En los años noventa (del siglo pasado) solía encontrar a Gustavo Sainz (1940-2015) en los pasillos de la FIL de Guadalajara. Venía cargado de libros, y presumía sus hallazgos; por lo regular andaba con un grupo de mexicanistas de las universidades de Estados Unidos. Me acerqué a él porque había leído (por recomendación de Humberto Rivas) la mayoría de sus libros, por lo menos desde Gazapo (1965) hasta Fantasmas aztecas (1982), y le propuse que revisáramos, en una conversación, su trayectoria. No hubo tiempo para abarcarlo todo, pero sí cubrimos la primera etapa. Encuentro ahora en mi biblioteca las nueve cuartillas mecanográficas de esa charla, atrapadas en una de sus novelas; lo último que se lee es esto: “Eso yo creo que lo dejamos para nuestra siguiente tanda. Tengo que decir más cosas”.
Él mismo estaba entonces regresando a Gazapo: había publicado pocos años antes Muchacho en llamas (1987); y acababa de entregar a la editorial Grijalbo A la salud de la serpiente (1991), que giran en torno a su primera novela.
Camino a Gazapo
—A mediados de los sesenta se volvió atractivo hacer novelas sobre jóvenes a partir de esquemas narrativos naturalistas. Eran jóvenes que hablaban de los jóvenes ¿se escribía desde la ingenuidad?
—Bueno, yo creo que lanzarse a hacer una novela siempre es un acto de ingenuidad, pero a la vez no es eso. Por ejemplo: yo quise hacer una novela sobre jóvenes porque no había una así en la literatura mexicana o por lo vemos no encontraba el tema de la juventud en las novelas que había leído, y quise llenar ese hueco temático. Estoy totalmente en desacuerdo con la nomenclatura “literatura de la Onda” o con lo que tú acabas de decir del marco naturalista, porque no es en absoluto eso. De lo que participa Gazapo es de aquello que animaba a los años sesenta: cierto deseo de experimentación, problematizar la estructura narrativa, contar con la complicidad del lector, hacer juegos para un lector que fuera igual a ti… La novela tuvo mucho éxito, y no sabría decir por qué. Un librero me dijo: “Es que tú supiste muy bien hacerte pasar por el representante de la juventud”. ¡Si yo no hice absolutamente nada! Escribí una novela que tardó dos años en salir publicada y que se vendió muy rápido y se tradujo muy rápido.
—Coincidieron en ese tiempo Gazapo y La tumba de José Agustín…
—Es decir, ya había una edición de La tumba pero era como un no estar, porque se trataba de una edición hecha por el taller de Juan José Arreola que vendía personalmente José Agustín de mano en mano. En cambio Gazapo sale con un gran aparato de mercadotecnia a las librerías, a los suplementos culturales; es un libro visto. Ahora, entre La tumba y Gazapo hay muchas diferencias, entre otras te diré que La tumba sí es un relato más conservador, menos experimental, aunque tiene una temática similar que es la de los jóvenes o los adolescentes. Muy pronto empezaron a aparecer críticas muy serias sobre Gazapo, y se descubrió que no había en ella afirmaciones terminantes, era de una ambigüedad total, en donde todo lo que es afirmado de inmediato es negado. Un estudiante norteamericano hizo un cuadro muy interesante, descubriendo que en la novela se contaban tres historias: una era lo que el personaje veía, otra lo que oía y otra más lo que decía. Y son totalmente distintas las historias, según se ve, se oye o se dice; eso no fue intencional, pero queda abierta esa posibilidad.
—¿Cómo fue la escritura de Gazapo?
—Era mi primer proyecto. Yo trabajaba en el periódico Novedades, y escribía a altas horas de la noche o de la madrugada, de doce de la noche a cuatro de la madrugada. Tenía unas amigas muy raras que se iban a sentar enfrente de mí mientras yo escribía, en el suelo porque no tenía muebles. Hacía periodismo en las mañanas y en las noches escribía mi novela. Viví una gran desesperación porque no tenía quién me leyera las cuartillas, que me dijera si servían o no. Al año siguiente de empezar la novela gané una beca del Centro Mexicano de Escritores y ahí, en el taller, que entonces dirigía Ramón Xirau, tenía lectores muy entusiastas que eran el propio Xirau y Guadalupe Dueñas, y otros que me decían que mi novela no servía para nada, que eran Carlos Monsiváis, Juan García Ponce y Salvador Elizondo. Yo me afirmé en lo que buscaba hacer y la hice como quería.
