miércoles, diciembre 02, 2015


Arreola y Rulfo: el parto de los montes

1. Yo, señores, no soy de Zapotlán el Grande. Hasta hace unas horas, nunca había puesto un pie en este pueblo que de tan grande lo hicieron Ciudad Guzmán más de cien años atrás. Pero uno le sigue nombrando Zapotlán, porque ese fue su santo y seña original, primero, y porque la pluma vigorosa de Juan José Arreola lo rebautizó así en el texto “De memoria y olvido”, que abre el Confabulario. No viaja uno a Ciudad Guzmán, expresión que carece de poesía, sino a un sitio acaso tan mítico como el vecino, y vaporoso, pueblo de Comala, no el de Colima, sino el de Jalisco, que pudo haberse llamado, de modo pedestre, Tuxcacuexco, como apareció en un primer apunte de Pedro Páramo que publicó la revista Las Letras Patrias, en su número 1, de enero-marzo de 1954 (“Fui a Tuxcacuexco porque me dijeron que allá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo”), y luego se transformó, por vía de la ficción, en Comala. Las geografías imaginarias exigen esas (des)ubicaciones: viaja uno al Zapotlán de Arreola o al Comala de Rulfo, a unas pocas páginas de distancia, y se sube o se baja a Zapotlán o Comala, depende si uno va o viene de un lado o del otro, hacia uno u otro lado.
Vine, pues, a Zapotlán el Grande porque me dijeron que acá nació uno de nuestros padres literarios, un tal Juan José Arreola. Y son más o menos treinta mil los que en este lugar viven. Unos dicen que más, otros que menos. Son treinta mil desde siempre.

2. El VIII Coloquio Arreolino propuso a los conferencistas resolver una ecuación que, sobre todo en las últimas décadas, ha resultado algo explosiva. En un ensayo incluido en Cuaderno de escritura (1969), llega Salvador Elizondo a la conclusión de que resulta imposible hablar de Joyce “y” Proust, como si hubiera algo que los pudiera unir; que, en tal caso, tendría que pensarse en estos dos grandes autores como si se tratara de un encuentro boxístico, pero del espíritu: Joyce versus Proust, porque plantean, en cierto modo, posiciones literarias poco afines en las que antes parecían ser vías paralelas en la historia de la literatura. El tema del ensayo de Elizondo es la infancia, y cómo la desarrollan el irlandés y el francés en sus obras: invocación de ella, en un caso, y evocación en el otro.
No me detengo en el texto de Elizondo, que sólo utilizo, ahora, para mostrar cómo dos posiciones literarias pueden provocar, si se les mira de cierta manera, una confrontación inevitable. En un principio de acuerdo con Elizondo, que era un admirador profundo de la escritura de James Joyce (e intentó incluso traducir esa novela imposible que es Finnegans Wake), sólo diré que ese versus a primera vista tan atractivo ha terminado por parecerme equívoco. En su arribo al tomo final de En busca del tiempo perdido, Marcel Proust conquista una cima a la que había llegado ya, ese mismo año de 1922 y en la misma ciudad de París, Joyce: una jornada que es resumen, cifra, de todas las cosas. Si la maqueta de cada uno de estos proyectos es distinta, no lo son sus impresiones finales, ya que el Ulises de Joyce también podría describirse como una suerte de tiempo recobrado… Pero ese es otro cantar, y no hay espacio hoy para hablar de ello.
Ocurre algo similar cuando se trata de Arreola y Rulfo, que la conjunción armónica, esa “y” que es generacional y prácticamente hasta geográfica (aunque al parecer no es lo mismo ser de Apulco que de Zapotlán), provoca un gran choque. Se piensa que hay aquí otro versus ineludible: un continuo, y a veces hasta doloroso, Arreola contra Rulfo.
“Mancuerna dispar”, propone el mismo Arreola en su vida contada a Fernando del Paso, para enseguida definir a Rulfo y luego definirse a sí mismo, en cuanto a sus propuestas escriturales. Plantea, primero, que a partir del siglo XIX hay en la literatura mexicana dos clases de autores: los que se apoyan en la realidad y los que han hecho del no apoyarse en ella una vocación. Rulfo estaría en el primer caso. Cito: “En él se subliman procedimientos que vienen de Azuela, Martín Luis Guzmán, Mauricio Magdaleno y Cipriano Campos Alatorre. Al destilarlos, logró productos cristalizados y esenciales”. Aunque aclara: “Más que realista, Rulfo es un escritor fantástico, un artista iluminado y ciego. Es decir, ha dado los más grandes palos de ciego en nuestra literatura actual porque el artista verdadero está ciego y no sabe adónde va, pero llega”.
