martes, enero 22, 2019


Alfred Hitchcock, hombre en suspenso

Una exposición algo limitada, que nada tiene que ver en calidad y amplitud con la de Stanley Kubrick que se montó hace un par de años en la misma Cineteca Nacional, ni tampoco, en lo que a Alfred Hitchcock respecta, con la que estuvo en París y Montreal casi dos décadas atrás (Hitchcock y el arte: coincidencias fatales), nos ha dado la oportunidad de volver a ver en pantalla grande parte de la filmografía (casi toda su etapa estadunidense) de aquel que fue bautizado comercialmente como el “mago del suspenso”, pero que siempre fue más allá de esa seña equívoca. Lo dice muy bien Guillermo del Toro en su volumen monográfico (de 1990, reeditado en estos días como acompañamiento de la muestra): “Hitchcock es el gran maestro de los sentimientos humanos (de las debilidades en especial) y no se limita a ser el ‘mago del suspenso’, título fácil que lo hace ver como el relleno de una variedad en una fiesta infantil”.
Sería, en tal caso, una fiesta infantil atacada por unas aves furiosas, como sucede en el cumpleaños de Cathy Brenner en Los pájaros (The Birds, 1963)… Por cierto, se pregunta Del Toro por qué son los pájaros los emisarios del caos en la cinta, eso qué significa; e incluye, al revisar la bibliografía clásica hitchcockiana, variadas respuestas. Está la de Truffaut, para quien las aves están “básicamente hartas de ser capturadas y confinadas en jaulas —si no son comidas— […] y han decidido invertir los papeles”. Coincide con él Robin Wood: “Los pájaros se están vengando del hombre por la persecución de que éste los hace víctimas”. El cineasta español Víctor Erice cree que la cinta plasma “una serie de obsesiones procedentes de la marcada educación católica” de Hitchcock, por lo que la aparición del mal puede tener un origen divino…
Por lo pronto, ya hemos dado un par de nombres a los que hay que acudir de inmediato para entender mejor a Alfred Hitchcock. Son los libros y los autores que pueden acompañarnos a las salas cinematográficas. El primero es François Truffaut y El cine según Hithcock (Le cinema selon Hitchcock, 1966; 1974 en español, con continuas reediciones en Alianza Editorial); y el segundo es Robin Wood y El cine de Hitchcock (Hithcock’s films, 1965; con una única edición en Era de 1968)… De estos títulos se sirve primariamente Del Toro, quien no tuvo acceso, claro está, cuando publicó su libro en 1990 e iniciaba su carrera como cineasta, al tomo que Camille Paglia dedica a Los pájaros, aparecido ocho años después. ¿Cuál sería la respuesta de Paglia al misterio de esas aves depredadoras? Cree que la autora del relato original, Daphne du Maurier, pudo haberse inspirado en los bombardeos a Londres durante la Segunda Guerra Mundial y el terror que éstos generaban; asegura además que en Hitchcock “la mujer es el cuervo, y sus tacones altos, semejantes a estiletes, son las garras de la naturaleza rapaz”… Combina ambas explicaciones al decir que la llegada de Melanie Daniels (Tippi Hedren) a Bodega Bay “se asemeja a los comandos que desembarcaron bajo el fuego y escalaron los acantilados de Normandía el Día D”. Habla de la vagina, a partir de William Blake, como la jaula del varón. Se pregunta si la furia de las aves es una exteriorización de las soterradas animosidades y de los celos criminales del triángulo femenino de la película: las dos novias de Mitch y su madre. Cita a Hitchcock cuando apunta: “Todo lo que puedo decir acerca de Los pájaros es que la naturaleza suele ser terriblemente dura con nosotros si jugamos con ella. Los hombres desenterraron el uranio de las entrañas de la tierra y mire lo que ha pasado. Los pájaros expresa la naturaleza y lo que ésta puede hacer, así como su inherente peligrosidad”.
Luego de evaluar todo ello concluye Camille Paglia que “Los pájaros no es sino una pelea entre los ‘pájaros del amor’ y lo que Truffaut llama ‘los pájaros del odio’, una batalla entre múltiples, contradictorios impulsos”.
Yo tengo una explicación más simple: las aves son símbolos fálicos. En Hitchcock siempre hay un componente sexual enrarecido. En De entre los muertos (Vertigo, 1958), por ejemplo, insiste en mostrar, aun con perspectivas forzadas, aquella torre Coit que está en la cima de una montaña en San Francisco, y que literalmente presenta (o representa) la potente erección del protagonista… Lo que recuerda al poeta uruguayo Julio Herrera y Reissig y su “Epitalamio ancestral”:

