La historia de Miriam
Es una historia común, tan común que da espanto; y los personajes son parte de la familia: la madre, el padrastro y la hija. Una, probablemente cómplice; él, abusador; y ella, la niña, víctima.
Es una historia común, tan común que da espanto; y los personajes son parte de la familia: la madre, el padrastro y la hija. Una, probablemente cómplice; él, abusador; y ella, la niña, víctima.
Y es un drama que se vive en el silencio, algo que ocurre en casa por años pero de lo que en casa no se habla.
Miriam cuenta su historia porque sabe que la única forma de desprenderse de lo ocurrido, el robo de su infancia, es enfrentar el recuerdo. Y sabe también que el que fue agredido de niño tiende a agredir de adulto; es una cadena, una cárcel: fue golpeada y golpeó. Son herencias. “Cuando eso ocurría, cuando les pegaba a mis hijos, me sentía como una cucaracha, alguna vez hasta pensé en matarlos y matarme para terminar ese sufrimiento”, dice.
Ha debido curarse de cargas y culpas, está a la mitad de un proceso terapéutico. “Ahora ya todo se expresa en casa, es diferente; hemos trabajado mucho en la comunicación y en la parte afectiva. Quizá mis hijos tengan cierto resentimiento conmigo, y los entiendo; no les pido que me quieran, sé que no fue agradable, pero sí les pido respeto.”
Respeto porque no se quedó ahí, en la oscuridad que le impusieron de niña y luego ella reprodujo, respeto porque ha intentado cambiar las cosas. Por no callar.
Cerrar los ojos, no ver
Nació en el Distrito Federal en noviembre de 1965. “Mi padre era militar, no lo conocí; nos quedamos solas mi mamá y yo y así vivimos como tres años. Según mi mamá, el pretexto del abandono fue que no le sabía planchar los pantalones. Ella peleó por la pensión alimenticia mas le dijeron que mi padre había desertado del Ejército, por lo que no podían darle nada; luego se reencontró con el que sería mi padrastro, al que conoció en la infancia en un pueblo cercano a Ozumba, en el Estado de México, y se juntaron. Nació mi primer hermano, luego las gemelas…”
Miriam estuvo en una guardería y luego en una primaria de tiempo completo (de 7:30 a 17:00 horas), por los rumbos de Chabacano, a la que llegaba sola desde los seis años, que era su refugio, su castillo.
—En casa, ¿ya ocurrían cosas?
—El abuso empezó entre los cuatro y los cinco años. Empezaba con tocamientos… A esa edad uno no entiende; yo añoraba mucho a mi papá y el hecho de que tener de nuevo una figura paterna provoca mucho sentimiento encontrado. Yo salía a las cinco de la tarde de la escuela; él un poco después porque su trabajo en una fábrica de refrescos estaba cerca… y mi mamá llegaba mucho después. En ese lapso es cuando ocurrían las cosas.
—Él se acercaba a usted, le decía palabras agradables…
—No recuerdo palabras, únicamente tocamientos y silencio. Es una parte algo oscura; ahora entiendo que trato de bloquear esos momentos. La imagen que tengo es de cerrar los ojos, no querer ver.
—¿Del tocamiento se pasó a algo más?
—Sí, conforme fui creciendo. No hubo en sí una violación; no había penetraciones pero sí juntaba sus genitales con los míos.
—¿Usted no le dijo nunca a nada a su mamá o se quejó con él?
—Todo era silencio, me educaron en el silencio: algo de lo que se calla, de lo que no se habla. Aún ahora sigo con la duda de si durante tantos años mi mamá no se dio cuenta, quizá le convenía porque él pagaba la renta… Me hago muchas preguntas.
“Siento que mi mamá se hacía guaje”
—¿Se rebeló en algún momento de esa relación?
—Cuando decido salirme de mi casa, a los 19 años. Estudiaba enfermería y en las clases se hablaba de sexualidad y de abuso; hasta ahí me di cuenta de lo que había estaba viviendo.
—¿El señor era autoritario?
—Sí, nos pegaba a todos. De hecho yo tengo mis piernas marcadas por sus cinturonazos. Era el modo que ejercía el poder sobre mí, a través del miedo. Sí utilizaba mucho la violencia, con mi mamá también. Recuerdo haberlos visto peleando y mi hermano y yo asustados en un rincón escuchando los gritos, viendo los golpes…
—Y a los 19 años huye de ahí.
—Me escapé. Me fui con el que ahora es mi esposo, comerciante en Iztapalapa. Rentó un cuarto vacío. Mi padrastro me siguió buscando, fue a la escuela; me empujó, a mi esposo lo quiso agredir. De hecho cuando mi novio pidió permiso para salir conmigo, las dos veces lo agredió, lo sacó de la casa. No me permitía tener amigos ni amigas, ahora entiendo que era para que yo no fuera a decir algo. Me decía que la amistad no existía, que si alguien te regalaba algo era porque algo quería de ti. Era un aislamiento total porque no había visitas en casa.
