lunes, septiembre 17, 2012



Prólogo a La noche (Atalanta, 2012), de Francisco Tario

Allá por los años cuarenta y cincuenta del siglo XX, las familias Paz-Garro y Peláez-Farell eran vecinas. Las calles en donde vivían aún permanecen en la geografía de la ciudad de México; las guías actuales ubican esas casas en la colonia Hipódromo Condesa. Coincidían una y la otra por su respectivo patio trasero. En una, la de los Paz-Garro en la calle Saltillo, había frecuentes tertulias de tono decididamente poético a las que acudían las máximas figuras de la lírica mexicana de ese entonces; en la otra, la de los Peláez-Farell en la calle de Etla, y según testimonio de los propios poetas, continuamente se escuchaban por las noches sonidos extraños (extravagantes, decía Octavio Paz), como si de la epifanía del verso se pudiera ir, con sólo saltar la barda, a Transilvania o a uno de esos sitios que la literatura de terror ha vuelto míticos y en donde el grito o el aullido pueblan la atmósfera nocturna. De esos muros salía también música, cual si un pianista melancólico viviera ahí encarcelado por un vampiro o una siniestra criatura de laboratorio. ¿Qué pasa en ese lugar?, ¿qué clase de locos viven junto a ustedes?, preguntaban sus invitados a Octavio Paz y Elena Garro. No sabemos, respondían ellos, habrá que averiguarlo.
Y lo hicieron. Se trataba del matrimonio Peláez-Farell: él, de nombre Francisco, había publicado ya algunos libros bajo el seudónimo de Francisco Tario; y ella, Carmen, era una mujer hermosa y feliz, madre de dos hijos (Sergio y Julio) y atenta escucha de los relatos de su marido, en los que aparecían féretros con la sexualidad en crisis, ropas de vestir excitadas y deseosas, o gallinas con instinto asesino, entre otros personajes de una galería singular… Pero los gritos y los aullidos no salían de los libros sino que se debían a una costumbre curiosa: había comprado Francisco un gran aparato para grabar discos de gramófono, que era un mueble del tamaño de un ropero, y por las noches montaba dramatizaciones hogareñas con su hermano Antonio Peláez (de oficio pintor) y otros figurantes, quizá Rosenda Monteros (actriz) o José Luis Martínez (historiador y crítico literario). Llegó a estar con ellos en varias ocasiones el torero Manolete al que, ya pasado de copas, le daba por cantar esta tonada que era en él la máxima expresión de la euforia: “Ya se murió el burro que acarreaba la vinagre, / ya se lo llevó Dios de esta vida miserable”.
En esos discos había una adaptación del Drácula de Bram Stocker, una lectura de poemas realizada por el propio Paz (el vecino curioso cayó en la trampa y su voz fue grabada, acaso por vez primera) e interpretaciones pianísticas a cargo de Francisco Peláez… al que a partir de aquí se llamará con su nombre de pluma, Francisco Tario. Algunas de esas grabaciones hace poco fueron restauradas y digitalizadas por la Fonoteca Nacional y pronto se podrán escuchar. Alimentarán la leyenda de un autor raro o marginal de las letras mexicanas, un extravagante, como lo calificaría Paz. O, para decirlo con Julio Cortázar, un cronopio auténtico.
Hay en Tario la costumbre de sorprender. Su escritura consiste en una o muchas vueltas de tuerca humorísticas o sarcásticas, y la vez serias y terribles, a las ceremonias de la humanidad. Se ríe del hombre y su circunstancia. Toma asuntos como el amor y el deseo y los transporta, sea al ataúd (cuya sexualidad se frustra cuando recibe un cuerpo masculino, al que escupe en pleno velorio) o a un traje gris que, para no espantar a los mortales, asesina a un hombre en una carretera y se viste con su cuerpo para, de esa forma y con ese disfraz, poder acechar a coquetos y autónomos vestidos femeninos en un cabaret.