Con pompas de brahmánicas unciones
abrióse el lecho de tus primaveras,
ante un lúbrico rito de panteras
y una erección de símbolos varones…

Bajo esta perspectiva podrían ser revisadas muchas de las películas de Alfred Hitchcock y uno encontraría, dispersos aquí y allá, esos “símbolos varones”. En Los pájaros esto se incrementa, pues las aves llenan la pantalla, en un paisaje casi orgiástico; y ese ataque final a Melanie Daniels, la escena en la que se invirtió mayor número de tiempo (con un esfuerzo similar al que llevó el asesinato de la ducha de Piscosis), es una tremenda violación múltiple. De hecho, luego de esa semana de estar enjaulada y rodeada de pájaros sujetos a su ropa la actriz tuvo un colapso nervioso que la condujo al hospital. A la vez, durante la filmación Tippi Hedren sufrió un gran acoso por parte del director (que en estos tiempos sería severamente sancionado por la opinión pública, con una condena unánime en las redes sociales). En lo privado, ella marcó sus distancias con Hitchcock, se atrevió a decirle que no; aun así, él consumó otro ataque sexual contra ella en un siguiente filme, Marnie, la ladrona (Marnie, 1964), en aquella otra escena en la que el marido (Sean Connery), casado con la joven mediante un chantaje (al hacerle saber que está enterado de sus continuos robos a hombres ricos), la penetra, en su luna miel, ante el rostro impávido de la mujer. Se dice que Tippi Hedren mantuvo, en esta segunda filmación, la misma frialdad con el director que su personaje con los hombres, y que su comunicación se dio a través de terceros. Por su rechazo, Hitchcock amenazó con hundirla. Y logró hacerlo, al congelarla como actriz. Esto no parece importarle demasiado a Camille Paglia, reconocida figura del feminismo moderno, para quien en el difícil diálogo privado con el cineasta Tippi Hedren tuvo la última palabra.
No es la mía una acusación a destiempo, pues se trata de anécdotas muy conocidas. Hay incluso una cinta para televisión, La chica (The girl, Julian Jarrold, 2012), que detalla lo ocurrido a Tippi Hedren. Tampoco se trata de desacralizar al director. Como titularía su obra biográfica Donald Spoto (otro de los autores básicos), tenía Hitchcock un “lado oscuro” que es acaso, además, una de las fuerzas que subyacen a su cinematografía: una visión compleja, algo tortuosa, de las relaciones humanas. Su cine, por lo mismo, no puede ser observado de modo inocente. Si lo celebramos sólo por su virtuosismo técnico o por crear sofisticados aparatos de entretenimiento, estamos siendo superficiales y se hace a un lado lo esencial. La oscuridad está en el fondo.

Dos asesinos

Véase, por ejemplo, la que se considera como la primera “Hitchcock movie”, El inquilino (The Lodger, 1927), en realidad la tercera de la lista, en donde ya aparecen temas u obsesiones que serán desarrollados en los títulos siguientes. Incluso hay un largo hilo que va de esa cinta, también llamada El asesino de las rubias, a Frenesí (Frenzy, 1972), la penúltima, en donde aparece un personaje que es conocido como “el asesino de las corbatas” (por ser ese su instrumento favorito para matar). Uno y otro son reencarnaciones de esa patología que ve en la mujer a la víctima o el enemigo a vencer, cuando la cercanía implica peligro. En El inquilino (qué curioso) hay una escena que parece anticipar el muy famoso asesinato en la ducha de Psicosis, cuando el huésped (Ivor Novello), del que entonces el espectador sospecha que puede ser el “vengador” (quien cada martes estrangula, en un Londres neblinoso, a una dama rubia) intenta ingresar al baño en el que Jane (Daisy Jackson) se asea. El seguro está puesto, y sólo tiene lugar un diálogo con la puerta de por medio. En el futuro, y en la imaginación de quien ve ahora ese filme, no habrá puerta que detenga al criminal, pues nada le cierra el paso a Norman Bates.
Daisy Jackson es la primera rubia Hitchcock. Y una de las más célebres será Grace Kelly, quien aparece en tres películas del cineasta británico: Con M de muerte (Dial M for Murder, 1954), La ventana indiscreta (Rear Window, 1954) y Para atrapar al ladrón (To Catch a Thief, 1955). Ella cuenta, como algo anecdótico (una curiosidad del “detrás de cámaras”), cómo en el primero de esos tres filmes, al trabajar en la escena en la que su personaje sufre un intento de estrangulamiento, el director pidió a los implicados que se comportaran como si se tratara de la filmación de un encuentro sexual. Este momento fue visto, ahora, en la Cineteca Nacional, exactamente como lo filmó Hitchcock, en tercera dimensión; y las manos de Grace Kelly salieron de la pantalla para tomar unas tijeras que terminará por incrustar en la espalda de su ejecutor.

