jueves, octubre 11, 2018


Casi todos los caminos llevan a Arreola

Hace tiempo hice un viaje ritual para conocer Zapotlán el Grande, un pueblo que de tan grande lo hicieron Ciudad Guzmán hace más de cien años… Y hace cien, ahora, justo en 2018, que nació ahí, el 21 de septiembre de 1918, Juan José Arreola Zúñiga, en su infancia sólo Juan, Juanito, Juanelo, Juanillo o incluso Juancho. Sin el José, pues, que se le impuso librescamente, y acaso lo distingue del otro Juan escritor jalisciense, con el que se le une y desune.
El viaje desde Guadalajara es también un camino religioso (y no el de Santiago) que debe pasar, en rigor, por la Sayula de Rulfo, y con lo inclinado o pronunciado de la cuesta famosa (ya que andamos y desandamos con las palabras, en eso andamos), la Cuesta de Sayula (no la de las Comadres), en el ascenso uno se percata de los contrastes entre un sitio y otro, entre los temperamentos de un escritor y el otro, pues se va del páramo o el comal ardiente al espíritu airoso, explosivo, expansivo o volcánico, ya que cuando uno va llegando a Zapotlán destaca en el paisaje ese Nevado que se llama de Colima, “aunque todo él está en la tierra de Jalisco”.
A la entrada, hay una vieja estación de tren con un Arreola metálico de tamaño natural vestido de guardajugas. En el centro, en los portales, un negocio que se llama Arreola de Zapotlán ofrece dulces y repostería fina; ahí compré unas mermeladas. Si uno pasa a la hora indicada, en la iglesia se verá salir al campanero, que hace su ejercicio de sube y baja o baja y sube, guiado por la cuerda, como si se tratara de un títere. En tiempos de feria, aquello debe ser toda una imitación a escala de la novela La feria (1963). O viceversa. Una cosa y la otra terminan por fundirse. Y aunque sabemos que primero fue la real y luego la ficticia, ahora la segunda impone sus realidades.
El mercado está tapizado de tostadas, una de las obsesiones comunitarias; y nos remiten a las tostadas de camarón seco que preparaba Sara, esposa de Arreola, mientras era dictado el Bestiario al amanuense José Emilio Pacheco. Frente a la cafetería Confabulario está el sitio exacto en donde nació Arreola. Los taxistas suelen platicar de aquel hombre de capa negra y motoneta que iba por las calles de Zapotlán como héroe de historieta, y casi todos tienen una anécdota con él. Una mujer me dijo que era la fotógrafa de Arreola. Un dentista me contó que había sido el dentista de Arreola, además de su alumno, pues le pagaba con clases literarias u ontológicas las consultas odontológicas.
Y estaba en Zapotlán, claro, Orso, hijo del escritor, ahora a cargo de aquella casa de madera construida en un cerro que Juan José, ya no Juan, Juanito, Juanillo o incluso Juanelo, armó con sus propias manos y con las manos de un carpintero de nombre Rogelio Barragán Espinoza, apodado El Diablo, con quien jugó, por lo general a media noche, memorables partidas de ajedrez. Hay, como edición regional, un tomo que compila cien de ellas. Arreola versus El Diablo. Abre Arreola con e4; y responde El Diablo con un directo e5. Los peones se ven las caras. Se inicia el juego.

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Nací el año de 1918, en el estrago de la gripa española, día de San Mateo Evangelista y Santa Ifigenia Virgen, entre pollos, puercos, chivos, guajolotes, vacas, burros y caballos. Di los primeros pasos seguido precisamente por un borrego negro que se salió del corral. Tal es el antecedente de la angustia duradera que da color a mi vida, que concreta en mí el aura neurótica que envuelve a toda la familia y que por fortuna o desgracia no ha llegado a resolverse nunca en la epilepsia o la locura. Todavía este mal borrego negro me persigue y siento que mis pasos tiemblan como los del troglodita perseguido por una bestia mitológica.

