miércoles, diciembre 08, 2004

LA PROSA VIUDA DE JOSÉ AGUSTÍN

Es arduo leer una mala novela. A las primeras páginas, cuando uno empieza a darse cuenta de que el autor ha tomado vías simples o esquemáticas, como despreciando la inteligencia del lector, y descuida sobremanera la prosa, lo mejor sería cerrar el libro. No obstante queda la duda, acaso empezó mal pero luego enderezó el camino. Y sigue uno leyendo, en la mano el lápiz que marca repeticiones, sinsentidos de la trama, cuando debería subrayar los hallazgos.
Lo sorprendente es que un mal libro suele tener buena prensa. Los críticos por lo general se saltan lo estilístico, e incluso los problemas de estructura, y glosan la obra como si se tratara de una experiencia literaria arriesgadísima, es decir se le juzga a partir de la miopía y la desmemoria. Parece importar más que el autor ya se haya “establecido” en el medio, y se le comenta en positivo para que no pierda ese lugar al que ha llegado por persistencia y no por brillantez, y quizá porque el mismo reseñista quiere seguir en donde está, como una parte aunque sea mínima del castillo.
Y la otra actitud posible, leer con la mirada fresca y anotar las fallas evidentes, es calificada como “ataque” cuando puede ser sólo una forma distinta (y sana, me parece) de ver las cosas.
Referiré aquí entonces algunas perplejidades en torno a Vida con mi viuda (Joaquín Mortiz, 2004), novela con la que José Agustín regresa a la ficción y que empieza a ser valorada favorablemente, e incluso va a ser (o ha sido) merecedora de un premio.
Habría que aceptar, porque es lo medular de la novela, el que un hombre encuentre por la madrugada, al salir de su trabajo, a un doble de sí mismo y presencie su muerte; y decida al segundo intercambiar personalidades con el difunto. Lo que se torna disparatado, por ejemplo, es que el protagonista llegue a la casa del occiso y descubra en las paredes numerosos cuadros de Augusto Ramírez, hermano del autor, como homenaje quizá merecido pero fuera de lugar. O que piense que para ir a su velorio tendría que disfrazarse y se tope enseguida, al abrir el clóset de su sosias y como por casualidad, con una completa galería de disfraces que le resuelve el problema. O que el mismo personaje, en el recuento de las historias familiares, narre a detalle la agonía solitaria del suegro en la selva, cuando él ni nadie estuvo ahí y no habría forma de saber cómo vivió el hombre sus últimas horas.
Si se asume una voz narrativa, hay que contar el cuento desde ahí. Por eso dice Laurence Sterne que cada uno percibe la nariz propia más grande que la del vecino, porque la ve desde otro punto de vista. Así, la siguiente descripción se vuelve fantasiosa: “Por más esfuerzo que hizo [Héctor Wise] no pudo liberarse de las raíces. Lo intentó un largo rato, con dedicación, metódicamente, y acabo resignándose porque comprendió que era imposible. La posición tan extraña e incómoda le había paralizado el cuerpo, después de dolores terribles, y ya casi no lo sentía. A no ser que ocurriera el milagro de que alguien pasara por ahí en las próximas horas sin duda había llegado el momento de su muerte”.
El relato parece efectivo en cuanto acción dramática, y funcionaría si fuera contado por un narrador omnisciente. ¿Cómo supo Onelio de la Sierra que eso le ocurrió al suegro si no hubo quien pudiera referirlo?
Lo otro es la acumulación de “nuncas” y “siempres” que crea la impresión de que José Agustín nunca revisó su original o de que siempre le ganaron las prisas. En la página 38, alguien anda siempre resollando y otra siempre se mantenía casi invisible; ahí mismo, una nunca volvió a tener relaciones y nunca (cuatro líneas abajo) supo cómo se apellidaba un tal Lorenzo. Luego, en la página 39, alguien siempre se negó cuando sus amigas le pedían algún remedio y otro (u otra) nunca quiso abandonar Ayautla.
Y así podría leerse la novela como volumen antológico de nuncas y siempres: “ella volaba siempre muy bajo”, “nunca hizo el menor intento”, “nunca con malas intenciones”, “Siempre fui la consentida de las niñas”, “siempre estaba de visita con los sagrados”...
También hay periodos en que el “todo” se impone, como en la página 43, en donde a ojo de buen cubero se pueden contabilizar siete, la mayoría con facilidad suprimibles. Más allá de la distraída repetición, si todo es siempre y nunca es porque no hay un conocimiento profundo del narrador acerca de sus personajes, por eso los describe a partir de condiciones extremas, o negro o blanco, sin matices.
O esta perla japonesa: “lo cual me costó un trabajo enorme porque se había vuelto como fardo y me costaba trabajo moverlo”, de un escritor que desatiende las frases.
Por disciplina tuvo uno que enfrascarse en esta Vida con mi viuda... Aunque en el camino se apareciera la baratísima edición del IV centenario de Don Quijote de la Mancha, avalada por la Real Academia Española, lo cual creó una encrucijada desventajosa: ¿para qué batallar con José Agustín si está ahí Miguel de Cervantes? Es curioso, cuando terminó la segunda parte de Don Quijote tenía Cervantes más o menos la misma edad que tiene ahora el ondero mexicano, es decir andaba por los sesenta años. Sólo que uno finalizó entonces una obra importante, y el otro... con gran frecuencia dormita.

Diciembre 2004

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