domingo, marzo 21, 2004

FUENTES EL ESCRIBIDOR


Por lo menos tres son las máscaras de Carlos Fuentes. Una, la del brillante autor de Aura (1962), excepcional nouvelle que en el 2001 con tantos afanes publicitó, censurándola, un secretario de Estado del gobierno panista pero cuyos logros, sin duda, van más allá de ese risible y mojigato arranque sexenal. Dos: está el constante hacedor de una larguísima “comedia mexicana” en catorce estancias narrativas, mosaico balzaquiano de ímpetu desigual que Fuentes ha bautizado como “La edad del tiempo” e integra (según los últimos conteos) veintiún títulos publicados (de Los días enmascarados —1954— a Instinto de Inez —2001—) y al menos ocho por venir. Y tres: pensemos, al cabo, en Fuentes como “figura intelectual”, imagen que construyó desde la izquierda en los años cincuenta y sesenta con el grupo de la revista Medio Siglo (contemporáneos de Fidel Castro y el Che Guevara, Demetrio Vallejo y Valentín Campa) y que tuvo su crisis más aguda en la década siguiente cuando avaló aquella frase de “Echeverría o el fascismo” y publicó un Tiempo mexicano (1971) en donde pareció prestar su pluma al servicio del gobierno... Para quedarse luego, al final del siglo XX, en una geografía indecisa, turista “vip” o pasajero en tránsito de la realidad mexicana, extranjero en su tierra, aunque también annonciateur —en Cristóbal Nonato (1975)— del arribo panista a Los Pinos en el 2000.
El papel de Carlos Fuentes en nuestra historia literaria debe ser revisado conforme publica sus nuevos trabajos, sobre todo en la medida en que éstos alteran la perspectiva que se tiene de los anteriores, iluminando algunas zonas y oscureciendo otras. En los últimos tiempos, la expectación se ha topado con barreras: Fuentes reescribe a Fuentes, parodia o caricaturiza sus mejores momentos, como una suerte de kamikaze que se lanza contra su casa. Mas el a priori crítico del declive tampoco funciona. La poderosa presencia de Fuentes debe llevarnos a matizar, distinguir los fulgores momentáneos de lo que —según la frase clásica— por fugitivo permanece y dura.
Por ejemplo: Constancia y otras novelas para vírgenes (1990) parece indicar, prima facie, que lo que más interesa a Fuentes no es tanto la búsqueda de intensidades como la mera “constancia” creativa, la mano levantada en la lista de presentes. En este volumen de ejercicios post-áureos se cuenta la historia de un torero de una sola tarde, al que los aficionados acuden a ver con la esperanza de que se repita el milagro de la danza entre hombre y bestia. Lo que no ocurre nunca. Luego de un día de gloria se vuelve un monótono artista del ruedo, uno más en el paisaje taurino. Su prestigio viene de lo una vez realizado, y que tal vez (tal vez sí o tal vez no) pueda suceder nuevamente.
Fuentes apuesta, así, a la permanencia por tesón. De ahí también que a la par de la escritura creativa se haya esforzado por estar presente en el medio periodístico como tenaz buscador de definiciones de las distintas épocas que ha vivido el país. En Tiempo mexicano señaliza un trayecto que va de Quetzalcóatl a Pepsicóatl. Según su lectura, el periodo que abarca los sexenios de Miguel Alemán y de Gustavo Díaz Ordaz siguió el fantasma del “desarrollismo”: apoyos a las grandes empresas con la idea peregrina de que el enriquecimiento industrial generaría en automático una riqueza colectiva. Los esfuerzos democráticos de Lázaro Cárdenas fueron sepultados por décadas... pero retomados, al fin, por “el demócrata” Luis Echeverría, que “renuncia a una política de terrorismo y represión”. Fuentes pedía entonces que se concediera a Echeverría el beneficio de la duda; aseguraba que el sucesor de Díaz Ordaz, cualquiera que fuese, “no podía ser peor y, por simple comparación, saldría ganando”. Y explicaba el 10 de junio de 1971, Jueves de Corpus sangriento, como un intento de las fuerzas más regresivas de México para desmentir y desacreditar al presidente, “para atemorizar a los ciudadanos y hacerles creer que cualquier iniciativa política libre está condenada, de nuevo, a la represión”. Con esta misma idea Carlos Fuentes armó un relato del conjunto Agua quemada (1981): “El hijo de Andrés Aparicio”, sobre el que vale la pena detenerse para entender ese momento del escritor.

