miércoles, diciembre 02, 2015


Medio siglo de Farabeuf

Por meros afanes didácticos, puede establecerse un símil musical con los autores principales del llamado boom de los años sesenta, quienes serían considerados, así, un cuarteto narrativo que surge en paralelo con el grupo inglés The Beatles. La invasión británica tendría su contraparte en cuatro narradores que en esa década dispersaron su obra por Europa y otras geografías, y dieron a la literatura latinoamericana un espacio bastante holgado para desenvolverse. Antes de ellos, la gloria era sólo local; su aparición, más allá del valor que otorguemos hoy a sus libros (porque la percepción crítica ha variado), amplió sin duda el panorama, pues hizo que el escritor de este lado del océano Atlántico fuera leído más allá de sus fronteras (y de sus mares), y traducido a múltiples idiomas.
Según esta propuesta, el John Lennon literario sería Julio Cortázar, por sus juegos formales y su carácter combativo. Carlos Fuentes es un buen Paul McCartney, algo pop e insistente en la presencia pública. Acaso debe pensarse en Mario Vargas Llosa como George Harrison, sin el talante místico del guitarrista; e inevitable, aunque acaso injustamente (o sólo por eliminación, pues sale perdiendo el colombiano), Gabriel García Márquez sería Ringo Starr, el tipo más buena onda, alivianado, de la banda.
Si se extiende el símil a otros grupos, por ejemplo The Rolling Stones, se vería a Juan García Ponce como una suerte de Keith Richards, pues se trata, en verdad, de un ejecutante complejo; y en Salvador Elizondo (1932-2006) tendríamos a un perfecto Mick Jagger, figura algo diabólica que se presenta formalmente con una letra luciferina, la de “Sympathy for the Devil” (canción compuesta, por cierto, luego de la lectura de El maestro y Margarita de Mijail Bulgakov).
Al menos ese fue el disfraz de torturador literario con el que ingresa Salvador Elizondo a la literatura en 1965, cuando publica en la Serie del Volador de Joaquín Mortiz su novela Farabeuf o la crónica de un instante; y que se confirma, luego, en la llamada Autobiografía precoz del año siguiente, para su autor un libro “presuntuoso que a los treinta y tres años de edad solamente un irresponsable se hubiera atrevido a escribir para halagar su vanidad”, o un “desplante de egocentrismo” (como lo advirtió en 2000, cuando aceptó a regañadientes una reedición).
Ocurre que la fórmula literaria de Farabeuf se extiende a la autobiografía, y lo que funciona en la ficción crea, con el paso del tiempo, una extrañeza en aquel que pretendió contar de esa manera, con ese método literariamente eficaz, su vida, como si se hubiera visto obligado a reflejar su rostro en el espejo turbio de la novela. La comunión entre erotismo y muerte, gozo y tortura, tan inquietante en Farabeuf, encuentra su cifra más turbulenta en este gran momento de la memoria precoz: “Ese día, creo que agoté para siempre todas las posibilidades de ser brutal contra un ser indefenso y mientras me ensañaba de la manera más brutal contra su cuerpo compactado en las actitudes más instintivamente defensivas que pudiera adoptar, experimentaba al mismo tiempo el placer de, mediante la fuerza física, poder aniquilar una concepción del mundo. Sólo tuve la presencia de ánimo, mientras la golpeaba, de notar que sus posturas eran, en cierto modo, idénticas a las que adoptaba cuando hacía el amor” (pp. 72-73, Aldus, 2000).
Claro, adjudicado ese instante al personaje Farabeuf, a pocos habría llamado la atención; pero siendo el protagonista de la escena el mismo Elizondo, la truculencia parecía saltarse la tranca.
La novela fue escrita a partir de varios estímulos. Uno de ellos, quizá el más importante, es Las lágrimas de Eros (Les larmes d’Eros, 1961), de George Bataille, reflexión sobre la muerte y el deseo sustentada en dos imágenes: primero, el acto de morir enfrentando la caza, en una escena de arte rupestre hallada en la cueva de Lascaux, Francia, en la que sobresale la erección de un hombre a la vez que acomete con su lanza a una especie de bisonte; luego, las fotografías de un suplicio chino llamado Leng-Tché (tomadas el 10 de abril de 1905), en donde el ser en su agonía muestra un rostro plácido, extático, como si participara de un orgasmo que es también una terrible agonía.
