Acapulco, el fantasma y el sueño
Son dos rollos de película de 16 mm. filmados hace ya más de 60 años y que contienen, cada uno, dos minutos de escenas familiares en la isla de La Roqueta, en Acapulco. En uno se ve a dos niños, de entre siete y nueve años, que corren hacia el mar y chapotean un rato. Luego se mira caminar por la playa a un hombre alto y fornido, muy bronceado y con la cabeza rapada, al que acompañan una mujer hermosa y los dos niños del comienzo. El grupo se detiene y observan todos hacia el mar. La cámara se demora en la mujer, recostada en la arena; se diría que la contempla.
En el segundo rollo se ve a un anciano (lentes redondos, cabellera como cepillo, blanca) que da la mano a los pequeños. Es José Peláez, el abuelo, fundador de la Casa Peláez, negocio de ultramarinos que por muchos años estuvo en la calle de Mesones, en la Ciudad de México. Enseguida los niños practican futbol playero; se alternan en un arco imaginario construido con dos montoncitos de arena. Fin de la filmación.
Esos cuatro minutos transcurren ahora en la pantalla de una computadora portátil y llenan de recuerdos a Julio Peláez Farell, uno de los niños de la grabación, que entonces tenía, en efecto, siete años, y ahora está por cumplir 68. Su hermano mayor, Sergio, era su compañero de juegos. Su madre se llamó Carmen Farell Cubillas y su padre Francisco Peláez Vega; éste adoptó el nombre de pluma de Francisco Tario.
Por la contemplación de estos instantes —en el transfer de las cintas que hizo la Filmoteca de la UNAM—, el departamento de Julio Farell (que es su nombre artístico como pintor), en la colonia Narvarte, empieza a ser habitado por fantasmas amados. Al recordar hace suyo, acaso, lo que escribió Tario en el volumen Acapulco en el sueño (1951, con fotografías de Lola Álvarez Bravo): “La tierra, el agua y el viento han escrito aquí una Historia de asombro, belleza y espanto”.
Copropietario de dos cines
No sabe quién fue el camarógrafo y nunca había visto proyectadas esas películas, que anduvieron de aquí para allá entre España y México (como parte de una pesada herencia de papeles y álbumes fotográficos), pero ubica muy bien en el tiempo y la geografía lo que en ellas ocurre. Es diciembre de 1952. Solían viajar en esas épocas a Acapulco, en donde su padre era copropietario de los cines Rojo y Río. Eran las vacaciones escolares más largas; para Julio y Sergio en verdad era un sueño esa temporada en el puerto. Hacia las diez de la mañana solían viajar en lancha a La Roqueta; como a las tres de la tarde regresaban. El que conocemos como Francisco Tario a veces se adelantaba al pueblo para cumplir con sus labores administrativas.
Tampoco tiene claro cómo fue que su padre se encontró con Acapulco. Hacia los cuatro años, por ahí de 1948 o 49, Julio ya se recuerda sentado en la arena suave esperando el primer contacto con el agua.
—Está calientita, ya lo verás —le decía su madre.
Piensa que fue Melchor Perrusquía, cercano colaborador de Miguel Alemán, quien convenció a Tario de que invirtiera sus ahorros en Acapulco. Por esa combinación de funcionarios habrá llegado, también, el encargo de escribir una obra que promoviera internacionalmente al puerto. Una vez aceptado el proyecto, buscó quién pudiera tomar las fotografías. Los profesionales de la lente llegaban a la casa de Etla, en la ciudad de México, a mostrar sus portafolios. Hubo un inglés muy alto, cabello largo (“parecía Jesucristo”, recuerda Julio), del que se supo tiempo después que fue devorado por una anaconda; se contaba que ésta había expulsado, en sucesivas regurgitaciones, la cámara y el sombrero.
Al fin Tario se decidió por Lola Álvarez Bravo.
Un lugar íntimo
La casa de los Peláez en Acapulco estaba en la Avenida Tropical, detrás del frontón y al lado de la plaza de toros. Un día, por cierto, un toro saltó la barda hacia el jardín; el mozo Baldomero, que solía trepar a las palmeras para agarrar cocos, subió a una tan alto como pudo por miedo a la bestia, que fue sacrificada por la policía.
