Encuentros con Ida Vitale
Eran los años ochenta. Acababa de publicar Siglo XXI en tres tomos desencuadernables —sin que esa fuera la intención— las Obras completas de Felisberto Hernández a partir de una edición uruguaya, despojándolas de su aparato crítico, sin señalar los años de publicación de cada libro y con datos mínimos sobre el autor… por lo que era necesario ir a otras fuentes para darles un contexto adecuado. Para ubicarlo en su tiempo y ubicarse uno en su prosa como lector de ese extraño cuerpo narrativo. Estudiaba yo en la ENEP Acatlán, por los rumbos de las Torres de Satélite, y alguien me habló de un académico y poeta uruguayo, Enrique Fierro, entonces profesor en la escuela. Él podría hablarme de Felisberto. Lo ubiqué en su cubículo, me presenté como joven lector de su compatriota y le pedí una entrevista.
—Sé de alguien que lo conoció y con quien te gustaría hablar —me dijo.
Ese alguien era la poeta Ida Vitale.
Así pactamos una cita en la colonia Polanco a la que fui con mi amigo Daniel González Dueñas. Quisimos desarrollar algo que, los dos muy jóvenes, llamamos entrevista-ensayo; es decir, plantear a la entrevistada una serie de ideas en torno a la escritura de Felisberto para obligarla un poco a trabajar sobre ellas: las dualidades entre el niño y el adulto, entre pensamiento y sentimiento, sus antecedentes nacionales, la relación con Borges… Entonces no nos preocupamos por saber qué hacía esa pareja uruguaya en México, cómo es que habían llegado acá; ni siquiera preguntamos sobre sus proyectos escriturales. El tema obligado para nosotros era Felisberto Hernández.
Y ella respondió siempre de modo lúcido, brillante. Por ejemplo:
—¿Es la búsqueda del misterio más importante para Felisberto que una posible revelación final o culminatoria?
—Es muy probable. Le preocupa en especial la manera de excavar siempre más en la realidad. Sin duda, Felisberto vivió buscando ponerse en situación de misterio, de recibir esas imprecisas comunicaciones con el mundo. En “Tierras de la memoria” hay la escena del niño que, hospedado en una casa ajena, desnudo antes de tomar el baño, se le ocurre hurgar en el cesto de la ropa sucia. Esta imagen concentra la mayor parte de los motivos felisbertianos: la violación de un espacio ajeno (en este caso al estar en contacto con una prenda íntima femenina, como ruptura de una intimidad), la sutil perversidad (ese registro que nos coloca en una extraña incomodidad de la que a pesar de todo somos cómplices), la exigencia de estar despierto ante el misterio (no le importa tanto lo que descubre sino el riesgo, la osadía, el atreverse a atisbar). Él se pone en situación de receptividad. Mucho después se pusieron de moda las filosofías orientales que pregonan ese estado de apertura; Felisberto va tras ciertas esencias, ciertos estados naturales, ciertos esquemas que se repiten, situaciones clave: esas vueltas a determinados puntos de concentración o de dispersión.
Ese fue el tipo de respuestas que nos dio Ida Vitale. En circunstancias similares, ante dos jóvenes que piden que se hable de otro autor, la mayoría de los escritores, incómodos ante esto y con el ego algo herido, encuentran la manera de hablar de sí mismos. Con ella no fue así. Su concentración ante el tema propuesto fue absoluta.
Me dedicó entonces su Oidor andante, publicado por Premiá en 1982, en estos términos: “Para Alejandro, al empezar una era felisbertiana, con amistad, Ida”.
Léxico de afinidades
En el Paseo de la Reforma, frente a la llamada Glorieta de la Palmera, había entonces un local de la Librería Robredo y tenían pilas de libros de Francisco Tario. Sobre todo de sus dos primeros títulos, editados precisamente por Robredo: La noche y Aquí abajo, ambos de 1943. En sus ediciones originales, que nunca se agotaron. Compré ahí un ejemplar de La noche y se los obsequié a Enrique Fierro e Ida Vitale, sugiriendo alguna afinidad entre Felisberto Hernández y Francisco Tario.