“Yo, en cambio”, dice Arreola, “soy, más que nada, un barroco.” Es el suyo un estilo ornamental, lleno de arabescos, al que salva la ironía, “la sorna agazapada”. Alguna vez le aseguró a Agustín Yáñez: “Yo también me sacrifico en altares barrocos”. Pero ha comprendido, sigue, y llegado (un poco, o mucho, bajo el magisterio de Borges) a economías expresivas que considera estimables: “En Prosodia hay ejemplos de ese lenguaje al que aspiro y al que me he acercado alguna vez, el lenguaje absoluto, el lenguaje puro que da un rendimiento mayor que el lenguaje frondoso, porque es fértil, porque es puro tronco y lleva en sí el designio de las ramas. Este lenguaje es de una desnudez potente, la desnudez poderosa del árbol sin hojas.”
Es así como Arreola pinta su raya, y la desdibuja a la vez. Ocurre como con Joyce y Proust: si los puntos de partida son extremos, si en este caso uno se inicia desde la realidad (y asume las herencias de la novela de la Revolución e incluso de la novela cristera) y el otro desde la mera fantasía (como orfebre del lenguaje, con Marcel Schwob y Giovanni Papini como sus figuras tutelares), sus arribos son prácticamente parejos, aunque la meta se desmorone o difumine ante ellos, sea un árbol seco o un montón de piedras que se desparrama.
En Rulfo y Arreola: desde los márgenes del texto (2010), traza Felipe Vázquez el camino de estas vidas paralelas. Dice: “Al principio de su carrera literaria, Rulfo y Arreola fueron catalogados como gemelos enemigos: Rulfo era el heredero de los novelistas de la Revolución mexicana y Arreola era el cosmopolita afrancesado, uno hacía literatura realista y el otro literatura fantástica, uno criticaba el pasado inmediato de su país y el otro se dedicaba a hacer parábolas y juguetes verbales, Rulfo daba una imagen trágica y pesimista de México y Arreola se desvivía por inventar historias que podrían catalogarse dentro de la estética de lo absurdo, la prosa del primero era seca y minada por silencios de honda resonancia y la del segundo estaba llena de humor y preciosismo, etcétera. Los críticos de generaciones posteriores vieron que dichas oposiciones eran falsas y abordaron las obras desde una perspectiva menos maniquea, más centrada en su singularidad literaria, y descubrieron que entre ambos escritores había notables afinidades en la forma de concebir el hecho literario. Sin embargo, después de la muerte de Rulfo surgió una polémica que los volvió de nuevo enemigos: la supuesta ayuda de Arreola en la estructura de Pedro Páramo”.
Me extenderé luego en este último punto. Antes, quisiera referirme a una conferencia, no muy conocida, sobre “La cocina del escritor”, dictada en junio de 1982 en la Capilla Alfonsina por la narradora Inés Arredondo, en donde refiere, ente otros sucedidos, su encuentro temprano con los libros de Juan Rulfo y Juan José Arreola. Recuerda que la asombraron “las sugerencias de Rulfo, las precisiones de Arreola, el mundo abismal de uno y el aparentemente clarísimo del otro”.
El encuentro fue más allá, porque para lanzarse a escribir Inés Arredondo consideró necesario escoger entre uno y otro camino: "No fue fácil, pero sí un ejercicio fructífero para mí. Sin aire en los sueños bajo tierra de Rulfo, preferí el mundo con sonido de cristal de Arreola, un mundo de luces y sombras de tamaño humano, hiladas no con la palabra sugestiva sino con la palabra exacta, que es más difícil y expuesto. Preferí el bordado sobre crudo que el sobrecosido. Y no por eso renegué de Rulfo, no, ni dejé de adivinarlo, simplemente escogí una postura: la del narrador que pone entre él y su sueño escrito el menor difuminado necesario. La actitud moral más recta hacia la escritura. No el menor artificio, que Arreola quizá sea más artificial que Rulfo, sino su moral, repito, su juego interno con la escritura".
