lunes, diciembre 15, 2014


Vicente Leñero: la generosidad del maestro

Según las dedicatorias de sus libros, que reviso ahora en mi biblioteca, en 1983, a mis veinte años, ya conocía yo a Vicente Leñero (1933-2014); entonces me firmó Los periodistas (1978). Y en 2013, tres décadas más tarde, fue la última vez que me encontré con él, en la víspera de sus cumpleaños número ochenta, y escribió unas líneas en el ejemplar nuevecito de Más gente así.
Con ello pretendo fijar ciertos límites cronológicos, aunque tengo un recuerdo más antiguo, cuando por una distracción de mis padres, que a media obra me querían sacar del Teatro Tepeyac por tanta grosería que se escuchaba en el escenario, asistí a la puesta teatral de Los albañiles. Voy de nuevo a los libros y veo que en 1975 la pieza se presentó en ese foro del norte de la Ciudad de México bajo la dirección de Ignacio Retes; actuaban José Carlos Ruiz (como don Jesús) y Salvador Sánchez (como Jacinto). Tenía yo apenas doce años.
Ha sido, pues, una presencia constante. Lo conocí alrededor de 1981, en un encuentro de escritores que se celebró en la ciudad de Cuautla. Leí en la Casa de la Cultura un cuento ruidoso, primerizo, en el que se mezclaban el humor y la violencia, que Leñero generosamente aprobó. Fue como una bienvenida a la República de las Letras (o Vidita Literaria, como le gusta decir a José de la Colina), una palmada en el hombro para que siguiera escribiendo. Hablé mucho con él en ese viaje.
Uno suele avergonzarse del que fue y yo era arrogante, como lo es uno a los veinte años. Recuerdo haberme peleado en la lectura con Asesinato: el doble crimen de los Flores Muñoz (1985), que según yo no se comprometía con nada, en términos literarios o de justicia, y planeé así una conversación con Leñero en la que se demostraría que en ese caso su propuesta narrativa (que él calificaba como aséptica) había fallado. Me citó en las oficinas de Fresas 13. Revisamos su ejercicio como reportero, salvando yo las crónicas, otorgándole un valor histórico a Los periodistas… Le habré caído en gracia. No creo que se haya enojado. La entrevista se publicó, me parece, en la revista Casa del Tiempo.
Después sucedió algo extraño. Daniel González Dueñas y yo estuvimos persiguiendo por semanas a Juan José Arreola para que nos hablara de su admiración por Giovanni Papini. Llamábamos por teléfono, nos pedía que nos acercáramos a la hora de la comida por su casa y le habláramos desde el teléfono de la esquina para ver si nos podía recibir. Así un día y otro. Sólo una vez logramos entrar, pero nos topamos en la puerta con Vicente Leñero, Armando Ponce, Federico Campbell, Juan Miranda y Eduardo Lizalde, que habían estado largas horas con Arreola para que les hablara de Juan Rulfo. Fue cuando Arreola inventó aquello de que una tarde él le había dado su forma definitiva a Pedro Páramo. En el libro ¿Te acuerdas de Rulfo, Juan José Arreola? (1987), dice Leñero que al salir los reporteros de la casa de Arreola entró al salón Nadia Piemonte acompañada por mí. Así fue: ellos salieron, nosotros entramos. No sé cómo y por qué aparece Nadia Piemonte. El maestro estaba agotado y algo ebrio; quizá nos pidió a González Dueñas y a mí que al día siguiente, a la hora de la comida, le llamáramos, ya cerca de su casa, para ver si podía recibirnos y lograr por fin esa charla que nunca se pudo realizar.
Un año viví en San Miguel de Allende y a mi regreso se me ocurrió ir con Leñero y pedirle trabajo; me ofreció colaborar en la revista, y lo hice con regularidad. Los lunes teníamos la junta de planeación, y los jueves el cierre. Bajo su guía llevé, entre los asuntos que causaron mayor polémica, aquel enfrentamiento entre Antonio Alatorre y Octavio Paz por una Segunda Celestina de Agustín de Salazar y Torres que, se pensaba (pero no, no era posible, concluyó Alatorre), había sido terminada por Sor Juana. El trato con Leñero fue cotidiano. Lo recuerdo, sobre todo, en esas largas sesiones de dominó en los cierres de jueves y viernes, con Carlos Marín y otros, de las que yo era sólo un observador.
Ya laborando en otros medios, siempre buscaba razones para visitarlo, por los cuarenta años de Los albañiles o la publicación en el Fondo de Cultura Económica de A fuerza de palabras... Esa vez, al final de la conversación me entregó dos documentos que aún conservo. Uno es una tarjeta en que se rechaza la publicación del libro; el otro una reseña aparecida en La palabra y el hombre y que él guardaba en copia mecanográfica.