El tiempo pasó. Eso siempre ocurre. Y ellos dejaron México, me parece. Pero solían regresar, por lo menos una vez al año. Recuerdo haber tomado un curso de cuento latinoamericano, en la Facultad de Filosofía y Letras, impartido por Enrique Fierro. En 1994 la Editorial Vuelta publicó Léxico de afinidades de Ida Vitale, y los mismos de antes, González Dueñas y yo, les planteamos a ambos desarrollar en esta nueva conversación un léxico de afinidades mexicanas, paralelo a aquel recién editado, y del que había escrito Álvaro Mutis lo siguiente: “Debo confesar que, cada vez que encuentro un libro como éste, envidio al lector a quien le espera un placer que no se sospecha. Sé que volveré muchas veces a estas páginas densas y ágiles a la vez, que el libro estará siempre en mi valija de viajero impenitente y que mi primer asombro se tornará intacto cada vez que lo abra al azar”.
Éste, el azar, me lleva ahora a la palabra “ajo”, entrada que se resuelve en unos versos alegres:
Ajo enemigo de la digestión apacible,
merodeador de azufres del infierno,
sólo el castigo del aceite hirviendo
te redime y te lleva al paraíso.
En “ingenio” anoté al margen el nombre de Juan José Arreola, creyendo que se refería a él al hacer esta descripción: “Conozco a alguien cuyo aplomo argumental deslumbra: con aislar una frase de un largo libro que no necesita leer o con detenerse en una fracción desamparada de la vasta realidad —de la deleznable realidad que puede desmentirlo—, erige una creación veloz que parece una diadema de cordura. […] Su ingenio es su acto de amor, su razón de ser en sí y de ser en los otros. No es su culpa que la realidad no esté a la altura de lo que ve en ella”.
Les propusimos en la charla, decía, crear un léxico de afinidades mexicanas, del que rescato ahora algunos de los conceptos de Ida Vitale.
Exilio: El exilio es una operación irreversible. Siempre que uno se traslada deja atrás una cosa que cambió, y a su vez uno cambia, nunca se puede volver a lo mismo. Ni uno vuelve siendo el mismo. En resumidas cuentas uno queda para siempre como el alma de Garibay, para siempre flotando entre dos mundos. En el Léxico digo que las palabras son nómadas y la poesía las vuelve sedentarias. En realidad la poesía se beneficia del movimiento, que es la duda. Todo movimiento es duda. Y la duda es siempre beneficiosa.
López Velarde, Ramón: No sé cuándo lo leí por primera vez, seguramente en la antología Laurel, pero me acuerdo de cuando más tarde leí el poema de Silvina Ocampo inspirado en la Suave Patria. Encontré una semejanza, una inspiración, y me pareció sorprendente porque pensaba que sólo yo había descubierto a López Velarde. Laurelno circulaba en Uruguay pero ese libro me lo regaló José Bergamín, que lo había editado y que estuvo en Montevideo varios años como maestro: era un generoso difusor de la literatura mexicana. Él fue quien me hizo conocer a Paz, por ejemplo. Pero López Velarde ha resultado para mí un choque totalmente novedoso, una poesía con humor, con un increíble manejo del lenguaje, con una voz que parecía espontánea, nutrida en un lenguaje popular, y a la vez refinadísima y culta. Una poesía llena de novedades para mí. Lo sigo leyendo, y recuerdo haber encontrado en México, en una espléndida librería que supongo que ya no existe, allá por la calle de Mariano Escobedo, una primera edición de La sangre devota, así como otra primera edición de Cernuda. Después me enteré de que López Velarde conocía a Julio Herrera y Reissig y, bueno, uno puede a posterioriencontrar las relaciones: una lengua artificiosa en el mejor sentido del término, no una lengua cotidiana. Quizás en López Velarde hay una tendencia hacia un lenguaje más inteligible: en el caso de Herrera y Reissig hay una mayor apuesta a lo exótico. A la hora de considerar esto hay que pensar que Herrera está en otro momento de la historia literaria y que murió un poco más joven, en 1910. Eso hace una diferencia importante. Las vidas también fueron distintas; la de López Velarde, en medio de todo, fue más realizada, se identificó más con el público. En el caso de Julio Herrera, alguna parte de los libros son ediciones póstumas.