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Carlos Fuentes publicó Agua quemada a 10 años de aquel Jueves de Corpus. El libro cierra con “El hijo de Andrés Aparicio”, en donde se cuenta la historia de Bernabé, un muchacho de la colonia Nezahualcóyotl que es reclutado en la brigada de los gavilanes por dos personajes: el señor Ureñita y el licenciado Mariano Carreón, y que el 10 de junio aprovecha la confusión para matar a un compañero.
El cuento vuelve a esa tesis planteada una década atrás por Carlos Fuentes en por lo menos dos libros: Tiempo mexicano y Perspectivas mexicanas desde París, tomo de conversaciones con James R. Fortson que apareció como suplemento de la edición correspondiente a diciembre de 1973 de la revista Él. En el relato hay una queja contra “los criptocomunistas colados en el gobierno, pero nomás por seis años, bendito principio de no-reelección”.
Fuentes dejaba a Echeverría con las manos limpias y acusaba a “los representantes del régimen pasado”: el procurador Sánchez Vargas y el regente de la ciudad de México, Alfonso Martínez Domínguez, presidente del PRI durante el gobierno de Díaz Ordaz.
Crítico férreo del gobierno diazordacista, Carlos Fuentes fue también un insistente defensor del echeverriato. Además creía en la inerte expectativa sexenal de que a un presidente “malo” sucede, con fortuna, un presidente “bueno”, y confiaba en que, después de 30 años de mediocridad, se repitiera con Echeverría la grandeza de un Lázaro Cárdenas.
Avaló, sí, aquella frase de Fernando Benítez según la cual México se encontraba en esta encrucijada: “Echeverría o el fascismo”. A mediados de 1971, para Fuentes esta era “la disyuntiva mexicana”: democracia o represión. Para el narrador era claro que Echeverría se había decidido por lo primero. Pese a las señas en positivo de que el tiempo mexicano por venir era el de la democracia, según Fuentes el entonces presidente se equivocó en un punto básico: no desmontó el aparato represivo creado en 1968. Y: “De él se valieron rápidamente los poderes afectados por la mínima apertura auspiciada por Echeverría para tenderle, el 10 de junio de 1971, una gravísima trampa”.

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Ese día, los estudiantes marchaban pacíficamente a lo largo de las calles custodiadas por granaderos. Sigo el relato: “En dos ocasiones, la marcha fue interrumpida por jefes de la policía, que solicitaron a los manifestantes un permiso municipal para recorrer las calles, como si un derecho constitucional pudiese supeditarse a los reglamentos secundarios. Entonces, intempestivamente, los estudiantes fueron atacados por los Halcones; avanzando en formación y al ritmo de tropas de asalto, armados con bastones de karate, pistolas y fusiles, algunos a pie y otros en automóviles y guayines, los Halcones golpearon, dispararon, atacaron a representantes de la prensa nacional y extranjera, asesinaron a más de 30 estudiantes e hirieron a muchísimos más”.
La policía no intervino, y se limitó a disparar gases lacrimógenos de vez en cuando. “Sin embargo, muchos radioaficionados pudieron oír las órdenes de la policía para combinar sus movimientos con los de los Halcones en las ondas de sus aparatos y grabarlas; los Halcones llegaron al lugar de los hechos en típicos camiones grises de limpia de la municipalidad; pudieron atravesar sin obstáculos las filas de los granaderos y de los tanques antimotines para agredir a los manifestantes; pudieron, sin temer la intervención policiaca, matar, repartir garrotazos y aun perseguir a los estudiantes refugiados en el hospital Rubén Leñero.”
Para Fuentes, la colusión era evidente e indicaba hacia un responsable: el regente Martínez Domínguez, “quien ya tenía preparada la consabida explicación: se trataba de un simple choque entre facciones estudiantiles rivales”.

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En junio de 1973, preguntó James R. Fortson a Carlos Fuentes: “¿Qué piensas tú del hecho de que los sucesos del 10 de junio de 71, pese a la promesa de Echeverría de esclarecerlos públicamente en un plazo perentorio, no se hayan aclarado?” Así respondió Fuentes: “Me parece una de las cosas malas de este régimen. Yo creo, en primer lugar, que el 10 de junio fue una provocación de Martínez Domínguez y los tapados quemados como Corona del Rosal para desprestigiar al nuevo presidente y forzarle el rumbo por el camino de la represión, toda vez que esa gente siente que sólo se justifica si justifica la necesidad constante de represión. En términos políticos, el problema fue resuelto con la destitución de Martínez Domínguez, ¿verdad? En términos políticos, digo, en términos pragmáticos y transitorios, pero no en términos legales. Seguimos con nuestra pesada herencia colonial: la ley se obedece, pero no se cumple. Lo que ha quedado en entredicho, y esto es muy grave para Echeverría, porque le resta confianza entre muchísima gente, es el respeto a la ley. La falta de una investigación verdadera y de un castigo a los responsables prolonga depresivamente esa esquizofrenia rampante en toda la América Latina: el divorcio entre el país real y el país legal”.
Las conclusiones de Carlos Fuentes llegan hasta este nuevo tiempo mexicano en el que “fiscalías especiales” buscan desenredar un pasado turbio: “El 10 de junio se cometió un crimen. Y si ese crimen no es castigado, será difícil, a pesar de las manifiestas buenas intenciones de Echeverría, creer en su política de apertura democrática. El problema es espinoso porque el crimen del Jueves de Corpus es hijo del crimen de Tlatelolco: obedece a una misma política y, acaso, lo cometieron las mismas manos y lo imaginaron las mismas cabezas”.