Lo extravagante acompaña a lo monstruoso. Para huir de las definiciones a la mano (que conciben al monstruo como anormalidad, algo que se sale de la norma o de un sentido, por lo común estrecho, de lo normal), acudo a una distinción surgida de la propia obra de Tario, poblada de monstruos y fantasmas, y separo a los unos de los otros. Lo que mata al fantasma, decía Tario, es el olvido. Esto significa que la esencia del fantasma es el recuerdo y que su permanencia incorpórea se mantiene en el mundo sólo a partir de la memoria. El fantasma es un recuerdo a punto de ser olvidado (parafraseando a Salvador Elizondo), pero que se obstina en continuar vivo.
Hay fantasmas en la obra de Tario. Están el cuento magistral que se llama “La noche de Margaret Rose”; en “El éxodo” refiere una redada de fantasmas ocurrida en Inglaterra en el año 1928; y dedica Una violeta de más a su mujer ausente, Carmen Farell, a la que llama “mágico fantasma”.
También están esas otras presencias inquietantes (féretros, perros, trajes grises…) que no entran en ese terreno de lo fantasmal sino que representan a lo “otro” alterado —por así decirlo—, lo que probablemente definiríamos como monstruoso.
Los monstruos tienen, literariamente hablando, un aura romántica. Es un concepto que ha perdido en la actualidad ese halo, pues la noticia diaria está llena de personajes monstruosos y de hechos que pueden ser así calificados. Lo anormal es la norma en estos tiempos. En Tario hay aún el anhelo de sorprender. Su tercer libro de relatos (el primero, de 1943, fue La noche; el segundo Tapioca Inn: mansión para fantasmas, de 1952), que se titula Una violeta de más (1968), se inicia con “El mico”, en donde asistimos al parto singular de una especie de animal anfibio (o de un enano con características zoomórficas) que sale expulsado del grifo, al abrir la llave del agua, y se convierte, a lo Cortázar, en el inquilino inesperado de un hombre soltero. El mico, escribe Tario, “era pequeño y rojo como una zanahoria”; también lo llama “un mísero renacuajo”, y “un intruso, un fortuito huésped, un invitado más, o, en el mejor de los casos, un hijo ilegítimo”.
El mico es el otro; el monstruo es el otro. O quizá se trata, más bien, del reconocimiento de lo semejante en los otros, el enfrentarse a espejos inesperados en donde se descubren rasgos comunes, pero ocultos, que nos espantan. Lo que aterra al narrador de “El mico” es la convivencia, y cómo sus costumbres solitarias se ven alteradas por este monstruillo nacido absurdamente en la bañera.
Esas dos recurrencias en Tario, la del fantasma y la del monstruo, tienen quizás estas características: en un caso, el de los fantasmas, se trata del recuerdo y su obstinada lucha por permanecer; en el otro, el del monstruo, es la semejanza informe la que nos aterra al confrontarnos con el espejo. Entre una cosa y la otra está el sueño, motor de la fantasía, que ata y desata a esas presencia (y lo hace una y otra vez, como ocurre en el cuento “Entre tus dedos helados”, hasta conformar un laberinto) esas presencias.

***

Francisco Peláez Vega vino al mundo el 9 de diciembre de 1911 en la ciudad de México. De su infancia hay noticia de que pasaba largas temporadas en Llanes, en el norte de España, de donde es originaria la familia. Ahí nació, diez años más tarde, su hermano Antonio, que será un pintor destacado y con quien llevará una gran amistad. En el cuento “Por el monte hacia el mar” (Luz de dos, Joaquín Mortiz, 1978), la escritora mexicana Esther Seligson imagina a los hermanos Peláez en ese Llanes en el que el ruido del oleaje y el viento estaban imbricados en la vida del pueblo y en las anécdotas familiares, anécdotas cuyo común denominador eran los fantasmas, “las historias de los personajes del pueblo, de los vivos y de los muertos, de los que aún lo habitaban y de los que se habían ido a otras tierras, de los que existieron y de los que no”.