México: Mi experiencia mexicana se concentra en una sola palabra: gratitud. Quizás una palabra que en sí es horrible, pero no hay otra que refiera lo mismo: completud. La gratitud proviene de que éste es un país que nos dio las posibilidades de hacer lo que queríamos, de no estar limitados. Siento que no encontré límites en México. México está acostumbrado a que no haya un modelo sino que todo está generándose. En otras partes del mundo hay una tendencia casi natural a que se debe andar por las mismas vías, los mismos cauces, como que está mal apartarse, proponer una cosa distinta: debe repetirse lo que se hizo. Creo que todos tendríamos que ser como somos y seríamos todos diferentes. En cambio, en las ciudades pequeñas hay una tendencia a que haya que vestirse o pensar de la misma manera, y de inmediato se notan quienes visten o piensan o escriben de modo distinto, o incluso quien (por decir ejemplos absurdos) no juega a la lotería o a la rayuela cuando a todos los demás eso les gusta. Por ello ahí se dan más los raros, o la rareza es un modo más natural de ser. Acá en México ser raro es como serlo en París: nadie se fija en lo que la gente usa o come, todo existe. En las ciudades chicas a veces se plantea ese absurdo: los que están más cerca son los que están más lejos. Hay como una colisión, una división de territorios, un recelo. Aquí hay una amplitud, o la gente ha tenido la inteligencia de darse cuenta de que el campo de cada uno necesita del territorio de los otros, de que todo se hace entre todos. La libertad es lo que permite arriesgarse a hacer algo que es distinto incluso para uno miso. Eso es fundamental, que uno pruebe a hacer una cosa que antes no hizo. En otro espacio, uno se pregunta primero cómo va a ser recibido, y en México no se pregunta, simplemente se hace.
Obsidiana: Negro. Ceremonia. Filos. Un collar que me regaló María Elena Walsh. En Léxico de afinidades elegí esa palabra porque me encanta el sonido obsius. Soy fiel a lo que digo en el prólogo de ese libro: uso las palabras que me cantan. Me llamó la atención el origen de la palabra, nunca había pensado que obsidiana era la piedra de Obsius. Fue la pre-lación la que me llevó a registrar la palabra en el Léxico. Finalmente, hay una respuesta inmediata a la palabra o no la hay. Cuando la hay, bueno, tiene sentido recibirla.