“La casa era pequeña pero el jardín era espléndido”, dice Julio. También Acapulco era un lugar íntimo, familiar, de gente que se conocía. Había sólo algunos hoteles: La Quebrada, Las Américas, el Helvetia… Cuando se hacía el festival de cine aparecían figuras de Hollywood; hay una foto de Carmen Farell con Robert Mitchum, Lana Turner y Lex Barker.
En la casa, con ellos, vivían el mozo Baldomero y la nana Raquel. La aparición del abuelo en La Roqueta es sorpresiva para Julio, que no tiene recuerdos de don José en Acapulco. Cuenta: “Él llegó en un barco de tercera a México, casi con lo puesto. Era de un pueblito cerca de Llanes que se llama Vibaño. En México entró a trabajar con un señor en una tienda, en donde dormía. Empezó a ahorrar y terminó por comprar ese negocio, que transformó en una tienda de productos españoles, la primera que hubo en México. Vendió luego, ya mayor, su parte al socio que tenía y heredó a sus hijos en vida. Mi padre invirtió algo de esa herencia en los cines de Acapulco”.
“Nos vamos a Europa”
La historia de Tario con Acapulco termina a finales de los años cincuenta. Recuerda Julio que su padre atendía llamadas telefónicas que lo ponían de mal humor. Acaso hubo presiones para que vendiera los cines; las películas que le mandaban eran de mala calidad, estaban rotas. No hay nada claro. Un día les dijo:
—Nos vamos a vivir a Europa, arreglen lo que tengan que arreglar.
Malvendió Tario su piano Steinway con teclas de marfil, lo mismo las casas de Acapulco y México. Abruptamente dejó todo lo que tenía y se fue a España.
Se instalaron en Madrid, primero en un hotel y luego en un departamento. Las playas de Oliva, a donde le gustaba ir en el verano, fueron para Francisco Tario el espectro de ese Acapulco algún día soñado y luego perdido.
Agosto 2013
Son dos rollos de película de 16 mm. filmados hace ya más de 60 años y que contienen, cada uno, dos minutos de escenas familiares en la isla de La Roqueta, en Acapulco. En uno se ve a dos niños, de entre siete y nueve años, que corren hacia el mar y chapotean un rato. Luego se mira caminar por la playa a un hombre alto y fornido, muy bronceado y con la cabeza rapada, al que acompañan una mujer hermosa y los dos niños del comienzo. El grupo se detiene y observan todos hacia el mar. La cámara se demora en la mujer, recostada en la arena; se diría que la contempla.
En el segundo rollo se ve a un anciano (lentes redondos, cabellera como cepillo, blanca) que da la mano a los pequeños. Es José Peláez, el abuelo, fundador de la Casa Peláez, negocio de ultramarinos que por muchos años estuvo en la calle de Mesones, en la Ciudad de México. Enseguida los niños practican futbol playero; se alternan en un arco imaginario construido con dos montoncitos de arena. Fin de la filmación.
Esos cuatro minutos transcurren ahora en la pantalla de una computadora portátil y llenan de recuerdos a Julio Peláez Farell, uno de los niños de la grabación, que entonces tenía, en efecto, siete años, y ahora está por cumplir 68. Su hermano mayor, Sergio, era su compañero de juegos. Su madre se llamó Carmen Farell Cubillas y su padre Francisco Peláez Vega; éste adoptó el nombre de pluma de Francisco Tario.
Por la contemplación de estos instantes —en el transfer de las cintas que hizo la Filmoteca de la UNAM—, el departamento de Julio Farell (que es su nombre artístico como pintor), en la colonia Narvarte, empieza a ser habitado por fantasmas amados. Al recordar hace suyo, acaso, lo que escribió Tario en el volumen Acapulco en el sueño (1951, con fotografías de Lola Álvarez Bravo): “La tierra, el agua y el viento han escrito aquí una Historia de asombro, belleza y espanto”.