—¿Usted tiene la duda de si su mamá supo o no del abuso?
—La verdad, siento que se hacía guaje, porque fueron muchos años, fueron muchas cosas.
—¿Para usted vivir así era algo normal?
—Como empezó siendo yo tan pequeña terminó siendo algo normal, como que era parte de la vida. Hasta que empecé a estudiar enfermería me di cuenta de que la vida no era así, aparecen entonces en mí muchas emociones y muchos sentimientos. Y sale el enojo, me vuelvo agresiva. Tengo a mi primer hijo, y lo trato mal; con mi pareja busco motivos para estar peleando. Era darme cuenta que las cosas no debieron haber sido así; y que la persona que debió haberme cuidado no lo hizo y lo permitió. Todo se vuelve enojo, por lo que perdí, mi infancia sin juegos, una adolescencia sin amigos… No tener confianza en los otros, no poder contar a nadie eso que me estaba pasando. Fue algo tremendo. Crecí con mucho miedo. Fue mucha soledad. Tanto mi padrastro como mi madre me golpeaban.
—Y luego usted golpeó a sus hijos.
—Me da escalofríos recordarlo. Les decía lo que me había dicho mi madre: “Eres un inútil”, “No sirves para nada”; ella me decía “puerca”, “cochina”… Ejercía la misma violencia que habían ejercido conmigo, y eso me perturbó. Hasta pensé en quitarles la vida a mis hijos y quitármela yo; me decía: no es justo lo que están ellos viviendo, y para que no pasen por lo que pasé yo mejor nos vamos todos.
Era un círculo, del que ha salido a través de la terapia; se siente a medio camino en el proceso de curación. Dice, al fin:
—Ahora entiendo muchas cosas y creo que he progresado mucho, pero el vacío no se va, el enojo sigue ahí. Son muchos sentimientos encontrados, es una telaraña la que se forma en la cabeza: a la vez que sabes que te agredieron piensas que son tus familiares.
—¿Su mamá sigue con el señor?
—Siguen juntos, sí.
—¿Y no se ha repetido la historia?
—Supe después que lo corrieron de Ozumba, en donde era profesor, por haberse metido con una de sus alumnas. Y tengo la duda con mis hermanas, más con una de ellas, que tiene problemas con sus parejas. Es algo que deja el abuso, el miedo a relacionarse.
—Cuando ve ahora a su padrastro, ¿qué piensa?
—Está viejito, enfermo, y ya no puede caminar. Lo veo y digo: pobre. He intentado perdonarlo. El abuso fue algo vivido y ya no hay goma que lo pueda borrar.
Noviembre 2016
Miriam cuenta su historia porque sabe que la única forma de desprenderse de lo ocurrido, el robo de su infancia, es enfrentar el recuerdo. Y sabe también que el que fue agredido de niño tiende a agredir de adulto; es una cadena, una cárcel: fue golpeada y golpeó. Son herencias. “Cuando eso ocurría, cuando les pegaba a mis hijos, me sentía como una cucaracha, alguna vez hasta pensé en matarlos y matarme para terminar ese sufrimiento”, dice.
Ha debido curarse de cargas y culpas, está a la mitad de un proceso terapéutico. “Ahora ya todo se expresa en casa, es diferente; hemos trabajado mucho en la comunicación y en la parte afectiva. Quizá mis hijos tengan cierto resentimiento conmigo, y los entiendo; no les pido que me quieran, sé que no fue agradable, pero sí les pido respeto.”
Respeto porque no se quedó ahí, en la oscuridad que le impusieron de niña y luego ella reprodujo, respeto porque ha intentado cambiar las cosas. Por no callar.
Cerrar los ojos, no ver
Nació en el Distrito Federal en noviembre de 1965. “Mi padre era militar, no lo conocí; nos quedamos solas mi mamá y yo y así vivimos como tres años. Según mi mamá, el pretexto del abandono fue que no le sabía planchar los pantalones. Ella peleó por la pensión alimenticia mas le dijeron que mi padre había desertado del Ejército, por lo que no podían darle nada; luego se reencontró con el que sería mi padrastro, al que conoció en la infancia en un pueblo cercano a Ozumba, en el Estado de México, y se juntaron. Nació mi primer hermano, luego las gemelas…”
Miriam estuvo en una guardería y luego en una primaria de tiempo completo (de 7:30 a 17:00 horas), por los rumbos de Chabacano, a la que llegaba sola desde los seis años, que era su refugio, su castillo.
—En casa, ¿ya ocurrían cosas?
—El abuso empezó entre los cuatro y los cinco años. Empezaba con tocamientos… A esa edad uno no entiende; yo añoraba mucho a mi papá y el hecho de que tener de nuevo una figura paterna provoca mucho sentimiento encontrado. Yo salía a las cinco de la tarde de la escuela; él un poco después porque su trabajo en una fábrica de refrescos estaba cerca… y mi mamá llegaba mucho después. En ese lapso es cuando ocurrían las cosas.