Raros: Los hemos encontrado porque están vivos. Por suerte, en Latinoamérica los hay todavía Obviamente, Macedonio Fernández era un raro; lo eran Felisberto Hernández, Juan Emar… Francisco Tario, al que no conocemos tanto, podría serlo también. Un posible rasgo común a todos ellos es el no ser asimilados por la sociedad en general, o el no estar en una relación fácil con ella. En realidad es difícil conocer a los raros. Por definición, el raro es el que no es conocido, al menos, el que no lo es fácilmente en su tiempo. A veces uno descubre un raro y el raro después se “normaliza”. Una de las catástrofes ecológicas de este siglo es la desaparición del raro. No se le conoce en este mundo en que todo está editado en revistas. Y es que por antonomasia el raro es el que no va a llegar fácilmente a la publicación. Es casi una casualidad descubrir a uno de ellos, e incluso, en muchas ocasiones, un privilegio. Rousseau era un naíf, y también un raro. Yo creo que Felisberto era un raro que se defendía de serlo: sabía que iba a ser triturado por la sociedad si era un raro. Entonces se escondió. Como ser humano Felisberto no era, digamos, un raro. Trataba de hacerse un caparazón, una defensa. En el Uruguay, por ejemplo, vivían dos escritoras, Clara Silva y su hermana Concepción. Clara era mucho más conocida, estaba casada con un crítico entonces muy renombrado, Alberto Zum Felde, que cortaba cabezas o las coronaba. Mientras que Clara en el fondo se sentía rara, Concepción lo era en verdad; era un personaje muy extraño que escribía sonetos. La forma elegida era muy académica y los sonetos eran perfectos, con un sentido de la medida, del ritmo, pero los versos podían ser intercambiados. Si se establecieran series de rimas, se podrían barajar sus versos porque no había mucha ilación entre el primer verso y el segundo. Concepción hablaba por saltos, por elipsis; por ejemplo, una vez le pregunté: “¿Y este año no publicaste un libro?” Y me contestó: “Mi perra tuvo diabetes”. En apariencia no guardaba una relación lógica con la pregunta, pero después entendí que sí la tenía: ella pagaba la edición de sus libros, había tenido que gastar en el tratamiento médico de la perra, por lo tanto le fue imposible publicar el libro. Pero con ese mismo mecanismo, cuando nadie buscaba la relación, podía escribir un soneto ininteligible, aunque fuera hermosísimo. Concepción Silva llamó la atención de Girondo, de Caillois, de Supervielle, de Ramón Gómez de la Serna. Son los ángeles del mundo laico. Porque además Concepción Silva no veía la realidad como la veíamos todos. Vivía en una casa que era una ruina, destartalada, con un patio al aire libre lleno de pastito y las baldosas rotas, esas casas antiguas de Montevideo. En el cuarto en donde ella escribía era notoria una rajadura de arriba abajo. Y a alguien se le ocurrió hacer una gestión para sacarla de ahí y conseguirle un departamento, un lugar donde no tuviera frío y estuviera más cómoda. Y ella decía: “Mi palacio, ¿cómo voy a dejar mi palacio?” Le resultaba una agresión lo que había sido una idea protectora. Evidentemente su visión de la realidad no tenia nada que ver con la nuestra. Por otro lado, era muy astuta para defenderse. Uno siente una cierta afinidad o una maravilla ante el ser que contra viento y marea es capaz de mantenerse fiel a sus visiones y que incluso llega a lanzarse de cabeza al abismo, o a lo que los demás consideran el abismo. Supongo que es la sobrevivencia del romanticismo en medio de un mundo no romántico, si hablamos de romanticismo no como una escuela literaria sino como una constante del espíritu.
Colofón
Reviso los poemarios de Ida Vitale y encuentro en casi todos ellos dedicatorias para Enrique Fierro, a veces de forma compacta (“Para Enrique”, en Oidor andante y Sueños de la constancia) y otra como una declaración de amor también sintética (“A Enrique, en cuya soledad habito”, en Procura de lo imposible). Decía él: “Ella es la poeta, yo el advenedizo”. Sé que Enrique Fierro murió en mayo de 2016 en Austin, Texas. Los recuerdo juntos y alegres.
Ida Vitale recibirá hoy el Premio FIL de Literatura en Lenguas Romances; y en abril el Premio Cervantes. Quizá en estos reconocimientos está la respuesta de lo que se preguntaba en un viejo poema:
A fuerza de decir esto no sirve,
de deshojar sin piedad por el aire
los amores del día, la esperanza,
y de no ver las plumas del recuerdo
que el viento trae a morir en las ventanas,
esta bahía de humo sin cesar ni motivo
que me sube en el pecho,
luego de este desprecio diario
a mi corazón,
¿qué tendré un día, cuando la niebla pase,
entre las manos?
