martes, diciembre 20, 2022



Cien años sin Marcel Proust

“Lo que lo consumía, en su obra, era el tiempo”, dice Céleste Albaret de su patrón y amigo Marcel Proust (1871-1922). “Perseguía el tiempo en sus libros, y sin embargo se sentía atrapado por él en la vida.”
Fue ella, su asistenta personal, quien acompañó al escritor en sus últimos ocho años, los más importantes en la escritura de En busca del tiempo perdido. No sólo lo atendía en todas sus necesidades. A Céleste le dictaba; y también era ella la encargada de preparar el engrudo y pegar en los cuadernos las hojas manuscritas con las que se añadían pasajes a los libros en proceso. Sin su apoyo, poco se hubiera avanzado. Y es la “querida Céleste”, junto con Robert Proust, el hermano, quien lo ve morir el sábado 18 de noviembre de 1922 hacia las 16:30.
Esa tarde el “pequeño Marcel”, el “gentil Marcel”, como le decían los cercanos, se quedó mirándolos desde su cama. “No nos quitaba los ojos de encima. Era atroz”, recuerda Céleste.
“Permanecimos así unos cinco minutos. Después, de repente, el profesor se acercó, se inclinó dulcemente sobre su hermano y le cerró los párpados, mientras sus ojos seguían girados hacia nosotros.”
—¿Está muerto? —preguntó ella.
—Sí, Céleste. Se acabó.
El de Céleste Albaret es un testimonio de primera mano sobre esa etapa última. A éste se remiten los mismos biógrafos de Proust. Luego del deceso, ella guardó silencio. Proust le había anticipado que muchos la buscarían, y que era preferible la discreción. A los ochenta y dos años, luego de escuchar historias fantásticas sobre la vida y la muerte de su patrón, aceptó que fueran grabadas sus conversaciones con Georges Belmont, como una forma de recuperar su propio tiempo perdido, lo que dio origen al libro Monsieur Proust, publicado originalmente en 1973; sigo aquí, en sus capítulos finales, la edición de Capitán Swing (Madrid, 2013), y de ahí provienen los diálogos que cito. Fueron, dice Belmont, cinco meses de entrevistas, setenta horas grabadas. Hay incluso una adaptación (alemana) a la pantalla: Céleste, Percy Adlon, 1980.
En este centenario, Céleste Albaret es la fuente directa para intentar comprender la muerte temprana, a los 51 años, de uno de los mayores narradores del siglo XX.

El año 22

Aun ahora, el año 22 del siglo XX es un potente motor literario. Hemos seguido a lo largo de este 2022 los centenarios de obras de ruptura como Ulises de James Joyce, Tierra baldía de T. S. Eliot, Trilce de César Vallejo o El soldado desconocido de Salomón de la Selva… La vigencia de estas propuestas literarias hace, por contraste, que lo actual palidezca. ¿Qué se ha publicado este 2022 a la altura de esos cuatro títulos?
El cierre de ese annus mirabilis, por desgracia, tiene tintes trágicos, pues camina hacia la muerte. Aunque no empieza mal: en 1922 Proust, en casa, recibió ejemplares de Sodoma y Gomorra II, se entretuvo en algunos añadidos (a La fugitiva, por ejemplo, que aparecería en Gallimard en 1927 como Albertine desaparecida), revisó las pruebas de imprenta de La prisionera (1923) y puso el punto final de la saga —en los cuadernos de lo que se llamaría El tiempo recobrado, a publicarse en 1927—. Estos menesteres los realizó a pesar de su estado físico, con el deterioro irremisible de su salud, en los descansos de accesos severos de tos y asfixia, en una habitación que con el avance del otoño se fue tornando cada vez más fría.
Por cierto: en sus antimemorias, el narrador peruano Alfredo Bryce Echenique hace este apunte cómico: recuerda a su madre como gran lectora del francés, afición que motivó su primer viaje a Europa. Cuenta: “Nunca olvidaré, por ejemplo, la mañana de invierno aquella en un que un amigo nos llevó a la mismísima casa de Proust donde [mi madre] se lució narrando de paporreta capítulos enteros de En busca del tiempo perdido, mientras que los demás nos moríamos de frío en aquella casa muy húmeda y sin calefacción alguna” (Permiso para retirarme, Antimemorias III, Anagrama 2021, p. 78).
Esos dos factores, la humedad y la falta de calefacción (señalados por Bryce Echenique de un modo gracioso), fueron decisivos en 1922 para quebrantar a un hombre de por sí asmático.

