La infancia en Zacatecas es, como la misma Dolores Castro dice, su “memoria más viva”. Aclara: “Y no es porque yo esté vieja ahora, desde joven ha sido así. Es una forma de hablar, una forma de ser; a mis siete años era para mí una ciudad árabe. Todos vestían de negro, los lutos duraban para las viudas largos años, y algunas nunca vistieron más que de negro”.
Ella nació en Aguascalientes el 12 de abril de 1923. No obstante, a los cuarenta días la llevaron a Zacatecas, en su recuerdo una ciudad derruida en su mayor parte, de la que sólo quedaba el centro histórico, y muy poco de él. “Todo lo demás era ruinas. Y yo me preguntaba qué había pasado ahí. De más grande empecé a oír los relatos de la Revolución. Tenía una imaginación despierta, eso sí, y una capacidad de contemplar. Imaginaba mucho más de lo que existía. Y lo primero que empecé a imaginar, con ese paisaje que me rodeaba, es qué había ocurrido en ese lugar.”
Es en esa época, además, cuando entra en contacto con la literatura, por los cuentos de Hans Cristian Andersen leídos en voz alta por su padre. “Ahí empecé a desarrollar la imaginación. Además, mi papá tenía muchos libros y era buen lector. Yo era, por otro lado, una niña contempladora. Más que ver las cosas, las contemplaba.”
Vivían por temporadas en casa de la abuela, y con muchos primos, porque su papá era agente del ministerio público federal y viajaba constantemente. Esto en los años veinte, cuando algunos caciques revolucionarios aún se levantaban y otros se dedicaban a robar. “Mi papá tenía que viajar a la Ciudad de México a dar noticia de ello. Por eso nos dejaba en casa de la abuela, también de estilo árabe, con un patio central con árboles, y una convivencia especial: no era una sola familia, eran muchas, con primos de mi edad. Era una sorpresa la llegada de mi papá. Viajamos con él, por ejemplo, a Veracruz. Y residimos además, me contaban, cosa que yo no recuerdo, en Tampico, Durango e incluso de nuevo en Aguascalientes.”
El corazón transfigurado
La conversación se realiza en su casa de Lomas de Sotelo, habitada por ella desde hace más de medio siglo. En ese espacio procreó, con Javier Peñalosa (otro de los Ocho poetas mexicanos, célebre antología de 1955), siete hijos, que le han dado trece nietos y ya cinco bisnietos. Días atrás, Dolores Castro recibió la noticia de que le fue concedido, junto con el chiapaneco Eraclio Zepeda, el Premio Nacional de Ciencias y Artes en la rama de literatura.
“Es un gran honor el que me hicieron. Francamente no esperaba ese premio, yo no he hecho más que trabajar. No creo que se premie mi obra poética, que no es muy importante, sino a algo que tiene que ver con la poesía y con los talleres literarios que he dado por toda la República y porque tengo más de sesenta años de dar clases. A la vez, estoy muy cerca de lo que pasa en el país, y por eso me siento un poco triste.”
Luego de esa infancia zacatecana, la familia se establece en la Ciudad de México. En 1941, a los dieciocho años, se encuentra con Rosario Castellanos. “Nos conocimos en tercero de secundaria, en el colegio para señoritas Luis G. León, en Tlacotalpan 86, colonia Roma Sur. Era una muchacha tímida, delgada, con el cabello muy largo. Casi no hablaba con nadie. Ella era la más estudiosa de la clase, su inteligencia siempre brilló, pero era tímida, y yo también. En eso coincidimos. Entramos juntas a la preparatoria de ciencias sociales. Rosario hablaba mucho de Chiapas, y yo de Zacatecas, y lo que queríamos era volver a provincia cuando fuéramos mayores.”
—¿Qué poeta le entusiasmaba entonces?
—El que más, Ramón López Velarde. Aun ahora lo releo y me parece que es muy digno de recordarse. Mi papá sí lo leía, pero yo de chica como que no lo entendía, sus metáforas más brillantes se me iban. Ya en la escuela, el maestro de literatura admiraba a López Velarde, y fue lo primero que leímos en la preparatoria. Después, tanto Rosario como yo acordamos que queríamos estudiar literatura. En mi casa me dijeron que me iba a morir de hambre.
Por eso se inscribió en Derecho y en Filosofía y Letras, llevando las dos carreras de forma simultánea. Se amplió para ambas el círculo literario, aparecieron personajes como Ernesto Mejía Sánchez, Ernesto Cardenal, Augusto Monterroso, Ricardo Garibay, Jaime Sabines, Emilio Carballido, Sergio Magaña y Efrén Hernández… Este último codirigía, con Marco Antonio Millán, la revista América, en donde se publicó en 1949, como separata, el primer poemario de Dolores Castro: El corazón transfigurado.
“Me pidieron que reuniera poemas, y preferí hacer algo especial; me esmeré en trabajar versos endecasílabos, y me preocupó cómo los iba a mezclar o intercalar… Fue un trabajo ambicioso, que después no me gustó por eso mismo: yo no soy ambiciosa, yo no me promoví para recibir este premio. Quizá toda mi educación fue así, para no ser ambiciosa, para no creerme mucho. En poesía lo que he pretendido es decir la verdad, sobre mí y sobre todo, y no me gustan los adornos. Quizá en ese primer poemario había muchos adornos y yo no soy así.”
Octubre 2014
Etiquetas: Dolores Castro, Efrén Hernández, El corazón transfigurado, Javier Peñalosa, Marco Antonio Millán, Ocho poetas mexicanos, Revista América, Rosario Castellanos
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