Eran los años ochenta. Acababa de publicar Siglo XXI en tres tomos desencuadernables —sin que esa fuera la intención— las Obras completas de Felisberto Hernández a partir de una edición uruguaya, despojándolas de su aparato crítico, sin señalar los años de publicación de cada libro y con datos mínimos sobre el autor… por lo que era necesario ir a otras fuentes para darles un contexto adecuado. Para ubicarlo en su tiempo y ubicarse uno en su prosa como lector de ese extraño cuerpo narrativo. Estudiaba yo en la ENEP Acatlán, por los rumbos de las Torres de Satélite, y alguien me habló de un académico y poeta uruguayo, Enrique Fierro, entonces profesor en la escuela. Él podría hablarme de Felisberto. Lo ubiqué en su cubículo, me presenté como joven lector de su compatriota y le pedí una entrevista.
—Sé de alguien que lo conoció y con quien te gustaría hablar —me dijo.
Ese alguien era la poeta Ida Vitale.
Así pactamos una cita en la colonia Polanco a la que fui con mi amigo Daniel González Dueñas. Quisimos desarrollar algo que, los dos muy jóvenes, llamamos entrevista-ensayo; es decir, plantear a la entrevistada una serie de ideas en torno a la escritura de Felisberto para obligarla un poco a trabajar sobre ellas: las dualidades entre el niño y el adulto, entre pensamiento y sentimiento, sus antecedentes nacionales, la relación con Borges… Entonces no nos preocupamos por saber qué hacía esa pareja uruguaya en México, cómo es que habían llegado acá; ni siquiera preguntamos sobre sus proyectos escriturales. El tema obligado para nosotros era Felisberto Hernández.
Y ella respondió siempre de modo lúcido, brillante. Por ejemplo:
—¿Es la búsqueda del misterio más importante para Felisberto que una posible revelación final o culminatoria?
—Es muy probable. Le preocupa en especial la manera de excavar siempre más en la realidad. Sin duda, Felisberto vivió buscando ponerse en situación de misterio, de recibir esas imprecisas comunicaciones con el mundo. En “Tierras de la memoria” hay la escena del niño que, hospedado en una casa ajena, desnudo antes de tomar el baño, se le ocurre hurgar en el cesto de la ropa sucia. Esta imagen concentra la mayor parte de los motivos felisbertianos: la violación de un espacio ajeno (en este caso al estar en contacto con una prenda íntima femenina, como ruptura de una intimidad), la sutil perversidad (ese registro que nos coloca en una extraña incomodidad de la que a pesar de todo somos cómplices), la exigencia de estar despierto ante el misterio (no le importa tanto lo que descubre sino el riesgo, la osadía, el atreverse a atisbar). Él se pone en situación de receptividad. Mucho después se pusieron de moda las filosofías orientales que pregonan ese estado de apertura; Felisberto va tras ciertas esencias, ciertos estados naturales, ciertos esquemas que se repiten, situaciones clave: esas vueltas a determinados puntos de concentración o de dispersión.
Ese fue el tipo de respuestas que nos dio Ida Vitale. En circunstancias similares, ante dos jóvenes que piden que se hable de otro autor, la mayoría de los escritores, incómodos ante esto y con el ego algo herido, encuentran la manera de hablar de sí mismos. Con ella no fue así. Su concentración ante el tema propuesto fue absoluta.
Me dedicó entonces su Oidor andante, publicado por Premiá en 1982, en estos términos: “Para Alejandro, al empezar una era felisbertiana, con amistad, Ida”.
Léxico de afinidades
En el Paseo de la Reforma, frente a la llamada Glorieta de la Palmera, había entonces un local de la Librería Robredo y tenían pilas de libros de Francisco Tario. Sobre todo de sus dos primeros títulos, editados precisamente por Robredo: La noche y Aquí abajo, ambos de 1943. En sus ediciones originales, que nunca se agotaron. Compré ahí un ejemplar de La noche y se los obsequié a Enrique Fierro e Ida Vitale, sugiriendo alguna afinidad entre Felisberto Hernández y Francisco Tario.
