lunes, agosto 01, 2011

El microbús nuestro de cada día

Eso que dice el androide en una cinta de ciencia ficción, de que ha visto cosas que los humanos ni se imaginan, podría ser aplicado al paisaje diario de los microbuses en la ciudad de México, aunque de esto hay muchísimos testigos.
Suma de asombros: un chofer puede fumarse su cigarrito y sostener una fuerte discusión por el teléfono celular mientras escucha música a todo volumen, pisa a fondo el acelerador, navega por los tres o cuatro carriles de la avenida y se pasa un alto tras otro en la competencia con sus compañeros de ver quién llega primero a la base. Esto ante la callada resignación de los pasajeros, al parecer acostumbrados al riesgo y el sobresalto; y con la ceguera habitual de los agentes de tránsito, atentos a las faltas de los automovilistas pero no de los choferes.
El microbús es territorio libre ambulante. ¿Quién se atreve a pedir que no vaya tan rápido, que frene sin brusquedad, que le baje a la música, que no se distraiga con el telefonito, que mire al frente y no las piernas de la chica a la que pretende seducir, que no eche carreritas?, ¿quién se anima a una bronca a la que se agregaría en segundos el cobrador o chalán, que no falta, más un gremio solidario, los que vienen atrás y los que van de vuelta?
¿No queda más que sufrir el microbús nuestro de cada día?, ¿y perdonar las faltas continuas de los choferes así como los de tránsito perdonan a los que las cometen? Hasta que ocurra, sí, el choque fatal.

Esquina bajan

El microbús es del que lo trabaja, y cada viaje refleja el temperamento de quien conduce. La música o el programa de radio es de su elección, así como el nivel del volumen. Hay de todo, sí, porque en la nave el que gobierna es el que lleva el volante, capitán de mar y tierra. Puede tratarse de un ser tranquilo y cordial que escucha música clásica, jazz o tontas canciones de amor (como diría McCartney), lo que es atípico; de un cristiano renovado que tararea repetitivas baladas religiosas; de un salsero furibundo, atento a la qué buena, con la música por fuera y por dentro; o un seguidor de Mariano y sus lecturas dramatizadas de filosofía positiva, un consejo nuevo en cada jornada.
—Mariano, soy Jaime.
—Jaime, qué bueno que nos hablas. ¿Qué haces, a qué te dedicas?
—Soy chofer de microbús.
—¿Vas manejando ahora?
—¡Síiiiiiiiii! (Aplausos grabados.) Saludos a mis compañeros de la ruta que me están escuchando.
El soundtrack del día lo impone el azar del microbús al que uno se ha subido. Así como el frenesí del equipo de sonido, con el que se podría organizar, en muchos casos, la fiesta de la cuadra, con un pum-pum que sobrepasa las bocinas y afecta al corazón. Alta tecnología, alta calidad de reproducción, alta sordera y nervios también muy altos.
Son las 20 horas con 57 minutos. El microbús, con vidrios polarizados, transita por División del Norte y dobla en doctor José María Vértiz hacia Salto del Agua, al ritmo de “Yo no sé mañana / yo no sé mañana”. Ocupa los primeros asientos la familia del chofer: en el de la izquierda va dormido, medio chueco el cuerpo, un chico de unos doce años; en el de la derecha cabecea una mujer con un niño de dos o tres años, también en el séptimo sueño, en brazos. El que maneja lo hace como si anduviera solo, al estilo más común: el acelerador a tope, el escape abierto, confundiendo el semáforo en rojo con el verde, y su inolvidable “yo no sé mañana / yo no sé mañana” que lo transporta, en la imaginación, al baile del fin de semana al que no sabemos si llegará.

Hay lugar para… dos

Es como una escena de Rápido y furioso: dos conductores van molestos por un compañero que se les puso en el camino, consideran que ha roto a alguna oscura regla de la ruta y quieren ponerlo en su lugar. En el semáforo de avenida Universidad y Río Churubusco estos cafres se emparejan, acuerdan que el otro no puede ir delante de ellos y en las siguientes cuadras se dedicarán a obstruirlo y rebasarlo. El que lo logre, le habrá dado su lección.
Son dos contra uno, la persecución es frenética; cuando pueden, evitan parar y que suba el pasaje. Si les tocan el timbre, se detienen a regañadientes y hacen que la gente baje casi en plena marcha. A la altura de metro Viveros casi logran el cometido; en el cruce de Miguel Ángel de Quevedo el otro toma la delantera y se brinca la parada obligatoria en donde está un restaurante de comida mexicana… Ahí lo pierden, se les va. No importa: como en la cinta de acción, la próxima será la buena. Ganar lo es todo.
El viaje en microbús es casi un deporte extremo. Hay quien propone que se usen similares sistemas de seguridad a los de las más sofisticadas montañas rusas, con cinturones de seguridad y soportes acolchonados en los hombros, necesarios por el movimiento en zigzag y las velocidades que llegan a alcanzarse. Como en Europa hay trenes de gran velocidad, habría que oficializar aquí los microbuses de alta velocidad y dotarlos del equipo necesario para su mejor funcionamiento. Aunque tendrían que estar todos los pasajeros sentados y sucede que la experiencia muchas veces se vive de pie, con el microbús repleto, agarrados a cuantos tubos se pueda y en equilibrio imposible.
¿Es parte del juego de la existencia?, ¿es una gimnasia que ayuda al ciudadano de cualquier edad, obligado funámbulo, a mantenerse en forma?, ¿se pretende crear una escuela de conductores que puedan acceder, en un futuro no muy lejano, a las pistas internacionales, según el viril ejemplo del Checo Pérez?, ¿se ha convertido aquello de que “la vida no vale nada” en divisa oficial y se permiten en las calles estos deportes de alto riesgo?, ¿es una actividad recreativa más que ofrece nuestra ciudad capital, no una manera de provocar estrés sino de soltar adrenalina?
Una vida sin riesgos no es vida; y viajar en microbús es toda una aventura.

Julio 2011

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