En aquellas raras conversaciones que Tario sostuvo con José Luis Chiverto, ocurridas en Llanes a finales de los años sesenta y comienzos de los setenta para el periódico El Oriente de Asturias (recogidas en este volumen como anexo), Tario hablará de la infancia como “el espejo en el cual nos seguiremos mirando”, y es probable que de esas estancias primeras en Llanes hayan surgido muchas de las fantasías que recreará luego en sus textos. De ahí proviene, directamente, la novela Jardín secreto, publicada de manera póstuma. Serán dos mares muy distintos los que alimenten su escritura: ese océano Atlántico del norte español, conocido y sentido en la niñez, y ese otro océano descubierto más tarde, el Pacífico, de la costa acapulqueña.
En un diario personal fechado en 1931, del que sobreviven unas pocas páginas (correspondientes a los meses de enero y febrero), obtenemos una estampa más o menos precisa del momento en que Tario entra a la edad adulta. Tiene 19 años, trabaja con el abuelo en la Casa Peláez, es arquero del Club Asturias (a las órdenes del entrenador español Juan Luque de Serrallonga) y empieza su noviazgo con Carmen Farell. Se lee en el apunte del 12 de enero, por ejemplo: “Es domingo. Será la inauguración del Parque Alianza y jugaremos contra el Germania. Hace un día espléndido. Me levanto a las 8 y tomo un baño de regadera antes de irme al campo. Desayuno un trozo de lomo y una cerveza helada. Salgo con Manuel para buscar a Poncho; iremos juntos al partido, que terminó con una victoria nuestra 2-1. He quedado muy satisfecho de mi actuación”.
Era conocido en las canchas como Paco Peláez, el Elegante Peláez o incluso el Adonis Peláez, y vestía con gorras y suéteres a lo Ricardo Zamora (el gran arquero español); una revista deportiva de la época lo definió en su portada como “el portero de más clase en México”. En el boletín Los Asturianos en México se lee que el momento cumbre de su carrera fue un partido Asturias-América, en el que ganó el Asturias 2-0: “En aquel partido la figura más vigorosa del field fue Paco Peláez, que rayó a altura inconmensurable: aquella tarde sus paradas geniales las hubiera rubricado el divino Zamora”.
Como Goethe y Byron, creyó Tario en el esfuerzo físico como preparación para el trabajo intelectual. A la vez que juega futbol se dedica a escribir una novela, que se trata sin duda de aquel proyecto narrativo a la manera de los rusos (Dostoievski, sobre todo) que se llamó Los Vernovov, cuyos originales más tarde destruiría.
Según Alberto Arriaga, estudioso de esa etapa deportiva, la vida de Paco Peláez en las canchas termina una noche de septiembre, quizá de 1934, cuando el atlantista Juan Trompito Carreño clava sus “tacos” en los riñones del guardameta; las zapatillas de futbol eran casi armas punzo-cortantes, y la lesión lo empujará al retiro. En los álbumes del escritor hay varias fotografías de los momentos en que es atendido en el césped.
Vendrá luego la boda con Carmen Farell, una ceremonia aclamada por las crónicas de sociales debido a la singular belleza de los contrayentes; el refugio en el piano, como dedicado intérprete de los valses y los nocturnos de Chopin… y una escritura que también tendió a lo nocturnal. El ser que publica en 1943 La noche y Aquí abajo se ha transformado incluso físicamente: esa larga cabellera que exhibía en los lances futbolísticos es sustituida por una cabeza a rape, y no firma los libros Paco Peláez, el guardameta, el Elegante Peláez, sino Francisco Tario, palabra esta última tomada de una lengua prehispánica, la purépecha, y que según él mismo significa “lugar de ídolos”.