El tiempo pasó. Eso siempre ocurre. Y ellos dejaron México, me parece. Pero solían regresar, por lo menos una vez al año. Recuerdo haber tomado un curso de cuento latinoamericano, en la Facultad de Filosofía y Letras, impartido por Enrique Fierro. En 1994 la Editorial Vuelta publicó Léxico de afinidades de Ida Vitale, y los mismos de antes, González Dueñas y yo, les planteamos a ambos desarrollar en esta nueva conversación un léxico de afinidades mexicanas, paralelo a aquel recién editado, y del que había escrito Álvaro Mutis lo siguiente: “Debo confesar que, cada vez que encuentro un libro como éste, envidio al lector a quien le espera un placer que no se sospecha. Sé que volveré muchas veces a estas páginas densas y ágiles a la vez, que el libro estará siempre en mi valija de viajero impenitente y que mi primer asombro se tornará intacto cada vez que lo abra al azar”.
Éste, el azar, me lleva ahora a la palabra “ajo”, entrada que se resuelve en unos versos alegres:
Ajo enemigo de la digestión apacible,
merodeador de azufres del infierno,
sólo el castigo del aceite hirviendo
te redime y te lleva al paraíso.
En “ingenio” anoté al margen el nombre de Juan José Arreola, creyendo que se refería a él al hacer esta descripción: “Conozco a alguien cuyo aplomo argumental deslumbra: con aislar una frase de un largo libro que no necesita leer o con detenerse en una fracción desamparada de la vasta realidad —de la deleznable realidad que puede desmentirlo—, erige una creación veloz que parece una diadema de cordura. […] Su ingenio es su acto de amor, su razón de ser en sí y de ser en los otros. No es su culpa que la realidad no esté a la altura de lo que ve en ella”.
Les propusimos en la charla, decía, crear un léxico de afinidades mexicanas, del que rescato ahora algunos de los conceptos de Ida Vitale.
Exilio: El exilio es una operación irreversible. Siempre que uno se traslada deja atrás una cosa que cambió, y a su vez uno cambia, nunca se puede volver a lo mismo. Ni uno vuelve siendo el mismo. En resumidas cuentas uno queda para siempre como el alma de Garibay, para siempre flotando entre dos mundos. En el Léxico digo que las palabras son nómadas y la poesía las vuelve sedentarias. En realidad la poesía se beneficia del movimiento, que es la duda. Todo movimiento es duda. Y la duda es siempre beneficiosa.
López Velarde, Ramón: No sé cuándo lo leí por primera vez, seguramente en la antología Laurel, pero me acuerdo de cuando más tarde leí el poema de Silvina Ocampo inspirado en la Suave Patria. Encontré una semejanza, una inspiración, y me pareció sorprendente porque pensaba que sólo yo había descubierto a López Velarde. Laurelno circulaba en Uruguay pero ese libro me lo regaló José Bergamín, que lo había editado y que estuvo en Montevideo varios años como maestro: era un generoso difusor de la literatura mexicana. Él fue quien me hizo conocer a Paz, por ejemplo. Pero López Velarde ha resultado para mí un choque totalmente novedoso, una poesía con humor, con un increíble manejo del lenguaje, con una voz que parecía espontánea, nutrida en un lenguaje popular, y a la vez refinadísima y culta. Una poesía llena de novedades para mí. Lo sigo leyendo, y recuerdo haber encontrado en México, en una espléndida librería que supongo que ya no existe, allá por la calle de Mariano Escobedo, una primera edición de La sangre devota, así como otra primera edición de Cernuda. Después me enteré de que López Velarde conocía a Julio Herrera y Reissig y, bueno, uno puede a posterioriencontrar las relaciones: una lengua artificiosa en el mejor sentido del término, no una lengua cotidiana. Quizás en López Velarde hay una tendencia hacia un lenguaje más inteligible: en el caso de Herrera y Reissig hay una mayor apuesta a lo exótico. A la hora de considerar esto hay que pensar que Herrera está en otro momento de la historia literaria y que murió un poco más joven, en 1910. Eso hace una diferencia importante. Las vidas también fueron distintas; la de López Velarde, en medio de todo, fue más realizada, se identificó más con el público. En el caso de Julio Herrera, alguna parte de los libros son ediciones póstumas.