—Él se acercaba a usted, le decía palabras agradables…
—No recuerdo palabras, únicamente tocamientos y silencio. Es una parte algo oscura; ahora entiendo que trato de bloquear esos momentos. La imagen que tengo es de cerrar los ojos, no querer ver.
—¿Del tocamiento se pasó a algo más?
—Sí, conforme fui creciendo. No hubo en sí una violación; no había penetraciones pero sí juntaba sus genitales con los míos.
—¿Usted no le dijo nunca a nada a su mamá o se quejó con él?
—Todo era silencio, me educaron en el silencio: algo de lo que se calla, de lo que no se habla. Aún ahora sigo con la duda de si durante tantos años mi mamá no se dio cuenta, quizá le convenía porque él pagaba la renta… Me hago muchas preguntas.
“Siento que mi mamá se hacía guaje”
—¿Se rebeló en algún momento de esa relación?
—Cuando decido salirme de mi casa, a los 19 años. Estudiaba enfermería y en las clases se hablaba de sexualidad y de abuso; hasta ahí me di cuenta de lo que había estaba viviendo.
—¿El señor era autoritario?
—Sí, nos pegaba a todos. De hecho yo tengo mis piernas marcadas por sus cinturonazos. Era el modo que ejercía el poder sobre mí, a través del miedo. Sí utilizaba mucho la violencia, con mi mamá también. Recuerdo haberlos visto peleando y mi hermano y yo asustados en un rincón escuchando los gritos, viendo los golpes…
—Y a los 19 años huye de ahí.
—Me escapé. Me fui con el que ahora es mi esposo, comerciante en Iztapalapa. Rentó un cuarto vacío. Mi padrastro me siguió buscando, fue a la escuela; me empujó, a mi esposo lo quiso agredir. De hecho cuando mi novio pidió permiso para salir conmigo, las dos veces lo agredió, lo sacó de la casa. No me permitía tener amigos ni amigas, ahora entiendo que era para que yo no fuera a decir algo. Me decía que la amistad no existía, que si alguien te regalaba algo era porque algo quería de ti. Era un aislamiento total porque no había visitas en casa.
—¿Usted tiene la duda de si su mamá supo o no del abuso?
—La verdad, siento que se hacía guaje, porque fueron muchos años, fueron muchas cosas.
—¿Para usted vivir así era algo normal?
—Como empezó siendo yo tan pequeña terminó siendo algo normal, como que era parte de la vida. Hasta que empecé a estudiar enfermería me di cuenta de que la vida no era así, aparecen entonces en mí muchas emociones y muchos sentimientos. Y sale el enojo, me vuelvo agresiva. Tengo a mi primer hijo, y lo trato mal; con mi pareja busco motivos para estar peleando. Era darme cuenta que las cosas no debieron haber sido así; y que la persona que debió haberme cuidado no lo hizo y lo permitió. Todo se vuelve enojo, por lo que perdí, mi infancia sin juegos, una adolescencia sin amigos… No tener confianza en los otros, no poder contar a nadie eso que me estaba pasando. Fue algo tremendo. Crecí con mucho miedo. Fue mucha soledad. Tanto mi padrastro como mi madre me golpeaban.
—Y luego usted golpeó a sus hijos.
—Me da escalofríos recordarlo. Les decía lo que me había dicho mi madre: “Eres un inútil”, “No sirves para nada”; ella me decía “puerca”, “cochina”… Ejercía la misma violencia que habían ejercido conmigo, y eso me perturbó. Hasta pensé en quitarles la vida a mis hijos y quitármela yo; me decía: no es justo lo que están ellos viviendo, y para que no pasen por lo que pasé yo mejor nos vamos todos.
Era un círculo, del que ha salido a través de la terapia; se siente a medio camino en el proceso de curación. Dice, al fin:
—Ahora entiendo muchas cosas y creo que he progresado mucho, pero el vacío no se va, el enojo sigue ahí. Son muchos sentimientos encontrados, es una telaraña la que se forma en la cabeza: a la vez que sabes que te agredieron piensas que son tus familiares.
—¿Su mamá sigue con el señor?
—Siguen juntos, sí.
—¿Y no se ha repetido la historia?
—Supe después que lo corrieron de Ozumba, en donde era profesor, por haberse metido con una de sus alumnas. Y tengo la duda con mis hermanas, más con una de ellas, que tiene problemas con sus parejas. Es algo que deja el abuso, el miedo a relacionarse.
—Cuando ve ahora a su padrastro, ¿qué piensa?
—Está viejito, enfermo, y ya no puede caminar. Lo veo y digo: pobre. He intentado perdonarlo. El abuso fue algo vivido y ya no hay goma que lo pueda borrar.
Noviembre 2016
Etiquetas: Abuso infantil
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