Copropietario de dos cines
No sabe quién fue el camarógrafo y nunca había visto proyectadas esas películas, que anduvieron de aquí para allá entre España y México (como parte de una pesada herencia de papeles y álbumes fotográficos), pero ubica muy bien en el tiempo y la geografía lo que en ellas ocurre. Es diciembre de 1952. Solían viajar en esas épocas a Acapulco, en donde su padre era copropietario de los cines Rojo y Río. Eran las vacaciones escolares más largas; para Julio y Sergio en verdad era un sueño esa temporada en el puerto. Hacia las diez de la mañana solían viajar en lancha a La Roqueta; como a las tres de la tarde regresaban. El que conocemos como Francisco Tario a veces se adelantaba al pueblo para cumplir con sus labores administrativas.
Tampoco tiene claro cómo fue que su padre se encontró con Acapulco. Hacia los cuatro años, por ahí de 1948 o 49, Julio ya se recuerda sentado en la arena suave esperando el primer contacto con el agua.
—Está calientita, ya lo verás —le decía su madre.
Piensa que fue Melchor Perrusquía, cercano colaborador de Miguel Alemán, quien convenció a Tario de que invirtiera sus ahorros en Acapulco. Por esa combinación de funcionarios habrá llegado, también, el encargo de escribir una obra que promoviera internacionalmente al puerto. Una vez aceptado el proyecto, buscó quién pudiera tomar las fotografías. Los profesionales de la lente llegaban a la casa de Etla, en la ciudad de México, a mostrar sus portafolios. Hubo un inglés muy alto, cabello largo (“parecía Jesucristo”, recuerda Julio), del que se supo tiempo después que fue devorado por una anaconda; se contaba que ésta había expulsado, en sucesivas regurgitaciones, la cámara y el sombrero.
Al fin Tario se decidió por Lola Álvarez Bravo.
Un lugar íntimo
La casa de los Peláez en Acapulco estaba en la Avenida Tropical, detrás del frontón y al lado de la plaza de toros. Un día, por cierto, un toro saltó la barda hacia el jardín; el mozo Baldomero, que solía trepar a las palmeras para agarrar cocos, subió a una tan alto como pudo por miedo a la bestia, que fue sacrificada por la policía.
“La casa era pequeña pero el jardín era espléndido”, dice Julio. También Acapulco era un lugar íntimo, familiar, de gente que se conocía. Había sólo algunos hoteles: La Quebrada, Las Américas, el Helvetia… Cuando se hacía el festival de cine aparecían figuras de Hollywood; hay una foto de Carmen Farell con Robert Mitchum, Lana Turner y Lex Barker.
En la casa, con ellos, vivían el mozo Baldomero y la nana Raquel. La aparición del abuelo en La Roqueta es sorpresiva para Julio, que no tiene recuerdos de don José en Acapulco. Cuenta: “Él llegó en un barco de tercera a México, casi con lo puesto. Era de un pueblito cerca de Llanes que se llama Vibaño. En México entró a trabajar con un señor en una tienda, en donde dormía. Empezó a ahorrar y terminó por comprar ese negocio, que transformó en una tienda de productos españoles, la primera que hubo en México. Vendió luego, ya mayor, su parte al socio que tenía y heredó a sus hijos en vida. Mi padre invirtió algo de esa herencia en los cines de Acapulco”.
“Nos vamos a Europa”
La historia de Tario con Acapulco termina a finales de los años cincuenta. Recuerda Julio que su padre atendía llamadas telefónicas que lo ponían de mal humor. Acaso hubo presiones para que vendiera los cines; las películas que le mandaban eran de mala calidad, estaban rotas. No hay nada claro. Un día les dijo:
—Nos vamos a vivir a Europa, arreglen lo que tengan que arreglar.
Malvendió Tario su piano Steinway con teclas de marfil, lo mismo las casas de Acapulco y México. Abruptamente dejó todo lo que tenía y se fue a España.
Se instalaron en Madrid, primero en un hotel y luego en un departamento. Las playas de Oliva, a donde le gustaba ir en el verano, fueron para Francisco Tario el espectro de ese Acapulco algún día soñado y luego perdido.
Agosto 2013
Etiquetas: Acapulco en el sueño, Carmen Farell, Francisco Tario, Julio Farell
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