Marcas temporales

Proust luchaba contra el tiempo. Sabía que el libro final daría forma a todo el proyecto. Sin él, su construcción carecía de sentido.
El tiempo es un factor que acompaña al Ulises de Joyce y a la saga de Proust. En el irlandés, cada capítulo tiene sus marcas temporales, en el avance del día ese 16 de junio de 1904: hacia las 9, por ejemplo, llega a la Torre Martello la mujer que vende leche; como a esa hora, minutos después, Stephen Dedalus camina hacia la escuela para impartir su clase de historia; entre diez y once el artista ya no adolescente deambula por la playa; al término de su trayecto se cruza con el cortejo fúnebre de Paddy Digman, y en una de las carretas viajan, entre otros, su padre, Simon, y un amigo de éste, Leopold Bloom… El entierro será a mediodía. El Ulises tiene inserto un reloj o un cronómetro de alta precisión.
En la novela de Proust las marcas temporales no refieren las horas, como en Joyce, sino el cambio de épocas, como si se tratara de un almanaque o un calendario en el que se resaltan, por ejemplo, algunas novedades tecnológicas: la aparición de los automóviles, el primer avión que es observado flotando en el cielo, la llegada de la luz eléctrica a París, la instalación de los aparatos telefónicos… Igualmente, algunos sucesos de la vida francesa (como el desarrollo del caso Dreyfus, asunto que dividió a la sociedad) nos sitúan en contextos históricos determinados.
El relato ocurre entre finales del siglo XIX y comienzos del XX. Los personajes crecen y envejecen con el narrador, hasta una reunión final en la que sus cambios físicos son notorios. Marcel se da cuenta entonces que todo se ha ido fugazmente. Ha perdido el tiempo, literalmente, al ser una suerte de socialité, aficionado a la convivencia con duques y duquesas en los salones parisinos. ¿Cómo recuperar ese tiempo perdido? La escritura se presenta como una posibilidad. Una campanilla, una baldosa suelta en la avenida, las migajas de una magdalena mezcladas en te de tila funcionan como artilugios inesperados para escuchar, sentir o paladear lo remoto. Son accesos o llaves. El final es apenas el comienzo. ¿Lo inmediato? Reconstruir todo un pueblo, Combray, y andar y desandar dos caminos: el de Swann y el de Guermantes.
Esa construcción, que se le aparece completa en la mente al beber una taza de té de tila, le llevará, para concluirla, más de diez años. Poder terminarla era su angustia. ¿Le alcanzaría el tiempo?
Lo que emprendió Proust tenía antecedentes en la literatura francesa. Dos de sus modelos son las Memorias de ultratumba, de Francisco Renato de Chateubriand, y la Comedia humana de Honorato de Balzac. Y era, a la vez, diferente. Porque se trataba de una memoria ficticia, y no planeó escribir novelas sueltas que conformaran un todo, sino una novela total: era la re-creación imaginativa de un universo entero, centrado o concentrado en una sola mirada. À la recherche, dice Peter Quennell, “es una obra novelesca construida sobre principios poéticos” (En torno a Marcel Proust, Alianza Editorial, Madrid, 1974, p. 26).
Es mirada y oído, olor, gusto y tacto, pues se trata de usar los cinco sentidos con una enorme intensidad. El narrador piensa el mundo, sobre todo, desde la pintura, la música y la literatura; y de ahí nacen esos artistas ficticios —el pintor Elstir, el pianista Vinteuil y el literato Bergotte— que anima y admira. Son esas artes sus materiales básicos para construir una catedral o un gran castillo que se sostiene en el aire por su capacidad inventiva.

