martes, noviembre 01, 2011


El aquelarre erótico


Acaso se trate de un relato terrorífico, cuando le está uno agarrando las bubis a una chica respetable, muy expuesta y aparentemente dispuesta (¿dijo que se llamaba Chris?), que permanecerá ahí mientras dure el trago que se le invitó o el baile que se le pagó, y resulta que sus tetas son de doble pico: el implante interno, plástico, perdió su centro gravitacional y semeja, junto al externo, una suerte de pezón liso oculto, paralelo, como un volcán al que le creciera por dentro, algo ladeado, otro volcán.
—¿Qué te pasó?, ¿te las dejaron mal?
—Sí, ya me operé dos veces y no quedan.
Como si la hubiera intervenido el mismísimo doctor Frankenstein. Parece no importarle demasiado. Esos grandes senos no son ya una parte muy suya (de hecho con la cirugía ha perdido sensibilidad) sino un artículo de placer para los hombres que la miran y tocan; considérense como una de sus herramientas de trabajo, y ocurre entonces como si el martillo, la pinza o el mouse se hubieran enchuecado un poco por el uso o una mala reparación.
Es noche de brujas, jalogüin, en los clubes de hombres de la avenida Insurgentes, disfrazados como mazmorras, con telarañas de algodón, diablitas y vampiresas.
El decorado cambia, y la desvestimenta igual, pero las rutinas son las mismas. ¿Por qué los animadores de este tipo de centros hablan siempre con el mismo tono y cuentan los mismos chistes? La media luz, lo tenebroso, oculta las imperfecciones de las chicas, las estrías naturales o las líneas de puntos de la cesárea (“¡Ave, César, los que van a morir te saludan!”), de cuerpos construidos o destruidos en laboratorios de científicos algo locos.
Es decir, la noche de terror va más allá de lo que uno pudiera pensar, y en el espectáculo del desnudo cada una de las bellezas que sube al escenario podría ser considerada como parienta cercana de la novia de Frankenstein, porque para estar ahí y verse así tuvieron todas que pasar por un rito lúgubre de sangre y bisturí.

La noche de los senos vivientes

Propone el animador del Calígula un concurso; y el que gane se lleva una botella de vodka. Suben cuatro: el Ciego (porque usa lentes de fondo de botella), el Winnie Poh (que parece osito y es un borracho de rostro infantil), uno más que la memoria ahora borra y el Julio (poco cabello y lentes, algo parecido a Julio Regalado), sometidos a las más duras pruebas de baile y simpatía, que aceptan los retos ideados por el animador. Se trata de conquistar al respetable y triunfar mediante el fallo irrevocable del aplausómetro.
—¡Vamos, Winnie!
—¡Échale ganas, Julio!
Aunque parezcan sitios mixtos, los clubes de hombres son eso: lugares en donde se manifiesta la complicidad de género. Las mujeres son motivo de un comercio constante, van de una mesa a la otra mientras haya uno que pague, asienten y se asientan hasta en las piernas y entre más bebidas puedan pedir, mejor… aunque al final de la noche el trago les cause estragos. Son, ellas, cuerpos mudos en movimiento; lo que digan poco importa.. El cliente siempre tiene la razón.
Cada uno de los concursantes crea sus porras. En algunos casos, como en el del solitario Julio, se tienen que apoyar en los vecinos de mesa… mas gana, oh, sí, el que se quita la ropa, que fue el Winnie Poh, embebido y no en el juego.

El regreso del pezón fantasma

Sin tomarlo muy a pecho, el Julio perdedor vuelve a su mesa solitaria y pide el canje del boleto de baile privado que le vendieron a la entrada con descuento y camina hacia una zona especial en donde una bella dama (¿dijo que se llamaba Chris?) lo sorprenderá con sus bubis de doble pico, el pezón y su fantasma.
Más tarde (¿ya en La Envidia?), a las tres en punto de la madrugada, había que cerrar, y como le ley se hizo para respetarla entonces se cierran las puertas y con prontitud desalojan a hombres y mujeres del salón principal para llevarlos a un piso escondido, alto, en donde se puede seguir la fiesta entre besos y abrazos, y que recuerda a esos bares ocultos de los Estados Unidos en los tiempos de la prohibición del alcohol. Y ahí ya se puede fumar y hacer lo que a uno le plazca porque es un after…
—Te aconsejo que no pagues con tarjeta porque te cobran el 20 por ciento; mejor cruza al cajero y paga en efectivo, alguien de vigilancia te puede acompañar —dice una dama que ya no es Chris sino Samantha o Juliette, acaso un diseño mejor acabado del doctor Frankenstein.
Y sucederá entonces, en esta noche de jalogüin, una metamorfosis curiosa: al final del aquelarre serán los hombres los que se queden “brujas”.

Octubre 2011

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