—¿Y cuál era exactamente el proyecto?
—Buscaba, básicamente, una estructura. Tenía un paralelo: en ese momento en Francia tenía mucho éxito un escultor que se llamaba Jean Tinguley que hacía unas esculturas monumentales, del tamaño de un salón de clases, llenas de fierros, y que en el momento en que se inauguraban se desplomaban. Entonces yo quería hacer una novela en la que cada vez que se levantara el edificio dramático se desplomara. Es decir, que no hubiera drama, para representar que el drama lo ponemos nosotros, la vida carece de drama. Nosotros ponemos, como digo más tarde en Compadre Lobo, los “te quiero mucho”, los “jamás te olvidaré” y “te necesito”: la vida no los tiene. Mi esfuerzo era contar una historia de una manera suficientemente original, y para eso partí de mi experiencia, de las experiencias posibles de mi generación, lo cotidiano, no quería contar ninguna historia sobrenatural o de violencia excesiva, ni de vampiros o asesinos o activistas políticos, sino más bien la cotidianidad que me había deslumbrado en libros como El Jarama de Sánchez Ferlosio, y a la vez dejar un acento que fuera propio, mi propia voz. Iba a apostar a ver si mi voz era válida literariamente. Había hecho mis pastiches de Borges, de Laurence Durrell, de Henry Miller, ahí están publicados en las revistas literarias de fines de los cincuenta, pero yo quería encontrar algo que pudiera decir que era mi propia voz. Ese ensayo de mi voz fue Gazapo, y ahí tienes que encontré muy rápido una audiencia. No quiero decir con eso que el libro sea bueno o malo, lo notorio es que hasta la fecha tiene una audiencia.
—¿Cuál es su apreciación del libro ahora?
—Ahora ya ni siquiera tengo una apreciación. Cuando se tradujo al italiano, al inglés y al francés, estuve leyendo las galeras y me pareció un libro terriblemente ingenuo y me sentí muy mal de haberlo escrito. Estaba yo escribiendo Obsesivos días circulares. Pero Gazapo se siguió traduciendo a otras lenguas y me decían que yo era el equivalente de Los Beatles o que era hijo de Godard, un escritor absolutamente inclasificable. Eso se volvió a decir por las traducciones de La princesa del Palacio de Hierro, y eso me confirmó que el libro estaba bien. No lo he vuelto a revisar desde hace muchos años pero se siguen haciendo tesis de Gazapo, y hay una increíble en Venecia. No sé si recordarás que en la novela hay tres citas de un libro antiguo español que se llama Calila e Dimma, que escogí para tener la textura del español antiguo y porque supuestamente Menelao, el protagonista, lee ese libro, y así se implicaba que iba a la escuela y estaba estudiando Letras Españolas. Esta académica veneciana descubre que esas citas son espejos, simbólicos o físicos, de la novela, y lo demuestra. Y eso es mero azar, yo no lo hice con esa intención. Lo que queda de manifiesto es que uno alcanza un grado de concentración tan alto, cuando se está haciendo una novela, que alcanza puntos que sólo van a ver los lectores en el futuro, en el supuesto de que vaya a ver esos lectores, y que si la obra está bien pensada, si ha habido verdadero hundimiento en la creación, realmente descubres cosas. Para mí cada novela es un viaje de descubrimiento.
Había una vez un rey
—En Obsesivos días circulares aparece otro personaje-lector, uno que no puede avanzar más allá de la primera página del Ulises de Joyce.
