lunes, noviembre 28, 2016


La biblioteca de un fantasma

Desde que se publicó el volumen de cuentos La noche (1943), los críticos no han dejado de especular sobre el origen de la singularidad de Francisco Tario (Francisco Peláez Vega, 1911-1977). En esa época, José Luis Martínez propuso como posibles influencias algunos nombres (entre ellos Barbey D’Aurevilly y Villiers de L’Isle-Adam), mas con arrogancia Tario aseguró desconocerlos. Ahora, gracias a la inesperada cercanía con un centenar de libros que le pertenecieron, me es posible indagar en su genealogía literaria. No es toda su biblioteca, pero sí una muestra representativa.
Prima facie, destacan tres ejemplares de la Antología de la literatura fantástica, de Adolfo Bioy Casares, Jorge Luis Borges y Silvina Ocampo, sobre todo la primera edición, de 1940 (Colección Laberinto, Editorial Sudamericana), anterior por tres años a la publicación de sus relatos nocturnos y fantásticos. Esto me lleva a suponer, o casi confirmar, que fue esa lectura la que empujó a Tario por esos territorios. Los otros tomos de ese título, en formato de bolsillo (Colección Piragua, Editorial Sudamericana), son de 1967 y 1976. Podría considerarse como acompañamiento de esa antología la primera edición de La invención de Morel, de Bioy Casares, con prólogo de Borges, publicada en Buenos Aires ese mismo año de 1940.
Hay además, con “páginas sombrías y llenas de veneno”, un tomo de Los cantos de Maldoror (Biblioteca Nueva, Madrid, s/f, traducción de Julio Gómez de la Serna y prólogo de Ramón Gómez de la Serna), del Conde de Lautréamont, un autor con el que se le ha relacionado. Igualmente en este caso para mí se confirma esa influencia. Y, en ese carril oscuro, deben ubicarse Los niños terribles (Editorial Losada, Buenos Aires, 1938), de Jean Cocteau; y Los poetas malditos (Editorial GLEM, Buenos Aires, 1942), de Paul Verlaine.
En pocos de sus libros hay anotaciones, acaso sólo persiste la firma del propietario en la primera página. En la edición original de la Antología de la literatura fantástica resalta un doblez en la página 277, en donde termina “Sueño infinito de Pao Yu” y aparece un fragmento del Ulises de Joyce (del capítulo 15, “Circe”, que se desarrolla en forma teatral), en el que la madre de Stephen Dedalus, “extenuada, rígidamente surge del suelo, leprosa y turbia, con una corona de marchitos azahares y un desgarrado velo de novia, la cara gastada y sin nariz, verde de moho sepulcral”. Ella (“con la sonrisa sutil de la demencia de la muerte”) dice: “Yo fui la hermosa May Goulding. Estoy muerta”.
De Joyce tiene dos veces El artista adolescente (retrato), de la Biblioteca Nueva (Madrid), traducción del inglés por Alfonso Donado (como firmó esa traducción Dámaso Alonso) y con prólogo de Antonio Marichalar, uno es de 1926 y el otro de 1971. Y James Joyce, el hombre que escribió Ulises (Santiago Rueda Editor, Buenos Aires, 1945), de Herbert Gorman.
Sigamos con los autores de lengua inglesa. Está Henry James, claro: Otra vuelta de tuerca (Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 1945), en la traducción de José Bianco… Y hay varias cosas de D.H. Lawrence, de quien realizará una sutil parodia en aquella “carta apócrifa” que cierra Acapulco en el sueño (1951): tiene sus Cartas en dos tomos (Ediciones Imán, Buenos Aires, 1945), con prólogo de Aldous Huxley; y las novelas La virgen y el gitano (Sur, Buenos Aires, 1934) y El amante de lady Chatterley (Editorial Diana, México, 6ª edición, 1961).
Leyó a Huxley (Viejo muere el cisne, Editorial Losada, Buenos Aires, 1946), a Samuel Beckett (El innombrable, Lumen, Barcelona, 1966), a William Faulkner (Santuario, Espasa-Calpe, Buenos Aires, 1945) y a Truman Capote (A sangre fría, Editorial Noguer, Barcelona, 1966).
De Francia no hay mucho: dos de Balzac, Los aldeanos (Nueva España, México, 1945) y La duquesa de Langeais (Sudamericana, Buenos Aires, 1943, traducción de Leopoldo Marechal), un Flaubert (Madame Bovary, Colección Universal, Madrid, 1933); y, en francés, un tomo de cartas de Marcel Proust (A un ami: correspondance inédite, 1903-1922, Amiot-Dumont, París, 1948).
De los clásicos antiguos tiene a Ovidio (El arte de amar, Librería Bergua, Madrid, 1934), Petronio (El Satiricón, Biblioteca EDAF, Madrid, 1970), Suetonio (Los doce Césares, Obras Maestras, Barcelona, s/f)… Y, en una hermosa edición de la Editorial América, El jardín de las caricias: poemas orientales (México, 1942), con grabados en madera de Julio Prieto.
Hay poesía española, claro, empezando por Fray Luis de León (Cantar de los cantares, Atlántida, México, 1943, con prólogo de Enrique Díez-Canedo) y San Juan de la Cruz (Poesías, Viau, Buenos Aires, 1943). Tiene muchos títulos de Rafael Alberti: Poesía 1924-1930 (Editorial Losada, Buenos Aires, 1940), El poeta en la España de 1931 (Publicaciones del Patronato Hispano-argentino de Cultura, Buenos Aires, 1942), A la pintura: poema del color y la línea, 1945-1948 (Editorial Losada, Buenos Aires, 1948) y Retornos de lo vivo y lo lejano (Editorial Losada, Buenos Aires, 1952).
De Juan Ramón Jiménez están los Sonetos espirituales, 1914-1915 (Colección Rama de Oro, Buenos Aires, 1942) y una Antología poética (Editorial Losada, Buenos Aires, 1945). Y de José Moreno Villa las Doce manos mexicanas (Ediciones E. Loera y Chávez, México, 1941, con dibujos y texto del autor), la Cornucopia de México (Porrúa y Obregón, México, 1952) y aun la Nueva cornucopia de México (SEPSetentas, México, 1976).
Encuentro, luego, a un par de poetas mexicanos: las Obras completas (Editorial Nueva España, México, 1944), de Ramón López Velarde; y una plaqueta de Guadalupe Amor (Como reina de baraja, Editorial Fournier, México, 1966), con una ilustración de Antonio Peláez, hermano de Tario.