Mudanzas

La muerte, dice Céleste, “comenzó para él con nuestra partida del boulevard Haussmann, que fue un verdadero desgarramiento moral”.
Como sabe quien lo ha leído, Proust tenía una relación especial con los espacios y los muebles, para él también habitantes de una casa. El departamento en el boulevard Haussmann se transformó en un sitio familiar y amigable, acondicionado a sus necesidades de escritura (como aquello de los corchos en las paredes para insonorizarlo)… pero un día, a finales de 1918, se enteró que tenía que desalojar. Su tía, dueña del edificio, lo vendió sin avisarle. Especula Céleste que de saber esas intenciones, el mismo Proust hubiera podido adquirirlo. No tuvo esa oportunidad.
La mudanza fue inesperada. Tuvo que deshacerse de muchos muebles queridos. Se instaló brevemente, en mayo de 1919, en la rue Laurent-Pichat, y luego encontró Céleste un piso en la rue Hamelin, a donde se mudaron en octubre. Mandó encorchar las paredes. Proust siempre lo consideró, no obstante, un sitio de transición. El gran problema era el tiro defectuoso de las pequeñas chimeneas, por lo que el humo se escapaba a las habitaciones. Proust ordenó que no se encendiera más el fuego.
Le dijo una vez a su asistenta:
—Ya verá, querida Céleste… Cuando haya escrito la palabra “fin” partiremos hacia el sur. Iremos a descansar; sí, nos tomaremos unas vacaciones. Los dos las necesitamos mucho, porque también usted está agotada.
Algo curioso que ocurrió en ese departamento fue el concierto íntimo, para un solo escucha, del Cuarteto Poulet, contratado por Proust, que interpretó para el anfitrión aquel Cuarteto de César Franck que suele asociarse con la música de Vinteuil.
Hacia 1922 ya casi no salía. Comía muy poco; su dieta consistía, sobre todo, en leche y café. Una tarde tocó el timbre y acudió Céleste a la recámara. Proust acababa de despertar.
—Sabe, ha ocurrido algo grandioso esta noche.
—¿Qué ha pasado?
—Adivine.
—Monsieur, no imagino qué puede ser, no logro adivinarlo. Debe tratarse de un milagro. Tiene que contármelo.
—Pues bien, mi querida Céleste, voy a decírselo. Es una gran noticia. Esta noche he escrito la palabra “fin”. Ahora puedo morir.
—Ya veo que se siente muy feliz, ¡y yo también estoy tan contenta de que haya llegado al final de lo que se proponía! Pero, conociéndolo como lo conozco, temo que no hayamos acabado de pegar papelitos ni de añadir correcciones.
—Eso, Céleste, es otra cosa. Lo importante es que, desde ahora, ya no estaré angustiado. Mi obra puede ser publicada. No me habré sacrificado en balde.
Luego vino el final: una gripa mal cuidada, una atmósfera hogareña gélida, las recomendaciones no atendidas de recibir inyecciones o llevarlo a un hospital, crisis asmáticas, accesos de tos, una dieta mínima… “Estoy segura de que esperaba seguir viviendo”, contó Céleste, “pero el resorte se había aflojado a partir del momento en que había escrito la palabra ‘fin’”.
Aún la noche del 17 al 18 de noviembre retomó con Céleste algunas correcciones y añadidos. A las tres y media de la mañana pararon.
—¿No se olvidará de pegar los papeles en su lugar, Céleste?
Horas después, Proust decía ver frente a sí a una mujer enorme vestida de negro. Caminaba ya su alma hacia un tiempo detenido.

