domingo, mayo 02, 2004

INQUIETAS ACROBACIAS

El que un hombre llegue a una vieja mansión de la Ciudad de México y se encuentre con dos mujeres que le han de revelar su pasado se convirtió en un triste cliché —o clisé, como a él le gusta escribir— de la narrativa de Carlos Fuentes (1928). También el que viejos edificios sean la puerta de acceso a una historia revelada, una vuelta atrás en el tiempo, umbral hacia una “dimensión desconocida”, el pasado imperial (Maximiliano y Carlota) o la Conquista (Cortés y la Malinche) u alguna otra etapa de la historia nacional o mundial.
En esos territorios repetidos se mueve en los últimos años Carlos Fuentes sin importarle que sus lectores los encuentren ya áridos, y pese a que el punto de partida sea una noveleta aún deslumbrante: Aura (1962), a la que ha querido volver y volver hasta caer en la caricatura en títulos como Constancia y otras novelas para vírgenes (1990), Instinto de Inez (2001) o Inquieta compañía (2004). Fuentes regresa a Fuentes, sin saber dar un paso más en su camino literario y sí muchos pasos en reversa.
Incluso la misma Aura fue acusada de tomar su argumento de Los papeles de Aspern (1888), de Henry James (1843-1916), en la que un investigador norteamericano se hospeda en una vieja casona veneciana donde viven dos ancianas... Pero la noveleta logró trascender a su modelo, y acaso tendría mayor cercanía con el Ugetsu monogatari (1776), los Cuentos de lluvia y de luna del japonés Ueda Akinari (1734-1809), y la versión fílmica que de ese conjunto de relatos fantásticos realizó en los años cincuenta Kenji Mizoguchi, película que Fuentes vio en el cine de las Ursulinas de París al tiempo que escribía Aura.
Como libro clásico, Aura asume esas y otras influencias y va más allá, pero a su autor le ha sido arduo volver a ese espíritu o a esas atmósferas por más que lo ha intentado. En su título más reciente hay dos relatos que se pretenden descendencia directa: “La gata de mi madre” y “La buena compañía”. En el primero, doña Emérita Lizardi y su hija Leticia viven en una vieja y destartalada casa en el barrio de Tepeyac, cercana a la Basílica de la Virgen de Guadalupe, y el que regresa, el Felipe Montero del cuento, digamos, es Florencio Corona. En el segundo, las ancianas María Serena y María Zenaida pasan sus días, no se sabe si vivas o muertas, en otra casa antigua pero de la Ribera de San Cosme, y quien va a encontrarse con sus raíces es su sobrino Alejandro de la Guardia. Con estos datos, quien haya seguido a Fuentes podrá imaginarse el cuento completo.
Desconcierta ese ánimo por mal repetirse, como también causa asombro cómo ha perfeccionado Fuentes sus carencias. Una es su dificultad para crear personajes que estén lo suficientemente alejados de sí mismo. Opta por los que son bilingües, por lo menos, y con una erudición a prueba de concursos. Olvida el narrador que la historia debe ser contada desde el punto de vista de un ente ficticio, que tiene una memoria y una desmemoria no necesariamente compartidas con su creador. No deja de pasar oportunidades para hacer homenajes (a Cortázar, García Márquez, Elenita Poniatowska y La Familia Burrón) o pagar cuentas (a la cadena Sanborns, por ejemplo, que exhibe con generosidad su obra), dar opiniones políticas y lecciones de historia patria (“Y es que en México, a pesar de todas las apariencias de modernidad, nada muere por completo”) o construir poderosos lugares comunes: el protagonista de “Calixta Brand” estudia economía en la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla y al graduarse consigue trabajo... en la Volkswagen. ¿Dónde si no? En este caso arma, además, un previsible cuento de ángeles para Puebla de los Ángeles.
Sin estar ya en forma, Carlos Fuentes realiza piruetas desquiciantes y confía en que sus lectores no sólo sabrán perdonárselas sino que se las celebrarán. Como viejo cirquero, presenta la rutina con la que empezó cuarenta años atrás y aguarda el aplauso de los distraídos.

Abril 2004

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