martes, septiembre 07, 2004

EL BLUES DEL AUTOBÚS

Desde hace tiempo, los autobuses foráneos se convirtieron en salas cinematográficas móviles. Para confirmar la cronología del fenómeno habría que acudir a los especialistas, a los críticos de cine de autobús (si es que existen), aunque casi podría asegurarse que el fenómeno se expandió a finales de los ochenta, y fue de un modo más bien rústico: los monitores no estaban bien sujetos entre el techo y una de las paredes laterales, por lo que todo el tiempo vibraban; la calidad de la imagen era mala, pues se acudía al mercado pirata o a la copia casera en los formatos entonces en uso: BETA y VHS.
Dudo que los servicios de autotransportes y similares hayan contratado personal especializado para seleccionar y adquirir cintas y cuidar de su mantenimiento; y si se establecieron convenios culturales fue con los afanosos copiadores de Tepito. En cuanto a la instalación de las pantallas se hicieron las adaptaciones en los talleres y sin asesoría técnica especializada, bajo la vieja fórmula de la prueba y el error.
El viajero encontraba alargados espacios oscuros, como si se estuviera metiendo en un túnel del tiempo, y en cuanto a la experiencia cinematográfica se volvía cautivo de un azar ecléctico: la película podía ser mexicana o extranjera, de alto o bajo presupuesto, infantil o de adultos (con escenas violentas o explícitas, como se dice ahora, en lo sexual) y regularmente con un doblaje infame que hacía parecer a Charles Bronson como un comediante de la plaza Garibaldi (es decir, en ese caso lo mejoraba muchísimo). El soundtrack inundaba el autobús con estruendo; si se abría la cortina para escapar con la imaginación y ver algo del paisaje mexicano, de inmediato protestaba el respetable.
A veces, por las circunstancias del trayecto se lograba ver el 50 por ciento de una película. O una película y media. O dos filmes completos. Según las suertes del viaje. En algunos casos el autobús llegaba a la estación y los pasajeros permanecían sentados, pues se estaba en los minutos finales de una cinta de karatekas: el insensible conductor metido a cácaro apagaba entonces el reproductor y el programa fílmico quedaba trunco.
Esto era lo que sucedía diez años atrás. Ahora algunos autobuses ya ofrecen el servicio de los audífonos, con lo que el sonido de la cinta no debe ser obligatoriamente escuchado por todos; sorprende a veces encontrarse con sofisticadas pantallas planas que se despliegan cuando la función va a comenzar y se ocultan al término del viaje... Y se cambió de distribuidor: ya no Tepito and Company sino las empresas que se ocupan del comercio del llamado “séptimo arte” y que suele ser, como producto de industria, un séptimo u octavo aletargamiento.
Es decir, el desprecio al espectador continúa; y mas cuando se cuenta con un público cautivo. Circulan en los autobuses muchos filmes ni siquiera hollywoodenses: son realizados al margen de todo pero con los mismos esquemas simplistas de trama y actuación, con sosas historias de policías o soldados estadounidenses, por mencionar una constante. Estas cintas “baratas” son alternadas con otras de corrida comercial más afortunada, pero tan lamentables al fin como las otras.
No imagino los diálogos entre el distruibor y los funcionarios de una línea de autobuses a la hora de precisar los términos del acuerdo. ¿Qué tipo de cine se preferirá? Los primeros se aprovecharán para sacar de bodega lo que no ha funcionado; y los segundos aceptarán esto (¿quién les va a reclamar?), con la condición de que se incluyan algunas pocas películas con actores conocidos. Según los usos y costumbres, acaso los de la distribuidora darán a los funcionarios de la línea de autobuses una comisión por debajo del agua con tal de que dejen pasar lo peorcito de su acervo... Y el que sufre por estas decisiones es el viajante.
¿Por qué no hacerlo de otra manera? ¿Por qué no relacionarse con la embajada, francesa, por ejemplo, para hacer un tour de cine realmente viajero? ¿O una muestra cinematográfica paralela a la de noviembre en las carreteras del país? ¿O un ciclo permanente con buenas copias de obras de Luis Buñuel, Alejandro Galindo, Ismael Rodríguez y El Indio Fernández? ¿O exhibir en corridas especiales las sagas de El padrino, Alien, Matrix y El señor de los anillos? ¿Por qué Conaculta no forma una oficina encargada de dotar de buen cine a los autobuses de México? Si se hiciera algo así se estaría ante una revolución cultural sin precedentes, y se le agregaría un atractivo extra al placer de viajar (alentando, de paso, el turismo)... Pero, claro, lo sensible es desechado. Se aduce que el público no está listo para ello cuando quienes no lo están son los que nos gobiernan y nos administran, con una formación artística carlosabascaliana, es decir muy limitada.
Mientras tanto, los autobuses como salas de cine seguirán siendo templos rodantes dedicados al mal gusto.

Septiembre 2004

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