jueves, mayo 26, 2011



Una jota joyceana

Primero un recuerdo. En la infancia mexicana es aún inevitable escuchar a Francisco Gabilondo Soler, que usaba como imagen pública (y alias) a un grillo de nombre Cri Cri, compositor de música para niños de los años cuarenta o cincuenta del siglo XX que desarrolló su carrera sobre todo en la radio, y quien no sé si tenga su par en estas latitudes. En Argentina podría compararse con María Elena Walsh, también creadora de canciones que son cuentos o cuentos que son canciones. Manejaba Gabilondo Soler prácticamente cualquier ritmo o estilo; iba con gran facilidad del mambo al tap y del tap al tango. Una pieza suya, “La jota de la ‘j’” (que sin ser especialista en el género podría calificar, dicho sea de paso, como una buena jota), cifra acaso el diálogo de una ciudad, Zaragoza, con la obra de un autor irlandés cuyas iniciales son, precisamente, jota-jota. Veamos.
Trata la pieza musical de un niño al que en el colegio su profesor pregunta qué es la jota y él recuerda al instante ese bailable del norte de España que ejecutaban en casa los abuelos. “Estúpido niño / vergüenza me da”, lo reprende el maestro, “la jota es la letra / antes de la ka.” El pequeño se obstina en un conocimiento que es herencia, ante un profesor que se comporta como perfecto ignorante (para el que la jota es sólo una letra del alfabeto o una entrada en un diccionario básico), e incluso soporta el niño el doble castigo de no salir al descanso (el recreo, decimos allá) y llenar el pizarrón de jotas que él convierte en risas: “jo jo jo jo jó”. Cierra Cri Cri: “Ay qué cosa, lo celebro, / y me alegro que así sucedió. / Zaragoza, junto el Ebro, / es en donde la jota nació”.
En el principio fue la jota. Podría encontrar en esa canción de la niñez las claves por las que llegué a James Joyce, alguien para el cual la escritura era también partitura. La atención del autor irlandés al sentido del oído destaca en ese capítulo de Ulises en que todo es sonido o en el repertorio de la cantante Marion (Molly) Bloom, cuyo solo monologal, en Do de Pecho (por lo generoso de sus senos, bien repartidos entre el marido y el amante, y que se ofrecen al joven Dedalus como si fueran el fruto prohibido), cierra la novela con un melódico “Sí quiero sí me gusta sí”… O en Finnegans Wake, construida a partir de una especie de jota irlandesa, “La balada de Finnegan”, para cantar y bailar, en la que un hombre cae desde una escalera portátil y muere; en el velorio, que es una larga borrachera (o botellón), alguien arroja whisky al rostro del difunto y éste súbitamente despierta. Finnegans Wake no es un libro para leerse y entenderse sino para escuchar y sentir. El zumo de esa propuesta es el capítulo “Anna Livia Plurabelle”, en donde conversan dos lavanderas a orillas del río sobre los chismes de la ciudad, es decir: lavan la ropa ajena.
Atrevo en mi texto, incluso, esta comparación lírica: que los títulos de Joyce corren en paralelo con los discos de los Beatles; y sugiero que el Ulises del cuarteto de Liverpool es el Sgt. Pepper y que el conocido como Álbum Blanco es su Finnegans Wake. Recuerdo también ese poema V de Música de cámara al que Syd Barret puso melodía.
La jota de la letra jota nos lleva a Joyce y la música, a Joyce y el rock; y, al fin, a Joyce y Zaragoza, cuna de la jota, ciudad en donde gracias a Libros del Innombrable sienta sus reales esta portátil Estación Joyce, modelo para armar. Es para mí un libro-baúl o libro-maleta en donde a lo largo de los años he ido introduciendo tanto apuntes de viajes joyceanos como notas de lectura. Entre los viajes que se incluyen están mis paseos por el París que acogió al Ulises en los años veinte del siglo pasado, o por el Dublín de la infancia y la adolescencia de Joyce y de sus libros, esa ciudad de la que se aleja muy pronto (y a la que se acerca siempre en sus obras), que lo expulsa hacia el continente, en un exilio que tendrá como estaciones principales, además de París, a Trieste y Zürich. Hablo también de Buenos Aires, de filiación joyceana, y de esa traducción pionera de Ulises realizada por un hombre que firmaba como J. Salas Subirat, y del que se dice que fue asesorado (la jota de la jota) por Jorge Luis Borges…