México: Mi experiencia mexicana se concentra en una sola palabra: gratitud. Quizás una palabra que en sí es horrible, pero no hay otra que refiera lo mismo: completud. La gratitud proviene de que éste es un país que nos dio las posibilidades de hacer lo que queríamos, de no estar limitados. Siento que no encontré límites en México. México está acostumbrado a que no haya un modelo sino que todo está generándose. En otras partes del mundo hay una tendencia casi natural a que se debe andar por las mismas vías, los mismos cauces, como que está mal apartarse, proponer una cosa distinta: debe repetirse lo que se hizo. Creo que todos tendríamos que ser como somos y seríamos todos diferentes. En cambio, en las ciudades pequeñas hay una tendencia a que haya que vestirse o pensar de la misma manera, y de inmediato se notan quienes visten o piensan o escriben de modo distinto, o incluso quien (por decir ejemplos absurdos) no juega a la lotería o a la rayuela cuando a todos los demás eso les gusta. Por ello ahí se dan más los raros, o la rareza es un modo más natural de ser. Acá en México ser raro es como serlo en París: nadie se fija en lo que la gente usa o come, todo existe. En las ciudades chicas a veces se plantea ese absurdo: los que están más cerca son los que están más lejos. Hay como una colisión, una división de territorios, un recelo. Aquí hay una amplitud, o la gente ha tenido la inteligencia de darse cuenta de que el campo de cada uno necesita del territorio de los otros, de que todo se hace entre todos. La libertad es lo que permite arriesgarse a hacer algo que es distinto incluso para uno miso. Eso es fundamental, que uno pruebe a hacer una cosa que antes no hizo. En otro espacio, uno se pregunta primero cómo va a ser recibido, y en México no se pregunta, simplemente se hace.
Obsidiana: Negro. Ceremonia. Filos. Un collar que me regaló María Elena Walsh. En Léxico de afinidades elegí esa palabra porque me encanta el sonido obsius. Soy fiel a lo que digo en el prólogo de ese libro: uso las palabras que me cantan. Me llamó la atención el origen de la palabra, nunca había pensado que obsidiana era la piedra de Obsius. Fue la pre-lación la que me llevó a registrar la palabra en el Léxico. Finalmente, hay una respuesta inmediata a la palabra o no la hay. Cuando la hay, bueno, tiene sentido recibirla.
Raros: Los hemos encontrado porque están vivos. Por suerte, en Latinoamérica los hay todavía Obviamente, Macedonio Fernández era un raro; lo eran Felisberto Hernández, Juan Emar… Francisco Tario, al que no conocemos tanto, podría serlo también. Un posible rasgo común a todos ellos es el no ser asimilados por la sociedad en general, o el no estar en una relación fácil con ella. En realidad es difícil conocer a los raros. Por definición, el raro es el que no es conocido, al menos, el que no lo es fácilmente en su tiempo. A veces uno descubre un raro y el raro después se “normaliza”. Una de las catástrofes ecológicas de este siglo es la desaparición del raro. No se le conoce en este mundo en que todo está editado en revistas. Y es que por antonomasia el raro es el que no va a llegar fácilmente a la publicación. Es casi una casualidad descubrir a uno de ellos, e incluso, en muchas ocasiones, un privilegio. Rousseau era un naíf, y también un raro. Yo creo que Felisberto era un raro que se defendía de serlo: sabía que iba a ser triturado por la sociedad si era un raro. Entonces se escondió. Como ser humano Felisberto no era, digamos, un raro. Trataba de hacerse un caparazón, una defensa. En el Uruguay, por ejemplo, vivían dos escritoras, Clara Silva y su hermana