Sobre todo en La noche se lleva a cabo una operación imaginativa admirable. En un terreno literario como el mexicano de esa época, en donde bajo las leyes del nacionalismo imperan afanes realistas recargados y hasta rutinarios —más o menos del estilo que manejará el mismo Tario en su novela Aquí abajo—, en los cuentos intenta algo distinto: se trata de dotar de alma o espíritu a objetos y animales, que el féretro hable de lo que es la vida de los féretros; que un traje gris testimonie su infructuosa búsqueda del placer; que una gallina planee la muerte de quienes la van a devorar… Un temperamento enrarecido guía a la escritura, un poco con el afán de sorprender o irritar pero también debido a un gran desencanto respecto a lo que es la vida de los hombres. Se le podría describir como un “artista grotesco”, según lo define Wolfgang Kayser: alguien que “juega, medio risueño, medio horrorizado, con los profundos absurdos de la existencia”. En “La noche de los cincuenta libros”, propone Tario una ars poetica de carácter extremo:
"Y escribiré libros. Libros que paralizarán de terror a los hombres que tanto me odian; que les menguarán el apetito; que les espantarán el sueño; que trastornarán sus facultades y les emponzoñarán la sangre. Libros que expondrán con precisión inigualable lo grotesco de la muerte, lo execrable de la enfermedad, lo risible de la religión, lo mugroso de la familia y lo nauseabundo del amor, de la piedad, del patriotismo y de cualquier otra fe o mito. […] Mas no conforme con eso, daré vida a los objetos, devolveré la razón a los muertos, y haré bullir en torno a los vivos una heterogénea muchedumbre de monstruos, carroñas e incongruencias…"
Por estar inscrita en una tradición más directa y convencional, fue mejor atendida la novela que el conjunto de relatos. En cuanto a La noche, la primera respuesta crítica la dio José Luis Martínez, que seguirá a Tario en el resto del trayecto, y que al leerlo lo encuentra aislado de sus contemporáneos y le supone maestros como el Villiers de L’Isle-Adam de los Cuentos crueles (1883) o el Barbey D’Aurevilly de Las diabólicas (1874), e incluso lo hermana con Schwob, Huysmans y el Marqués de Sade. Cree adivinar Martínez, además, las lecturas tempranas que Tario ha hecho de Jorge Luis Borges y lo considera asiduo visitante de la Antología de la literatura fantástica (1940), de Borges, Bioy Casares y Silvina Ocampo, de la que “La noche de Margaret Rose” parece descender en línea directa.
¿Tenía Francisco Tario ese equipaje literario? Es difícil aseverarlo. Tal vez como un gesto de arrogancia, a José Luis Martínez le aseguró desconocer a la mayoría de los autores de esa lista. Entre los libros que pertenecieron a su biblioteca personal se descubre ahora la colección de La Pajarita de Papel, en donde hay varios títulos prologados o traducidos por Borges, y un par de ejemplares de la Antología de la literatura fantástica.
La vía de Aquí abajo parecerá a él mismo insatisfactoria, pues era como arrojar agua al mar (hacer lo que estaban haciendo otros); el camino de La noche, y con éste los preceptos enunciados en “La noche de los cincuenta libros”, se continuará de algún modo en los volúmenes de escritura fragmentaria llamados Equinoccio y La puerta en el muro (ambos de 1946); acaso también en Tapioca Inn: mansión para fantasmas, que tal vez falla por ser demasiado festivo o carnavalesco (con la mano muy suelta y poco tino); y al fin en Una violeta de más, su volumen más sólido, summa de aprendizajes. También hay que considerar esos otros libros que son eco de aventuras amorosas: Yo de amores qué sabía (1950) y Breve diario de un amor perdido (1951); y el tomo en que da constancia de su fidelidad a una geografía, Acapulco en el sueño (1951), en donde se establece un diálogo entre las fotografías de Lola Álvarez Bravo y la prosa de Tario.
Lo que muestra este abanico es que Francisco Tario podía frecuentar diversos registros en una escritura que nunca se queda quieta, aunque a la distancia pueda afirmarse que la columna vertebral (que va de La noche a Una violeta de más) fue el cuento fantástico. Esos otros registros se integran a la obra (lo romántico fundido con lo fantasmal, por ejemplo, o lo psicológico como base del misterio), y tienen acaso como punto de arribo el relato “Entre tus dedos helados”, con Tario en la plenitud de su expresión, en su mejor forma como cuentista, en el que “mezcla en forma asombrosa el sueño o el delirio con instantes de lucidez y levanta un edificio frío y oscuro, pero fabuloso, donde el terror y la fantasía pueden avecindarse” (María Elvira Bermúdez).