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Alguna vez, Antonio Alatorre me refirió su encuentro con Arreola. Por no poderle costear sus estudios de secundaria, su padre lo metió a un seminario. Mas no tenía Alatorre vocación religiosa. Sus grandes hallazgos fueron el griego, el latín y el francés. Contaba: “Justamente después de salir de esa orden religiosa llegué a Guadalajara, donde conocí a Juan José Arreola, a quien considero como mi primer maestro. Arreola es cuatro años mayor que yo; en ese momento en edad real me superaba como veinte años”.
Hicieron juntos entre 1945 y 1946 la revista Pan. Antes, en 1943, Arreola había editado Eos. Hay un tomo del FCE que reúne en facsímil esos dos impresos. En un estudio introductorio, detalla Alatorre: “Arreola trabajaba de planta en el periódico El Occidental (el de entonces, sin relación con el que hoy lleva ese nombre). Allí lo conocí. Yo era colaborador externo: me encargaba, cosa curiosa, de llenar la ‘Página del agricultor’ (los martes) a base de tijeras y engrudo, que era el método con que Arreola hacía la ‘Página literaria’ (los domingos)”.
Luego añade: “Lo que más claramente me sedujo de Arreola [...] fue su exaltado amor a las palabras, su gusto por ellas, su regocijo, sus celebraciones. Había palabras que le llenaban la boca y lo dejaban casi en éxtasis. Así la palabra Fuensanta. Así la palabra Orso. Así la palabra magenta. [...] Y así centenares y centenares de palabras, de versos, de pasajes de prosa purpúrea y florida o de prosa acerada y concisa. [...] Con esto queda suficientemente explicado cómo el sentirme ‘al unísono’ con él convirtió mi primer año de filología (filología es ‘amor a la palabra’) en una fiesta continua. [...] Arreola fue para mí más, mucho más que un guía literario”.
Sigue Alatorre: “Así, pues, el año que precedió al primer número de Pan estuvo dedicado, full-time, a mi desembrutecimiento, a mi déniaisement. Fue ‘el año del banquete’. Mi organismo interior comenzó, con la voracidad del hambriento crónico, a llenar sus inmensos vacíos y a asimilar platillo tras platillo, en la alegría más desvergonzada, y sin indigestión alguna. Y todo, o casi todo, fue regalo de Arreola. Siempre he dicho que Arreola me sacó de Egipto”.
El número 2 de Pan (de julio de 1945) abre con “Nos han dado la tierra”, de Juan Rulfo; sigue una reseña de Arturo Rivas Sainz a Páramo de sueños, de Alí Chumacero; y enseguida vienen “Dos poemas”, de Antonio Alatorre. Los versos de uno de ellos, “Al unísono”, resumen su amistad con Arreola: “Sobre un tiempo gemelo fincamos/ un nido de momentos. [...] Hay que ver ciertos lados,/ ciertos ángulos sin aristas, invisibles, de ciertos asuntos./ Y hay que ponerse de acuerdo en qué matices,/ en qué color de la risa./ Si un sonido raro de un libro,/ si el tono de flauta o de viola/ de una pequeña palabra...” Para, luego de cuatro estrofas, concluir: “Entonces, ¡qué dulce:/ paladear un poema, una tarde, una brizna!/ Con perlas redondas tejer un idioma./ Gustar el silencio, y lentamente,/ lentamente, en silencio, hojear la vida”.
Luego de este recuerdo, me dijo Alatorre: “Yo creo que Arreola es el ser que lleva más a flor de piel el amor al lenguaje, el deleite de la palabra, esa manera que tiene de estar soltando frases simplemente buscando la armonía, sin querer decir nada, sólo por deleitarse, ese modo tan sensual de recitar a Carlos Pellicer o a Ramón López Velarde”.

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Soy autodidacto, es cierto. Pero a los doce años y en Zapotlán el Grande leí a Baudelaire, a Walt Whitman y a los principales fundadores de mi estilo: Papini y Marcel Schwob, junto con medio centenar de otros nombres más o menos ilustres… Y oía canciones y los dichos populares y me gustaba mucho la conversación de la gente del campo.

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Recuerdo haber perseguido a Arreola para que me hablara de Giovanni Papini. Sin suerte. Es curioso: tanto él como Borges tienen deudas con el autor italiano. Borges reconoció tardíamente haberlo leído y olvidado, para darse cuenta luego de que el olvido bien puede ser una forma profunda de la memoria. En 1969, en Cambridge, compuso, “El otro”; atónito, agradecido (así lo expresa en el prólogo al tomo de Papini de su Biblioteca Personal), “compruebo ahora que esa historia repite el argumento de ‘Dos imágenes en un estanque’”.
En la Antología de la literatura fantástica (1940), de Borges, Bioy y Silvina Ocampo. aparece el cuento papiniano “La última visita del caballero enfermo”.
En sus conversaciones con Vicente Preciado Zacarías, el dentista de Zapotlán (que las reunió un libro de circulación regional), dice Arreola haber leído en 1943 Gog, Palabras y sangre, Dante vivo, El crepúsculo de los filósofos y Lo trágico cotidiano. El relato “El espejo que huye”, antecedente de “El guardagujas”, ambos textos ferrocarrileros, lo lee en 1935 en el tren de Guadalajara a Zapotlán. Voy a Papini y copio estas líneas: “Señor hombre […], este tren que ha llegado ahora, ¿no le ha dicho nada que convenga a nuestro asunto? ¿Quiere que se la repita yo, humilde traductor, ya que sé traducir la lengua de los trenes y de muchas otras cosas? Hasta hace pocos minutos este tren corría a una velocidad media de ochenta kilómetros por hora, pequeño mundo repleto e iluminado, a través de la campiña solitaria y neblinosa. Y he aquí que de repente, se ha detenido, los habitantes de esta pequeña ciudad en fuga han desaparecido y el maquinista se seca la frente con aire poco satisfecho. Las ruedas están quietas perezosamente en las vías y los vagones, vacíos y oscuros, añoran el parloteo de los viajeros y las maletas de variados colores. Así termina una fuga cuando se viaja sobre vías”.
Se conversa en la estación, como en “El guardagujas”, pero éste es Papini más Kafka, con lo que la fórmula original se altera, como si al carbón se le fundiera en ácido, dando la mezcla un producto nuevo.