—Ahí cambia mucho. Gazapo es una novela que trastorna mucho mi vida. Para darte un ejemplo: en la Serie del Volador, en donde se publica, no se había reeditado ninguna novela; Gazapo sale a finales de octubre de 1965 y para enero del 66 llevaba cuatro ediciones, algo que no ocurría nunca en el mercado mexicano del libro. Luego se empezó a traducir a otras lenguas, me invitaron a universidades del extranjero, comencé a vivir como escritor. Gazapo tuvo mucha prensa; leída muchos años después me di cuenta de que toda era prensa en contra, y ahora sé que es mejor la prensa en contra que la prensa a favor, porque vende más la prensa en contra. Había unas cosas muy divertidas, como una de Jorge Ibargüengoitia que se llamó “Gazapo, la novela que no pudor ser”, y donde decía que Gazapo contaba una historia más o menos así: había una vez un rey; no, no había ningún rey; había una vez un rey y una reina; no, no había ningún rey ni ninguna reina; había una vez dos reyes y tres reinas; no, no había dos reyes ni tres reinas… Eso me parece genial, eso es mi novela realmente: a él le parecía pésimo, que mi novela no lo era por ser así, y a mí me parece que mi novela lo es por ser exactamente así. Tuve entonces el problema y la presión de que todos los editores en el mundo que habían hecho Gazapo, y que eran catorce, me preguntaban que cuándo entregaba la segunda novela. Una presión horrible de tener que escribir otra novela y no poder hacerlo. No tenía tema, no tenía experiencia. Pensaba que para hacer otras novelas se necesitaba haber matado a dos esposas o haberse ido de grumete de un barco, o algo así; y sentía una desesperación horrible sobre de qué iba a escribir. Así empecé Obsesivos días circulares, no tenía idea para dónde iba. Se publicó un capítulo en la revista Mundo Nuevo, me dieron una beca en los Estados Unidos, en la Universidad de Iowa, y ahí la terminé en 1969. Acababa de pasar la desilusión del año 68 y viví una paranoia muy especial y no accedí a dar ninguna entrevista… o sólo una, de una señora que escribía para El Nacional, pues me dio mucha pena decirle que no. Y salió la novela, que resultó ser el libro favorito de muchos lectores que yo respetaba, como Sergio Fernández. Conocí hace poco a un chico, escritor joven, que me aseguró haberla leído cinco veces, lo suficiente para aprendérsela de memoria. Tardó mucho en venderse, al contrario de Gazapo, y la primera edición se agotó diez años después de haber salido.
—¿Qué implica la referencia joyceana?
—Muchas cosas. Por una parte, la enorme dificultad de tener tiempo para escribir si a la vez quieres tener historia sentimental, historia social, historia de trabajo, y la fascinación por un texto que es considerado un clásico del siglo XX y es absolutamente ilegible o difícilmente legible. Yo quería hacer ver que gran parte de mi visión de la vida comporta horas de lectura y eso tenía que estar en los personajes de la novela.
—¿Cómo se podría cifrar Obsesivos días circulares?
—Un experimento que implicaba que en un mismo cauce narrativo, en un mismo párrafo, participara lo que el personaje contaba, lo que el personaje oía, lo que el personaje pensaba, sin transición de ninguna clase. Así está hecha la voz narrativa de ese libro. Es un personaje que tiene varias pistas en el cerebro y todas están concurriendo al momento que cuenta la historia, las voces que oye, que le dicen cosas, lo que les contesta, diálogos imaginarios.
—Era trabajar ciertos modos de la escritura que habían surgido en Gazapo en cuanto juego de voces…
—No, realmente ahí ya no hay casi nada de Gazapo, donde había coloquialismos, por ejemplo. En Obsesivos días circulares hay una visión un poco grotesca del mundo que no hay en Gazapo. Está todo un poco caricaturizado y lo que más me impresiona es que se ven en el libro muchas cosas de la Ciudad de México, que no lo hubiera pensado, porque a final de cuentas lo terminé escribiendo en los Estados Unidos.