De 1943 a 1952 la actividad social y literaria de Francisco Tario es frenética; es la época de su encuentro con Acapulco (en donde administró un par de salas cinematográficas), y es también el tiempo en que vivía en el número 24 de la calle de Etla. Luego vienen el silencio y el exilio en Madrid; y ocurre en esa ciudad, en marzo de 1967, la muerte de Carmen Farell. Ella lo acompañó siempre, fue su ancla en la vida, además de ser una escucha atenta de sus ficciones; antes de dar un texto a la imprenta, éste debía pasar por los oídos de Carmen y recibir de ella el fallo: era publicable o no. De ahí la dedicatoria de Una violeta de más: “Para ti, mágico fantasma, las que fueron tus últimas lecturas”. La muerte de Carmen es, por ello, el comienzo del fin.
Tario se va de México como quien busca salvarse de sí mismo. En los años treinta fue portero de futbol y pianista; en los cuarenta y comienzos de los cincuenta, un escritor constante y un asiduo a las reuniones sociales, una especie de socialité a la manera proustiana: las herencias familiares lo ponían en una situación económica de cierto privilegio y pudo hacer con su tiempo lo que viniera en gana, mientras otros escritores peregrinaban en el periodismo, la burocracia gubernamental o la diplomacia. Mas con los años “fue haciéndose grave y solo, cada vez más solo”, ha dicho Antonio Peláez. “Quizá descubrió finalmente que la soledad era su verdadera condición.”
Del repliegue en España surgirá Una violeta de más, como lo último de su pluma, aunque dejó terminadas tres obras de teatro (recogidas en El caballo asesinado y otras piezas teatrales, 1988) y la novela Jardín secreto (publicada en 1993), con el encargo a los familiares, a lo Franz Kafka, de que se destruyeran los originales mecanográficos. También olvidó en el camino un par de cuentos, que aparecieron en México en la Cultura, suplemento del periódico Novedades: uno es “Jud, el mediocre” (14 de octubre de 1951) y el otro “Septiembre” (20 de abril de 1952).
En el agitado año de 1968, Una violeta de más semeja una aparición. “¿Es necesario recordar que Francisco Tario nació en México y ha vivido casi toda su vida en México?”, se pregunta Ramón Xirau al reseñar el libro. “¿Es necesario recordar que, hace veinte, hace quince años su obra tuvo entre nosotros verdadera vigencia?” La memoria de los lectores podía ser corta pero se tenían, en ese volumen, dieciséis nuevos cuentos de Francisco Tario, la mayoría de filo fantástico y todos de hechura impecable. En el primero, “El mico”, algo había de la “Casa tomada” de Cortázar… Claro, después de Borges o Cortázar los cuentos de Tario serán leídos de otra forma, hay ya una tradición en la que podía ser insertado. La crítica tiende a considerarlo un escritor “raro” (según la propuesta de Rubén Darío en su libro Los raros) o un auténtico “cronopio” (en la terminología de Cortázar), de la estirpe del uruguayo Felisberto Hernández, con el que suele asociársele. Comparte con Felisberto la pasión por el piano y esa capacidad imaginativa de dotar de alma o espíritu a objetos y animales; las obras de ambos crecen al margen de las corrientes literarias dominantes (que las apartan por extravagantes) y serán descubiertas por las nuevas generaciones. El universo de Felisberto se activa por la sensualidad y la mirada; en Tario, el motor de su narrativa es un diálogo incesante entre el presente y la memoria, la vigilia y el sueño, lo romántico y lo grotesco, el mundo de los vivos y el mundo de los muertos.
Se diría que la mayor fidelidad de Francisco Tario fue hacia esa forma personal de interpretar lo fantástico, corriente en cierto modo inaugurada por él, para la literatura mexicana, desde La noche, libro al que vuelve en la línea final de “Entre tus dedos helados”: “Y la envolví entre mis brazos, notando que la noche se echaba encima”.
Francisco Tario pasó a poblar definitivamente el universo de los fantasmas el penúltimo día de 1977 en la ciudad de Madrid. Aun ahora su obra (potente de imaginación, refinada de procedimientos literarios y loca de invención, como la ha descrito Jacobo Siruela) es una casa vecina en la que por las noches la República de las Letras escucha sonidos inquietantes.

Septiembre 2012

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