En Buenos Aires encontré a un personaje extravagante, Julián Polito, de oficio librero (aunque para entonces ya retirado), que había publicado años atrás un libro bajo el seudónimo de Leopoldo Bloom; y hallé en una librería de viejo de la calle Corrientes ese relato de Isidoro Blastein, “Dublín al sur”, acerca de un arrojado porteño que lleva el tema de la vida y la obra de Joyce a un programa televisivo de concursos y hace que en Argentina y durante un año “a todo el mundo le dé por Joyce”.
Libro-baúl o libro-maleta, dije líneas arriba, en donde caben esas notas de viajero/lector sentimental y también los apuntes de alguien que lee a Joyce desde nuestra lengua, y que se enfrenta a las traducciones y a los traductores, en un elenco en el que destacan Alonso Donado (en realidad, Dámaso Alonso, quien tradujo el Retrato del artista adolescente), Guillermo Cabrera Infante (y sus Dublineses habaneros) o el propio José Salas Subirat y José María Valverde (la jota de la jota), entre otros. Y me confieso como alguien que por desgracia encuentra tortuosas las nuevas (y reputadas) traducciones de Francisco García Tortosa.
En el año 1922 la librería parisina Shakespeare & Co. publica Ulises en París. Se podría abrir ahora una librería en un local de Zaragoza que se llamara James Joyce & Co., con todo aquello que se ha escrito sobre el escritor irlandés, y además con esa lista infinita de libros a los que nos lleva Joyce o que llevan a Joyce, de Homero a Giambattista Vico, de William Shakespeare a Henrik Ibsen, de Gustave Flaubert a Edouard Dujardin, de Virginia Woolf a William Faulkner, de Leopoldo Marechal a Julio Cortázar o de Julián Ríos a Fernando del Paso.
La obra de James Joyce conforma una biblioteca. Sin el afán de agotarla, en Estación Joyce se transita por ella como si fuera una ciudad, los libros sus edificios, con pasajes subterráneos y vías rápidas e incluso salas de cine, porque se revisa la historia de las adaptaciones de ese corpus escritural a la pantalla. Y ahí aparece otra jota bien acreditada, la de John Huston, que en 1987 dirigió magistralmente el relato “Los muertos”, cuento o cinta que tienen a la música, también, como protagonista: las anfitrionas, las señoritas Morgan, son maestras de canto, y uno de los invitados es un tenor de fama local, Bartell D’Arcy, uno de los futuros o pasados amantes de Marion Bloom (según nos ubiquemos en el tiempo de la ficción, que es el año de 1904, o el tiempo variable de la escritura). Hacia la medianoche, cuando la mayor parte de los invitados se ha retirado, D’Arcy canta, para una dama a la que quiere conquistar, “The Lass of Aughrim”, lo que provoca una inesperada evocación de Gretta Conroy…
Encuentro en esa relato ya apuntadas las intenciones y la estructura de Ulises. Es un esbozo de lo que llegaría a ser la novela: la concentración de la historia en unas horas, el desfile de personajes de la ciudad… y esa epifanía final de una Gretta melancólica, quien recuerda al amante joven que muere por su chica, contiene ya el germen de esa cantata a solas que es el monólogo de Molly Bloom.
En el principio fue la jota; y en el final también. Agradezco a Raúl Herrero y María José Benedí, de Libros del Innombrable, por sus comentarios y por haberse interesado en publicar este libro; al Consejo para la Cultura y las Artes de México, por darme las facilidades para estar en esta ciudad; al Corte Inglés, nuestros anfitriones; a mi padre, por su apoyo; y a ustedes por su asistencia. ¡Y olé!

Zaragoza, mayo 2011

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