De nuevo el “y” se vuelve imposible y se convierte en un match de boxeo, como diría Elizondo. No sólo se trata de leerlos y comprender su arte; hay además que definirse, tomar partido.

3. La “mancuerna dispar” tiende a emparejarse y los “gemelos enemigos” rehacen sus lazos… algunas veces. Aunque también es frecuente que entre Rulfo y Arreola se interponga, como entre Sayula y Zapotlán, y como solía decir éste, la cuesta de Sayula. Y una cuesta muy pronunciada, de alta peligrosidad y que a cada tanto surge en el camino, es la probable intervención de Arreola en el proceso de escritura de Pedro Páramo o su papel como testigo cercano al toque final. A ésta y otras historias similares se les ha englobado, con cierta exageración, pero también con algunas buenas razones, bajo el nombre de “leyenda negra”. José Pascual Buxó, por ejemplo, habla en un libro reciente (conmemorativo por los sesenta años de Pedro Páramo) de “la maliciosa leyenda según la cual la estructuración definitiva de su novela [de Rulfo] habría sido obra de Alí Chumacero y Juan José Arreola”.
Hay dos textos a la mano para profundizar en ello: uno es de Víctor Jiménez, que en su versión actualizada circula en Pedro Páramo en 1954 (2014); y otro es de Felipe Vázquez, “Rulfo y Arreola, de la fraternidad a la discordia”, de su obra ya citada. No agotaré los detalles de esa ruda polémica, territorio en verdad extraño por los excesos a los que se presta, y que en lo que corresponde a Arreola ha ocasionado que se le juzgue inquisitorialmente. Recordaré, no obstante, como punto de inicio, aquello que escribió José Emilio Pacheco en los años setenta, y que de algún modo abre esta ardua secuela de “se dices” con los que se pretende minimizar la potencia creativa de Rulfo. Cito: “Unas cincuenta veces este redactor ha escuchado, en labios de interlocutores que pretenden hacerle la gran revelación, la teoría delirante de que en 1955 Rulfo entregó al Fondo de Cultura Económica un manuscrito informe y cercano a las mil cuartillas. De ellas, se dice, el poeta Alí Chumacero extrajo Pedro Páramo a base de recortes, tachaduras y collages. Otras cincuenta veces la respuesta ha sido desmentir la versión y restituirle a Rulfo la autoría absoluta de su gran obra”.
En sus explicaciones, Pacheco menciona a Arreola (incluido en el paquete de lo que Pacheco llama la “administrativa calumnia”), para aclarar que por esa época, mediados de los años cincuenta, éste “dedicó gran parte de su tiempo a la actividad, insólita entre nosotros, de reescribir gratuita y generosamente muchos libros ajenos —pero en modo alguno los de su amigo Rulfo”.
Confirma esto último Arreola en su vida contada a Del Paso, cuando dice: “Y cosa curiosa: yo, que siempre revisaba los textos de otros y que a todos les hacía alguna sugerencia o alguna corrección, a Juan jamás me atreví a decirle nada”.
Sólo que párrafos abajo, en Memoria y olvido (1994), rememora las dudas de Rulfo para entregar Pedro Páramo a la editorial: “Hasta cierto punto tenía razón, porque parecía un montón de escritos sin ton ni son, y Rulfo se empeñaba en darles un orden. Yo le dije que así como estaba la historia, en fragmentos, era muy buena, y lo ayudé a editar el material. Lo hicimos en tres días, viernes, sábado y domingo, y el lunes estaba ya el libro en el Fondo de Cultura Económica”.
Esto mismo, añadiendo matices importantes, fue relatado a Vicente Leñero y otros participantes (a saber, Armando Ponce, Federico Campbell y el fotógrafo Juan Miranda), en un diálogo ocurrido el 23 de enero de 1986 y que se transformó en el libro ¿Te acuerdas de Rulfo, Juan José Arreola? (1987)… Yo aparezco mencionado al final de ese libro, porque en esa época, con mi amigo el ensayista Daniel González Dueñas, buscábamos afanosamente a Arreola para que nos hablara de Giovanni Papini, y ese día caímos en la casa de la calle Guadalquivir, en la colonia Cuauhtémoc, de la ciudad de México, justo cuando salía el grupo de la revista Proceso. Se le veía agotado y excitado; había sido una larga charla. En el paisaje del departamento sobresalían los muertos (término restaurantero) dejados por los visitantes: botellas y copas de vino, tazas de café… Quiso seguir conversando y hablarnos, ahora a nosotros, de Papini, lo que nos pareció imprudente. Orso Arreola o Eduardo Lizalde, alguno de ellos (que por ahí andaban), le aconsejó descansar. Nos despedimos.