—Luego viene un libro que es casi totalmente anecdótico, con una sola voz, que es La princesa del Palacio de Hierro, muy distinto a Obsesivos días circulares, sin ese afán experimental…
—Yo creo que también hay un terrible juego experimental. En realidad iba a hacer una novela de traficantes de drogas y cada capítulo lo iba a contar un personaje distinto; y el primer capítulo de esa novela era el primer capítulo de La princesa del Palacio de Hierro. Para ese momento yo hacía una intensa vida literaria, lo que implicaba que veía a muchos escritores todos los días, que les daba a leer mis cosas; y ese primer capítulo de la novela tuvo lectores muy entusiastas, los más insospechados que te puedas creer: Juan Goytisolo, Augusto Roa Bastos, Juan Carlos Onetti, Octavio Paz… y todos me decían: “Estás loco, quédate con ésta, ¿para qué quieres otro narrador? Esta es fantástica”. Paz me publicó en Plural un capítulo, que fue leído por Emir Rodríguez Monegal, quien tradujo un fragmento para una antología que se llamó The Borzoi Anthology of Latin American Literature, que comienza con Cristóbal Colón y termina con Severo Sarduy, con veinte textos representativos… El número 19 es La princesa del Palacio de Hierro. La apuesta ahí es contar una novela con 300 palabras; es decir, hay una depauperización de la lengua y una repetición inclemente de las mismas palabras, de las mismas interjecciones, que hacen el libro muy rítmico y muy rápido, y a la vez no contar ninguna historia, porque es una voz que está contando una cosa y se bifurca inmediatamente y cuenta otra y luego cambia a otra y en realidad no cuenta nada, es nada más ese ruido. La novela tenía al comienzo epígrafes de imágenes del agua en la poesía universal porque era la sensación que a mí me daba esa voz, de agua corriendo, pero luego los quité todos. Tuvo mucho éxito, al grado de que salieron parodias; no recuerdo el nombre de la autora, pero hubo un libro que se llamó Anecdotario de una vida inútil pero divertida, parodia de mi libro que era a la vez parodia de sí mismo… Ambos se vendieron bien.
—Hasta aquí, ¿cuál era la perspectiva de su obra?
—Ahí ya estaba planteado lo que podrían ser mis obsesiones o mis prejuicios. Primero, que cada libro fuera diferente de los anteriores, con un replanteamiento de la voz narrativa, de la estructura, del ritmo, de la velocidad, de la historia que iba a ser contada. Y ya el reconocimiento de que no hay historia que pueda ser contada, todas las historias son incontables. La princesa… tuvo éxito fuera del ámbito literario porque por primera vez, yo creo, se empieza a abrir el mercado del libro hacia las clases medias. Recibo invitaciones para ir a la televisión, me buscan los reporteros. Lo iba a promover El Palacio de Hierro, luego me iban a demandar, dejaron de venderlo y lo volvieron a vender porque la gente lo pedía. Me dio otra dimensión en mi carrera de escritor, me hizo un lugar más grande en el espectro social mexicano. Luego emprendí Compadre Lobo.
“Si aquí nunca pasa nada”
—En donde se alude al movimiento estudiantil de 1968, ¿cómo vivió esas protestas?
