquina a preguntar algo”, y en menos de lo que se daba uno cuenta ya había recorrido cien o doscientos metros en tiempo récord. Se consideraba atleta novata, pues comenzó a correr apenas en 1991 en torneos nacionales de veteranos. No obstante, llevaba dos mundiales de atletismo y tenía en su haber siete medallas. En Japón, en 1993, ganó una medalla de oro, dos de plata y una de bronce. Ese 1995 en que conversé con ella viajó a Estados Unidos donde obtuvo sólo tres medallas, pero las tres de oro.
Sus triunfos como corredora veterana le trajeron fama pero no fortuna. Doña Chayito adquirió un trabajo extra no remunerado, que era atender a la prensa. Empezó en 1993, cuando regresó de Japón. Y siguió con eso: iba a la radio y la televisión, aparecía en la prensa escrita. El único pero que ponía a los reporteros que la buscan era que ella vivía de su trabajo, y la distraían con las entrevistas. Era buena conversadora, pero de platicar sí se cansaba. No sabía estar sentada. Lo suyo era ir de aquí para allá, con sus tenis rojos y sus enaguas, como si la ciudad fuera su pista de entrenamiento.
En esta conversación Rosario Iglesias, doña Chayito (quien falleció en la ciudad de México el viernes 30 de enero de este 2009, a los 98 años), habló de un pasado largo del que iba perdiendo memoria y de sus triunfos deportivos, que la tenían muy contenta. Para dar al texto una secuencia narrativa se eliminaron las preguntas.
“No me casé, me juí”
De mi vida no me acuerdo. Lo único que recuerdo es que sufrí l’hambre, esa sí no se me olvida. Mi familia es de El Chorrito, en Tacubaya. Ahí nací, hace 85 años. Fuimos entre hermanos y hermanas más de doce. Estudié hasta tercer año de primaria porque mi padre, que era albañil, se cayó de una obra y ya no hubo quién nos diera dinero. Mi padre no quedó bien entonces pero luego se alivió; a partir de ese accidente un compañero le puso El Siete Vidas. A mí y a mis hermanas nos mandaron a trabajar muy chicas, de nanas, ¿de qué otra cosa podíamos trabajar?
De El Chorrito nos vinimos a vivir a San Pedro, donde está el mercado de Miraflores. Decían que eran terrenos del señor Lomelí. Había árboles de duraznos, y mi madre se dedicaba a recolectar los frutos para dárselos al dueño de esas tierras. Toda mi vida la he pasado en esta zona de la ciudad de México.
No me casé, ahora sí que nada más me juí. Mis hermanas también agarraron su camino. Trabajé de sirvienta. ¿Qué pagaban antes? Quince pesos al mes. Ahora las sirvientas ganan un montón, pero no vale mucho el dinero. Antes era poquito pero alcanzaba para algo. Tuve dos hijas, gracias a Dios. Un día me dije: ya no quiero ser sirvienta, voy a trabajar por mi cuenta. Y empecé a vender periódicos. Otro día me dije: me voy a comprar un departamentito donde nomás me digan “tanto tiene que pagar” y ya, y compré en Plateros. Decían que si no pagaba uno las mensualidades le quitaban el departamento, y por ese miedo compré nomás de una recámara. Hubiera comprado de dos, ahora estoy arrepentida. Me gustaría tener un terreno, pues eso de estar en condominio como que no se puede.
“En 1991 empecé a correr”
Siempre veía yo que corrían los del maratón, y me preguntaba: ¿cómo le harán?, ¿a quién le pedirán permiso para correr? Me daban ganas de meterme a correr y que me recibieran así vestida, ¡qué es eso de andar encuerados! Me daba vergúenza usar los pantalones cortos y la playera.
Le entregaba periódico a un señor Miguel Ramírez, que trabajaba por aquí, y él me invitó a correr. Fue en 1991, hace no muchos años. Por eso digo que soy una novata. Me inscribió en unas carreras en Jalapa, Veracruz.
—¿Qué necesito llevar? ¿Qué compro?
—Usted nada más pone su persona —me dijo.
Agarré mi rebozo y vámonos. Me llevaron a un centro comercial; era un viernes en la tarde, bien me acuerdo. Me compraron estos tenis que traigo ahora puestos, el pantalón corto y una camiseta. Y ahí vamos en el coche, rumbo a Jalapa. Pero algo le faltaba o tenía mal el coche del señor Ramírez, y que lo detiene la patrulla.
—No pueden seguir —ordenó el patrullero.
—Oiga no sea malo, va a correr la señora.
—¿Cómo que va a correr?
El señor Ramírez y el patrullero conversaron. Yo me quedé en el coche. Vino de pronto el policía hacia mí.
—Entonces va a correr, señora?
—Pues sí, señor.
—¿Y va a ganar?
—Voy a hacer la lucha.
