Por vía de las reediciones, coinciden en librerías dos títulos en los que Juan José Arreola (1918-2001) recupera la voz impresa y cuenta su vida. Los métodos son distintos y el resultado varía. Parecería a ratos, por el modo en que fueron escritos y los sucesos que relatan (no siempre los mismos), que se trata de las memorias de dos personajes diferentes.
Fernando del Paso, en un caso, logra una transcripción exacta y sensible de la conversación de Arreola, en un libro que es en sí mismo una gran pieza literaria: el habla alegre y frondosa de Arreola, ese monólogo barroco que lo caracterizó en sus apariciones públicas, y del que difícilmente podía evadirse (como si actuara a pesar de sí mismo, aunque casi siempre llegando a instantes de prosa verbal sorprendentes, como funámbulo de la palabra), halla aquí a su mejor amanuense.
En el otro caso, en el de Orso Arreola, hijo del escritor, se activa la memoria familiar, se acude a diarios y correspondencia, e incluso a una selección fotográfica (impresa pobremente, por desgracia), en un armado más ortodoxo y con una expresión acaso más convencional (sin tanto delirio, digamos, con anécdotas referidas de modo llano y en estricto orden cronológico), para construir un retrato discreto, literariamente hablando, pero que por la información que aporta amplía el entendimiento que podemos tener del personaje.
A mediados de los años sesenta, en su presentación en Bellas Artes en el ciclo Los Narradores ante el Público, Arreola anunció así su work in progress: “He dicho antes que trabajo ahora en un libro que se llamará Memoria y olvido en el que trataré de rescatar lo vivido y lo aprendido para, en cierta forma, formular lo olvidado, lo que queda en la sombra. A sus pruebas de imprenta me remito. Cuando ustedes lo consulten, si es que llega a existir, quiero que ese libro justifique tanto mi vida de escritor como la atención que esta noche ustedes han dispensado a mis palabras”.
Pasó el tiempo, y esa obra en proceso no aparecía. Ya Arreola había tenido problemas con la escritura, por lo que gran parte de su Bestiario (1959) no fue escrito, sino dictado al joven José Emilio Pacheco, su primer amanuense. Empezó a incorporarse a esa rara especie, estudiada por Vila-Matas en Bartleby y compañía, de los escritores que dejan de escribir, especie en mi opinión mucho más interesante que la de aquellos que publican con regularidad (burocráticamente) casi cualquier cosa.
Tenía, Arreola, no obstante, el don de la palabra hablada. Era un gran conversador, o, mejor, un lúcido aunque disperso monologuista. El suyo era un caudaloso río verbal que sólo alguien con experiencia podría capturar. Lo intenta Vicente Leñero en ¿Te acuerdas de Rulfo, Juan José Arreola? (1987), en una conversación en la que prevalece el interés periodístico, el morbo porque fueran revelados aspectos ocultos de su amistad con el amigo, como aquello que ha causado tantas letras, el apoyo supuesto de Arreola en la terminación de Pedro Páramo.
Fernando del Paso llega a Arreola con otro ánimo. Es un novelista experimentado, también barroco, y crea, en su transcripción del monólogo de Arreola, una suerte de doble masculino de la Carlota de Noticias del Imperio, o un hermano no de sangre sino de palabras del personaje Palinuro de su segunda novela. Del Paso entiende a la perfección la deriva de Arreola, ese andarse por las ramas que con frecuencia llega al tronco (aunque confiese su terror de tocar la raíz). Dice del Paso: “En Juan José, su conversación, como el rayo de luz que atraviesa un prisma, se dispersa en todos los colores del paraíso, aunque en ocasiones, por fortuna, lo que nos cuenta, cuando parece haber dado un vuelco irreversible, del rabo pasa al cabo sin que nos enteremos, como la mágica superficie de la banda de Moebius”.
La banda de Moebius o la botella de Klein, ese artefacto que bien retrata las imposibilidades contenidas en la obra de Arreola y, también, su realización última. La voz de Arreola y la pluma de Fernando del Paso participan de ese milagro que vio nacer Memoria y olvido.
Con Orso Arreola el proceso fue otro. La convivencia con el padre, y muchas veces el haber sido testigo de su paso por la historia, como acompañante del maestro, lo incorpora naturalmente al paisaje. En el prólogo no se aclara el método empleado en la confección de El último juglar; se reconoce haber puesto “pensamientos y palabras en la boca de mi padre que él jamás ha pronunciado, pero que leí en su manera de ser y de vivir”. No es pues una “vida contada” (o grabada, como sucede con Del Paso), sino el relato de alguien que, por la cercanía con el personaje, tiene los datos a la mano, y sobre todo una gran base documental a su disposición, y decide tomarle la palabra a Arreola, apropiarse de su “yo”, sin intentar imitarlo en su frondosidad, para convertirse en la memoria paterna.
Con frecuencia se acude a la transcripción de documentos. Están los diarios íntimos y las cartas, como aquella, muy hermosa, que le escribe Julio Cortázar a Juan José Arreola luego de su lectura de Varia invención (1949) y Confabulario (1952). Se amplían los límites cronológicos: si el libro de Del Paso se ubica entre 1920 y 1947, cuando Arreola regresa de París, a donde fue gracias al apoyo generoso del actor Luis Jouvet, el de Orso Arreola se extiende hasta el año 68, cuando Arreola, activo participante de la vida universitaria (donde crea Poesía en Voz Alta, por ejemplo), observa el derrumbe. En septiembre, Revueltas lo alerta: “Tienes que esconderte, te tienen en la lista, vete si es posible de México, la cosa se le ha puesto difícil al gobierno y va a iniciar la represión como última salida”.
No exageraba Revueltas. Simpatizante de la Revolución cubana, Arreola había sido jurado del premio Casa de las Américas y vivió unos meses en La Habana. Una prueba de que el gobierno de Díaz Ordaz lo tenía fichado es la aparición de su nombre en el libelo El móndrigo, confeccionado en la Secretaría de Gobernación. La represión precipita su exilio a Ciudad Guzmán, que los lectores de Arreola preferimos seguir llamando Zapotlán el Grande, donde construye una cabaña en las faldas del Cerro de la Barranca del Tecolote…
En fin: Del Paso hace hablar a Arreola y arma con él extraordinarios castillos en el aire; Orso lo obliga a contar su historia, a confesar su entrega a las mujeres, en amores lícitos e ilícitos, sus encuentros y desencuentros con otros escritores (Usigli, Paz o Fuentes, entre otros), y referir su pasión magisterial, esa entrega a los jóvenes a los que convirtió, como tutor del Centro Mexicano de Escritores o editor, en medianos o grandes prosistas. En Memoria y olvido hay más verbo y en El último juglar más carne…
Por las dos sendas, paralelas o complementarias, se llega a Roma; dice Arreola a su hijo: “Yo soy el actor de mí mismo, inventé mi propio personaje y me moriré con él, yo soy el otro que nunca ha estado contento consigo mismo, soy el que se quedó en el espejo mirándose el rostro y ya no pudo salir de él, he sido para bien o para mal mi propio espectáculo”.
Mayo 2016
Etiquetas: Bartleby y compañía, El último juglar, Enrique Vila-Matas, Fernando del Paso, Juan José Arreola, Memoria y olvido, Orso Arreola, Vicente Leñero
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