Volvamos a ese lost weekend de la literatura mexicana; esto es lo que contó Arreola ese día al grupo que encabezaba Leñero: "Estábamos en Nazas, a cuadra y media del Fondo de Cultura… De sábado a lunes salió Pedro Páramo por fin, porque no iba a salir nunca. (Pausa) Lo que yo me atribuyo, no me lo atribuyo: es la historia verdadera: cuando logré decidir a Juan de que Pedro Páramo se publicara como era, fragmentariamente. Y sobre una mesa enorme, entre los dos nos pusimos a acomodar los montones de cuartillas… Dios existe. Yo creo en Dios. ¡Esa tarde existió! Y no tengo más mérito que haberle dicho a un amigo: “Mira, ya no aplaces más. Pedro Páramo es así”".
Intrigado por esta historia, de la que fui testigo indirecto, en los años noventa aproveché mi frecuentación del Centro Mexicano de Escritores, del que era yo becario, para examinar el archivo de Rulfo. Me parecía algo fantástico, o fantasioso, pensar que un libro, y más uno como Pedro Páramo, hubiera podido armarse en un fin de semana.
Lo sé porque me tocó realizar ese trámite: al final de la beca, pedían entregar un mecanoscrito del proyecto terminado, con correcciones a mano (para que se notara su condición de obra en proceso, digamos), y era requisito para recibir el pago final. Rulfo entregó Los murmullos, que es, ahora sabemos, una copia al carbón del original que fue llevado, semanas después, al Fondo de Cultura Económica. Entre una y otra entrega debía notarse la intervención de Arreola, y no, no ocurre así, los dos originales son ya Pedro Páramo, aunque Arreola dice, también, que su mayor mérito es haber convencido a su autor a dejar la novela como estaba, fragmentariamente. Mi revisión del archivo de Rulfo se publicó en la revista Proceso el 7 de enero de 1991 bajo el título “Pedro Paramo se llamó originalmente ‘Los desiertos de la tierra’. Los papeles de Rulfo a cinco años de su muerte”, y en una versión más afinada aparece en Lectario de narrativa mexicana (2002).
En fin, que esta anécdota probable se ha prestado a todo tipo de interpretaciones, e incluso ha hecho que Arreola sea puesto bajo la lupa, como si hubiera buscado montarse en el triunfo de Pedro Páramo o quisiera restarle méritos a su amigo. Como cita Felipe Vázquez, Antonio Alatorre llevó las cosas al extremo de decir que la estructura de Pedro Páramo se debía íntegramente a Juan José Arreola...
Y no, ésta viene de muchos lados. Sabemos, por ejemplo, que Rulfo leyó La amortajada (1938), de la escritora chilena María Luisa Bombal, que es ya una novela en fragmentos, y también poesía en prosa. Se ha especulado que el papel protagónico de la novela lo tenía Susana San Juan, que monologaba en su tumba, y que la lectura de La amortajada, también una muerta de la que emana un monólogo interno, hizo que el peso estelar recayera en el cacique… Y hay otras muchas posibles influencias: Rulfo y Arreola eran grandes lectores; sus vidas son paralelas y además para-leerlas. Admiraban a Rilke y a Hamsun, por ejemplo. Ninguno de ellos parte de la ingenuidad o el desconocimiento para escribir. Su gran equipaje literario los hace avanzar a partir de lo ya hecho.
Poco ayuda Rulfo a aclarar el enredo de los dos mecanoscritos, el del Centro Mexicano de Escritores y el del Fondo de Cultura Económica (copia al carbón y original, como se ha dicho), e inventó al académico José Carlos González Boixo, el editor español de Pedro Páramo, la siguiente extraña historia: “Originalmente, el FCE, cuando empezó a hacerse la edición de Letras Mexicanas, me pidió que le diera yo algo para ver si lo podían publicar. Entonces yo les entregué un borrador que tenía de Pedro Páramo —el original estaba en el Centro Mexicano de Escritores, donde yo tuve una beca de la Rockefeller y ahí se quedó el original y yo me quedé con un borrador— y como ellos no más querían ver qué era o de qué se trataba y si convenía publicarlo, pues me pidieron el borrador. Cuando me fui por ella ya la habían editado”.
