lunes, noviembre 01, 2004

EL SÍNDROME DE BRITNEY SPEARS

Ha de ser arduo para un escritor definir el momento en que debe abandonar la pluma. A veces ocurre que la vida se esfuma sin previo aviso (por enfermedad o accidente), y se cortan así proyectos que se veían como esperanzadores. O el ejercicio literario mismo lleva a un autor a definir su destino, como le sucedió a Gérard de Nerval con Aurelia, que lo dejó en un oscuro callejón parisino colgado de una reja: el suicidio fue de algún modo consecuencia, si no lógica sí poética, de lo que se debatía en el papel.
Enrique Vila-Matas estudió lo que él llama el “síndrome de Bartleby”, nombrado así a partir del personaje de la novela corta de Herman Melville, que retrata a los escritores que no escriben o dejan de hacerlo. Habría que pensar en algunas variantes, por ejemplo la de aquel que luego de haber pergeñado largas novelas o concentrados poemarios decide cerrar el changarro de la página en blanco para dedicarse a la vida contemplativa. Se le llamará aquí, tentativamente (a la espera de que la academia le encuentre un nombre más adecuado), el “síndrome de Britney Spears”, por esa cantante pop contemporánea (de estos días, no del “grupo sin grupo” al que pertenecían Xavier Villaurrutia y José Gorostiza) que ha cambiado las luces de la fama por la esfera familiar, y deja el campo libre, según sus propias palabras, para que otras triunfen... Ya establecido el concepto, habría que ir a casos específicos dentro del orbe literario.
Alguien que seguro no lo padecerá es Carlos Fuentes, cuyos planes de escritura podrían abarcar varias generaciones y que, pese a la notable irregularidad de sus últimos libros, no piensa detenerse. Como no lo hizo Octavio Paz. Y sí, demasiado pronto, Alí Chumacero. O Salvador Elizondo, cuya última ficción es Elsinore, de 1988. Éste dejó de publicar pero no de escribir, pues se dedicó a hacer anotaciones diarias en sus cuadernos, de las cuales el Fondo de Cultura Económica editará pronto una selección y que son apuntes realizados desde su relativo exilio en Coyoacán.
Una visión similar a la de Elizondo la tiene Fernando del Paso, que en su Viaje alrededor de El Quijote (2004) hace un aparte para justificar su cervantismo tardío, y asegura que más que todo es novelista y considera que, en ese carácter, “la parte más importante y sustancial de mi obra está consumada”. Lo básico ya está hecho (sus extraordinarios novelones, José Trigo, Palinuro de México y Noticias del Imperio), y las exploraciones presentes y futuras, acaso sin la intensidad o el compromiso de sus trabajos mayores, serán ganancia, un extra en donde Del Paso, como él mismo lo apunta, no tiene nada que perder, puesto que sus opiniones sobre El Quijote, por ejemplo, “no les quitarán ni les añadirán una sola coma a mis novelas”. Dijérase que ya no compite profesionalmente, hace deporte de exhibición: relato policiaco, prosa poética, poesía y ensayo literario, géneros en los que tal vez no es tan ducho como en el ejercicio novelístico, del que se retiró en su mejor momento.
Gabriel García Márquez parece estar hablando de sí mismo cuando hace que su sabio, protagonista de la Memoria de mis putas tristes (2004), escriba el último artículo de su columna dominical al cumplir los noventa años, y se despida en un párrafo que, sin embargo, no aparecerá en el diario: el jefe de la edición borra esas líneas finales, y más tarde el director aprueba su proceder. “Se lo suplico con toda el alma”, le dice el director del periódico al viejo sabio. “No abandone el barco en altamar.”
He ahí una circunstancia a tomar en cuenta: el contexto social puede presionar para que un escritor, sobre todo si es exitoso en cuanto a reconocimiento o ventas, no abandone el barco. Y lo que resulte puede ser deslumbrante o insustancial, su obra cumbre o una mera repetición de sí mismo... Aunque el “águila o sol” a veces vale la pena.
Uno que, sin que le temblara la mano, quitó de su despacho en Marraquech el letrero de “work in progress” (obra en proceso) fue el español Juan Goytisolo, y cerró su obra de ficción en el 2003 con una imagen teatral, un Telón de boca que no ha circulado en México, me parece, y que es su “la última y nos vamos”: un tango del viudo escrito sin dramatismos pero con enorme intensidad y donde, como en Nerval, el novelista parece estarse jugando la vida.
Pero lo escritores son como los toreros, que se cortan la coletilla tantas veces como les dictan sus inquietudes, y parecen ya no estar en el ruedo cuando libran, en la soledad de su estudio, sorprendentes faenas solitarias de las que surgirán con el correr del tiempo las crónicas, es decir los inéditos. Ahí está Lichtenberg, por decir algo. O Franz Kafka. Con orejas y rabos obtenidos de manera póstuma.

Noviembre 2004

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