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Este asunto del Jueves de Corpus es significativo en el intento de comprender a Fuentes: en estos años pierde el piso de la realidad mexicana en su apoyo de un gobierno que resultó tan nefasto como los anteriores (y como los que lo seguirían), e incluso cambia su residencia a Francia. El movimiento implica un desencuentro consigo mismo y con el país. Adolfo Castañón lo percibe entonces como “un príncipe que se pasea por París vestido de blanco en señal de duelo por su novia muerta, América”.
El crítico de izquierdas entra en crisis, y se exilia.

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Dos fuerzas han convivido —y combatido— en la obra de Carlos Fuentes y trazan el marco de sus logros mayores y de sus más estruendosas caídas: el genio y el ingenio. Lo que encontramos, grosso modo, en su narrativa es un indudable y reiterado oficio, que suelta aquí y allá chispazos ingeniosos con otros momentos, mucho menos frecuentes, de verdadera genialidad.
La región más transparente (1958) —como luego ocurrirá con Terra Nostra (1975) y Cristóbal Nonato— refleja al Fuentes descubridor de realidades sociales, ciudadano del mundo, visionario político; al escribidor y no al creador. El tiempo (ese tiempo al que Fuentes encontró edad y círculo) afectó negativamente a la novela, la envejeció, si no por el modo en que ha ido cambiando el escenario citadino sí porque el efecto caricaturesco —en el retrato de líneas gruesas de los salones literarios a la manera del Aldous Huxley de Contrapunto— llamaba entonces a una complicidad que ahora es diálogo de sordos: el juego privado —private joke— perdió sus referentes.
Para Borges, en los relatos árabes es difícil encontrar la palabra “camello” porque es un simple medio de transporte, un elemento natural del paisaje —lo que por sabido se calla—; en cambio, si a un extranjero le interesa ubicar su relato en Arabia pondrá en un primer nivel a los camellos como rápida señal exterior, el signo más primitivo para dar la ubicación del lugar. En Fuentes y La región más transparente, la palabra “México” —o “el mexicano” o “los mexicanos”— aparece cada dos o tres páginas en todo tipo de definiciones rimbombantes puestas hasta el fastidio: “México no se explica; en México se cree, con furia, con pasión, con desaliento”, “Los mexicanos nunca saben quién es su padre; quieren conocer a su madre, defenderla, rescatarla”, etcétera, lo que lleva a pensar que la novela ha sido escrita desde fuera o para gente de fuera. José Joaquín Blanco percibe que en La región “los personajes se comportan como menores de edad: guiñoles, mitos, símbolos, caricaturas traídas y llevadas por destinos surrealistas que los sobrepasan”. Se lee hoy esta novela como un dilatado artículo periodístico para consumo externo, más que como un trabajo narrativo de largos alcances.
Lo mejor de La región más transparente vino después de su publicación; pensemos sobre todo en las huellas de ese ejercicio novelístico menos en la novela de la Onda que en José Trigo (1966), de Fernando del Paso, texto en el que se establece una suerte de continuidad entre lo rural de Pedro Páramo (1955), por ejemplo, y lo urbano de La región. ¿Más importante el legado que la obra? Eso parece.
Paradojas de la escritura: Fernando del Paso dedica un promedio de diez años a la escritura de cada una de sus tres novelas mayores —José Trigo (1966), Palinuro de México (1977) y Noticias del Imperio (1987)—, mientras que Fuentes se entrega por décadas a la total desmesura: Las buenas conciencias (1959), La muerte de Artemio Cruz (1962), Cantar de ciegos (1964), Cambio de piel (1967), Zona sagrada (1967), Cumpleaños (1969), La cabeza de la hidra (1978), Una familia lejana (1980), Gringo viejo (1985), La campaña (1990), Diana o la cazadora solitaria (1994), La frontera de cristal (1995), Los años con Laura Díaz (1999)... Además de todo lo que viene: La novia muerta, El baile del Centenario, Emiliano en Chinameca, La silla del águila, El camino de Texas, Crónica del guerrillero y el asesino, Crónica de una actriz renuente, Crónica de una víctima de nuestro tiempo, más otros títulos periféricos como En esto creo (2002) o Viendo visiones (2004).
La crítica literaria ha sido sensible a esta rara singularidad de una obra aparatosa que contiene un vacío a la vez abrumador y profundo. Adolfo Castañón opina, por ejemplo: “Si a Carlos Fuentes le cuesta trabajo entendernos, a nosotros nos cuesta trabajo entenderlo a él porque no siempre nos entendemos a nosotros mismos, porque no escribe para ser entendido sino para saciar a los dioses formidables de su vocación de escritor y tal vez a los ídolos críticos de una modernidad que puede confundirse con la moda”. Y Evodio Escalante: “¿Qué pasa con la literatura de Carlos Fuentes? ¿Por qué las obras supuestamente maduras del autor al que leíamos con vehemencia, arrebato y deslumbramiento durante la década de los sesenta, nos decepcionan, nos gustan a medias o simplemente nos dejan impávidos? ¿Qué ha cambiado en nosotros como lectores, o qué ha cambiado en Fuentes para que la antigua magia deje de producirse? ¿Somos ya menos crédulos? ¿Confiamos menos en las alucinaciones colectivas? ¿O, acaso, a fuerza de zarandearlo, exhibirlo, pasearlo y prodigarlo, se le agotó el demonio de la escritura? Quiero decir, ¿se ha vuelto tan obediente que ha dejado de producir cosas interesantes? [...] Una cierta sordera, una cierta nebulosidad se interpone entre los textos y el lector. La magia se ha perdido. El novelista mexicano más importante no logra electrizar la mente de sus coterráneos. Hay demasiada tierra o demasiados falsos contactos, o los tiempos ya son otros —y entonces se pierde la sintonía—, o abruptamente sucede que lo que el escritor tenía que decir ya lo dijo y es como si se vaciara o se hubiera secado la fuente que lo convertía en un notable emisor de signos literarios”.
Carlos Fuentes es un narrador perdido en el meandro de sus excesos.