—En el 68 yo era periodista; supuestamente no trabajaba, pero me doy cuenta que trabajaba más que nunca. Hacía cuatro planas semanarias en Siempre, tres artículos a la semana en El Día, un editorial semanal en El Universal. Era un trabajo espantoso. Y en eso comienza el movimiento estudiantil. Hay algo que cuento en A la salud de la serpiente: la periodista Laura Bergquist, esposa de Fletcher Knebel, novelista norteamericano, aquel que hizo Siete días de mayo, vino a México para hacer un reportaje para la revista Look, porque acá iban a ser las Olimpiadas. En casa de Edmundo Flores nos juntamos con ella un grupo de intelectuales, y todos dijimos que México era maravilloso y no había conflictos de ninguna clase. Cuando ella iba al aeropuerto, yo la llevé, y en Paseo de la Reforma nos tocó un tumulto de estudiantes y policías montados, y ella preguntaba: “¿Qué es esto?” Yo le decía: “No tengo idea, si aquí nunca pasa nada”. Era el 22 de julio, era el pleito de la preparatoria Isaac Ochoterena, era la represión policiaca y nosotros íbamos pasando por ahí exactamente a las cinco o seis de la tarde y nos tocó ver el inicio del movimiento estudiantil. Eso fue tan vertiginoso que el reportaje nunca se publicó, porque nuestra visión de México quedó totalmente rebasada. Empiezo a unirme al movimiento, en ese momento soy el escritor joven por excelencia y los líderes reclaman mi opinión. Luego yo vivo en la colonia Cuauhtémoc, salgo a comprar el pan y me encuentro con la manifestación, te incorporas a ella porque pasa un contingente de amigos tuyos. Y de pronto ya estás metido hasta home: redactas manifiestos, ayudas a repartir los volantes… Sentí un terror terrible de que íbamos a ser escarmentados. En medio de esa presión me hablan para ofrecerme una beca Ford; voy a sus oficinas, me hacen un examen de inglés y me dicen que puedo viajar el día miércoles. Acepto porque es una alternativa para escribir y salgo del país el 26 de septiembre. Entonces no se pensaba que el movimiento fuera a extenderse tanto ni que fuera a acabar con una masacre. Así me tocar estar en Iowa cuando la matanza de Tlatelolco y recibir por teléfono y correo las primeras noticias. Había el problema de contar o no contar lo sucedido, pues había una desinformación absoluta, todavía hoy no sabemos cuáles fueron las órdenes del ejército y la policía, ni cuántos muertos hubo, a pesar de múltiples novelas y cuentos que se han escrito al respecto. Entonces yo hice Compadre Lobo, que es una especie de biografía posible, la unión de dos lenguajes, el popular, callejero, con un lenguaje especulativo, filosófico, analítico, novela que termina con el año 68, la noche de la manifestación silenciosa. Las novelas del 68 son muy curiosas porque los personajes están politizados desde el comienzo; en realidad no fue así, era una especie de política de emergencia de las clases medias que se sintieron en capacidad de protesta y denuncia. Escribo Compadre Lobo, llevo tres años haciéndola y me ofrecen el Departamento de Literatura de Bellas Artes, y ofrezco hacer lo que se va a convertir en La Semana de Bellas Artes. Un vienes me dicen: “El lunes comienzas y hay de presupuesto treinta millones de pesos para La Semana de Bellas Artes”. Pienso que por ese trabajo no voy a poder terminar mi novela, y el último capítulo lo escribo de viernes a domingo, de un tirón, que es como un salto al futuro porque mi novela se iba a acabar diez años después. Hay una especie de elipsis a la noche de la primera exposición de Lobo contada por alguien que está mucho después y narra lo que no sabía que iba a ocurrir a partir de esa noche y a propósito de los acontecimientos de esa noche. Y así termina Compadre Lobo.
—No era un final planeado.
—No, no había ningún plan. A este respecto podría recordar algunas ideas de Vicente Leñero; decía: “Hay que llegar a la página cien de una novela; después, ésta sigue sola”. A mí me resultaba al revés, lo fácil para mí era empezar, no acabar. Lo normal era llegar a la página cien; lo imposible era hacer la 101, la 102, la 103. En fin: la novela se armonizó con ese capítulo y así se publicó en 1977. En los cinco años que estuve en el Departamento de Literatura realmente no escribo, empiezo Fantasmas aztecas pero no la acabo, no la doy por terminada hasta que viajo de nuevo a Estados Unidos, al segundo año de estar allá la termino.
—Que es una especie de biografía novelesca del arqueólogo Eduardo Matos Moctezuma.
—Él era muy amigo mío. Parto de su imagen para hacer ese personaje en el que se refleja el novelista. Ahora va a salir en inglés esa novela, y en ese idioma no se puede hacer un juego que está ahí: el español es tan ambiguo que de pronto no se sabe quién está hablando, si el arqueólogo o el novelista, y en inglés siempre tiene que haber un sujeto que habla… Eso yo creo que lo dejamos para nuestra siguiente tanda, tengo que decir más cosas.
Junio 2015
Etiquetas: Compadre Lobo, Gazapo, Gustavo Sainz, José Agustín, Juan José Arreola, La princesa del Palacio de Hierro, La tumba, Obsesivos días circulares
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