Y nos dejó pasar. Llegamos por la noche a Jalapa. Corrí tres veces y me dieron tres trofeos por el primer lugar. Terminaba de correr y me ponía mis enaguas, pues me daba vergüenza andar así vestida como deportista. Ahora estoy entrando en la onda.
“Ya me había quedado”
En Japón, en 1993, corrí en cuatro carreras. Gané una medalla de oro en 400 metros, dos de plata en 800 y 1,500 y una de bronce en 200. Son medallas bonitas, grandotas. Y a ese viaje no iba a ir, ya me había quedado. Tanto entrenar todos los días para...
Le cuento: hubo unas carreras en Querétaro para seleccionar a los que viajarían a Japón. Quedé en los primeros lugares y puestísima para el viaje. Entonces me aconsejaron que a la gente que le entregaba periódicos pidiera ayuda para el boleto de avión. ¿Cómo iba yo a pedir? ¡Me daba vergüenza! No junté nada, no junté nada. El señor Miguel Ramírez me dijo:
—¡Ay, Chayito, no sabemos pedir dinero!
—Pues ni modo, no vamos. Ya iremos otro día.
Se fueron un lunes los demás competidores. Pasó por el puesto un compañero de los expendios, de los que nos surten las revistas, y me dijo:
—¿Qué pasó Chayito, no se fue?
—No, no tenemos dinero.
—Vamos con mi hermano.
Y me fui con él. El hermano y otro señor, de la Unión de Voceadores ambos, nos dieron para el pasaje. ¡Ha de ser caro! ¡Imagínese, de aquí a Japón! Desde esa fecha ellos me siguen apoyando. Del gobierno nunca he recibido ayuda.
Hice el viaje en avión. Los que ya estaban ahí me preguntaron al llegar al hotel que cómo me sentía.
—¿Cómo me siento de qué?
—¿No le cayó mal el viaje? ¿No le dieron ganas de vomitar?
A otros sí les ocurrió, pero yo no sentí nada, para mí era lo mismo estar aquí que allá. Extrañé a mi país porque no había tortillas, no había chile, no había frijoles... De eso sufrí. El arroz creo que nomás lo hierven, y no le ponen sal. Lo que sí había era muchas papitas fritas, y eso comí. Todo era diferente. Fueron dos semanas sin tortillas, fíjese.
“¡A rajarme a mi tierra!”
En Búfalo, este año, perdí una carrera. Nada más traje tres medallas pero de tres primeros lugares. Este viaje fue diferente, no supe quiénes eran los de ahí; en Japón sí los pude identificar, por los ojos rasgados.
Al correr no me siento menos ni me pongo nerviosa. Ahora corrí primero la de ochocientos metros y la gané. Luego la de doscientos y la perdí. Me faltaban la de mil quinientos y la de cuatrocientos. “Si no pude en la de doscientos”, pensé, “menos voy a poder en las otras: ya no corro.” Pero estaba fuera de mi país. “¡A rajarme a mi tierra!”, me dije. Y que voy ganando.
Siento gusto cuando llego a la meta. Todos me aplauden. Dicen que en la pista parezco una muñeca corriendo, como me ven chiquita. Por eso me dicen Chayito, por pequeña. A mí me da igual que me digan de un modo u otro, Rosario o Chayito.
Debo prepararme para 1997, porque las salidas en avión son cada dos años. Esta vez vamos a Sudamérica o África, ¡es más lejos! Ya estamos avisados.
Esto de las entregas del periódico es lo que me mantiene sana. Todos los días vengo desde Plateros hasta la Nápoles andando. Cuando voy a entrenar bajo de Plateros al cine Manacar, pues allá me recoge el señor Miguel Ramírez: y vamos a Los Viveros de Coyoacán o a la pista de la delegación Benito Juárez. Caminar me sirve de ejercicio. A mí no me duele ni una uña. No se me sube ni esa que llaman la presión. Así estoy, sana. Me siento como una quinceañera.
Vivo feliz, aunque sea pobremente. Me dicen: “¿Qué come o cómo le hace para estar tan bien?” Como lo que come el pobre: nopales, salsa y sus tortillas que no les falten. Con eso soy feliz.
Febrero 2009
3 Comentarios:
Ah, muy bueno, muy bueno. Saludos
Estas líneas reflejan el sentir de una mujer admirable, a quien me hubiera gustado conocer para invitarla a comer. Muy buena entrevista, señor Toledo. El pedicure le hace bien para escribir, lo humaniza.
Querido Alejandro, a mí también me impacto conocerla. Siempre que pasaba por su puesto, saliendo de Aldus, me acercaba a saludarla. Curiosamente, un día que Fernanda me dio «James Joyce y sus alrededores», venía con él bajo el brazo y vi a esa mujer a la que el espíritu se le salía por los ojos.
La calle donde estaba su precario puestesito había sido testigo de un enamoramiento fugaz que tuve hace algunos años. Por fugaz, intenso. Así que puedo decir que éste post es como la entrada a muchas cosas que me conmueven.
Gracias por el post, sigue escribiendo, ya no dejes el changarrito tan solo.
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