Una triste mañana gris

El funeral de Proust, dice George D. Painter, fue el martes 21 de noviembre al mediodía en la iglesia de Saint-Pierre-de-Chaillot. Céleste lo corrige en cuanto a la fecha: ocurrió el miércoles 22. Y ese es el dato que da también Patrick Roegiers en su novela La nuit du monde (2010). “Fue una triste mañana gris”, describe Roegiers. Parecía una escena sacada de El tiempo recobrado, libro aún inédito; cuenta Painter: “Proust estaba rodeado de cuantos habían sido sus amigos en vida, y parecía que una multitud de fantasmas se hubiera reunido para honrar a un hombre vivo” (Marcel Proust, 2, Alianza Editorial/Lumen, Madrid, 1967, p. 562).
Entre los presentes estaba James Joyce, aquel escritor irlandés con el que se había encontrado (y desencontrado, pues poco pudieron decirse, sin haberse leído entre ellos) en el hotel Ritz meses atrás, el 18 de mayo.
El cortejo tuvo como destino el cementerio del Père Lachaise, donde aún descansa Marcel Proust, junto con sus padres, bajo una lápida de mármol negro.
Uno se pregunta: ¿tiene Proust los lectores que merece? Serán contadas las personas que han cubierto el trayecto completo. Sus libros están siempre en las librerías, pues es un longseller: un autor que no deja de venderse… Hay aventureros que han llegado al final, y celebran haberlo hecho. Si cada libro tiene sus virtudes, y puede disfrutarse individualmente, la visión de conjunto es realmente espectacular. Es ahí donde uno entiende todo. Es como correr la Tour de France y alzar los brazos al cruzar por el Arco del Triunfo. Y no hay fatiga; al contrario, queda el impulso del volver a la primera frase (“Mucho tiempo he estado acostándome temprano”) y empezar de nuevo.
Hace algunos años, en la Casa de las Humanidades de la Universidad Nacional, coordiné un grupo de lectura que se propuso, en principio, leer los tres primeros tomos. Al finalizar esa etapa decidimos seguir. En diez meses (de agosto de 2009 a mayo de 2010) concluimos. Una alumna, Isabel Álvarez, fue señalando en la lectura los platillos que se preparaban o consumían, y buscó las recetas originales. Para celebrar la conclusión, nos recibió en su casa con una comida digna de duques y duquesas; la novela se transformó en una mesa servida de modo espléndido.
Nos acompañó esa tarde Luz Aurora Pimentel, experta universitaria en dos escritores complejos (Joyce y Proust), y autora, posteriormente, de un tomo ahora indispensable: Cuadros color de tiempo: ensayos sobre Marcel Proust (Bonilla Artigas, 2019). Ahí apunta: “El tiempo en Proust es tanto la experiencia como la representación de la existencia simultánea en todos los tiempos, en todos los sentidos. Es un tiempo literalmente encarnado. Al final de la obra, por ejemplo, el tiempo cobra forma en los cuerpos envejecidos de los personajes, pero también en el hermoso cuerpo de la joven Mlle de Saint Loop, en quien convergen aquellos caminos —el de Swann y el de Guermantes— opuestos en apariencia, pero que en ella se funden” (p. 15).
Hubo esa tarde en casa de Isabel Álvarez vino francés, té de tila y madeleines. Bebimos y comimos En busca del tiempo perdido. Debe haber historias similares en muchas partes del mundo. Hay un documental sobre un grupo argentino de lectores constantes de Proust, que practican un loopcontinuo con los siete tomos. Pese a la extensión de su gran proyecto (se le suele incorporar en las listas de obras por pocos terminadas), Proust tiene sus fieles seguidores.
Alegaría en su favor el mismo Charles Swann cuando dice, en el tomo primero (en la traducción de Pedro Salinas): “Lo que a mí me parece mal en los periódicos es que soliciten todos los días nuestra atención para cosas insignificantes, mientras que los libros que contienen cosas esenciales no los leemos más que tres o cuatro veces en toda nuestra vida” (Alianza Editorial, Madrid, 2013, p. 41).
Curiosamente, mi primera lectura de Proust fue en el verano de 1986, mientras ocurría en México el Mundial de Futbol, del que no recuerdo haber visto un solo partido. No fue una pedantería de mi parte saltarme ese encuentro deportivo lleno, lo descubrí más tarde, de grandes luces; simplemente me sentí absorbido por la escritura de Proust y hallé entonces la forma de aislarme de todo ese ruido mediático y leer hasta ocho horas diarias.
El centenario de su muerte coincide ahora, en cuanto a fin de semana, con otro Mundial. Y pienso que si se valoran los aportes o se jerarquiza con justicia (en comparación con el balompié, agradable cuando se juega bien o bonito, pero con atención excesiva por los intereses comerciales), es de mayor significación humana o cultural lo hecho por el autor francés, quien llevó a sus límites las herramientas literarias, hasta agotarse a él mismo, para mostrarnos cómo es amplio y diverso el mundo si se le mira, y se le recrea, de la forma adecuada.
En 1922 Proust sabía que su muerte física estaba cercana, pero también le quedaba claro que su catedral narrativa por fin terminada le sobreviviría. Le aseguró a Céleste: “Cuando yo muera, oiga lo que le digo: me leerán. Usted asistirá a la evolución de mi obra a los ojos y en la mente del público”.
Y me parece que así ha ocurrido.

Noviembre 2022

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