Del primer documento me contó lo siguiente: llevó la novela a la editorial Jus, pues Salvador Abascal le había publicado ahí los relatos de La polvareda. “Con él tenía muy buena relación”, contaba Leñero, “nos llevábamos muy bien. Yo iba mucha a platicar con él, era un tipo maravilloso, ultraconservador pero maravilloso.”
Salvador Abascal dejó sus impresiones de la lectura en una tarjeta manuscrita, en la que apuntaba: “Notable como estudio psicológico pero terriblemente deprimente. Son muchos temas pero narrados en un mismo tono ¡y el de un loco! No se puede dejar de leer pero sin dejar de sentir fatiga y depresión”.
Y fue claro al decirle:
—No se la puedo publicar, ¡es una novela inmoral!
Días después Salvador Abascal llamó por teléfono a Leñero.
—No se la puedo publicar pero si usted la paga la publicamos acá sin pie de imprenta.
Escandalizado, Leñero se negó:
—Don Salvador, ¡eso es una inmoralidad! No puedo aceptar un arreglo así.
Al final, la novela fue editada por la colección Ficción de la Universidad Veracruzana. En diciembre de 1961 llegaron a la Ciudad de México los primeros ejemplares de La voz adolorida (rebautizada en 1976 como A fuerza de palabras). Una de las pocas reseñas que se publicaron sobre el libro fue de Ramón Xirau y apareció en la revista La palabra y el hombre de abril-junio de 1962, texto al que Leñero le tenía gran aprecio. Xirau es un personaje importante en su carrera literaria: en el tiempo en que fue becario del Centro Mexicano de Escritores lo ayudará a encontrar su camino en la escritura de Los albañiles.
Sigo con mi historia: en el 2000 preparé con Alberto Paredes una antología de la narrativa de Vicente Leñero para la Universidad Nacional, que cierra con una larga conversación en la que se mezclan vida y bibliografía. Para nuestra sorpresa por ese libro, La inocencia de este mundo, le fue otorgado el premio Xavier Villaurrutia.
La última visita a su casa de San Pedro de los Pinos fue en junio de 2013, en la víspera de su cumpleaños número 80. Estaba feliz, presumía haber llegado a esa edad sin haberse enfermado de algo serio ni haber visitado nunca el quirófano; y pedía una muerte serena. “Sueño con morir tranquilamente, con no sufrir”, decía, “sin complicaciones, sin largas agonías.” Espero que así haya sido.
Voy a los libros de nuevo, el mejor refugio ante la ausencia repentina de un escritor querido. Tengo su teatro completo, que no debe serlo porque se trata de una edición universitaria de 1982. También dos tomos de Vivir del teatro, editados por Joaquín Mortiz en 1982 y 1990. O la primera edición de La vida que se va (1999), que a Leñero, espíritu autocrítico por naturaleza, le dejó muy contento... Salvaba del naufragio esa novela y Los albañiles.
Decir que fue un buen escritor se queda corto, pues en el paquete “Vicente Leñero” se reúnen muchas virtudes. Se movía con soltura por varios géneros. De hecho, Los albañiles, su obra más conocida, empezó como una colección de cuentos, tal fue su propuesta inicial como becario del Centro Mexicano de Escritores; se transformó en novela, obra de teatro y guión cinematográfico. En esos tres campos (la ficción, el teatro y el cine) deja honda huella. Su naturaleza era narrar, no importa en qué ámbito lo hiciera. Como memorista es extraordinario, tiene un humor un poco a lo Ibargüengoitia, sabe describir la miseria de sus contemporáneos; esa faceta la encuentro en Vivir del teatro, Gente así y Más gente así, que escribió como divertimentos. Los periodistas tiene un lugar especial, pues es un testimonio de primera mano del golpe al periódico Excélsior en tiempos de Luis Echeverría. Su periodismo, que él llamó de emergencia, es imaginativo y un referente para quien se mueva entre la realidad y la ficción; son clásicas sus crónicas “¿Los llevo a conocer Pátzcuaro?” y “Raphael, amor mío”.
Libros y recuerdos se apilan. Entre unos y otros se cuela la ausencia. Uno se queda sin palabras. Quisiera tener la pluma bien afinada, como la llegó a manejar él, para poder describirlo exactamente como era. Sólo esta cifra se me ocurre ahora: fue un maestro generoso.

Diciembre 2014

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