Concepción. Clara era mucho más conocida, estaba casada con un crítico entonces muy renombrado, Alberto Zum Felde, que cortaba cabezas o las coronaba. Mientras que Clara en el fondo se sentía rara, Concepción lo era en verdad; era un personaje muy extraño que escribía sonetos. La forma elegida era muy académica y los sonetos eran perfectos, con un sentido de la medida, del ritmo, pero los versos podían ser intercambiados. Si se establecieran series de rimas, se podrían barajar sus versos porque no había mucha ilación entre el primer verso y el segundo. Concepción hablaba por saltos, por elipsis; por ejemplo, una vez le pregunté: “¿Y este año no publicaste un libro?” Y me contestó: “Mi perra tuvo diabetes”. En apariencia no guardaba una relación lógica con la pregunta, pero después entendí que sí la tenía: ella pagaba la edición de sus libros, había tenido que gastar en el tratamiento médico de la perra, por lo tanto le fue imposible publicar el libro. Pero con ese mismo mecanismo, cuando nadie buscaba la relación, podía escribir un soneto ininteligible, aunque fuera hermosísimo. Concepción Silva llamó la atención de Girondo, de Caillois, de Supervielle, de Ramón Gómez de la Serna. Son los ángeles del mundo laico. Porque además Concepción Silva no veía la realidad como la veíamos todos. Vivía en una casa que era una ruina, destartalada, con un patio al aire libre lleno de pastito y las baldosas rotas, esas casas antiguas de Montevideo. En el cuarto en donde ella escribía era notoria una rajadura de arriba abajo. Y a alguien se le ocurrió hacer una gestión para sacarla de ahí y conseguirle un departamento, un lugar donde no tuviera frío y estuviera más cómoda. Y ella decía: “Mi palacio, ¿cómo voy a dejar mi palacio?” Le resultaba una agresión lo que había sido una idea protectora. Evidentemente su visión de la realidad no tenia nada que ver con la nuestra. Por otro lado, era muy astuta para defenderse. Uno siente una cierta afinidad o una maravilla ante el ser que contra viento y marea es capaz de mantenerse fiel a sus visiones y que incluso llega a lanzarse de cabeza al abismo, o a lo que los demás consideran el abismo. Supongo que es la sobrevivencia del romanticismo en medio de un mundo no romántico, si hablamos de romanticismo no como una escuela literaria sino como una constante del espíritu.
Colofón
Reviso los poemarios de Ida Vitale y encuentro en casi todos ellos dedicatorias para Enrique Fierro, a veces de forma compacta (“Para Enrique”, en Oidor andante y Sueños de la constancia) y otra como una declaración de amor también sintética (“A Enrique, en cuya soledad habito”, en Procura de lo imposible). Decía él: “Ella es la poeta, yo el advenedizo”. Sé que Enrique Fierro murió en mayo de 2016 en Austin, Texas. Los recuerdo juntos y alegres.
Ida Vitale recibirá hoy el Premio FIL de Literatura en Lenguas Romances; y en abril el Premio Cervantes. Quizá en estos reconocimientos está la respuesta de lo que se preguntaba en un viejo poema:
A fuerza de decir esto no sirve,
de deshojar sin piedad por el aire
los amores del día, la esperanza,
y de no ver las plumas del recuerdo
que el viento trae a morir en las ventanas,
esta bahía de humo sin cesar ni motivo
que me sube en el pecho,
luego de este desprecio diario
a mi corazón,
¿qué tendré un día, cuando la niebla pase,
entre las manos?
Noviembre 2018
Etiquetas: Álvaro Mutis, Concepción Silva, Daniel González Dueñas, Enrique Fierro, Felisberto Hernández, Francisco Tario, Ida Vitale, Juan José Arreola, Julio Herrera y Reissig, Ramón López Velarde
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