La incomodidad del voyeur

Hitchcock hace parecer natural, e incluso alegre, lo más truculento. La ventana indiscreta cuenta cómo se realiza un feminicidio: el marido, harto del mal humor de su esposa, la mata y la hace pedazos, con un cuchillo de cocina y una sierra. Parte de esa historia es observada por un vecino fotógrafo que está encerrado en su departamento luego de haber sufrido un accidente, al capturar una imagen periodísticamente valiosa en una carrera automovilística. La parte alegre del argumento, los intentos del fotógrafo por no comprometerse con su novia y llevar un romance ligero, sin futuro, tiene el contrapeso de ese hecho sórdido que ocurre a unos pocos metros, en el departamento de enfrente. Quizá se trate de una de las cintas más complejas del autor, quien convierte ese patio trasero (una enorme construcción montada en un foro hollywoodense) en un sistema de multipantallas, en el que cada ventana cuenta una historia, la mayor parte del tiempo de modo gestual, con los recursos del cine mudo. Eso se admira aún más en la sala cinematográfica, donde La ventana indiscreta adquiere mayor potencia. Se diría que ese es su elemento natural, como cine puro, para brillar al cien por ciento.
Es un cuadro en el que están reflejados los futuros posibles de la pareja, e incluso las combinaciones que se pueden dar en las relaciones humanas, pues en el grupo están incluidos: una pareja de lesbianas, una familia convencional, los recién casados, la soltera joven acosada por los lobos, la soltera madura a la que deprime no encontrar un buen compañero, la escultora que disfruta su soledad creativa, el músico en sus crisis al intentar dar forma musical a una nueva melodía, la pareja madura con un perro como hijo (perrijos, les llaman ahora)… Son espejos de lo que viven o podrían vivir L. B. Jefferies (James Stewart) y Lisa Fremont (Grace Kelly). El reflejo más arduo, claro que está, es el de la pareja mal avenida, lo que desembocará en el crimen del que ellos serán testigos indirectos.
Es asombroso, en verdad, cómo todo esto puede estar ocurriendo en la pantalla; y aun en estos tiempos de grandes adelantos tecnológicos, la creatividad del cineasta, y su astucia para realizar este montaje, va más allá de lo que uno podría prever: se trata de un cine elevado a la décima potencia.
Además, en Hitchcock hay una suerte de denuncia implícita, que es también el señalamiento de una enfermedad común: en lugar de mirarnos a nosotros mismos, e indagar en nuestros miedos más profundos, nos detenemos a ver lo que le ocurre al vecino y lo juzgamos. El espectador va al cine a enterarse de lo que viven los otros. El arte cinematográfico ofrece la posibilidad de asomarse a un espacio privado, da licencia para observar.
El voyeur es el protagonista… pero todos lo son con él, hasta percatarse de que aquello que se mira es lo que mejor los retrata. El psicópata más truculento, ese que vigila desde un agujero a la dama que se prepara a ducharse, es alma gemela del cineasta y del espectador. Las ventanas son espejos. El que mira a los otros se mira en los otros.
No es gratuito que Psicosis arranque como una invitación a observar lo que ocurre en un cuarto de hotel, al que se accede precisamente a través de una ventana indiscreta. Se invade un espacio privado, de ahí la incomodidad de quien observa. ¿Y qué hay? Una pareja de amantes furtivos que acaban de tener sexo a media tarde, a la hora del almuerzo. Algo que acaso no debíamos estar viendo pero que nos interesa. Con igual morbo se llega al momento del crimen, en donde el espectador asume, con Bates, su travestismo, y su furia. Su gran cuchillo es, de nuevo, un evidente símbolo fálico.
Para el público que cae en las redes del cineasta hay un equilibrio extraño entre la fascinación, producida acaso por su virtuosismo técnico, su hábil manejo de las herramientas cinematográficas, punto en el que muchos prefieren detenerse, y esa incomodidad de ver a la humanidad retratada en sus aspectos más truculentos. Porque en sus películas el hombre no es sólo “el otro”, el de enfrente, sino también uno mismo. Si un momento lo descifra es el gran final de Vertigo: cuando James Stewart contempla el abismo y no se sabe cómo enfrentarlo. Lo que es triunfo y derrota: poder verse al fin de modo profundo (milagro que logra en sus mejores películas este mago del suspenso metafísico) y darse cuenta de lo inútil de ese descubrimiento.

Diciembre 2018

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