viernes, febrero 27, 2009

El Hollywood de González Dueñas

Muchos confían en el libro de gran venta porque suponen, como buenos consumidores, que si una mercancía ha recibido una verificación y aprobación numerosas su calidad está de algún modo garantizada, cuando no se percatan de que hay estrategias para la fabricación y difusión del best seller, tomos construidos industrialmente bajo el esquema del “úsese y tírese”, léase ahora y olvídese después. Del mismo modo, una cinta con presupuesto y recaudación millonarios es considerada como algo digno de atender, y por ello la prensa en Hollywood difunde semana a semana las cifras en taquilla alcanzadas por los que algunos piensan son los productos más acabados de la denominada “fábrica de sueños”: el consenso parece determinar la posibilidad de permanencia de una cinta, si no en la historia fílmica sí en los muy complejos (ruidosos, aparatosos, desbordantes) complejos cinematográficos, en las tiendas de videos o en la programación televisiva semanal. Y se arma una cadena ya conocida: el ver lo que tantos otros están viendo o ya vieron se convierte, con base en ese insistente y tortuoso aparato publicitario, en una necesidad casi primordial.
De esta manera, el impulso individual de acceder a la experiencia artística (en este caso, la literatura y el cine) recibe, a cambio, algo que no es exactamente lo que se buscaba pero que se le parece, pues en cuanto a los libros sin duda se trata de simplificaciones o vulgarizaciones, se diría, de las obras significativas, con lenguaje limitado, pleno de lugares comunes, y acciones más o menos previsibles (elementos que no exigen mayor ejercicio al cerebro pero sí terminan por dañarlo), y en lo que respecta a los filmes nos enfrentamos a producciones en cierta forma sofisticadas, porque la técnica cinematográfica en sí misma va evolucionando y los distintos departamentos que intervienen en el proceso de una cinta suelen resultar muy eficientes, pero que en la cuestión argumental y en el sentido último de la obra encierran variadísimas trampas tanto comerciales como ideológicas.
Una cosa es pintar así, de un plumazo, este paisaje deprimente, y otra poder demostrar que en efecto está ocurriendo, y esa es una de las virtudes de Hollywood: la genealogía secreta (Universidad Autónoma de Nuevo León, 2008), de Daniel González Dueñas, edición corregida y ampliada de El cine imaginario (Universidad Veracruzana, 1998), en donde se describe a la industria cinematográfica como no solemos concebirla, es decir tal cual ella es, con sus sinuosidades o tortuosidades claramente expuestas.
Lo aprendido en el libro y en los diálogos con el autor puede confrontarse con la experiencia diaria, pues se convive a todas horas con ese fantasma delirante que es el cine estadunidense. Refiero un descubrimiento personal, atribuible para mí a las enseñanzas de González Dueñas. En el zapping del ocio encontré hace no mucho la película Náufrago (en inglés, Cast Away, del año 2000, dirigida por Robert Zemeckis), que evité en el cine y hallé por casualidad en la pantalla chica. Supone una de las consagraciones del comediante Tom Hanks en un papel dramático, y por ella estuvo incluso nominado a los premios Oscar como mejor actor estelar. Para mi sorpresa, me topo en Internet con una página de la Academia de Ciencias Luventicus, con sede en la ciudad de Rosario, Argentina, dedicada precisamente al largometraje náufrago con el objetivo, leo ahí, de “abrir un espacio para exponer y discutir cuestiones relacionadas con aspectos humanos y filosóficos poco tratados por los críticos: la dimensión social del hombre, la soledad, el sentido de la existencia, la relación del hombre con las cosas”, etcétera, lo que nos anuncia que estamos ante uno de esos indiscutibles clásicos modernos de la cinematografía mundial.
No me demoro en el argumento, que debe ser muy conocido, pero sí en el extraño artefacto que se construyó como escaparate de dos multinacionales, una dedicada a la mensajería internacional y la otra fabricante de balones y diversos artefactos deportivos. Los hacedores de la cinta se encontraron con todo un reto: cómo dar un espacio generoso a esos anunciantes, cuyas aportaciones acaso hicieron posible la realización del filme, cuando el protagonista estaría la mayor parte del tiempo en una isla desierta. Por frecuente, no nos altera que aparezcan aquí y allá en las pantallas latas de refresco de marcas conocidas o cajetillas de cigarro o señas de fabricantes automovilísticos, que no es difícil colocar en ambientes rurales o urbanos. A este respecto la película que debería recibir todos los reconocimientos, por su extrema saturación publicitaria, es Josie y las Gatimelódicas (Josie and the Pussycats, del 2001, dirigida por Harry Elfont y Deborah Kaplan), también un clásico en su género. ¿Pero cómo dar brillo a los anunciantes en una isla desierta?, se preguntaban los ejecutivos de Cast Away. Pergeñaron entonces un paquete difícil de rechazar: el protagonista sería empleado de la empresa de mensajería, viajaría en un avión de la compañía y no sólo eso, luego del avionazo infortunado seguiría recibiendo paquetes con la marca debidamente etiquetada que le traerían a la playa las olas del mar. Entre éstos vendría el balón de voleibol, convertido por la soledad y mediante un sencillo e ingenioso maquillaje de ojos, nariz y boca en el señor Wilson, fiel acompañante del náufrago. Y no sólo eso, diría el ejecutivo a los representantes de las dos empresas interesadas en anunciarse: luego de ser rescatado, el mismo Tom Hanks haría una última entrega como empleado de FedEx, y a esa cita final con el destino iría acompañado en el asiento del copiloto de un renovado y reluciente señor Wilson.
En términos publicitarios Cast Away es una maravilla. El ingenio humano ha elaborado una ficción que promueve a dos compañías con posición dominante en sus distintas áreas del mercado internacional y las afianza… Pero no digamos que es una película importante, ni menos un filme clásico, ni le adjudiquemos valores filosóficos de los que tal vez carece o que se adulteran acaso entregando la obra al mejor postor. Los dedicados investigadores de la Academia de Ciencias Luventicus pudieron haber tomado como pretexto para sus reflexiones otras piezas mucho más sugestivas, como el Robinson Crusoe (1719) de Daniel Defoe, o la adaptación que de esa novela hiciera Luis Buñuel en los años cincuenta del siglo XX, y no esa baratija superficial presentada de modo ostentoso que es más bien, si se nos exige definirla, un anuncio comercial de larga duración.
Este es acaso sólo un ejemplo de las muchas alertas que se disparan al leer Hollywood: la genealogía secreta. El libro de Daniel González Dueñas funciona así como un necesario “manual de defensa personal” contra los insistentes y a la larga dañinos sobreentendidos hollywoodenses que han convertido al cine en algo que parece cine pero que la mayoría de las veces no es ya cine, sino un sucedáneo aletargante.

Febrero 2009

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