Reyes y príncipes de la literatura mexicana

Hasta aquí, ¿qué sabemos de las lecturas de Francisco Tario? Hay varias confirmaciones: en primer lugar, su descubrimiento temprano de la Antología de la literatura fantástica y después la base sombría que conforman Lautréamont, Cocteau y Verlaine, fuentes de las que se alimenta su literatura. Leyó bien a los autores ingleses (como D.H. Lawrence, al que rinde homenaje en Acapulco en el sueño), se interesó por algunos franceses, degustaba los clásicos y era buen seguidor de los poetas españoles contemporáneos. Esto es lo que va señalando el mapa reducido de unos cien tomos suyos que le pertenecieron, como si se hallara, luego del naufragio del buque Tario, un baúl con parte de sus pertenencias.
Las letras mexicanas ya aparecieron con López Velarde y Guadalupe Amor, que fue su amiga. Tiene mucho Alfonso Reyes, con algunas joyas bibliográficas, como una Fuga de Navidad de 1929 (Viau y Zona, Buenos Aires), con ilustraciones de Norah Borges de Torre. (De la familia Borges/De Torre hablaré más tarde, al revisar la colección La Pajarita de Papel, de la que hay 17 títulos.)
Más de Reyes: El plano oblicuo (s/e, Madrid, 1920), Los dos caminos (s/e, Madrid, 1923), Dos o tres mundos (Letras de México, México, 1944), Calendario y Tres de ondas (Edición Tezontle, México, 1945), A lápiz, 1923-1946 (Editorial Stylo, México, 1947), De viva voz, 1920-1947 (Editorial Stylo, México, 1949), La X en la frente (Porrúa y Obregón, México, 1952) y Obra poética (Letras Mexicanas, Fondo de Cultura Económica, México, 1952).
Destaco esa primera edición de El plano oblicuo que abre con “La cena”, uno de los relatos inaugurales del género fantástico en México, y por ello antecedente de la obra de Francisco Tario.
Tiene algo de Salvador Novo: Nueva grandeza mexicana (Editorial Hermes, México, s/f), Diálogos (Los Textos de la Capilla, México, 1946), con una dedicatoria manuscrita de Novo, fechada en 1957, a Guadalupe Amor; y la Antología de cuentos mexicanos e hispanoamericanos (Editorial Cvltvra, México, 1923). Estos dos últimos ejemplares están aún cerrados, intonsos.
Y tres títulos de Xavier Villaurrutia: Textos y pretextos (La Casa de España en México, México, 1940), más las obras dramáticas La hiedra (Nueva Cvltvra, México, 1941) y la Invitación a la muerte (Letras de México, México, 1944). Habría que preguntarse, por estas presencias, si el teatro de Villaurrutia influyó en el teatro de Tario.
De Octavio Paz encontré Libertad bajo palabra (Tezontle, México, 1949) y El arco y la lira (Fondo de Cultura Económica, México, 1956), en este caso (y sólo en este caso) con profusos subrayados a lápiz.
Quizá deba recordarse aquí que a comienzos de los años cuarenta Paz y Elena Garro fueron vecinos de Tario y su esposa Carmen Farell en la Ciudad de México: estos últimos vivían en Etla 24 y la pareja de escritores en la casa de atrás, con domicilio en Saltillo 117, en la ahora colonia Hipódromo Condesa. Hay, por cierto, dos primeras ediciones, muy leídas, de Los recuerdos del porvenir (1963), de Elena Garro, en Joaquín Mortiz; y está La semana de colores (Universidad Veracruzana, México, 1964).
Ignoro si José Luis Martínez llega a Tario vía Paz-Garro o viceversa. Frecuentaba la casa de Etla con sus tertulias; y es de los primeros en ofrecer su testimonio crítico de la obra de Tario. Suyos hay varios títulos: La técnica en literatura (Letras de México, México, 1943), con dedicatoria manuscrita “A Francisco Peláez, su amigo…”; Problemas literarios (Colección Literaria Obregón, México, 1955), dedicado “A Paco y Carmen”; y las plaquetas Situación de la literatura mexicana (Editorial Cvltvra, México, 1948), Los problemas de nuestra literatura (Ediciones Et Cætera, Guadalajara, 1953) y la breve antología Narciso: poéticas mexicanas modernas (Tierra Nueva, México, s/f)… Aquí se corrige a lápiz una errata en el último poema, “La poesía”, de Octavio Paz: Donde dice: “La oscura ola/ que nos arranca de la primera ceguera”, debe decir: “La oscura ola/ que nos arranca de la primer ceguera”.
Para cerrar este ciclo de los escritores mexicanos, hay una antología de Narrativa mexicana de hoy (Alianza Editorial, Madrid, 1969), preparada por Emmanuel Carballo y en la que no está incluido Francisco Tario; el primer libro de Carlos Fuentes, Los días enmascarados (Los Presentes, México, 1954), colección de cuentos fantásticos acaso revisada por Tario (según testimonio de Julio Peláez Farell, hijo menor de Tario, quien recuerda a Fuentes como asiduo a la casa de Etla); dos novelas de José Revueltas: Los muros de agua (s/e, México, 1940) y Los días terrenales (Editorial Stylo, México, 1949); y El diosero (Fondo de Cultura Económica, México, 1952), de Francisco Rojas González.
Veo aquí una suerte de continuidad de lo fantástico, satélites en el universo tariano, que va de “La cena” de Reyes a Los días enmascarados de Fuentes; y que podría pasar por los cuentos fantásticos de Paz, aquellos que vienen en ¿Águila o sol? (1951), hasta detenerse en La semana de colores de Elena Garro.