Yo creo que una de las claves de este enredo, en la parte que corresponde a Juan José Arreola, podemos encontrarla en “Parturient montes”, el relato que abre Confabulario. Ahí Arreola describe a un orador en el trance de mantener la atención de su público. Ha agotado sus recursos retóricos y debe improvisar. Surge entonces, como quien se saca algo de la manga (aunque esto aquí será literal), el ratón legendario. “De buena fe y a mano limpia”, dice el narrador, “me pongo a perseguir al ratón.” Y: “Algo aquí se anima y se remueve… Suavemente, dejo caer el brazo a lo largo del cuerpo, con la mano encogida como una cuchara. Y el milagro se produce. Por el túnel de la manga desciende una tierna migaja de vida. Levanto el brazo y extiendo la palma triunfal”.
Ese ratón, “entrañable fruto de la fantasía”, el ser que cobra vida con la palabra, pudo haber sido ese acto mágico de un fin de semana mediante el cual la novela de Rulfo quedó concluida. O la invención de ese momento. “¿Hubo trampa? ¿Es un ratón de verdad?”, se nos pregunta en “Parturient montes”. No lo sabemos. Tenemos el cuento contado por Arreola y la versión confusa de Rulfo de cómo concluyó y entregó Pedro Páramo; también pueden revisarse los dos mecanoscritos, el del Centro Mexicano de Escritores y el del Fondo de Cultura Económica, para percatarse de que la novela ya era lo que fue cuando se imprimió y que del lost weekend salió casi intacta. Mi opinión es esa, que se trata de un ratón imaginario, construido por Arreola una o varias veces para alegrar a los escuchas. Víctor Jiménez cuenta (y es sólo otra anécdota) que en una cena, ante la pregunta del crítico uruguayo Jorge Rufinelli sobre su intervención en la estructura de Pedro Páramo, Arreola respondió: “No, yo no tuve nada que ver en eso. Nada absolutamente. Nada que ver”.
Algo más: en El último juglar: memorias de Juan José Arreola (1998), de Orso Arreola, se vuelve al asunto. Leemos: “Recuerdo el día en que Juan Rulfo me llevó a mi casa de Río Ganges su texto original de Pedro Páramo. Cuando lo leí, me di cuenta de que Juan no se había percatado de que había escrito uno de los libros más bellos de la literatura universal. Lo que a él le preocupaba precisamente es que no le veía forma de novela. La mayor virtud del texto era su desorden y su poesía […]. Yo sólo le propuse un cierto orden para los textos, que eran fragmentos de todo lo que estaba ahí, y como amigos, le comenté: ‘Publícalo así, así es tu libro, ya no te atormentes más’”.
La clave última viene enseguida, cuando Arreola parece estar consciente de los sobresaltos que ha ocasionado su posible intervención en la historia de Pedro Páramo, y acomete su defensa: “Entre los escritores de a de veras es muy frecuente y natural que den a leer sus textos para que les hagan comentarios que ayuden a mejorar la obra. Sólo un espíritu malévolo puede pensar que este tipo de relación entre los escritores se da con propósitos malsanos. Si una cualidad tengo yo y la conozco muy bien, es la de saber orientar y ayudar al escritor que tiene dudas sobre su trabajo, me he dado, entregado totalmente a esa tarea durante muchos años de mi vida, porque de manera natural se me dio el don de ser maestro, de transmitir mi experiencia y mi conocimiento a los otros. Para mí sería una tragedia que mi mejor virtud se convirtiera en mi principal defecto. Mi trabajo de escritor nació de mi pasión por las palabras. La mayor parte de mi mejor tiempo, de mi tiempo maduro, la dediqué a los otros, no me arrepiento”.
No se puede, en este caso, llegar a una verdad científica, objetiva. Hay aún rulfistas y arreolistas para los que esa escena nunca ocurrió o que aseguran que así fue exactamente… También debe considerarse lo que comenta Arreola a Fernando del Paso: “En ocasiones, cuando conversaba con él [con Juan Rulfo], tenía la impresión de que los dos mentíamos pero que estábamos de acuerdo en hacerlo”.
Los fabuladores, por oficio, al decir la verdad mienten, y al mentir dicen verdades. No los acusemos por ello.

Noviembre 2015

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