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Desde 1930 hasta la fecha he desempeñado más de veinte oficios y empleos diferentes… He sido vendedor ambulante y periodista; mozo de cuerda y cobrador de banco. Impresor, comediante y panadero. Lo que ustedes quieran.

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En 1988 Arreola me convenció de realizar un acto deshonroso. Se enteró que la Universidad Nacional con la Autónoma de Zacatecas publicarían en facsímil La Suave Patria de Ramón López Velarde como la había editado la Imprenta Universitaria en 1944, en un formato amplio con grabados en madera de Julio Prieto y un comentario final de Francisco Monterde. Estaba yo a cargo de esa edición.
—Hay una errata —me dijo—, tienes que corregirla.
—Pero, maestro, es facsimilar.
—No importa. Corrígela.
—No se puede.
—Hazlo.
—¿En qué página?
—En el primer acto, en la segunda estrofa. Dice: “El Niño Dios te escrituró un establo/ y los veneros de petróleo el diablo”. No es “de” sino “del”: los veneros del petróleo. Añádele la ele.
—Pero, maestro...
Y le hice caso. Modifiqué el facsímil. Lo que no estuvo bien… Aunque es así como aparece el verso en el tomo de Obras de López Velarde compilado por José Luis Martínez.

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En Zapotlán se acuerdan muy bien de cuando pasó por ahí Pablo Neruda. En el hotel donde se hospedó hay una placa que recuerda esos días. Llegó en Bloomsday: 16 de junio de 1942. A sus 23 años, Arreola tuvo dos encargos: pronunciar el discurso de bienvenida y recitar un par de poemas del chileno, “Farewell” y el famoso “Poema veinte”. Neruda, sorprendido por el joven declamador, lo invitó a convertirse en su secretario particular, pero Arreola dudó en lanzarse a esa aventura... Al salir de una cena, en la madrugada, sorprendió a Neruda el cielo de Zapotlán, y dijo: “Aquí las estrellas se pueden tomar con la mano. Nunca había visto a las estrellas sobre los tejados, así de grandes, así de luminosas”. Y continuó: “No se han dado cuenta del tesoro que tienen en estas monedas de oro”. En el recuerdo de Arreola, el aliento sideral de la noche los recibió con una lluvia de estrellas. “En medio de la noche se hizo un silencio total. Caminamos como hermanos hacia el centro del pueblo, y por un momento sentí que Pablo nos había revelado el misterio poético. Lo dejamos en el hotel Zapotlán; me despedí de los amigos y caminé hacia mi casa. Al pasar por el jardín los pájaros comenzaron a cantar y vi en el cielo la nube pastora de mi pueblo; pensé por un instante en la inmortalidad” (El último juglar: memorias de Juan José Arreola, p. 190).
Esa visita también produjo un soneto de ocasión nerudiano, que así arranca:

Ciudad Guzmán, sobre su cabellera,
de roja flor y forestal cultura,
tiene un tañido de campana oscura,
de campana segura y verdadera...

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Juan, Juanito, Juanillo, Juanelo e incluso Juancho dice haber estado barriendo frente a su casa, mucho antes de la visita de Neruda a Zapotlán el Grande, cuando le brotaron de los labios estos versos: “Mirad al buen sultán/ contemplando las currucas/, compungido y derrotado/ por el ejército alemán”... Fue su arranque como escritor. Su primera intuición poética. Luego escribió “El barco” (que hay quien nombra equivocadamente como “El bardo”), sobre un niño arrepentido de dar una bofetada y que por la noche sueña con un barco rojo con velas blancas... Juan, Juanito, Juanillo, Juanelo e incluso Juancho se convirtió en Juan José Arreola, artesano de la palabra o artífice de complejos objetos verbales: universos infinitos a veces concentrados en una sola página o en unas pocas líneas.

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Una última confesión melancólica. No he tenido tiempo de ejercer la literatura. Pero he dedicado todas las horas posibles para amarla. Amo el lenguaje por sobre todas las cosas y venero a los que mediante la palabra han manifestado el espíritu, desde Isaías a Franz Kafka. Desconfío de casi toda la literatura contemporánea. Vivo rodeado por sombras clásicas y benévolas que protegen mi sueño de escritor.

Septiembre 2018

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