La Pajarita de Papel

Cierro el recuento con La Pajarita de Papel, colección que dirigió Guillermo de Torre, marido de Norah Borges, en los años treinta y cuarenta para la Editorial Losada, y de la que Tario reunió diecisiete títulos. En ella aparecieron Franz Werfel (La muerte del pequeñoburgués), D.H. Lawrence (La mujer que se fue a caballo y El hombre que murió), Aldous Huxley (El joven Arquímedes y El tiempo y la máquina), Jean-Paul Sartre (El muro), George Santayana (Diálogos en el limbo), Katherine Mansfield (En la bahía), Walt Whitman (Canto a mí mismo, en traducción de León Felipe), Jules Supervielle (La desconocida del Sena), Thomas Mann (Cervantes, Goethe, Freud), Arthur Schnitzler (La señorita Elsa), Georg Kaiser (Gas) y Franz Kafka (La metamorfosis)…
Este último tomo ha provocado diversas confusiones, por este crédito: “Traducción directa del alemán y prólogo de Jorge Luis Borges”. El primero en desmarcarse fue Borges, quien en efecto escribió el prólogo y tradujo algunos cuentos, mas no La metamorfosis (a la que él hubiera llamado en español La transformación), traducción que Guillermo de Torre al parecer tomó de la Revista de Occidente (y que podría ser de Margarita Nelken). A éste se le hizo fácil acreditar todo el paquete a su cuñado… En el plano familiar, también debe decirse que hay varias traducciones de La Pajarita de Papel realizadas por Leonor Acevedo, la madre de Jorge Luis y Norah Borges.
Insisto: los libros que he revisado son parte de una biblioteca mayor, que sufrió diversas sangrías, primero, cuando la familia Peláez Farell se exilió en Madrid; y luego, en la mudanza de Julio Peláez Farell de España a la Ciudad de México (cargando como pesado equipaje el archivo de su padre), y su cambio a distintas direcciones en la colonia Narvarte y sus alrededores, hasta su abrupto desmantelamiento por una serie de enfermedades que aquejaron a Julio entre finales del 2015 y principios del 2016… El tiempo operó esas filtraciones, que dejaron ahora sólo estos cien libros (bajo resguardo en un espacio ya ajeno al ámbito familiar), de los que se tiene la certeza que le pertenecieron, y que revelan, en cierto modo, la formación literaria de ese fantasma esquivo que sigue siendo Francisco Tario.

Noviembre 2016

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