En esa lectura, y sobre todo por la presencia obsesiva de esa última instantánea, está la semilla de Farabeuf. También debe pensarse en una cinta de Alain Resnais, El año pasado en Marienbad (L’anée dernière à Marienbad, 1961), con guión de otro Alain, Robbe-Grillet, al parecer inspirada (muy libremente) en La invención de Morel (1940) del argentino Adolfo Bioy Casares. En el filme se entrecruzan tres discursos, dos masculinos y uno femenino, en el dibujo de un triángulo amoroso, y destaca la petición de recordar lo sucedido un año antes en un lugar de descanso que pudo haber sido, aunque se especula sobre ello, Marienbad. De ahí viene el “¿Recuerdas?” de la novela, como si el parlamento de los protagonistas del filme, la música de sus palabras (que da acción a situaciones normalmente estáticas), hubiera encontrado en la forma escrita, y su respectiva traducción al español mexicano de Elizondo, un surco nuevo.
Así de extravagante es Farabeuf: un libro de esencia francesa escrito en la mejor prosa mexicana. Pero eso no es todo: de algún modo, Elizondo prolonga en él una forma narrativa usada exactamente diez años antes en la literatura mexicana por Juan Rulfo en Pedro Páramo, que es una novela estructurada fragmentariamente, en un juego de voces, y también una novela poética. Los fragmentos en Rulfo son como piedras que se enciman una sobre otra, para finalmente desparramarse; en Elizondo, es el cuerpo mutilado expuesto al respetable en la mesa de operaciones.
Sé que la admiración de Elizondo por Rulfo era absoluta. He revisado (muy someramente) los cuadernos de Elizondo, en posesión de la fotógrafa Paulina Lavista, y hallé varios dibujos que son homenajes a El Llano en llamas, y encontré una postal que Rulfo le envió desde España. Transcribo: “Salvador: Es admirable la forma y el respeto que imponen en todo este país los grandes monumentos del pasado; quizá porque representan una supervivencia gloriosa jamás recuperable y mucho menos concebible. La agonía ha durado siglos. En cambio, Elizondo es un algo vivo que se discute, se aprecia y moviliza a las generaciones actuales de modo muy positivo. Total, el interés por tu obra es inquietante, lo cual me alegra y me enorgullece personalmente. Felicidades de tu buen amigo Rulfo”.
Más allá de este gesto amistoso, y como dije arriba, lo rulfiano en Elizondo está presente sobre todo en Farabeuf, sin campesinos ni Media Luna o Comala: no sólo como una forma de escribir (el hacer poesía desde la prosa), sino además con una idea creativa similar en torno al hecho novelesco. Lo francés (Bataille, Resnais y Robbe-Grillet) y lo mexicano (de Rulfo), fundidos en un instante narrativo de 180 páginas.
Al buscar explicaciones de la novela, Elizondo solía referirse al método de montaje del cineasta ruso Eisenstein y la escritura china, que proceden de un modo parecido, al unir dos conceptos gráficos tal vez contrastantes y crear con ellos algo nuevo. Así, la descripción de los instrumentos quirúrgicos que lleva Farabeuf, en su maletín, en su mayoría utilizados con fines de amputación, procede a una escena amorosa, y esto otorga a la entrega de la mujer un carácter algo mórbido, pues no se sabe si es deseada por el otro o sometida (por el mismo) a una mutilación de urgencia.
Despliego en mi escritorio las ediciones que tengo de la novela. Una es la de la Serie del Volador, no la primera edición (de noviembre de 1965), sino la quinta (de julio de 1979), firmada por su autor. Otra de las que poseo no circuló, de octubre de 1990 (también de Joaquín Mortiz), porque el diseño disgustó a Elizondo y acababa de firmar además, con la Editorial Vuelta, un contrato por imprimir volúmenes independientes de todos sus libros, y Farabeuf salió ahí dos años después, en febrero de 1992. Hay una del Fondo de Cultura Económica, de septiembre de 2000 en Letras Mexicanas, que lo enfureció, porque se les ocurrió colocar la imagen del supliciado chino al comienzo, entre la portadilla y la portada, con lo que se neutralizaba ese proceso mediante el cual la fotografía se va revelando con las palabras hasta llegar al capítulo VII, que es su sitio natural de exposición.
Y está, al fin, quizá la última que le tocó ver, de noviembre de 2005 y también del FCE, conmemorativa por los cuarenta años de la novela, en gran formato, con una fotografía en portada de Eugène Atget en la que se captura la vitrina de un negocio médico del barrio de L’Odeón, en París, vecino al edificio en que ocurre la mayor parte de Farabeuf.
Habrá que convocar a los nuevos lectores y preguntarles, como si ya hubieran pasado por esas páginas y aun sabiendo que ello podría resultar imposible: “¿Recuerdas?”, en el umbral de esta novela inquietante.

Noviembre 2015

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