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Mas ese caótico laberinto tiene un centro: la nouvelle Aura. No se caería en una exageración al decir que por sí mismo ese título da un lugar significativo a Fuentes en la historia literaria. Sesenta páginas de concentración extrema nos hacen olvidar esos amontonamientos de paja que el narrador ha llamado “La edad del tiempo” y que sufren los embates del mismo. Piénsese en su obra como una “ciudad de los palacios” en otras épocas gloriosa y que hoy es ruina sobre ruina. Uno de los pocos edificios que perduran es de los más vetustos y está en Donceles 815, antes 69, donde la anciana Consuelo Llorente, viuda de un militar que sirvió al Segundo Imperio, se halla en una sombría “muerte sin fin” convocando a los espectros de su juventud perdida y de su marido muerto.
Entre tantos desaciertos de una escritura sorprende la perfección de Aura. El “tú” que estructura la novela tiene su cifra parcial en el epígrafe de Jules Michelet (tomado de su célebre estudio sobre la bruja medieval): “El hombre caza y lucha. La mujer intriga y sueña; es la madre de la fantasía, de los dioses. Posee la segunda visión, las alas que le permiten volar hacia el infinito del deseo y de la imaginación... Los dioses son como los hombres: nacen y mueren sobre el pecho de una mujer...”
La “segunda visión” (alter ego, otro u otra que mira y ordena) es aquella que se permite tutear al personaje para conducirlo al encuentro con su pasado: Felipe Montero, joven ex becario de la Sorbona, es también el general Llorente; en la muchacha Aura reencarna la belleza de doña Consuelo. El futuro es, siempre, un retorno.
—Volverá, Felipe, la traeremos juntos —asegura la anciana.
Para el escritor Carlos Fuentes, la vuelta a Aura ha sido imposible. Cuando la disfrazó de Constancia (en el volumen Constancia y otras novelas para vírgenes) fue para caricaturizarla con desgano y hacerla representar una idea simple: la de que el exilio fue una “constante” del siglo pasado. En Instinto de Inez, en sus metamorfosis la nouvelle se ve también reducida a oprobiosos clichés.
—Deja que recupere fuerzas y la haré regresar —promete doña Consuelo al final de la historia.
No regresó. Aura es, al cabo, el único libro válido de Fuentes. Para usar la fórmula proustiana, se diría que es su solitario “tiempo detenido”.
Febrero 2004

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